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Las apariencias no engañan; Rachmaninov y Pacheco; más mujeres perdidas

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Entre los refranes más comunes en la vida cotidiana es que hay cosas que no pueden ocultarse: el dinero (ni la falta de), la educación (así le dicen a las buenas maneras), el enamoramiento, duradero o de un instante. Se contrapone al que afirma que las apariencias engañan, o al de “quién la viera, tan discreta”, o al del corazón que no se entera porque los ojos no lo vieron.
                Hay frases y refranes para toda ocasión, aplicables a cualquier persona según las circunstancias, las buenas rachas o las malas, y las trampas que pone la vida (disfrazada de las oportunidades que no deben desperdiciarse); además de los refraneros, las canciones contienen una buena dosis de sabiduría popular aplicable en las buenas y en las malas.
                Hay personas expertas en el arte de engañar: escritores que no escriben pero se disfrazan de tal manera que sus amigos y enemigos creen que un día nos sorprenderán con una obra maestra; o escritores que no lo son pero triunfan en todos los certámenes con los que el gobierno nos coopta (hace apenas 40 años había un premio de poesía importante, ahora hay 40 premios a repartir), y hay quienes opinan que si no se obtienen premios no se es escritor. Hay críticos que no leen más que sus propios libros pero se disfrazan de críticos, y hay actores que se les nota que son actores (para no hablar de virtudes privadas y vicios públicos).
                Luego de siete, ocho años de no verla, nos topamos con una conocida amistosa, afable, que nunca creó problemas, y con la que no teníamos más que pláticas ocasionales, comentarios sobre la situación del edificio, aunque María José convivió con ella y con su hijo de manera constante y fructífera, y mantiene contacto con su hijo, quien acaba de obtener un premio internacional (no literario, por fortuna). Luego de los comentarios, en medio del transitar de comensales, nos confía sus actividades, además de las que ya conocíamos (directora de una escuela de altos estudios): en los últimos años se ha acercado al estudio de la filosofía; de pronto se le ilumina la mirada, y nos asesta: estoy estudiando a Kierkegaard, Sartre, Husserl (lo pronuncia de manera correcta); se detiene un instante, y pronuncia el corolario: ustedes son así, ¿verdad?, Por eso son como son, ¿verdad? Es uno de los mayores elogios que hemos recibido, sin que haya dicho ningún adjetivo.

Gracias a Francisco Repetto Milán, a una edad inadecuada, prematura, comencé a leer a esos y  a otros filósofos, primero en las páginas de ese estudioso, y luego en manuales y después en sus propios libros; me emocionaron más que otros autores, y me obligaron a conocer a sus antecesores; uno de los momentos más emotivos fue haber leído a Schopenhauer con la sensación de haberle entendido; el epígrafe de mi Háganme lugar es de Nietzsche, y recuerdo con placer la época en que lo leí, en estado casi febril, impulsado por un fragmento de La fenomenología del relajo, de Jorge Portilla, con ensayos sobre (y contra) Nietzsche en la Revista de la Universidad, un ejemplar que conservo, ajado y arrugado, en que se compilaban páginas suyas compiladas por sus compañeros del Hiperión; eran los días en que comenzaba la ciudad a agitarse por el Movimiento Estudiantil (quiso la mala fortuna que el día que conocí a Monsiváis hubiera dejado la revista, porque ya se estaba rompiendo, y en su lugar trajera El retorno de los brujos, con su explicación mágica aunque equívoca de “El Aleph” de Borges). 
                En una ocasión, hace más de 20 años, Felipe Garrido me pidió que lo ayudara con las fichas de varios filósofos, para un diccionario de filosofía y religión; me tardé dos días más de lo que me pidió, y mi única excusa, que no pretexto, fue que me había deprimido al elaborar la de Schopenhauer; aunque no me creyó, publicó la ficha tal como la redacté. Aun ahora puedo repetirla, sin equivocarme ni en la puntuación, porque sigo creyendo que decía la verdad, una verdad universal.
                Que una mujer con la que no convivimos nos relacione y se explique nuestra manera de actuar, cuando leyó a varios de los filósofos más importantes, nos hace ver que no engañamos, que nuestro comportamiento es elocuente, transparente, honesto (en su acepción de sinceridad); no sé qué nos pesa más: si el orgullo o el compromiso de seguir así. (Algo parecido me había dicho Salvador González, pero no le creí, porque es un lector empedernido y que se deja influir por los libros y se explica la vida a través de ellos.)
                Y surge por estos días la noticia de que el gobierno piensa recortar algunos millones de pesos en el presupuesto para la cultura. Con Nietzsche, Sartre, Husserl, Schopenhauer como modelos, mi única reacción es que qué bueno, porque el Estado no debería patrocinar a los escritores, a los creadores en general; nadie debería de escribir pensando a qué concurso, flor más bella del tejido, mandar su manuscrito según los jurados, la temática; no debería gastarse el dinero para damnificados, para obra pública, para vivienda, para el desarrollo, en gratificar a los que, de manera consciente o no, adulan al gobierno y escriben para él. Se confirma que sólo dos por ciento de la población acude a bibliotecas, las ediciones de libros no rebasan el millar de ejemplares, las revistas subsidiadas no se mantienen por sí solas, ni por venta ni por publicidad; las librerías de Educal son un desastre, mal atendidas, con más libros de editoriales particulares que los publicados por Conaculta, casi sin visitantes; las cintas subsidiadas no cumplen con los ingresos mínimos para mantenerse más de una semana en cartelera, lo mismo que el teatro: eso es dinero desperdiciado que serviría mejor para reparar o reconstruir escuelas, mejorar salarios de burócratas (maestros, médicos, enfermeras, la seguridad), no para becas a escritores que tienen empleo, y al recibirla, no lo dejan, duplican sus ingresos sin cumplir con los propósitos de las obras (o se la pasan quejándose en las redes sociales).

Uno de los músicos más conocidos por los cinéfilos mexicanos es Sergei Rachmaninov, porque suyos son los sonidos que recalcan las escenas más dramáticas de nuestra cinematografía, en El Peñón de las Ánimas; la gente de mi edad, o un poco mayor, recuerda también las transmisiones teatrales por televisión, a cargo de Manolo Fábregas, los miércoles por la noche, cuyo fondo musical es su obra más conocida, el Concierto Núm. Dos para piano y orquesta. Una pieza a la que le tengo particular afecto por varias razones; una de las que puedo confesar es que servía de fondo musical de las muchas pláticas que sostuve con Sergio Galindo, quien escribió sus mejores novelas escuchando ese concierto, que repetía varias veces hasta que terminaba un capítulo, o lo vencía el cansancio. Tenemos muchas versiones; la favorita de Lourdes es con Van Cliburn, aunque a mí me gusta más con Svlatoslav Richter y con Werner Hass (que podría jurar que es la que tocaban en el Teatro de Manolo Fábregas); le tenemos también con Graffman, Barry Douglas, Arthur Rubinstein, y estoy por comprarla con Yuja Wang, con Valentina Lisitsa y con Helene Grimaud, que si la tocan con la belleza que tienen, seguramente serán buenas versiones. Sé que hay un disco con el mismo Rachmaninov como intérprete, y tiene la fama de haber sido el mejor pianista de todos los tiempos (al menos, desde que hay registro discográfico), pero no lo he encontrado.
                Es una de las piezas que ni siquiera Von Karajan o Dudamel como directores ni Lang Lang como intérprete pueden echarla a perder, aunque lo intentaron.
Pero no es la única, ni la mejor, obra de Rachmaninov; su Concierto número 3 es de gran belleza, sobre todo en las manos de Martha Argerich, y otras piezas, entre menores (preludios, humoresques, polkas, canciones, fantasías) y mayores (sinfonías, sonatas), pueden escucharse sin que cansen. Pero el público, los pianistas y las orquestas las hacen a un lado para interpretar el segundo concierto, del cual hay, parece, más de cien versiones a la venta.
                Es el caso de una obra maestra que hace que se le conozca al autor sólo por ella, y no acudamos con más frecuencia a otras obras suyas. Es lo mismo que pasa con José Emilio Pacheco, quien tiene varias, muchas, obras maestras, tanto en la poesía, en el ensayo y en la narrativa, pero los lectores sólo conocemos y citamos una o dos de ellas; excelentes, cierto, pero no las únicas.

Me gustan las mujeres perdidas. Ya he hablado de Isabel del Puerto (gracias a lo que escribí de ella hace unas semanas se puso en contacto conmigo su representante, lo que me emociona mucho), Leticia Palma, Sarita Montiel. Ahora menciono a Gloria Mange.
                Su filmografía apenas pasa de las 20 cintas, varias de ellas sin crédito, y todos en papeles secundarios; por ejemplo, en Mi querido capitán es opacada no sólo por Rosita Quintana, sino por todas las demás bailarinas en la fiesta en casa de Fernando Soler, sobre todo por Guillermina Téllez Girón; en Salón de belleza es una clienta más, de la que se burlan Rita Macedo y Elda Peralta; sus actuaciones con más reconocimiento tuvieron lugar en dos filmes agradables pero que no aguantan una visión crítica: El casto Susano y Doña Mariquita de mi corazón. En ambas es desperdiciada su belleza, y le dan papeles de niña boba, inocente y hasta tonta; en una, es hija del director e intérprete, Joaquín Pardavé, provinciana novia de Fernando Fernández, y a la que deben quitarle los lentes y los moños para que atraiga al novio, que pasa por pazguato; en la otra es hija de Óscar Pulido, novia de Fernando Fernández, quien enamora a Silvia Pinal, y que los ve besándose (Pinal, disfrazada de un improbable hombre –no podía ocultar los pechos) y se ataruga, tanto que se hace novia del más pazguato Varelita; es opacada por Pinal y por Perla Aguiar. Tiene un papel muy discreto, o mejor dicho, apenas aparece en un par de escenas, en Especialista en señoras, haciéndola de recepcionista en el consultorio del médico popular entre la tropa Rafael Baledón; sólo sale dos veces, pero despertó el entusiasmo de Emilio García Riera, quien la destaca entre tanta mujer en faldas brevísimas mostrando piernas y calzones de los que ahora, en las redes sociales, llaman “grannies”. García Riera la pone por encima de Rosa Carmina, Guillermina Téllez Girón, Nellie Montiel, Su Mu Key. En su escena más sobresaliente está sentada en un escritorio, con las piernas cruzadas, con su faldita; dice García Riera: “había además citas verdaderas o apócrifas de Napoleón, Cervantes, Campoamor y Paco Malgesto, y muchas piernas femeninas al aire, con victoria visible, para mi gusto, de las de la guapa Gloria Mange”.
                Muestra muslos contundentes en El mariachi desconocido, como la cancionera que compite con Rosa de Castilla por la lujuria de Tin-Tan; canta desentonada pero nadie lo nota, y aparece con traje de mambo, ritmo adecuado y baile cachondo. Desaparece antes de la mitad de la película.
                Más memorable aún es su aparición en ¡Qué te ha dado esa mujer!Surge de la nada, como novia del  agente de tránsito mañosón Pedro Chávez; debe competir más que con Carmen Montejo, con el otro agente Luis Macías; como Chávez y Macías se reparten a las viejas (así les dicen) sólo para vacilar (ern su acepción de echar relajo; más maliciosamente, de los actos propiciatorios), cuando Chávez la ve en serio se porta como un patán, saca a relucir sus defectos (aunque no el principal), y logra que la familia de ella lo rechace y que terminen su compromiso (si no era en serio, ¿para qué se comprometen?). Ella se encapricha, deja el internado donde la inscriben los padres, y se mete al departamento que comparten Chávez y Macías; cuando ellos llegan, se desvisten, y hasta que están Aguilar sin camisa e Infante sin pantalones, ella pide que no se desvistan más; la encuentran, escondida, semidesnuda, con las muy bellas piernas al aire; empiezan a jalonearla, para regresarla a su casa, cuando llega la mamá, que escucha mal y cree que la van a violar; cuando llegan los policías, la madre, indignada, pide que tomen nota de cómo la encuentran: ¡muy bien!, exclama uno de ellos. Por desgracia la visten, el padre, que es el agente del Ministerio, pide a Chávez que se case con Mange, a lo que él se niega.
                Después vuelven a encontrarse, ella ya muy quitada de la pena, va a ver a su padre en la delegación (aunque se supone estaba internada); cuando se entera que Chávez va a defender a la fichita Montejo (así la llama Aguilar), pronuncia su mejor frase en toda su trayectoria cinematográfica: “y yo que iba a suicidarme por ti. ¡La arrepentida que me hubiera dado!”.
                Después de Mariquita de mi corazón se retiró del cine; en tres o cuatro años hizo sus 22 apariciones, y se esfumó; no hay datos de ella en las historias del cine, ni en las redes de internet; es más, piden que si uno tiene sus datos, los comparta. Mange, a quien le quedaban bien los papeles de ingenua, y que pese a ello se daba a desear, se perdió para la vida pública, como Del Puerto y Leticia Palma.

Terminó la temporada de Ligas Mayores; queda el platillo para los villamelones; lo más atractivo: el posible duelo entre Medias Rojas y Dodgers, no para saber cuál es el mejor equipo, sino por una situación morbosa: en 2012 Medias Rojas armó un trabuco, así le dicen a las novenas superiores, en el que esperaban que Adrián González fuera el sostén a la defensiva y a la ofensiva, y aunque tuvo buenos números, se dedicó más a la grilla y al gimoteo que a sostener al equipo: es más, una tarde, junto con otros peloteros, fueron con el gerente general para quejarse de que el manager no los trataba bien, no manejaba de manera adecuada al equipo (cierto, consentían a varios lanzadores que más que estar en el juego se la pasaban cheleando, viendo pornografía, en la chorcha); corrieron a todos los que fueron de chismosos.
                Ahora, sin él, los Medias Rojas llegaron con facilidad al campeonato de su división; los Dodgers, gracias a la consistencia de Adrián y a dos o tres pitchers que hicieron recordar los tiempos de Koufax, Drysdale, Perranoski, Osteen, Podres, y al pésimo short stop pero excelente bateador Henley Ramírez, también ganaron con cierta facilidad su división; es decir, gracias a que se deshicieron de Adrián, los Medias Rojas tuvieron una excelente temporada (humillando a los Yanquis, sobre todo); gracias a que adquirieron a Adrián, los Dodgers llegaron a la postemporada. ¡Las vueltas que da el mundo!, como dijo Alejandro Chiangerott en No desearás la mujer de tu hijo.
                Y se desinfló el novato sensación Yasiel Puig: comenzó bateando cerca de .450, y terminó en .319; el último mes bateó alrededor de .230, y se puso a la altura de José Canseco y Reggie Jakcson como jardinero, cometiendo muchos errores aunque sólo le cargaron cinco. Daba risa verlo cubrir el jardín derecho, que tanto honraron Roberto Clemente, Ralph Kiner, Al Kaline, Roger Maris y tantos otros.

Si el facebook pusiera un filtro, como eliminar cualquier escrito que contuviera más de una falta de ortografía, nos ahorraríamos muchos comentarios fascistas, reaccionarios e inútiles.

Qué tristes tiempos son éstos en que tenemos que apoyar a la policía, cuando han dado tanto de qué quejarnos y temerla, ahora y a lo largo de la historia. Es inhumano y antinatural.

Con Salvador Mendiola comparto un blog, Toreando escarabajos, en el que platicamos en público escuchando discos de los Beatles, desde sus sesiones con Decca y con Tony Sheridan, hasta Let it be. Suyos de él son los méritos tecnológicos (fotos, videos). Ya llegamos al cuarto disco, y ahi la llevamos.



Las altas y las bajas; narradores; generosidades y egoísmos

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“Había vuelto la paz al Llano Grande”, “Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano”, “Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande…”, “Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano”, “Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquistes cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el Llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas“, “Algunos ganamos para el Cerro Grande, y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el Llano…”
                Éstos son algunos párrafos de uno de los más conocidos cuentos de Juan Rulfo, “El Llano en Llamas”, que da título al primer libro del jalisciense. Aunque es uno de los libros más vendidos en la historia de la industria editorial mexicana, publicado en ediciones críticas, en varios países de habla hispana, en diversas colecciones en varias editoriales, y con más de 500 mil ejemplares vendidos en la Colección Popular, en un reciente homenaje por los 60 años de su publicación, el Instituto Nacional de Bellas Artes, en el cartel que anunciaba los actos conmemorativos, puso El llano en llamas; es curioso que en muchos boletines informativos a lo largo de la historia, en los folletos donde anunciaban paquetes de libros en oferta en ocasiones de aniversarios, ventas especiales, o en ocasiones de Navidad, ponen El llano en llamas.
                Tres de los lectores más cultos confesaron que no habían reparado en el error; ya lo raro es que se escriba de manera correcta; lo malo es que cuando se me ocurre llamar la atención recibo regaños y reconvenciones, y me recuerdan que “los títulos se escriben en bajas”. Me parece inútil remitirlos al texto para que vean que Llano es un nombre propio, no se trata de un llano cualquiera.
                Tampoco puedo reclamar mucho: el Pequeño Larousse Ilustrado,el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado, el Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana, y sobre todo, el Diccionario de Escritores Mexicanos, tanto en la primera edición (1967) como en la segunda, en doce tomos, incluyen El llano en llamas, más preocupados por incluir que por leer los libros.

Desde hace algunos años la Real Academia de la Lengua convino en que lo mejor, y lo más elegante, era suprimir las mayúsculas inútiles, tanto en títulos como en accidentes geográficos; no pudieron hacerlo en el lenguaje burocrático, donde ponen en altas los títulos profesionales (Licenciado, Doctor, Ingeniero), los cargos (Ministro, Secretario, Presidente –éste, decía Bernardo Giner de los Ríos, sólo va en mayúsculas cuando es el nombre del brandy).
                La RAE no autorizó poner en minúsculas los nombres propios, pero dio pie a que la gente creyera nombres comunes cuando no lo son; ponen “río” en bajas aun cuando sea parte del nombre, como el Río Bravo y otros seis, de los que da cuenta el Diccionario de Historia, Geografía y Política de Porrúa (y algunas otras enciclopedias); tampoco están autorizadas esas personas a creer que los nombres son títulos: El Universal es nombre, La ciudad más transparente es título; lo tedioso es corregir a los correctores que no entienden esa diferencia. Hace unas semanas Gabriel Zaid apuntó la escasa costumbre de la gente para consultar diccionarios y verificar si lo que escribe o lee tiene fallas o está correcto.
                No se sabe, entonces, si el valle de México es un valle cualquiera o se llama Valle de México; la Academia no es autoridad, por su desconocimiento de lo que sucede fuera de su ámbito, en lo que siguen considerando sus colonias.
                Pero en sus propias obras son descuidados; las solapas y la contraportada de los libros de Mario Vargas Llosa, sobre todo el más reciente, El héroe discreto, ponen el nombre de sus novelas, y a la segunda le dicen La casa verde, aunque en el texto uno de sus personajes principales, el sargento Lituma, habla de lo que vivió en su juventud en La Casa Verde, como se llamaba el prostíbulo donde se emborrachaban Los Inconquistables. Si quienes hicieron los textos de contraportada y cuartas hubieran leído el libro, hubieran escrito bien ese título.
                Hay otros casos, que también hacen dudar de que quienes los reseñan o los incluyen en bibliografías, sepan de qué se tratan; por ejemplo, a dos de las principales novelas de Martín Luis Guzmán las nombran en bajas, El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, aunque en la primera son símbolos, no animales comunes y corrientes ni mucho menos objetos; como símbolos, debe titularse El Águila y la Serpiente; el caudillo de la otra novela no es uno más de los muchos caudillos militares y políticos que pululaban en el México de los años veinte; es el Caudillo que unificó al ejército, que maniobró  para unificar todos los partidos en uno solo, el que consiguió que todos los caudillos aprobaran a un solo candidato; el que manipula entre los precandidatos para elegir al “bueno”, y suprime por las buenas o las malas a los rejegos; en la novela es “el Caudillo”, por no decir el Jefe Máximo; su sombra pesa sobre los demás protagonistas, civiles y militares; el título es La sombra del Caudillo; de hecho, así se llaman en la edición del Fondo de Cultura Económica de 1984, y en las ediciones de la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa, y en las ediciones de Compañía General de Ediciones, pero no en el Diccionario de Escritores Mexicanos, ni en etcétera etcétera.
                La Silla del Águila es el símbolo de la silla presidencial, y así lo maneja Carlos Fuentes en una de sus novelas menos apreciadas, y muy mal leída, por lo que sus críticos y comentaristas la titulan en bajas.

Menos graves son otros casos, pero que en lo personal no dejan de inquietarme; en la Guía Rojide 1927, la más antigua que he conseguido, una de las colonias alejadas entonces de la ciudad de México, en pleno sur poco habitado, se llamaba la Colonia del Valle; así, hasta los años setenta; ahora la llaman colonia del Valle; en las Guías no ponen colonia Polanco o colonia Anzures, sólo Polanco o Anzures; no es colonia Narvarte, sólo Narvarte (y antes, Nalvarte); ponen colonia del Valle en la creencia de que colonia no es parte del nombre; en todo caso, si colonia fuera genérico, sería colonia Del Valle; y así con otros nombres propios que la costumbre ha hecho que se nombren al aventón.

Entre los participantes del primer tomo de Los narradores ante el público, y que conocí o que sigo conociendo, sigue Juan García Ponce; hablamos Paco Alvarado y yo en una exposición en Bellas Artes; ya había leído todos todos sus libros de narrativa publicados hasta entonces: Imagen primera, La noche, Figura de paja, La casa en la playa; su autobiografía, y sus reuniones de ensayos Cruce de caminos y Entrada en materia; Paco nunca me acompañó a su casa, entonces a media cuadra de Río Magdalena, y cuadra y media de Avenida Revolución; lo visitaba primero con frecuencia, después cada que aparecía algunos de sus libros; me incitaba a leer: Lezama Lima, Nabokov, Borges; desentrañaba sus historias, alguna vez le reclamé que no utilizara mujeres mexicanas en sus ediciones recientes; “las mujeres de mis libros no existen”, me dijo; por teléfono me preguntaba, antes de citarme: “¿ya lo leíste?, ¿qué te pareció? ¿Cuánto te tardaste en leerlo? ¿Te molestó tal personaje?” Platicamos de “La gaviota” en tres sesiones, y en su casa conocí a Juan José Gurrola, a Manuel Felguérez; me enteré de alguna intimidad; le llevé algún libro suyo que no le había llegado más que un ejemplar (La presencia lejana, publicado por Arca, y que había traído Gerardo López Gallo desde Argentina antes que el embarque de la editorial; se lo llevé para que me lo firmara, y un par de amistades lo vieron con inquietud: al día siguiente le llevé los otros pocos que estaban en la Librería del Sótano); así, con todos sus libros hasta Unión, le caí hasta que sucedió lo que narro en El juego de las sensaciones elementales. Gustavo Sainz me objetaba mi placer por leer a García Ponce, y me hacía análisis para tratar de demostrarme por qué a él no le gustaba; mi gusto lo compartía con Anamari Gomis; a su casa llevé a Rubén Maní, a Patricia Proal; fui con Lourdes antes de casarnos, pero no me acompañó cuando fui a llevarle Trazos. Allí viene una reseña que ya había leído antes, contra un número monográfico de Artes de México, dedicado a la plástica mexicana, de Alfonso de Neuvillate, al que despedazaba con argumentos contundentes, que se me ocurrió utilizar, sin su agresividad pero con la misma estructura, para comentar De Anima, lo cual le molestó; enmendó el principal error que señalé en mi reseña, pero cometió, otro, que ya no quise recalcar, cuando apareció la reimpresión de esa novela. Después, renegó de mí con algunas amistades, como Salvador Mendiola y con Héctor de Mauleón, pero cuando alguna comentarista quiso defenderlo de mis reseñas, él se molestó con ella. Lo peor que le hice le causó mucha gracia: le llevé mi ejemplar de El canto de los grillos; amenazó con decomisarlo para quemarlo. Finalmente, muerto de la risa, me lo dedicó.
                Tuvo que darme, sin embargo, la razón, cuando una protegida suya quiso escribir que Lennon, con Double Fantasy, había traicionado sus posturas iniciales, que debía mejor aprender de Dylan Thomas, ése sí un jazzista incorruptible; la corregí y le llamé la atención, y esa tarde, en casa de Juan, tratando de que no la oyera, confesó su error y mi reprimenda; Juan alcanzó a oír, y al pedirle explicaciones ella sólo acertó a decir que le habían soplado mal. Juan sólo tuvo que darme la razón… “Pobre Eduardo”, exclamó. Cuando lo visitaba, me preguntaba si había visto a Salvador Elizondo y yo, sin saber aún de sus diferencias tan enormes, le contaba de mis pláticas con Elizondo, cosa que recordé cuando éste ingresó en la Academia Mexicana de la Lengua, y fueron violentamente criticados, ambos, por García Ponce, en declaraciones a Proceso. Una entrevista a él, con un grave error, tuvo la consecuencia de que detuvieran en seco una campaña contra mí que ya habían emprendido, je.

A Juan Vicente Melo me lo presentaron en la redacción de La Cultura en México (nombre del suplemento, no título); en su casa, ya no en La Condesa sino en Mariano Escobedo, me habló extensamente de literatura francesa, de sus gustos musicales, se confesó cursi según él porque le gustaba Chopin sobre cualquier otro compositor, y su pieza favorita en música popular era “You’ve got up my head”, con Judy Garland. En su casa, donde me daba a beber como si mi capacidad fuera similar a la suya, conocí a Isabel Fraire, quien me confesó que había leído tres veces Figura de paja de García Ponce, sin entenderle, y sin que fuera reprendida por Melo. Cada vez que salía de su casa me invitaba a que regresara la siguiente semana; un día no llegué solo, sino acompañado de Jaime Gallegos y Arturo Magallón; le llevábamos el primer número de Creación, la revista que comencé pero no pude emprender, y de la que Jaime publicó diez números, uno de ellos doble. Melo se molestó por la compañía y no volví a verlo, sino hasta que, en 1987, Alberto Paredes lo llevó al Fondo de Cultura Económica: extremadamente delgado, demacrado, desprotegido, tambaleante. Me saludó con afecto; Sergio Galindo me contaba que habían encontrado a Melo en Xalapa casi inconsciente, que se desprendía de quienes lo vigilaban, y emprendía parrandas que duraban días, alguna vez casi una semana; Isabel Fraire desmintió a Sergio, y afirmó que estaba sano. Yo no bebí nunca tanto como en su casa, cuando aún no me dañaba beber, ni me afectaba el aire, cuando salía al atardecer y abordaba el trolebús que me llevaba, sin marearme, hasta la colonia Industrial. Aunque tuve todos sus libros, sólo me puso una dedicatoria en su conferencia de Los narradores ante el público: “me dices gracias, y no sé qué responder; lo bueno, para mí, es que un día nos conocimos en Siempre! Y nos dijimos gracias…”

Me dicen intolerante porque ya no quiero ver tenis masculino; no sólo me molesta que ganen puntos a base de saques violentos y no de dominio y de buenas jugadas; me molesta que se turnen las victorias, una para uno, la siguiente para el otro; me divierten, mucho más que los juegos, las imitaciones que hace Djokovich, quien ridiculiza a todos sus rivales al remedar cada gesto, cada tic, cada movimiento; son mejores sus imitaciones de Anna Ivánovic y de Maria Sharapova (no se ha atrevido con Tsvetana Pironkova, la 99 mejor del mundo); con Sharapova se lleva tan bien, se ríen juntos tanto y de manera tan desenfrenada, que el novio de ella debería estar tan celoso como seguramente lo está la novia de él. Hay una gran cantidad de videos con las imitaciones y con las bromas que se hacen mutuamente.
                Me gustan más los juegos femeniles; la mayoría de las tenistas son muy guapas, más cuando están vestidas, y casi todas muy simpáticas, muy desenvueltas, muy alegres. Los cronistas se quejan de que ninguna tiene buen saque, y que si fallan con el primero, seguramente les irá mal con el segundo, por imprecisas; eso les pasa por no leer a James Thurber, quien se fijó antes que nadie que una de las razones por las que la mujer será, en ese aspecto, inferior a los hombres, es que lanzan cualquier objeto, y más aún una pelota de cualquier deporte, adelantando la pierna equivocada; mientras no lo corrijan, su saque será malo.

Lo dije yo primero, como se decía a finales de los años sesenta: Yasiel Puig será buen bateador, con sus asegunes, porque se cayó estrepitosamente el último mes y medio de la temporada (la postemporada es extra, y no siempre buena, aunque ahora, en algunos juegos, ha habido buen pitcheo, aunque para cuidar a los brazos de los pitchers delicaditos, son capaces de sacarlos del juego aunque estén tirando sin hit ni carrera). Puig no ha dejado de ser amateur, piensa en su lucimiento y no en el bien de su equipo; cuando acierta a cortar un hit trata de poner out a los corredores en home, y descuida a los otros corredores que siempre le sacan una base extra; pero no siempre acierta a fildear, y pone en peligro a los Dodgers; cuando lo ponchan, aunque sea evidente que dejó pasar una buena pitcheada, se queda viendo a los umpires, con gesto de María Félix molesta por el desprecio de los galanes en turno, y cuando se poncha tirándole (y se poncha mucho: casi cien veces en 107 juegos, algunos de ellos incompletos), hace berrinche, y hasta el tolerante Don Mattingly debe regañarlo, y a veces hasta sacarlo del juego.


Cuando se filmaba Rojo amanecer, muchos actores, muchísimos, se acercaron a Héctor Bonilla, a Roberto Sosa y a Marcela Mejía para ofrecerles su ayuda: algunos llegaron con las escrituras de sus casas para que la hipotecaran, la vendieran, lo que fuera necesario para obtener fondos y terminar una cinta que hicieron con sus propios medios, sin financiamiento estatal; María Rojo quiso actuar sin cobrar, y tuvo que aceptar salario por presiones de la ANDA, pero exigió que fuera el más bajo, el mínimo autorizado, y no fue la única. Por esos días me acerqué mucho a ellos, y llegué a la conclusión, con esos y otros ejemplos, que aunque se critiquen de forma brutal, que hagan excelentes imitaciones burlonas, con cierta crueldad, incluso de los más notorios, el de los actores es un medio mucho más generoso y desprendido que el de los escritores, muchos de ellos envidiosos, vanidosos, egoístas, ególatras. Me dolió reconocerlo cuando presionaron al jefe de gobierno del Distrito Federal para que cerrara o cuando menos disminuyera el centro de acopio para la ayuda a los damnificados por un ciclón y un huracán, simultáneos, que golpearon gran parte del  país, en especial, como sucede siempre, en las zonas más pobres. Y sí, lograron que lo cerraran o disminuyeran, con tal de tener una feria del libro que pudieron haber celebrado en cualquier lugar. Y todo para cederla a quienes se creen dueños del Zócalo. ¡Qué vergüenza!

Ética, en la música y el deporte; más narradores

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Entre las características que buscábamos en los músicos a los que se les admiraba, además de sus canciones, era su actitud: su postura contra la guerra: los Beatles, los Byrds, Bob Dylan, Joan Baez, Country Joe; contra lo convencional (Elvis, The Who, Joni Mitchell, Rolling Stones, The Mamas & the Papas, Joe Cocker), contra los amores convencionales (Roy Orbison, The Kinks, Marianne Faithfull); en fin.
                Los números más recientes de las revistas musicales anuncian ediciones conmemorativas de discos tenidos como magistrales: un cuádruple de Van Morrison y su Moondance, que sólo trae muchísimas versiones alternas, demos y tomas extra o sin mezclas de las mismas canciones; un álbum de seis discos de Beach Boys que comprenden más de 170 canciones, cuando las últimas 120 son variaciones de lo mismo; oootra edición conmemorativa de Quadrophenia, con agregados inútiles a las que ya habían aparecido; un álbum, al parecer más que aceptable (no me he atrevido a comprarlo) de uno de los menos buenos discos de Bob Dylan; una edición conmemorativa de los 13 discos más dos extra en DVD de Paul Simon como solista, más un libro con fotografías y memorabilia; una edición nueva de los Tracks de Bruce Springsteen, igual  a la que apareció hace algunos años sólo que con un nuevo libro casi igualito al de entonces; está por salir un segundo álbum de las apariciones de los Beatles en una estación radiofónica, seguramente doble, sindudamente con versiones en vivo de las canciones conocidas; hay cuatro ediciones de Some Girls, de Rolling Stones, cada una diferente por dos o tres canciones de más o de menos. También apareció una versión más de los discos pirata de Dylan, legitimizados.
                En una versión de una de sus canciones más bellas, “The Boxer”, que cantaba en vivo, y que cantó también en vivo con Garfunkel, Paul Simon dice que “a lo largo de los años y luego de muchos y muchos cambios, seguimos siendo más o menos los mismos”. La actitud tan comercial, en busca de un mercado que han perdido frente a cantantes sindudamente menos buenos que ellos, ha violado una ética que nosotros creíamos que tenían, porque ellos lo proclamaron.
                En El Financiero, hicimos una serie de reportajes que titulamos “Las manitas arriba”; entrevistamos a muchos deportistas, en especial futbolistas, que suelen cometer faltas y aunque todo el espectador lo ve, en vivo o por transmisiones televisivas, pretenden hacer creer que no las cometieron: “yo no fui”, y las manitas arriba como para engañar al árbitro y a sus compañeros y a sus contrincantes; la mayoría confesó que era una práctica muy difundida, y que ellos también lo hacían; reconocieron que fingían haber sufrido una falta para no hacer evidente que los habían superado en una jugada, que simulaban no haber fauleado a un contrincante; en suma, que eran unos farsantes. Por algunas cuantas semanas sucedió algo alentador: si cometían una falta, lo reconocían y dejaban de levantar las manitas como diciendo “yo no fui”.
                Por aquel entonces, Náncy González y Refugio Melchor entrevistaron a un buen número de jugadores y se recordó el reproche que hicieron en 1962 los locutores que trasmitieron el partido entre las selecciones mexicana y española en aquel torneo en Chile que se pretendía mundial: ¿por qué Raúl Cárdenas no había cometido una falta contra Gento, por qué no lo había hecho trastabillar, para evitar el gol con que en el último momento los jugadores españoles vencieron a los jugadores mexicanos? Y el resto de su carrera, unos cuantos juegos pues se retiró pronto, o como entrenador, se le reprochó haber sido limpio, honrado, no haber cometido una trampa para que su equipo ganara.
                El juego entre Cincinnati y Miami en el futbol americano del jueves 30 de octubre, a punto de que terminara el cuarto tiempo, el mariscal de Miami lanzó un pase larguísimo, que parecía que atraparía su receptor, que ya había vencido al defensivo por tres o cuatro yardas; de completarlo, difícilmente no conseguiría la anotación del triunfo; el defensivo, como último recurso, lo tropezó; los árbitros marcaron la falta, pero el defensivo logró su objetivo; evitó la anotación; los partidarios de su equipo, y sus compañeros, lo felicitaron (minutos después Miami consiguió que Cincinnati cometiera una autoanotación: a veces hay justicia poética), sin darse cuenta que felicitaban a un malhechor, un tramposo, un transgresor de las reglas que pretenden una equidad entre los equipos, y un juego limpio. (Y no sólo en el deporte, el ar te, la política, hay delincuencia.)
                La vida es cruel, dice Nahúm, en la música y en el deporte; desde luego, en todos los demás aspectos: no siempre somos quién decimos que somos.

Nada tiene que ver, pero hay mejores locutores en el deporte actual que antes; no es que intente romper la leyenda de Pedro Septién, González Escopeta, Daniel Cadena Zeta, Ángel Fernández, Víctor Serrato, pero Eduardo Varela, Ernesto Juárez, Carolina Guillén, que sabe mucho de tenis y de futbol americano, John Sutclife, saben harto de deportes y son imparciales, divertidos, informados, y a veces más entretenidos que los mismos deportistas. Ya sólo tienen que aprender a hablar (“primer derrota”, suelen decir, y a veces se contagian del pornográfico “perdió el invicto” en vez de “perdió lo invicto”). Hay que agregar a Georgina González, divertidísima. ¿Algún día habrá alguien equiparable en la narración del futbol?

Entre los escritores que participaron en la primera serie de Los Narradores ante el Público, he tratado algunas veces a José de la Colina; lo abordé luego de una mesa redonda, le pedí una entrevista, y cuando llegué a su casa olvidé todas las preguntas que me hubiera gustado hacerle. En alguna de mis visitas a García Ponce, Juan me invitó a que leyera en voz alta algo de lo que había escrito, y que le dejara lo que llevaba de mi primera novela; de ésta, dijo que había demasiados neologismos y descuidaba la aparición de algunos personajes, pero no la descalificó; del cuento que leí, me dijo: “es muy pepecolinesco”; nunca pude escribir de otra manera; los pocos cuentos que publiqué, otros que deseché, y Una ola que se estrella contra las rocas, parecerían suyas si estuvieran mejor escritas; desde que leí “La lucha con la pantera” caí bajo su influencia, me pareció, y me sigue pareciendo, el mejor cuento que había leído; luego de muchas relecturas revaloré otros relatos, como “Dancing in the Park”, “Ven, caballo gris”, “La tumba india”; a veces sueño con “La lucha con la pantera”. Admiraba sus notas sobre cine, y las sigo añorando; con frecuencia releo algunas, como la que dedicó a El Dorado, como ejemplo de la pasión cinematográfica. Con frecuencia, aunque no con la debería, visito su blog, y suelo estar de acuerdo con sus puntos de vista, aprendo –aún puedo aprender— de su inmensa, variada y divertida cultura, comparto su gusto por algunas actrices.
                Lo traté un poco cuando, como editor de las ediciones de la Universidad Veracruzana, me tocó publicar La tumba india, una fusión de dos de sus tres primeros libros de relatos; con casi todos los autores fui bronco, a veces tosco, al señalar detalles que, de tener su aprobación para corregirlos, mejorarían sus libros, según yo; ante él estuve cohibido, apenas le señalé alguna mosca, y admití los cambios que quiso hacerle; la solapa del tomo (me encargué esos cuatro años de esa labor, además de corregir las pruebas), fue la que más me gustó, y a él le satisfizo tanto que creyó que la había escrito Sergio Galindo. Me invitó a colaborar en el suplemento El Semanario, de Novedades que dirigía; lo hice varias semanas, hasta que una nota impertinente contra un libro de José Luis González provocó la molestia de éste (al releer el libro sigo estando de acuerdo con lo que dije, pero debería haberlo hecho en otro tono). Con frecuencia me regaña por algún dato equivocado en este blog, por alguna errata, por alguna falta de ortografía de la que todavía me ruborizo; sólo he tenido desencuentros con él, que pese a todo es amable; compartimos algunas tardes en Xalapa; Ana Mónica Galindo pidió que le sugiriera unas mesas redondas, y una fue “Los clásicos, desde jóvenes”; la aceptó y me pidió que participara como moderador; por desgracia no todos llegaron, y sólo estuve con De la Colina y con Emilio Carballido; aproveché  para hacer patente mi admiración por ellos. Compartimos también el auto que nos trasladó del hotel a la sede de la Feria del Libro, y le hice una trampa: cuando quedó sentado en medio de su esposa, y de Lourdes, dijo una cita obligada: “nunca fuera caballero de damas tan bien servido”, a lo que le dije que eso decía Pedro Armendáriz en El charro y la dama. “Es del Quijote”, me reclamó. Ya después le escribí para aclararle que sí, pero que Cervantes lo tomó de Sir Lancerote, y que eso no quitaba que también lo dijera Armendáriz. Sus reclamos son deliciosos y divertidos.
                A Carlos Monsiváis lo conocí en Tlatelolco, en octubre de 1967; cuando vio que lo reconocí, se detuvo y platicó unos momentos conmigo, aunque Fernando Benítez lo presionaba: iban retrasados, obviamente, a casa de La China Mendoza; me dio su teléfono y después quedamos de platicar en algún café de la Zona Rosa, cita a la que no llegó. Fui afortunado: llegó, aunque sólo la mitad de las veces en que quedamos de platicar. Me distinguió con un trato amable; cuando su polémica con Octavio Paz me llamaba todos los lunes para preguntarme qué me habían parecido sus respuestas a Paz, o qué pensaba de lo que se contestaban. Tengo la mayor parte de sus libros con unas dedicatorias que su exotismo, o sus elogios, me obligan a presumirlos. Aunque era adolescente, ya lo leía,  y le debo muchas lecturas, una visión social de la literatura, y el gusto compartido por el cine (con otros muchos), pero también por la televisión.  Me pedía que lo esperara a que terminaran sus labores en La Cultura en México para después platicar. Me llamaba para comentar mis notas, a veces para regañarme, otras para decir que le habían gustado. Al final de las muchas conferencias que daba, nos llamaba a Paco Alvarado y a mí “jóvenes inquietos”; otro día, que coincidimos con Carlos Fuentes en Siempre!, y lo entrevistó Margarita García Flores (después, muy amiga mía); en la entrada de la nota se describe el ambiente del suplemento, y se menciona a los miembros más jóvenes de la Mafia, Paco Alvarado y yo. Según Margarita, fue agregado de Carlos; ella no la había advertido.
                Pero también le debo muchos prejuicios que me ha costado deshacer: por su responsabilidad me tardé en leer, y apreciar, a Nervo; aunque compartí el prejuicio con mi generación, y con casi todas las generaciones entre la muerte de Nervo y ahora; leo hoy a un Nervo diferente, no cierro piadosos los ojos, y encuentro a un poeta audaz, atrevido, lleno de búsquedas, fino, inteligente, no el cursi que Monsiváis no inventó, pero al que descalificó desde aquel famoso “Inagadadavida, nada me debes, Inagadadavida, estamos en Paz”, hasta Yo te bendigo, vida, la biografía en que no aparece el poeta sino el personaje, y mal abordado, visto con lejanía y prejuicios, y hasta con resquemor.
                También me tardé en apreciar a Jaime Torres Bodet, al que creí aburrido, y no al poeta perfecto que no busca emocionar ni conmover, sólo describir su vida, sus sentimientos, una visión del mundo bastante atribulada; me había perdido a un magnífico narrador que hizo propuestas a la literatura que ni su generación ni las posteriores, excepto unos cuantos, supieron apreciar; nuevos lectores han encontrado esa magnificencia, han visto esas virtudes, ese ingenio al describir personajes inéditos en nuestras letras, una manera irónica, burlona, crítica, de mostrar la sociedad, crítica que sigue siendo actual; por creerle a Carlos, me había perdido a un hombre que, en sus memorias, presagiaba el mundo casi tal cual ahora padecemos, y a un ensayista que descubrió cualidades en escritores y pensadores que nadie había visto.
                Una disidencia por uno de los libros de Carlos me costó caro: dije, y sigo creyendo, que La estatua de sal no es el mejor libro de Novo; no es superior, ni siquiera equiparable a su excelente poesía, a las crónicas, los ensayos de Salvador Novo, como afirmó Monsiváis que eran. A partir de allí curiosamente mi nombre desapareció de ciertas publicaciones, fue vetado en otros lados, y dejé de recibir los libros de Carlos, o me llegaban sin dedicatorias. Un sábado me lo topé en una librería de Donceles; me saludó, me pidió que recorriéramos las librerías que no había visto ese día (los empleados corrían a tomar cualquier libro suyo para que se los firmara; antes, en un Vips, en un Wings, me pedía que nos sentáramos junto a las ventanas: “No, Carlos, tú quieres que te reconozcan”; de cualquier modo, lo asediaban en cafés, bares, calles, salas de conciertos. Pocas veces un escritor ha sido tan perseguido por forofos, la mayoría sin haberlo leído); platicamos sin rispidez, pero ya sin la calidez amistosa que me ofreció desde 1968 hasta casi 2000. María José nació, como él, un 4 de mayo; “tocaya”, siempre le dijo (“Niña, pobrecita”, dijo la mamá de Carlos cuando se enteró de su nacimiento) y fue de las muy pocas mujeres a las que saludó de beso, misógino como fue sin desmentirlo. Sus libros, muy frecuentes, volvieron a llegarme, pocos con dedicatoria. Me incluyó entre los mencionables en su antología de cuentos, e iba a incluirme en su antología de la crítica en México, proyecto que, como muchísimos otros, dejó trunco.


El último del volumen es José Emilio Pacheco. Han sido tantas sus atenciones, su amistad extendida por toda su familia hacia la mía; el mucho tiempo que me ha dedicado aunque siempre lo interrumpo cuando tiene tanto trabajo; me ha dado tanto en sus libros, me ha enseñado tanto del país, de la sociedad a la que pertenecemos; me ha descubierto tantas cosas de la historia, del presente, de la literatura, de la música, de mí mismo, que debería escribir decenas de páginas; desde que lo conocí, a principios de 1969 cuando su vecino y maestro mío Víctor Manuel Ruiz Carmona me lo presentó en su casa, no ha sido más que generosidad lo que he encontrado en su trato, en su amistad. Me hizo sentir importante un día que me llamó para decirme que seguramente por una nota mía sobre la poesía de Manuel Maples Arce, la había encontrado floja, mala. Sólo puedo decir, sin violar su vida privada, que durante los once meses en que María José estuvo en tratamiento médico, no dejó de llamar para enterarse cómo iba ese tratamiento; cuando por fin la dieron de alta, antes que a las familias, le avisamos primero a Sergio Galindo y a José Emilio de los resultados, y algún día Diego va a editar algo suyo. Cualquier otra cosa que diga sale sobrando, sólo que me enorgullezco de su amistad, su humor, sus atenciones. Además, de sus libros.

Memorias de la Industrial; narradores, jefes y amigos

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Me informa mi querido amigo Marco Antonio Pulido que por estos días se cumplen 87 años de haber sido fundada la colonia Industrial. Parecen muchos y parecen pocos; pocos, porque la ciudad de México, que está a punto de cambiar de nombre al estilo gringo, tiene más de 500 años si se toma en cuenta la conformación estilo europea, y poco más de 700, si consideramos  la habitada por los mexicas, conocidos artificialmente como aztecas por la escasa capacidad de los conquistadores y colonizadores hispanos para los idiomas nativos de América (la suma de arbitrariedades es enorme y divertida: “malitzin” lo cambiaron por “Malinche”, y de calificativo para Cortés lo cambiaron a sustantivo para la hembra [guía de turistas, le dijo Novo]; mucho tiempo le dijeron Guatimozin a Cuauhtémoc, y su significado de “Águila que Ataca” lo entendieron como “águila que cae”, y muchos más que los deshonran y a la vez los califican). Durante muchos años la ciudad de México llegaba más o menos de la actual calle Regina (y eso por la cercanía del Convento de las madres Jerónimas) a Peralvillo (y eso por la cercanía de Tlatelolco, rival comercial y socio guerrero a la fuerza de Tenochtitlan), y de actual la Merced a más o menos la Alameda). Se tardó mucho en crecer, y la colonia Industrial albergó desde el principio a gente de un nivel socioeconómico un poco mayor al de colonias vecinas, como la Vallejo y la Peralvillo, al norte, pero de menor poder adquisitivo de los que fundaron las también vecinas Estrella y, sobre todo, Lindavista.
            Así como se le denomina Polanco a una serie de colonias vecinas, como Chapltepec Morales, Chapultepec Polanco, Los Morales, Palmitas, Polanco Reforma, Bosques de Chapultepec, Los Morales sección Palmas, Los Morales sección Alameda, así en la zona del Norte le decíamos Industrial a colonias con otra denominación: Tepeyac Insurgentes, Guadalupe Insurgentes, aunque las vecinas Estrella, Guadalupe Tepeyac y Aragón están separadas tan sólo por la Calzada de Guadalupe; pero como la Roma y la Doctores en Las batallas en el desierto, esa frontera significa mucho en términos sociológicos: en la Aragón vivían dos compañeros de la secundaria, Castro y Tena (omito sus nombres, aunque los recuerdo) que vivían en vecindades como en la que vive, según la describe Pacheco, sucia, con un solo excusado comunitario y al que entraba cada quien con su papel higiénico; en esas familias, los padres eran amables y generosos, y uno no entendía cómo iban a la escuela tan aseados, si carecían de baño; la madre de uno de ellos me contó, mientras su hijo se preparaba para un trabajo que debíamos hacer, que no obstante su pobreza eran decentes, y que ya le había advertido que el día que llevara una muchacha a esa casa, era porque la iba a hacer su esposa, aunque apenas éramos quinceañeros.
            No tan vecinas, pero cercanas, estaban otras colonias famosas por su violencia: Martín Carrera, que daba su nombre a otras igualmente temibles pero de nombre menos famoso, como la Villada, Estanzuela, 15 de Agosto, La Dinamita, Triunfo de la República.
            No tan lejos quedan la un poco menos esplendorosa Tres Estrellas, continuación de la Estrella, y un poco más pobre, Inguarán, y las más famosas Gabriel Hernández, la Gertrudis Sánchez y la Bondojito.
            Tuve amigas que vivían en los extremos: Patricia Valero en la Lindavista (aunque ahora me entero que no, que esa sección se llama Churubusco Tepeyac), y Alicia Solís, casi al final de la Tres Estrellas (un par de años después conocí a Mónica, que vivía en Inguarán, separada de las Tres Estrellas por una sola calle, Inguarán, que es continuación de Congreso de la Unión).
            Mi familia materna fue fundadora de la Industrial; llegaron en 1930 a la calle de Escuela Industrial, llamada así en honor de las escuelas creadas por Vasconcelos para que las mujeres aprendieran actividades y materias más allá de coser, cocer, tejer, tocar el piano (las ricas) y ruborizarse ante los embates masculinos (lo que Nahúm llama "el papel histórico de las mujeres"), es decir, mecanografía, contabilidad elemental, modista.
Nací en Vallejo, pero en una debacle financiera debimos trasladarnos  unos meses, tal vez dos o tres años, no recuerdo cuántos, en la casa de mis abuelos maternos, Escuela Industrial 27, una parte encerrada entre la calle de Éuzkaro, que acaban de convertir en eje vial, y la Fundación Mier y Pesado, que era internado y que abarca una manzanota desde Río Blanco hasta Necaxa; en esa calle vivía una sirvienta, Candelaria, empleada del doctor Aparicio, y que fue culpable de que no me guste la avena ni los huevos estrellados; enfrente vivía la señora Perrusquía, que tenía un puesto en el mercado en el que vendía calzado, y en abonos, ropa interior masculina; a uno de sus hijos un día le dio un patatús por comer demasiado; salió de su casa, dio dos pasos y se desmayó: mi entretenimiento a esa edad consistía en sentarme a las puertas de la casa en espera de que pasara no el ataúd de mis enemigos, sino una julia en que los llevaran presos; cuando vi la caída, entré corriendo a la casa (era un largo pasillo, y a la izquierda, las habitaciones; hasta el fondo, el comedor y la cocina) y grité a mi madre y a Mamá Consuelo: "El Gordo alzó las dos patas y se cayó"; tenía tres años y lo recuerdo como si fuera anteayer. Una muchacha, La Piri (por Pirinola), tenía enloquecidos a los que tenían ocho años más que yo, o sea a los amigos de mis tíos Pepe y Enrique (éste, fallecido hace unos meses); era muy bonita, parecía frágil pero era una gacela: andaba de pantalones, corría con más velocidad a pie y en patines, y jugaba a arrebatar el pañuelo de una bolsa trasera; nadie le ganaba. No se casó con nadie de la cuadra, y las esposas de mis vecinos, y una de mis tías, le siguen teniendo celos; en las piñatas, a las que temía, aprendí el significado de la palabra poste, y me imaginaba que cuando alguien incumplía una promesa lo colgaban de uno. En la esquina con Río Blanco había un expendio de pan, donde me guardaban diario una campechana, pero mi tía Bela tenía una panadería en La Lagunilla, y todas las noches nos llevaba una a mi hermana Ana y a mí; la Calzada de los Misterios era sólo la mitad de una calzada; la otra mitad la ocupaba la vía del Tren que iba de Buenavista a Veracruz; el tren de la tarde, cuando pasaba cerca, iba frenando, y del cabúz alguien tiraba unas cajas; suponían mis tíos (lo supe hace poco) que era contrabando. Un día el tren aventó a un ciclista impudente y cayó hasta la entrada de otra panadería, La Única (en la Estrella había otra grande, La Flor); quedó rengo, y cada vez que lo veíamos lo señalábamos como “ahi va el del tren”; en la esquina con Éuzkaro y Misterios había una casa que, fuera, construyeron un depósito para que los perros callejeros fueran a beber agua; a unos pasos, una casa tenía un pequeño jardín; lo que causaba nuestra envidia es que tenía un columpio y una resbaladilla; allí vivían mi amigo Rolando y su primo Manuel, a los que no he visto desde finales de 1955; había otra calle muy pequeña, entre Éuzkaro y Fortuna: Fortaleza, donde vivía Humberto Huerta, quien me inició en los secretos del futbol, e intentó que aprendiera a jugar; cuando estábamos en sexto se mudó a esa calle Jesús Desachy, hermano de José Luis, que muy pocos años después fue estrella del Atlante (un fino mediocampista), luego del San Luis Potosí y después del Veracruz. La calle iba de Misterios a Guadalupe. En Escuela Industrial vivía la familia de Tato y de Roy; éste, audaz como él solo, pero lo vencí cuando estuvimos en la secundaria 12; también vivía la familia Ibarrola; el menor de los hombres fue mi jefe de redacción en El Financiero, pero mis tíos no los recuerdan, ni mi madre; suponen que porque eran de los pobres de la calle; frente a la casa vivía Chela, que toda la vida estuvo enamorada de mi tío Ignacio, quien jugó baraja en su casa todos los días, desde entonces hasta poco antes de morir, hace unos pocos años. El padre de Chela era militar, compañero de Cárdenas, y sólo por esa amistad se salvó de ir a la cárcel, acusado de apropiarse lana durante la construcción de la colonia Lindavista (eso decían las consejas, que oí muchos años más tarde). El deporte favorito era el tochito, nadie jugaba soccer, y todos tenían novias en la colonia, que llegaba hasta Insurgentes, o cuando mucho en la Estrella, colonia vecina. Mi tío Pepe se ganó sus primeros centavos arrastrando el carro donde una señora que llevaba pancita al mercado Ramón Corona, que en los años sesenta fue remodelado; por esa época iba todos los domingos a comprar tamales encuerados  y gorditas de frijoles; pero cuando remodelaron el mercado, la señora que los hacía dejó de ir; en cambio, su lugar lo ocupó, clandestinamente, la señora Lupita, que hacía unos sopes deliciosos, pero no la querían porque no tenía un puesto fijo; fui su primer cliente; su hija menor era de brazos, pero todavía se acuerda que yo era cliente fijo; cuando reinauguraron el mercado le dieron un buen puesto, junto al de don Carlos, que vendía unas carnitas michocanas deliciosas; cuando murió, la hija mayor de doña Lupita compró el puesto y ahora hace quesadillas; cada dos meses, más o menos, vamos los domingos y desayunamos sopes, Lourdes a veces un pambazo, y traemos para comer, aunque recalentados se deshidratan un poco. La hija menor me dijo hace poco que doña Lupita falleció hace un par de años, pero que ella y su hermana, cuando se acuerdan de ella, me mandan bendiciones porque fui ese primer cliente que les dio suerte y no he dejado de serlo.
Mi tío Ignacio era maestro, y porque daba clases en la escuela primaria M-521 (era tan pobre que ni nombre tenía; hasta que estaba en tercero, y falleció el director, se le puso su nombre: Teodoro Montiel López), pasé allí luego de estar en el kínder con las maestras Olga (“mira a Lalo con las botas al revés”, se burlaba, sin saber que sufro de pie plano y baro) y Angelina, en el 18 de Marzo, que está en un fragmento pequeño del Parque Deportivo18 de Marzo, donde jugué futbol, beisbol, frontón, y enfrente de una fotografía que en sus escaparates lucía una fotografía de Sonia, de la que estuvo enamorado muchos años mi amigo Carlos (omito sus apellidos), cuya ambición consistía en que le prestaran un auto, que alguien lo condujera, y una noche él robarse esa fotografía.
            Entré a la M-521; quiso la mala suerte que ya supiera leer, y que mi tío, que daba clases a los de quinto año, me mandara llamar, y en la puerta del salón, me pedía que leyera lo que estaba en el pizarrón; los alumnos, humillados, se vengaron al año siguiente porque mi tío se cambió de escuela y de turno pues en las mañanas ingresaría a la Facultad de Derecho; mientras nos asignaban nuevo maestro, los de sexto nos cuidaban y me hicieron la vida miserable, tanto que durante una semana me negué a asistir a clases, hasta que nombraron a la maestra Clemencia, no tan buena gente como la maestra Juanita, de primero, sin ninguna clemencia, pero excelente maestra; nos dio clases también en tercero; usábamos casquete corto, porque nos castigaba tirándonos de las patillas, un tirón por error cometido. Conservo fotografías de ambas maestras. Por hoy, hasta aquí de los recuerdos desatados por Marco Antonio Pulido, quien conoció esa entonces muy hermosa colonia Industrial cuando se iba de pinta cuando estaba en secundaria, a bordo de una de las líneas de camiones que conectaban la zona, con el centro: La Villa-Clasa; Fundidora de Monterrey-San Bartolo (que entonces eran llanos), Estrella-La Villa, Tres Estrellas-Casas Alemán, Pradera; La Villa-SCOP (que llegaba hasta Ciudad Universitaria) y Tacuba-La Villa, o Tacuba-Tacubaya, que como se formaba al final de los camiones que salían atrás de la Basílica, le decían El Postergado (también era posible llegar en tranvía La Villa-Huipulco, La Villa-Tlalpan; La Villa-Zócalo, Tacubaya-La Villa; o el Trolebús que iba por Insurgentes, pero Insurgentes era entonces carretera peligrosa. Me falta el período 1965-1073.

En el segundo volumen de Los narradores ante el público están, entre los primeros, Rubén Marín, al que no conocí, José Revueltas, al que traté poco y a quien vi por última vez el día del pinochetazo, Edmundo Valadés y Armando Ayala Anguiano; los dos últimos fueron mis jefes.

A Valadés me lo presentó Héctor Dávalos, porque comenzaría una de las páginas pioneras del periodismo cultural, antes limitado a los periódicos oficiales, y a los suplementos culturales. Don Edmundo, quien dirigía la página editorial de Novedades, publicaba los martes media página, primero, y luego una completa, con cables que guardaba durante la semana, uno que otro chisme, una columna breve pero muy picante, y con reseñas mías, de media cuartilla, y algún rumor del que me enteraba; me pagaba de su cartera una cantidad pequeña pero importante para mí, en una época floja porque el suplemento que dirigió Alejandro Henestrosa fue rechazado por los dueños de Ovaciones, supongo que por lo desmadrosos que éramos él, Roberto Fernández Iglesias, Sotero Garciarreyes, Ricardo Zarak y yo; de vez en cuando Armando Ramírez, el hijo del NegroRamírez, una de las glorias del boxeo tepiteño. La seria era Lourdes.
            Con Valadés el trabajo fue muy serio, me daba libros que no me permitía regresarle a menos que llevaran dedicatoria, y platicábamos hasta que tenía que ponerse a redactar el editorial del día; en su conferencia dice una frase que pesa demasiado en ni ánimo: “Le fui infiel a la literatura. Lo he pagado caro”. Escribió poco, publicó menos; el primero de sus libros es uno de los clásicos de la narrativa mexicana, pero uno de sus cuentos posteriores, “Rock”, es magistral, aunque Víctor Roura lo atacó sin piedad, y sin razón. No tengo ninguna de sus ediciones privadas, sólo sus libros comerciales; esa parquedad sirvió para que le hiciera un chiste soso, ni siquiera soez; sus pláticas fueron inolvidables, inteligentes, y nunca me hizo sentir que le quitaba el tiempo. Fue generoso no sólo en el trabajo, pues me aplicó adjetivos de los que me enorgullezco, y divulgó la opinión de Emilio Uranga, para quien él, yo era uno de los mejores (“el mejor”, me dijo en persona, cuando don  Edmundo nos presentó) críticos de libros, y lo puso en letras de imprenta.
            Cuando Valadés se jubiló, supongo, de Novedades, se cambió a Excélsior, ya no de Scherer, y extendió la página semanal a la página diaria, ya exento de otras tareas; aunque me invitó a colaborar, lo hice sólo en dos ocasiones, pero publicó una reseña de mi segunda novela, Tú, por ejemplo, dos veces, porque en la primera, aunque el reseñista me decía heredero de Proust y Dostoievsky, puso majaderías que nada tenían que ver con el libro; supongo que la incluyeron algunos malquerientes en un día de descanso, porque en menos de una semana la repitió, ya sin las palabras soeces (lo que es el destino: ese güey luego fue a pedirme chamba en La Onda).
            Dejé de ver a don Edmundo, aunque cuando nos topábamos fue igual de cariñoso y amistoso como antes; a él le debí mi regreso a La Onda, que había dejado para irme a Viva.
            A Valadés le gustaban las mujeres, lo que no se refleja ni en el periodismo ni en sus cuentos, pero sí en la vida real: fue generoso corrector de malas escritoras, sólo porque eran guapas; de trato fino, sin brusquedades, Valadés se hacía notar en donde estuviera. Y pocos lo saben, pero mucho del buen cine mexicano de los años cincuenta se debe a su pluma y a la de su tocayo y amigo Edmundo Báez. Pero sobre todo, el periodismo inteligente, que calificaba sin adjetivar, y daba orientación a la opinión sobre los hechos significativos del México de los años cincuenta a ochenta, sería digno de rescatar por muchos de los que ayudó en sus inicios en el periodismo. No hay que olvidar que a él se deben dos adjetivos que le adjudicamos a otros: el echeverriato y la docena trágica (1970-1982).
            No correspondí como debiera a la generosidad de Edmundo Valadés; lo consideré jefe y consejero, cuando él se empeñó en ser amigo; sólo que nunca me sentí (ni estuve, como muchos no estuvieron) a su altura. Pero aprecio no me faltó.

Hace unos días falleció Armando Ayala Anguiano; lo conocí en sus oficinas de Contenido, en el cuarto piso de Novedades, cuando La Onda estaba en el tercero, y luego en el sexto, en las oficinas de Morelos, no en las de Balderas (a propósito, en algunas de mis pesadillas, me pierdo en el laberinto que había entre esos dos edificios; las noches de guardia, cuando cerraban la entrada de Morelos, cruzábamos por las oficinas de contabilidad, atravesábamos talleres, y llegábamos a donde estaba fotomecánica, donde con frecuencia empastelaban los pies de las fotografías, o ponían éstas en lugares equivocados; en esas pesadillas, me pierdo y me quedo encerrado en los elevadores, tan terribles que Gabriel Careaga prefería subir por las escaleras los seis pisos que sufrir el pavor de que lo agarrara dentro un temblor, como los que se sufrieron durante unos tres o cuatro meses seguidos a principios de 1979).
            Me invitaba un cigarro en sus oficinas, donde se sentaba despatarrado, sin importarle la etiqueta. Su historia es muy misteriosa; Víctor Díaz Arciniegas me enseñó unas cartas en las que Fernando Benítez habla del proyecto, sugerido por su amigo y protector Fernando Canales, para hacer una revista mensual semejante a Selecciones. Pero por esos días Benítez publicó en Novedades una lista de sacadólares, entre los que estaban dirigentes del diario (la versión es de Ayala Anguiano); Benítez tuvo que emigrar con el suplemento a la revista Siempre!; con él se fueron sus colaboradores; dos fotografías muestran al grupo; al extremo derecho se encuentra Ayala Anguiano; pero la segunda, la más difundida, muestra sólo la espalda de don Armando; “ésa es la prueba de que me ningunearon”, me dijo en una ocasión, en la que me relató que Benítez tenía dos preferidos: Fuentes y él. Ambos publicaron su primera novela con meses de diferencia; la de Ayala Anguiano, Las ganas de creer era de gran audacia para su tiempo, tanto estructural como de lenguaje; en su segunda novela, El paso de la nada, hay una frase que supera casi cualquiera aun de las novelas más atrevidas: “lo nuestro fue lujuria a primera vista”. Unos cuantos días no tiene las innovaciones de las primeras, a cambio de un ritmo narrativo impresionante. Pese a sus cualidades, fueron apenas comentados sus libros; él lo adjudicaba sino a un complot, cuando menos a un menosprecio, por la deferencia de Benítez; en el nuevo suplemento lo publicaron poco; a cambio, Benítez le dejó la revista que le ofrecía Canales: fundó Contenido y la dirigió hasta que su salud se quebrantó; de la eficacia, una muestra: a principios de los años noventa integraban el plantel de editores y reporteros cinco periodistas que, cuatro o cinco años después, eran altos mandos de diferentes revistas, periódicos y suplementos culturales.
            Cuando renuncié al FCE, sin que cumplieran sus promesas de chamba algunos a los que después les fue muy mal (prueba de que “algunas veces viene el diablo y se pone de mi parte”), me encontré con Ayala Anguiano muy cerca de mi casa; me dio su dirección, y dos días después me llamó y me ofreció trabajo en la revista; aunque tenía oferta de irme al frustrado proyecto de Benítez, El Independiente (mejor conocido como El Inexistente), por invitación de Juan Villoro, acepté.
            La oferta era para que me hiciera cargo de los libros que iba a publicar, pero también de la corrección de la revista, primero al lado de Rebeca Bolock (a quien Batis le decía “Block”), luego, Marxa de la Rosa, y después invité a Guillermo Anaya, quien sigue en la revista. Desde luego, me hice cargo de los libros; algunos, de Gabriel Zaid, de las novelas de Ayala Anguiano, y de sus libros de historia; hace unos días Genoveva Caballero aseguró que Juárezno tiene erratas; espero que haya aunque sea una, porque no puede haber libros perfectos en ese aspecto. Editamos libros condensados, como la historia de los césares, las memorias de Concha Lombardo de Miramón, Los bandidos de Río Frío, y otros.
            Nunca demostró la deferencia que, fuera de las oficinas, hacía muy evidente: me invitaba a visitar librerías (una vez, tuvimos que esperar a que terminara su puro, del que no se desprendía, para ver la librería de Liverpool), a caminar por los alrededores de la revista; un par de veces, a comer sin que permitiera que uno, en correspondencia, pagara alguna vez; de su calidad de reportero me llamó la atención José Emilio Pacheco: fue el primero en hablar de la contaminación en México, y la causada por el detergente que suplió al jabón de pastilla (dato que viene también en Las batallas en el desierto). Alguna vez le mostré el libro que, sobre Agustín Lara, publicó Domés; de inmediato hizo trámites para reeditarlo; hasta Carlos Monsiváis entregó a tiempo, y en persona; José Antonio Arcaraz actualizó su texto, y tuvo la gentileza de dedicármelo como correspondencia a una reseña que él dijo que era de las mejores que había leído en toda su experiencia de lector.
            Ante esas muestras, Ayala Anguiano se mostraba satisfecho, complacido, nunca rencoroso aunque muchos lo consideraron así. Conmigo fue más amigo que jefe, porque nunca le gustó el desmadre que echábamos en la sede de la revista con Héctor de Mauleón, José Antonio Oseguera, Óscar Alarcón, Genoveva, Fabiola, Adriana, Enrique Nieto, con mi amiga Elsa Rodríguez; en una ocasión cometimos sólo tres erratas en toda la revista; no nos felicitó él, sino a través de Luis González O’Donnell; pero al siguiente, donde dejamos escapar doce, nos regañó en persona, y despidió a uno de los responsables; a mí me eximió de la falla porque tenía una lesión en los ojos, y uno de ellos lo traje parchado.
            No ignoraba las bromas que hacíamos sobre él, pero se desquitaba. A veces era incómodo porque, decían, afirmaba que si la realidad no era como él decía, la realidad estaba equivocada; no sabíamos qué decir cuando afirmaba, enfático, que con un reportaje para el siguiente número provocaría la caída de Fidel Castro. Sin embargo, cuando acepté una invitación de Humberto Musacchio para mudarme a El Financiero, me costó renunciar; fue muy generoso, pues el finiquito fue tan sustancial como una liquidación; me ofreció cartas de recomendación, y la seguridad de que las puertas de Contenido estarían siempre abiertas para mí; y en efecto, conservé su amistad, y la de muchos a quienes conocí en la revista. A su muerte me queda la sensación de que nos faltó una plática.

Acabo de conseguir un diccionario de siglas y abreviaturas; aunque es español, consigna Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencias Populares); consigna INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) pero no INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), ni IMSS (Importa Madres Su Salud) ni ISSSTE (Inútil Solicitar Servicios, Sólo Tramitamos Entierros).


¿Poniatowska le dedicará su premio a Miguel Capistrán y a Jorge Luis Borges?

Feminización del lenguaje; más de la Industrial; Cristina Pacheco

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La Real Academia (de la Lengua) Española se braga y dice que dejará de ser sexista, que en la próxima edición de su diccionario dará más espacio a la feminización de las profesiones antes sólo adjudicadas a los hombres; es decir, que a las mujeres que se dediquen a impartir justicia en vez de “la juez” podrá decírsele “la jueza”; claro que tendrá, para este caso, modificar la acepción actual, porque jueza es “esposa del juez”, además de que ya existía desde la edición de 2001, desde entonces anacrónica.
                Pero se meterá en problemas en otros casos: por ejemplo, las que se dediquen a la albañilería podrán ser mencionadas como las “albañilas”, que era como le decía Jorge Ibargüengoita a las obreras de la construcción en la Unión Soviética; resulta que ya existe “albañila”, pero bajo la acepción de “abeja”, lo que puede prestarse a chistes suicidas. En general, habría que pedirle a los académicos que revisen bien su trabajo, porque en muchos casos, la mayoría, desde la edición actual (es un decir) con ponerle la “a” al oficio ya lo considera adjetivo o sustantivo femenino, pero desperdician espacio, porque, por ejemplo, existe la entrada “carpintera”, que remite: “véase carpintero”, pero resulta que en la entrada a la que remite dice “carpintero / ra”.
                Podría pensarse que, como dice Lucy Van Pelt cuando renuncia a un beso de Schroeder por conectar un cuadrangular, que se trata de otro triunfo del movimiento feminista; más bien habría que verlo como una debilidad de la RAE que hace creer a las mujeres que les da la razón, sin remitirlas al diccionario para que vean que no estaban tan discriminadas, y una concesión que, en todo caso, volverá caducas y anticuadas algunas obras literarias, y muchos filmes, y obsoletos demasiados discursos políticos.
                Falta ver si las mujeres admiten como triunfo esta medida, porque a la fecha se niegan a aceptar las palabras que designan la feminización de muchos oficios: no he visto que en los diarios designen a las mujeres que conducen un auto como “choferesas”, que es el término que le da el DRAE a las mujeres que, “por oficio”, conducen un automóvil, sin darse cuenta que en la acepción de “chofer” (o “chófer”) no se dice del hombre que conduce un automóvil, sino la “persona” que lo hace. Hasta donde sé, las mujeres no aceptan una palabra tan fea como choferesa, ¿pero ahora aceptarán que se les diga “chofera”? Tampoco aceptan que el término con el que se designa a la mujer que escribe poesía sea el de poetisa, y prefieren la masculinización de su oficio, que la RAE, en su afán de quedar bien, lo hace convivir con el de poeta, que ahora ya no se le adjudica al hombre, sino a la persona que la escribe (bien o mal; claro, habría que ser justos y adjudicarlo, en todo caso, al que escribe buena poesía), y se olvidan de la etimología de persona, que es “máscara de actor”, “personaje te-atral” (la RAE debería de cuidar sus ediciones y evitar esos errores, típicos de la tipografía de computadora), y sobre todo, que la segunda acepción del término es “hombre o mujer cuyo nombre se ignora o se oculta”. Con esa lógica, habría que hablar no de la alcalde o la alcaldesa, sino de la alcalda.
                Las feministas no aceptan tan fácilmente que con una simple feminización se acabe la injusticia laboral, social, judicial, política, económica; no pueden, no deben conformarse con un aparente triunfo que no oculta la verdadera discriminación, que está en el significado de algunos términos, como los casos sabidos de zorro y zorra, hombre público y mujer pública, puto y puta, y que no borrarán los académicos con una simple “o /a”; en todo caso, ¿quién será el académico que se ponga a actualizar las obras que desde hace más siete siglos han usado esos términos en miles de poemas, relatos, novelas?
                Y en todo caso, habría que exigirle a la RAE que masculinice algunos términos; ya lo hizo con “modisto”, gracias sobre todo a la cinta de René Cardona con Mauricio Garcés, Modisto de señoras; pero faltan los dentistos, los futbolistos, los beisbolistos, los novelistos, los ensayistos y, en todo caso, los poetos, porque todos estarán de acuerdo que no es lo mismo la poesía masculina que la femenina, y no hablo en términos de calidad (¿cuántos buenos poetos no quisieran tener la calidad de Kyra Galván o Malva Flores?), sino de delicadeza, pensamiento, actitud. En vez de eso, la Academia, cuando menos la mexicana, podría llamar la atención de los publicistas: se cuidan de lo políticamente correcto y menosprecian la verdad científica y el buen uso del idioma; dice la publicidad que ingerir azúcar provoca diabetes (los diabéticos no pueden consumirla, pero eso es otra cosa), que antes que refrescos debemos tomarvasos con agua; tienen la misma cultura que los meseros, que cuando uno pide un vaso de agua dicen según ellos sarcásticos: será de cristal; mejor ni regañarlos, capaz que la llevan con un escupitajo. Más digno es cancelar la orden.

Y hablando del asunto, Margarita García Flores nos contó a Manuel Gutiérrez Oropeza y a mí que, en una reunión de feministas, allá por los años setenta cuando las mexicanas quisieron secundar a las estadounidenses y formaron grupos radicales con nombres tan exóticos como “tetas al aire”, varias manifestaron su decisión de no seguir permitiendo discriminación, injusticias, iniquidades, malos tratos hacia las mujeres; estaban de acuerdo en todo, hasta en el tono; de pronto, la anfitriona, hoy una de las más famosas y reconocidas feministas, aprovechando un silencio repentino, hizo sonar una campanita para llamar a la sirvienta y le preguntó a sus invitadas: ¿más galletitas, muchachas?

En la colonia Industrial las calles tienen nombres de industrias, fábricas, marcas comerciales, así como la Irrigación, de presas nacionales; son colonias congruentes, no como Polanco y Anzures, que combinan escritores (Cervantes, Shakespeare, Ibsen) con científicos (Kepler, Herschel, Leibniz), filósofos (Platón, Plinio –no dicen si el Viejo o el Joven--, Hegel, Kant) y políticos (Thiers) sin ninguna lógica, lógica que tampoco se aplica en la Cuauhtémoc, que tiene calles con  nombres de ríos, y la imita la Anáhuac con ríos, lagos y lagunas (algunos inventados, como Gascasónica); la Roma y la Condesa tampoco son congruentes: sus calles recuerdan los nombres de ciudades de la provincia mexicana.
                Las calles de la Industrial (aunque por allí se cuelan Robles Domínguez, Roberto Gayol y Basilisio Romo Anguiano) muestran la edad de esas industrias: La Polar (¿se referirá a la grasa para zapatos? No por las birrias, desde luego), La Carolina (telas), Necaxa (¿por la compañía de luz?; no por el equipo de futbol, que sí tomó su nombre de esa compañía) Cruz Azul (por la cementera; el equipo nació muchos años después), La Corona (¿por los chocolates o el jabón?), El Tepeyac (el jabón), General Popo (las llantas) Euzkadi, Éuzkaro, Tolteca (Cemento) Buen Tono, Larín (también chocolates), La Sirena, Victoria, La Imperial, Fundidora de Monterrey, El Fénix, La Primavera, La Huasteca, Río Blanco, Ánfora, Fortaleza.
                En las vacaciones de 1960-1961, en toda la colonia Industrial más las primeras calles de la Tepeyac Insurgentes sucedieron dos cosas sorpresivas: que podían los preadolescentes peinarse para atrás, y esos mismos descubrieron a las hermanas Quiroz, rubias costarricenses que enloquecieron a los de su edad; vivían en General Popo, en la misma que Sara y Marialex; en esa calle comenzaron a celebrarse thes danzantes. General Popo se convirtió en el destino de quienes vivían en Fortaleza, Corona, Cruz Azul; tanto las Quiroz como Sara y Marialex se divirtieron provocando grietas y rupturas en el antes unido grupo de muchachos que compartían la sabiduría futbolera y la habilidad para practicar ese deporte; las costarricenses llamaron “maripepos” a los muchachos que se paraban en la esquina de Fortuna y General Popo, enfrente del edificio donde vivían; de pronto aparecía la madre, que los corría a gritos; ellos esperaban a que saliera alguna de las cuatro (Rosa, Olga, Guadalupe –rubia y se llamaba Guadalupe, “absurdo y antipatriótico”, según los Tres García– y la menor, de la que no recuerdo su nombre), por el pan, pero casi nunca salían solas.
                Las descubrieron Humberto Huerta, José Luis Desachy y Carlos Silva en una de sus excursiones en bicicleta, actividad que antes tampoco practicaban; pero un día decidieron descubrir el mundo más cercano y se toparon con las Quiroz; en la esquina de La Victoria con Huasteca encontraron una peluquería que, por una cuota extra, les hizo un corte de pelo que simulaba que se peinaban para atrás; al regresar de las vacaciones e ingresar a sexto año los vimos (también a Jorge López Sánchez, Soto, y otros) con los cabellos parados. Los imitamos, y por un buen lapso dejamos de pedir casquete corto.
                Fui de los últimos en todos esos aspectos; ya llevaban dos meses tratando a las Quiroz y a las Ferrer cuando las conocí; dos meses tratando de domesticar el cabello, y dos meses manejando bicicleta a más de diez calles de sus casas, teniendo que cruzar Misterios, Huasteca, Buen Tono y Fundidora, calles de mucho tránsito. Tuve la ventaja de que mi hermana Ana tuvo como compañera de grupo a Guadalupe Quiroz, y ella me informó del calificativo de “maripepos”, palabra que no encuentro en ningún diccionario, ni el DRAE, ni los de mexicanismos, ni el Panhispánico, ni en el de adjetivos ni en los de dudas; sospecho sin embargo que era ofensivo e insinuante de mariconería.
                En mucho menos tiempo domestiqué el cabello y desde entonces pude peinarme para atrás (bastaron litros de vaselina, y dormir con una media durante un par de semanas); me hice muy amigo de las Ferrar y sufrí la arrogancia de las Quiroz con más fortuna que mis amigos; vivo desde entonces con el infortunio de no haber aprendido a manejar bicicleta.

La colonia era tranquila para pasear; Insurgentes, uno de los límites fronterizos, como era carretera, tenía grandes terrenos a los lados, espacio donde se podía jugar futbol o futbol americano; el parque María Luisa era menos propicio para los remedos de deportes, servía para correr, lo mismo que el pequeño jardín entre Huasteca y Misterios y Eúzkaro; más se jugaba en el Parque Deportivo 18 de Marzo, con un diamante de beisbol bastante grande porque carecía de bardas, unas tribunas pequeñas, y unos dugouts inservibles por el olor a orines y absoluta falta de higiene; pegadito, un campo de tiro al blanco de arquería, que ya para entonces no tenía blancos, y estaba rodeado de árboles, por lo que servía para los primeros escarceos eróticos de los que se iban de pinta; una cancha de futbol con medidas reglamentarias, y que un tiempo sirvió de sede para los entrenamientos del Atlante, cuando era pobre pobre; una piscina olímpica donde, dicen, iba a entrenar Joaquín Capilla; dos pequeñas canchas de basquetbol, un gimnasio siempre cerrado, y un espacio con columpios y resbaladillas; alrededor de todo, pistas olímpicas que no servían porque en esa época no existía la moda de trotar para bajar de peso. Ya he contado varias veces que sirvió de escenario, por la cercanía de los estudios Tepeyac, para el juego de beisbol en la que don Gregorio pega un jonrón larguísimo en Hay lugar para… dos; en la cinta, la bola llega hasta el frontón, hasta el otro extremo del parque.
                Desde luego, cada año una de las atracciones era la carrera Panamericana, por todo Insurgentes; fuera de las fronteras de la Industrial había una abandonada estación de ferrocarriles; había estado en actividad durante la Revolución, y se dice que fue escenario de algunas escaramuzas de las que no encuentro registros en los libros sobre la Revolución, aunque fue probablemente donde López Velarde no se subió al tren en que dejaban la ciudad los carrancistas, rumbo a Tlaxcalaltongo; uno de los motivos: se despedía de María, que según el poema del mismo López Velarde y las reconstrucciones sobre todo de Gabriel Zaid, vivía cerca de la estación.
                Como en las escaramuzas hubo víctimas, seguramente, el rumbo se llenó de historias de aparecidos, de muertos sin sepultura que se aparecían en ese desolado lugar, que evitábamos de día y del que huíamos de noche, no obstante la cercanía de la papelería El Globo y de la Farmacia Briseño (debía decirle botica, porque todavía preparaban, en una hora, el jarabe de eucalipto que no curaba la tos, pero disminuía el dolor de garganta). Las dos historias más conocidas eran la del jinete sin cabeza y la del caballo sin jinete; al Bofré (beau-frère: cuñado, porque a todos le decía así) se le apareció un perro del tamaño de un caballo; era dado a las exageraciones, pero cuando llegó a la casa de Arturo Magallón a contarlo, todavía sudaba frío y traía el cabello, literalmente, de punta; también tenía los pelos parados el gato de la casa de Mario y Arturo Magallón, que salió corriendo de la recámara, huyendo sin regresar nunca, a causa de un monje que salió de un ropero, según el testimonio de Barradas, quien también estaba pálido y con el cabello de puntas. Se dice que en la Basílica, a medianoche en punto, se escuchaba un lamento angustioso; algunos explicaban que era la acumulación de rezos durante todo el día, y que escapaban de la cúpula cuando ya estaba todo en silencio.
                Por la cercanía de la Basílica se escuchaban con claridad las campanas que daban la hora; muchos de mis compañeros sabían reconocer si era el cuarto o la hora exacta, y qué hora; para mí era tan inidentificable como las marcas de autos que Jaime García Sánchez, Humberto Huerta, Jorge Sánchez López, Carlos Silva y otros podían reconocer desde lejos; los más populares de mis compañeros lo fueron sólo un año, porque Mario Cerón Buendía (Mario sacó un cero un día, mi primer juego de palabras) reprobó primero, y Renato Vaca, mi compañero en cuarto, seguía en quinto cuando yo ya estaba en secundaria.
                Viví en Tenayo desde 1955 hasta 1973; estaba a media cuadra de Fortuna, calle fronteriza entre la Tepeyac Insurgentes y la Industrial; en Fortuna, entre Tenayo y Atepoxco, ocupaban un cuarto de manzana los baños Guadalquivir, cuyos vigilantes eran los hermanos Reyes, no el conjunto musical sino Eduardo y Arturo y su hermana Araceli; su padre era el cuidador, y quien entregaba las toallas y las llaves de los casilleros en vapor general. Araceli ponía a flotar a toda la población masculina de mi edad, más o menos; asombró a todo el barrio cuando se casó con Temo, el más feroz de los pandilleros del rumbo: ¿cómo, ella tan bonita?, decían las señoras; pegada a los baños estaba la peluquería también Guadalquivir donde me trasquilaron toda mi infancia, hasta que descubrí otra en Ricarte donde me dejaban el corte regular al que los de la Guadalquivir se negaban, amigos de mi padre, ni a dejarme el cabello largo; en la esquina había una papelería; cruzando la calle, la secundaria 24, de puras mujeres; enfrente, esquina de Fortuna y Misterios, una papelería que atendían unas muchachas coquetas y risueñas; enfrente de los baños, la carnicería de don Manuel, forofo del Toluca y hermano del Cuate Arellano, suplente del Fumanchú Reynoso, el mejor medio del Necaxa (en Fortuna y Hernández, en la glorietita, vivían Araceli y Gloria Arellano, sobrinas de Jaime Arellano, el otro medio del Necaxa y al que le decían también el Cuate porque era amigo del  otro cuate); en Hernández y Atepoxco vivían los hermanos Gama, tackles de Pumas de la UNAM y grillos políticos; se dice que a media cuadra vivía Felipe de la Garma,  pero no pude comprobarlo.
                En las esquinas sur de Fortuna y Tenayo había dos tiendas: la de Don Antonio (La Guadalupana), pequeña y bien surtida, y otra, que llegó después, donde le regalaban una cerveza al que podía tomarla de un solo trago, como lo hacía El Ciego Melenas, que fue durante unas semanas miembro de las fuerzas infantiles del América; a media cuadra había una verdulería, una bolería, una paletería donde una vez al año comprábamos nieve; en Fortuna y Unión, una gran ferretería, atendida por Pepe Infante, quien vivía arriba; su esposa, la señora Yolanda, era amiga de las señoras de la colonia; su cuñado famoso andaba en su moto asediando a las señoras jóvenes y diciéndole cuñado a sus hijos pequeños. En la frontera norte había un garaje gigantesco, y pegado, y hasta Zacatenco, el cine Tepeyac, propiedad de mi tío Ramón, según los decires. Todos los días, de lunes a viernes, iba a ver los cartelones de las funciones de los siguientes días, como el niño de los sueños de Truffaut en La noche americana. En Ticomán, que no llegaba a Fortuna porque la cortaba la parte trasera del cine, vivía la hermana de Pepe Ruiz Vélez, uno de los conductores de Estrellas Infantiles Tofico; los chiclosos Tofico fueron responsables de las caries que sufrieron cuando menos tres generaciones de escritores mexicanos; su sobrina Verónica fue mi amiga durante muchos años, y mi cómplice de travesuras en la secundaria; me llevaba muy bien con sus hermanos, y nuestras madres se  juntaban con frecuencia para platicar; Fito, uno de los hermanos mayores, fue quien me protegió cuando quisieron raparme, como novatada, cuando ingresé a la secundaria 12; como insistían, Agustín Granados, quien ya estaba en la prepa 1, y sus amigos Mario Mazú, Luis Vega y Jorge Orta, amenazaron con agredir a quien se atreviera a tocarme un pelo.

Al hablar de algunas de mis amistades he sido injusto; debí de haber hablado antes de mis larguísimas charlas con Cristina Pacheco, su cpumulo de anécdotas, de impresiones; con la reciente muerte de Doris Lessing vinieron aquel intercambio de libros, sus orientaciones y su amabilidad al pedirme juicios; nos veíamos en las redacciones de periódicos, a veces de prisa, a veces con la suficiente calma como platicar durante muchos minutos, y siempre quedamos con las ganas de continuar una tertulia a veces inconclusa, siempre pendiente… Pero como con José Emilio, siempre temo quitarle el tiempo, a ella que hace tantas cosas y con una perfección envidiable en el periodismo mexicano, sin las veleidades de otros reporteros, y con la señalización de injusticias e iniquidades; cuando hablo con ella me quedo con la sensación de que soy más optimista de lo debido, y que me pierdo de aspectos en los que se demuestra que no estamos tan bien como a veces creo. Y por elogiar su periodismo nos quedamos sin disfrutar de su prosa no por exacta menos rica.
                Es gran amiga de mi hijo Diego, quien editó algunos de sus libros; su amistad no ha dependido mi amistad con José Emilio; hemos compartido tareas, y he sido beneficiario de sus muchos oficios, de los que no todos están enterados; por ejemplo, la primera colección de libros publicada por Contenido, a su cargo; de lo que hizo en Labor, donde, entre otras cosas, publicó la mejor edición en español de Frankenstein, mejor incluso que la muy buena de Alianza Editorial; con ella tuvo una de sus mejores épocas la Revista de la Universidad de México,  en la que tuvo la gentileza de invitarme, sin rechazar mis notas, excepto una, y en la que me salvó de alguna impertinencia. También olvidamos que con ella, el legendario sábado tuvo su mejor época, aunque no la más polémica.
                Alguna vez reseñé uno de sus libros, Sopita de fideo, y tuvo la amabilidad de agradecerla con unas palabras que no he olvidado, casi textuales: “es que te tenemos miedo, Lalito, te tenemos miedo”; si no señalé errores fue porque no los hallé; de ella, entre otras pocas personas, aprendí que la amistad se demuestra no con elogios sino con observaciones justas. Para Contenido preparamos la condensación de uno de sus libros de entrevistas; al seleccionar las fotografías tuvimos varias sesiones llenas de anécdotas y carcajadas, lo que no quiere decir que no sea extremadamente seria en su trabajo. Me tardé mucho en regresarle las fotografías, no por desidia, sino por recordar la explicación que me dio de cada una.
                Es y ha sido una gran amistad la suya, y sólo lamento el poco tiempo que hemos tenido; nuestra charla, a lo largo de casi 40 años, no tiene fin, aunque haya tenido muchas interrupciones. Bueno, también lamento no haber tenido la oportunidad de publicar alguno de sus libros.


En uno de los programas televisivos, CSI Miami, el principal protagonista, quien siempre anda con la cabeza ladeada, resuelve, a lo largo de dos episodios, una lucha contra la burocracia diplomática; para atrapar al malo y que reciba su merecido, no se detiene en hacerle ver al padre del malo que su mujer le fue infiel; así, cuando meten al malo a la patrulla, el héroe de la serie le hace gestos con la mano, como diciendo lero lero; en el futbol americano, el árbitro principal le tiraría el pañuelo amarillo (to flag a mistake: señalar un error) para marcar conducta antideportiva y lo castigaría con 15 yardas. Pero en la vida real tampoco lo hacen: el head coach de Pittsburgh se metió a la cancha para interrumpir un regreso de patada; la interrumpió y evitó una anotación; la multa fue de cien mil dólares, aunque debieron de haberlo expulsado (tampoco expulsaron de por vida a Javier Aguirre, cuando tacleó, como entrenador, a un jugador del equipo rival, con lo que manchó de manera irremediable su antes limpia trayectoria).

Librerías sin tertulias; la magia de Septién; las fiestas de la Industrial

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La historia de la literatura mexicana cuenta, alrededor de ella, las tertulias que se armaban a diario en las librerías; es de suponer que en todo el país, pero especialmente en la ciudad de México; es fama que Victoriano Salado Álvarez iba a diario a alguna de las librerías alrededor del Zócalo, y se encontraba con otros escritores, lectores, libreros, editores, y se pasaba las tardes en charlas animadas.
                En los años sesenta, cuentan Leñero, Sainz, Monsiváis, Pitol, Prieto Reyes, que se encontraban en alguna de las librerías Zaplana donde empezaban en una plática que terminaba en los cafés Sorrento, Kikos, o en Sanborns, según relatan Novo o Carlos Fuentes, en crónicas y en las páginas de La región más transparente.
                En 1969 Gustavo Sainz me recomendó que fuera a Libros Escogidos, y me presentara con su dueño, Polo Duarte, al que había leído alguna página de mi primera novela; desde esa tarde, hasta algunos años después, iba casi a diario y allí conocí a Gerardo de la Torre, Juan Manuel Torres, Juan Bañuelos, Jaime Labastida; o a los pintores Adrián Brun, Armando Villagrán, Rodolfo Nieto, y a Beto Bojórquez; allí conocí a Delfina Careaga, a Otaola, Raúl Renán, Juan Jiménez Patiño, y me acompañaron muchas veces Paco Alvarado y Arturo Federico Valdés Olmedo.
                Pero no era Libros Escogidos la única librería donde iba a platicar; enfrente, cruzando la Alameda, estaba la Librería del Prado, donde don Félix, Carlos, Humberto y Álvaro tenían siempre una plática, no pocas veces alguna discusión agria por política; pese a que era pequeña, me topé varias veces con Gabriel Careaga, Miguel Ángel Flores, Miguel Flores Ramírez. Menos asiduo, pero no menos cálido, era el grupo que de pronto se formaba en la Librería Universitaria alrededor del inolvidable Raúl Guzmán, o en la Librería del Sótano (no la insípida El Sótano), donde nos juntábamos Rubén Maní, Alejandro Rosales, Arturo Luciano, Patricia Proal, y charlábamos, a veces hasta que cerraban, con Gerardo López Gallo. No pocas veces discutíamos con desconocidos, que también iban en busca de libros, y de discusiones, que se trasladaban a cafés o a cantinas. La actitud de los dueños era importantísima, pues permitían la tertulia, y la mayoría de las veces participaban en ella, olvidando a los clientes ocasionales que pedían algún libro, sobre todo si era best-seller. 

Busco un ejemplar de La mafia, la divertida, iconoclasta, experimental, desacralizadora novela de Luis Guillermo Piazza; fue publicada en 1966, antes de que se dispersaran los grupos intelectuales; debo hablar mucho de este libro, al que le debo tardes, días enteros de relecturas frenéticas, algunos descubrimientos; a veces encuentro claves, quién es el verdadero protagonista de retratos que aparentemente presentan a personajes históricos, quiénes cometieron crímenes literarios y de los otros; quiénes hablan por teléfono, y cuáles cartas son reales y cuáles inventadas.
                Entro a todas las librerías alrededor de Donceles, desde Brasil hasta Allende; muchachos atentos se acercan a preguntar qué buscamos, en esas islas amontonadas, cerros de ejemplares maltratados, con la portada sucia y el canto desigual y el lomo quebrado, en un equilibrio precario; ya no busco ejemplares de mis libros porque fui expulsado de sus plúteos cuando critiqué una publicación que les servía de órgano informativo, aunque no se habían dado cuenta de lo que publicaban; a veces encuentro algún título olvidado de Steinbeck, o de Waugh, o de Durrell; por lo regular, no los pido, los busco, aunque no siempre están en orden, y revuelven mexicanos con extranjeros, y novelas con biografías. Últimamente han contratado a jóvenes que trabajan medio tiempo, y descansan dos días a la semana, nunca en sábado o domingo, dicen las ofertas de empleo que colocan en sus anaqueles. Desconozco las condiciones de trabajo, pero sí que los contratados no son estudiantes de letras, o que los profesores de las carreras de letras son indolentes y descuidados. En todas las librerías pedí, cuando muy atentos se acercaban ofreciendo sus servicios, La mafia, de Luis Guillermo Piazza, e invariablemente iban a la sección de best-sellers, pensando que se trata de una novela de gangsters (bueno, no están muy equivocados), sicilianos que disputan mercados negros. No sólo desconocen la novela, también al autor, y lo peor, la colección Del Volador, emblema de Joaquín Mortiz. Probablemente Piazza se divertiría muchísimo, como yo, aunque luego de la tercera librería comencé a mortificarme.

El jueves 19 falleció Pedro Septién, motejado como El Mago, en honor de los trucos que hacía en sus narraciones. Aunque no perteneció a la primera generación de deportistas periodísticos, ni siquiera en el beisbol, se le considera en los medios como el más aguerrido, el más sabio, con memoria fotográfica.
                Es cierto que tenía buena memoria, como la debe tener todo el que se dedique a la crónica deportiva para saber si está viendo algo histórico, si delante suyo se establece una marca y se rompe un récord, o cuando menos se empata. Tenía una voz agradable, y era considerado el mejor en la materia. Pocos recuerdan por qué le decían El Mago. En las épocas no muy lejanas en que las transmisiones radiofónicas (mucho antes de las televisivas) eran locales, él reproducía juegos completos desde las cabinas de la radiodifusora, hasta donde llegaban los telegramas, enviados desde Tampico, con códigos indescifrables para los no conocedores: 6-3, 8↑, 5→, K, y otros, que quieren decir rola al short stop, elevado al jardín central, línea a tercera base, ponche, y otros menos difíciles, como las bases por bolas, los hits y los extrabses, las carreras empujadas.
                Con esas simples, y complejas, marcas, él recreaba el juego, y hacía que los radioescuchas se emocionaran; después, con las transmisiones a control remoto, impensables antes de mediados de los cincuenta, desde el palco de prensa del Parque Delta o del Parque del Seguro Social, se comía el micrófono relatando las jugadas emocionantísimas; sucedió que llegaron, a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, los “su raditos” (como les llama José Agustín en De perfil), los radios de transistores, y los aficionados los llevaron al Parque; se extrañaban de que un elevado fácil a cualquier jardín, el Mago lo describía con gritos emocionados: “se va, se va, se va, atrapadón del Diablo (o de cualquier jardinero)”; las jugadas de trámite él las convertía en hazañas de fildeo, o de velocidad; pero los asistentes al parque veían desconcertados que no era lo que el Mago decía; mucho de su prestigio se perdió en aquellos años. Comenzaron a chotearlo: se va se va se va, la atrapa el short stop.
                Se dice que, en un día en que se perdió la comunicación, Septién reseñó todo un round en una pelea de boxeo, sin mayores consecuencias, y por eso se ganó el mote de Mago, pero los viejos aficionados al beisbol aseguran que fue durante un juego de Serie Mundial entre los Yanquis de Nueva York (su equipo favorito, aunque los cronistas no pueden tener equipos favoritos, y menos hacerlo evidente) y los Dodgers entonces de Brooklyn; supongo que fue en 1955, cuando el huracán Janet (entonces los huracanes tenían sólo nombres femeninos) provocó una inundación en todo el puerto, y se cortaron las comunicaciones que llegaban desde Nueva York, con los telegramas que relataban el juego; según Septién, sus Yanquis habían vencido a los Dodgers; todos los periódicos explicaron que por la falta de comunicaciones no podían dar la información, excepto un diario dirigido por Antonio Andere, que sí  le creyó a Septién; despedido de su chamba, Andere fue a buscar a Septién para reclamarle a golpes su acción. Al menos, es la historia que se escuchaba en las redacciones en los años sesenta.
                Septién, un mago de la narración, fue desplazado por cronistas cuando menos tan hábiles como él, quien nunca tuvo la chispa de Jorge Alarcón, mejor conocido como Sony, pícaro como él solo; en los años ochenta, en pleno auge de la Fernandomanía, el Mago veía desesperado cómo Alarcón y Antonio de Valdés se lo comían en los juegos de Valenzuela, que tuvieron la virtud de hacer que comenzaran a transmitirse más partidos que un resumen semanal, abreviado. De Valdés, hijo de otro excelente cronista, sabía tanto como el Mago y era menos rígido, más natural en la crónica; Septién trató entonces de desprestigiarlos: ustedes no saben nada, el beisbol de antes era mucho mejor, nada podrían hacer estos chamaquitos frente a las grandes figuras del pasado, qué no saben que antes los pitchers ponchaban a más de 500 bateadores por temporada (y De Valdés, por decencia, no lo desmentía: sí, ponchaban a muchos, pero cuando la loma estaba mucho más cerca del home, y las bases por bolas eran con siete lanzamientos malos, y los faules no se contaban como strikes y desde entonces se acabaron los bateadores de .400; Septién se refería a las Ligas Mayores del siglo XIX); se ponía a exagerar, y tuvieron que retirarlo, dejarlo exclusivamente para los juegos de postemporada o de Serie Mundial; sacaba sus enciclopedias en plena trasmisión y, mientras buscaba un dato, se le pasaban jugadas, por lo que perdía el hilo del juego.
                Cuando Pete Rose rompió el récord de más hits, superando el de Ty Cobb, de 4,191, Septién se presentó en el noticiero de Guillermo Ochoa para desmentir la noticia: ningún récord superado, y puedo demostrarlo; su argumento era patético: Rose no había pegado más hits, porque lo había hecho en muchas más veces al bat que Cobb, por lo tanto, no tenía más hits; Septién quería decir que pese a que Rose lo había superado, tenía menor porcentaje de bateo, no menos hits, como afirmaba. Y cuando en las Mayores revisaron los box-scores históricos, advirtieron que a Cobb le habían atribuido un hit más; por lo tanto, su total fue de 4,190, no 4,191; el berrinche que hizo el Magofue histórico; se le vio enojado, desmintiendo a los compiladores de las Mayores.
                Sus forofos le atribuyen mayor corrección gramatical al narrar los partidos; sólo quiero recordar su explicación de obstrucción: cuando un jugador de cuadro “obstrucciona” a un corredor, en lugar de decir “obstruye”; no era mejor, sólo más rebuscado; era superior a otros periodistas como Tomás Morales, Agustín González Escopeta, pero no mejor que Enrique Yáñez, De Valdés (quien sigue siendo muy bueno, aunque sólo narra la mitad de los partidos, ante los reclamos de los asistentes al parque: no te vayas, no se ha terminado el juego). No fue imparcial, tampoco muy objetivo: no reconocía la calidad de muchos jugadores, y exaltaba a todo el que vistiera la camiseta de los Yanquis. Lo peor: para él, todo pasado fue mejor, y no admitía réplicas. Lo retiraron contra su voluntad, y se dijo que siguieron pagándole salario completo para evitar que se fuera a la competencia, porque era muy respetado. Es un raro caso: le sobrevive una leyenda que pocos conocen; él se derrumbó cuando llegaron los radios de transistores al parque del Seguro Social, y definitivamente con la televisión, a la que no le encontró el ritmo; se defendió repitiendo frases, muletillas; la frase que más le recuerdan sus forofos, “esto no se acaba hasta que se acaba”, no es suya, sino de Yogi Berra, cuando dirigía a los Mets de Nueva York en 1973, y los descartaban para el campeonato de la Liga Nacional, que finalmente conquistaron luego de sobreponerse a una desventaja que consideraban insuperable. Septién no se preocupó de aclarar, luego de pronunciarla, “como dijo Yogi”.
Entraron a la secundaria casi un mes después de iniciado el curso, pero no sólo por eso llamaron la atención: frescas, provocaban con sus movimientos que todos se volvieran a verlas, inclusive los maestros; Sandra y Lola pusieron de cabeza no sólo a los de primero, sino a todos, hasta a los de tercero; estaban en primero A, pero ni a los de su grupo les dirigían la palabra; no se mezclaban con las demás, y sólo admitían la compañía de Azucena y de Estela, pero por lo regular andaban solas. En el refrigerio (el descanso más prolongado), caminaban solas por el patio, y todos les abrían camino; los muy audaces trataban de acercárseles, y sólo recibían una mirada burlona; de esas pulgas no brincan en nuestro petate, dictaminó alguien. Pronto, los que acababan de egresar se enteraron de su existencia, y se aparecían al final de las clases, sin éxito; ambas vivían en la Aragón, y se iban juntas, y no se dignaban contestar a las invitaciones para acompañarlas a sus casas; se supo, quién sabe cómo, que los hermanos de Sandra eran fieros, de la pandilla de la colonia, a quienes temían los de la Estrella, así que la población masculina se conformaba con observarlas de lejos; pizpiretas, miraban a los maestros con intención, pero en cuanto alguno se acercaba a ellas, volvían a mirar con frialdad; o peor, con superioridad. Imposible recordar si eran bonitas, pero lo parecían.
                Las autoridades de la escuela tenían la mala costumbre de pegar los resultados de las pruebas semestrales en el corcho casi a la entrada del plantel; y cuando regresamos de las breves vacaciones de mediados de año, observamos quiénes habían sacado las mejores calificaciones; entre los pocos que habían obtenido algún 10 estaban Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Eduardo Santana, Edmundo Jardón, Maximino Ortega Aguirre; el mío fue en Geografía, con el aliciente de que era la maestra más joven, más atractiva y más estricta.
                Supuse que gracias a ese 10, al segundo día del retorno a clases me interceptaron Sandra y Azucena; me preguntaron nombre, grupo en que estaba, mi edad, me dieron la mano en señal de amistad, y se despidieron, con la promesa de que me buscarían al día siguiente; aturdido, con la mirada asombrada de algunos compañeros detrás mío, fui a buscar a José Alós, mi más cercano amigo en esos días; antes de que le contara, me dijo, con la mirada perdida: se me acaban de acercar Lola y Estela; a mí Sandra y Azucena. Fuimos los más envidiados de toda la escuela a partir de entonces; hasta el maestro Ceniceros, el más alburero y quien se llevaba más pesado con las alumnas, nos vio como preguntándose por qué a nosotros.
                Nuestras pláticas eran tan insulsas que a veces nos conformábamos con pasar junto a ellas y decirles “adióoos”, ante su gesto de picardía, y de burla. Hasta que, cerca de octubre, cuando se iban acercando las pruebas finales, Sandra me interceptó; iba con varias compañeras, más o menos de su estatura; me informaron que iba a haber un the danzante para reunir fondos, el boleto costaba un peso, e iba a celebrarse el siguiente sábado, en la calle de Cruz Azul, en plena Industrial, a partir de las cinco de la tarde. Llevaba el peso porque ese día no habían llegado temprano los voceadores; camino a la escuela compraba El Nacional, que era el periódico que distribuían más temprano; a veces podía conseguir La Afición, o El Heraldo, que eran los que mejor información publicaban de deportes. A veces me conformaba con El Día; cuando me dio Sandra el boleto, me alejé, pero cometí la indiscreción de volverme a verla, y la observé pegando brincos como de celebración. No supe qué hacer. Alós no fue al the danzante, pese a que su familia era muy consentidora; era de los más adinerados de la escuela, pues su padre era dueño de un restaurante en el centro; vivía en una casa con jardín y todo en la Lindavista, y con frecuencia comía en mi casa, y alguna vez yo en la suya; muchas tardes, luego de hacer alguna tarea particularmente difícil, caminábamos hacia General Popo, aunque las hermanas Quiroz ya no le hablaban a nadie.
                En cambio, fue Modesto Nahúm Novia Serna (a quien muchos años después encontré como presidente municipal de Cocotitlán, Estado de México, pueblo que conocí cuando, en quinto año, nos llevaron de excursión, el día que descubrí  la discriminación, cuando las maestras Esther y Rosita, jóvenes y bonitas, se quejaron, sin advertir que las oía, del acoso de mi maestro Benigno Laguna, recién viudo –lloró desconsolado cuando regresó, al día siguiente del sepelio de su esposa—; dijeron de él: “indio xochimilca”); llegamos a las cinco en punto de la tarde, pero nadie había llegado, ni estaba preparado el patio, no habían puesto sillas, ni habían sacado el tocadiscos; nos salimos apresuradamente y comenzamos a caminar por las calles cercanas; se nos ocurrió comprar cigarrillos; ni él, que era de los mayores y más desenvueltos del grupo, ni yo, menos aún, sabíamos fumar; compramos Del Prado, y  a la primera fumada nos mareamos; nos recargamos en un árbol, a que se pasara el efecto.
                Cuando regresamos a la fiesta ya estaban las más achispadas alumnas de tercero: Patricia, Ernestina, Marta, Silvia, Marilú, Isabel; de segundo: Blanca Estela, Blanca (vivía a dos calles de Tenayo), Malena (conocida como La Chiva Loca); no habían llegado Sandra ni Lola, que eran las más esperadas; recargados en la pared, vimos cómo las anfitrionas se encargaban de repartir refrescos, de invitar a los asistentes a que bailaran (por esos días lo más difundido era el twist, aunque aún sonaban los primeros rocanroles de Teen Tops, Las Camisas Negras, Los Crazy Boys, Los Apson); el momento más tenso fue cuando aparecieron Sandra y Lola, quienes sin el uniforme parecían haber perdido el encanto; se veían aniñadas; las de tercero, en cambio, se veían más desenvueltas, alegres y mayores; además, iban los hermanos de Sandra, con el gesto de que nadie se les acercara, excepto Ricardo Blackmore, de segundo, al que daban permiso de pretender a Sandra.

                Ni modo de acercárseles; en cambio, Patricia, Ernestina y Marta se me acercaron: tú eres el que anda siempre con la brujita, ¿verdad?, la de primero; es una loca, no le hagas caso, te va a llevar a la perdición; muertas de la risa, me cercaron. No bailes con ella, no te conviene, sólo te busca por tus calificaciones, mejor vente a bailar con nosotras. Nadie fue más popular que yo ese mes, el último escolar.

Otras anécdotas de Pacheco

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Gustavo Sainz me encargó una entrevista a Luis Spota para Eclipse;no salió allí, sino en Él, la revista sucesora de Caballero que dirigía James R. Forston, antes de que se independizara y emprendiera Eros. Spota me preguntó si escribía y dije que sí; me pidió que le llevara un cuento, que apareció el 23 de enero de 1972 en la última página de El Heraldo Cultural. El cuento se llamó “And then I’ll go spoil it all by say something stupid like I love you…”; al día siguiente me llamó José Emilio Pacheco para corregirme: me parece que es un gerundio, “by saing”.
                El 28 de octubre de 2013 hablé con él en persona por última vez; entre las cosas que me dijo fue que tengo razón: “es cierto, Vicente escribe muy bien”, en referencia a una reseña que publiqué en septiembre, semanas antes, acerca del Diario abierto de Vicente Rojo. Ya referí que algún día me confesó, para mi estupor, que una reseña mía lo había convencido que, fuera de los pocos poemas de Manuel Maples Arce recogidos en antologías, poco de su obra reunida y publicada por el Fondo de Cultura Económica valía la pena.
                José Emilio Pacheco leía todo, a todos, con un interés y una generosidad muy poco frecuente en nuestro medio; se enteraba de todo, y lo platicaba con tanto sabor como Monsiváis, o más, porque pasaba de un asunto a otro, pero relacionándolos; ese mismo 28 de octubre nos contó el chiste más reciente sobre el presidente venezolano y su filósofo favorito, su alergia a una fruta, el papelón que hizo al comer paella, y muchas otras cosas que nos tenían muertos de las carcajadas.
                Aun con su rigor, encontraba palabras de aliento para todos los aspirantes a escritores (eso somos todos, excepto unos pocos, frente a él), hallaba méritos y los invitaba a seguir escribiendo, aunque en lo particular se quejaba de los demasiados libros que inundan las librerías sin que tengan ninguna trascendencia; hacía excepciones, claro, como cuando habló de una funcionaria cultural que se atrevió a publicar una novela y que, afirmó José Emilio, “le salió de la chingada”.
                Nunca dejó de preocuparse por los demás, los conociera o no. Más de una vez abogó por que le diera espacio a un articulista, un reseñista, un crítico, que lo necesitara o hubiera perdido su chamba; se molestó con Huberto Batis cuando éste me reclamó que me llamaran de otros diarios a publicar críticas; otro día, Batis me preguntó por qué me elogiaba tanto Pacheco, y éste, cuando anuncié que me retiraba de El Financiero, me escribió para ofrecer sus relaciones para que me admitieran en algún periódico o editorial; aun cuando le expliqué mi propósito de ya no trabajar de tiempo completo sin mengua de mis ingresos, me dijo que no dejara de publicar; cuando comenzó a aparecer El Librero en El Universal me sugirió que usara esas reseñas también aquí, en errataspuntocom, y cuando narré aquí las experiencias terribles, angustiosas por las que hemos pasado, no dejó de llamarme o de escribirme; cuando Diego fue sorprendido en Chile por uno de los seísmos más potentes de los últimos años, volvimos a platicar de lo que vivió en 1985, cuando estaba ausente de México aquel 19 de setiembre. También volvió a recordar el día angustioso que pasaron en vela Juan Manuel Torres y él, esperando vanamente que se desmintiera el accidente fatal de José Carlos Becerra (Juan Manuel y José Carlos, sin menosprecio de otras amistades, fueron sus mejores y más entrañables amigos dentro del ámbito literario); no muchos recuerdan que la primera publicación de Las batallas en el desierto tenía una sola dedicatoria; y cuando estaba ya en producción el libro, sucedió el otro accidente, donde Juan Manuel perdió la vida en la calzada de Tlalpan; José Emilio tuvo la gentileza, innecesaria, de pedirme permiso para incluir a Juan Manuel en la dedicatoria; ni me atrevería a oponerme, ni era algo en lo que debiera pedirme nada, ni siquiera avisarme, pero siempre que se refería a la novela, me decía “nuestra novela”.

Antes que a él, conocí a Carlos Monsiváis, a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero con José Emilio tuve una amistad muy estrecha; Juan José Rodríguez me dice que pensaba que yo era un mito urbano, pero que Elena Vilchis le había confirmado mi existencia, y que José Emilio le había hablado de mí con afecto; lo supe siempre mi amigo, y amigo de toda la familia; de muchas maneras, he dependido de él; cada que escribo pienso en qué dirá, qué errores va a corregirme, las repeticiones que va a reprobar, las redundancias que entorpecen los originales, las rimas involuntarias, o si me reprocharía que me adjudicara un hallazgo que no me correspondiera, o ampliarme una información que expusiera a medias; aunque no lo busqué para ninguna recomendación, siempre sentía la seguridad de su respaldo, de su confianza, de su ayuda; creo que nunca dejaré de escribir esperando su aprobación, temiendo su rechazo, tratando de imitar su ejemplo: no permitió la reedición de su magnífica Antología del modernismo porque allí reveló la identidad de la mujer de la que vivió y murió enamorado Ramón López Velarde, y años después una escritora se adjudicó el descubrimiento, y José Emilio no quería seguir con la afirmación si no era suya, o bien darle a ella el mérito de la investigación; y por mucho tiempo lamentó la confusión entre Marcelino Dávalos y Balbino Dávalos; más que lamentarla, lo apenaba; así, sus libros, aunque fueran extraordinarios, los consideraba mejorables; por ello, los volvía a trabajar, encontraba un dato erróneo, cambiaba un adjetivo (dos cambios significativos hay entre las primera y segunda ediciones de Las batallas en el desierto, ninguno de los cuales fueron advertidos por los especialistas que analizaron el libro en una mesa redonda). Sólo Octavio Paz y Gabriel Zaid corrigen con tanto esmero; tener todos las ediciones de sus libros en los que hay cambios es una tarea casi imposible de realizar, y poco el espacio necesario para contenerlos; aunque se le rindieron muchos, era enemigo de los homenajes y se burlaba de ellos, como se burlaba de las confusiones que sufría, como de muchos escritores que quisieron su aval para consagrarse (aunque no regaló elogios, no hizo uno solo en el que no creyera); es envidiable su modestia (cuando cumplió 40 años me confesó que sentía que nada había hecho, que sus obras no eran lo que esperaba, que estaba muy lejos de la calidad deseada), su humildad, pero también su entereza y su confianza.
                En algo se diferencia de muchos otros escritores; alguna vez dijo que repartió sus libros entre varias editoriales para no cargarles la mano con las pérdidas; así, entre la UNAM, el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz (por convenio, por haber obtenido el  premio de poesía de Aguascalientes), Era y Siglo XXI publicaron sus primeros libros; ahora que parece competencia entre escritores para ver qué tantos títulos al año publican, con cuántos premios, y en una muy variada cantidad de editoriales, con adelantos jugosísimos aunque no recuperen la inversión y terminan en librerías de viejo chafas, porque no los admiten en La Torre de Lulio, José Emilio publicó sólo con Era desde hace más de 20 años, los títulos individuales, y la compilación de poemas, en el Fondo de Cultura Económica (cuando apareció la más reciente edición de Tarde o temprano hizo las cuentas: parece mucho, pero son quince poemas por año). Frente a autores que tienen su obra en tres o cuatro editoriales, simultáneamente, Pacheco parece anacrónico, y no es más que honrado. Se negó a publicar un libro que apareció en una edición limitada si en esa nueva edición no aparecía el prólogo original.
                Sus libros, al principio, se vendían poco; Viento distante y No me preguntes cómo pasa el tiempo se reeditaron una vez; se convirtió en best-sellercon Las batallas en el desierto, que es lo contrario a un best-seller, aunque por el sentimiento que despierta en los lectores todos creen que es muy sencillo; por muchas razones, se identifican con el enamoramiento imposible de los protagonistas, por la historia que parece fantasmal, o por la ciudad perdida que algunos recuerdan y otros imaginan. Hubo quienes, ensoberbecidos, se dieron a la tarea de atacar al libro y, otros, incluso, dedicaron casi todo un número de una revista para burlarse de la novela, para intentar ridiculizarla. Pero el libro soportó y venció esas injurias. Pacheco, varias veces, me dijo, y no estoy seguro que no haya sido en broma: de haberlo previsto, te hubiera dedicado un libro desde mucho antes.

Un día Miguel Ángel Flores y yo, platicando en la esquina de Avenida Juárez y Dolores, nos encontramos con José Emilio y con Salomón Láiter; años después Salomón me contó que iban de prisa y no pudieron detenerse más que a saludar, porque querían terminar esa tarde (o en esos días) el guión de El obsceno pájaro de la noche, que debería de haber filmado Láiter. El proyecto se congeló y después se suspendió, pero Salomón decía, con orgullo, que había aprendido a trabajar viendo la disciplina, el rigor y el humor de José Emilio.

Mi pesar es muy hondo. Me quedan el cariño y la amistad de Cristina y de Laura Emilia. Y secretos que José Emilio compartió conmigo, y yo con él (sólo consigno sus carcajadas por mi confesión de que, hace muchos años, despedí de un trabajo a un altísimo funcionario actual, aunque ese funcionario no lo recuerda).

José Emilio Pacheco era un  artesano magistral en el cuidado de libros, revistas y suplementos; me fastidia no poder pasarle este dato, que lo divertiría: un editor, para no tener que cambiar a cada rato el hispanismo “tarta” por el más mexicano “pastel”, tuvo la ingeniosa idea de programar en la computadora el paso “elegir todo”, llamó el siguiente paso, “buscar”; tecleó “tarta”, luego “remplazar” y tecleó “pastel”; así, se ahorró tener que leer todo el libro para cambiar la palabra que aparece decenas de veces; sólo que no se le ocurrió teclear “la tarta” y “el pastel”, entonces en todo el libro aparece “la pastel”; peor: no se le ocurrió que uno de sus personajes sufriría un tartamudeo, que por esa magia electrónica se convirtió en “pastelmudeo”.

Una página célebre donde hacen la historia de muchas palabras, tanto por su etimología como por su desarrollo, por lo regular es amena, seria e informativa, pero recientemente en la sección de preguntas pedían que se determinara cuándo Sol, Luna y Tierra se escriben con mayúscula; la respuesta fue que cuando se referían no al sustantivo común, sino al nombre propio de esos “tres planetas”. Los académicos siguen desorientados y desorientan a quienes los consultan de buena fe. Y hay quien cree en wikipedia.

Álex Rodríguez se amparó contra la suspensión de 211 juegos por mentir sobre consumo de esteroides y otras drogas que ayudan ilegalmente al desarrollo del cuerpo; antes había aceptado que, cuando estaba con Texas, las ingirió, pero que en esos años no era ilegal (sólo inmoral), y que desde entonces estaba limpio; la acumulación de pruebas lo condenó, y con el amparo (no es la figura, sólo el símil) se le redujo a 162 partidos y los restantes, si Yanquis pasa a la postemporada; volvió a inconformarse y demandó a las Ligas Mayores, a la unión de jugadores de las Ligas Mayores, y al juez que no lo absolvió; ve perdido su caso (con más cinismo aún, dijo que el castigo lo beneficia porque no ha descansado desde su ascenso a las Mayores), pero insiste en demandar. Sólo falta que se demande a sí mismo como lo han hecho algunos personajes ridículos en la historia.
                El problema no es él; su castigo serviría de ejemplo a sus seguidores y a los que quisieran imitarlo; quedan algunos problemas por resolver: sus números, que nadie acepta como reales porque los consiguió con recursos externos, ¿los van a diferenciar con un asterisco, éste no infame como el que le impusieron a Roger Maris sólo porque el comisionado en 1961 había sido amigo y forofo de Babe Ruth y no consideraba parejos los cuadrangulares que conectó Ruth en 1927 y los de Maris de 1961? Rodríguez le pidió a su conseguidor que lo auxiliara a ser el mejor bateador de todos los tiempos, y no es justo que sus jonrones los equiparen a los de Ruth, Mantle, Ted Williams, Hank Aaron, Frank Robinson, Willie Mays, Mel Ott, Ernie Banks, Stan Musial, Hank Greenberg y muchos más. Pero tampoco pueden omitirlos.
                Hay otro problema; muchos cronistas se niegan a dar votos para el Salón de la Fama a jugadores que, sospechosos o no, jugaron durante la era de los esteroides (que no ha terminado: hay varios suspendidos en las Mayores y en las Menores), y muchos, con méritos, pueden quedarse fuera de la inmortalidad beisbolera, como Craig Biggio, y puede pasar con Iván Rodríguez, el súper cátcher.
                Algunos cuchichean que incluso Greg Maddux, que está calificado como uno de los mejores lanzadores de todos los tiempos, se benefició de los esteroides, y aumentó su velocidad de 83 a 85 millas por hora.

(La última vez que platicamos, fue en una clínica Médica Polanco, Federico Campbell por un problema estomacal, y yo por algo más relacionado con mi edad, como me lo confirmó la técnica que me practicó el ultrasonido; hipocondriacos como somos, estábamos angustiados, pero alcanzó a decirme, con la rudeza acostumbrada en él: ¿te das cuenta que lo mejor que has escrito en tu vida fue esa estampa de Ted Williams –que había publicado en la sección Galerías, en El Financiero–, que ésa sí es una obra maestra? No iba a avergonzarme de algo en lo que ponía muchas ganas, mucho esfuerzo. Con Federico he compartido pasión por el beisbol, trivia beisbolera –siempre le gano–, entusiasmo por literatura acerca del deporte, más algunas otras confidencias que le guardaré celosamente. Ahora está enfermo de un mal que me aquejó hace cuatro años. Salí fortalecido; él, que es más sano que y, seguro saldrá con más entusiasmo a impartir su sabiduría. Y volveremos a jugar trivia en la que lo venceré, pero él, como en otra comida en el Veracruz, me informará de los apodos que le asesta a los malos poetas mexicanos.)

En un escrito poco difundido, Daniel Cosío Villegas afirma que al contrario de los sajones, los mexicanos sólo tenemos tres maneras de hacer fortuna: por recibir una herencia, por corrupción (en cualquiera de sus formas) y por trabajo, aunque esta última forma sea la menos frecuente; 90 años después, sigue teniendo razón.

Cineadicción, cine por televisión

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La conmovedora escena de Day for Night, en la que el director del filme, encarnado por el director del film, François Truffaut, sueña que va de niño a robarse los cartelones de un cine, debe haber provocado que miles de cinéfilos se hayan identificado, si no en el hecho, cuando menos en las ambiciones.
                Alrededor del rumbo donde viví desde 1952 hasta 1974 había varios cines, al alcance, cuando mucho, de un tranvía: el Cine de la Villa, al que nunca fui pero sí lo visitó Isaac Arriaga Soto, según me confesó muchos años después, y también sus motivos, que no revelaré; estaba, a la vuelta de la casa, el Tepeyac, y a unas cuantas cuadras, el Lindavista; al tiro de un viaje en camión estaba el Soto, y más lejos, pero que lo visité varias veces para ver Nevada Smith, Tamy Show y alguna otra, el Cosmos, que ahora será convertido en antro de cultura, aún indefinido; y cercanos a la Alameda, es decir, frente a la terminal de los camiones que iban a la Estrella y a Fundidora de Monterrey, el Alameda, el Variedades, el Regis, el París, el Paseo, el Del Prado; ya en la adolescencia llegaba hasta el Robles, el Diana cuando recién estrenado, el Chapultepec, frente a la Diana (que no estaba donde está hoy, por ignorancia de las autoridades); alguna vez, de pinta, fui al cine México a ver Hawaii, que no hubiera visto por mi voluntad; antes, cuando dependía de mis mayores, vi el Cinelandia, el Mariscala; en el Orfeón, el día que se estrenó, El castillo de los monstruos, una de las pocas cintas donde Evangelina Elizondo no mostró sus piernas prodigiosas; nos llevó Chata; en el Cinelandia, caricaturas que decía que me gustaban, aunque en realidad no tanto; allí, también, muchos cortos de los Tres Chiflados, cuya mejor actuación es un cameo en The Dance Girl, en la que Clark Gable le da una nalgada a Joan Crawford, que ella agradece.
                De las cintas estrenadas entre 1950 y 1959 vi, o he visto, poco más de 1,300, ritmo que mantuve hasta los años ochenta, en que fueron desapareciendo muchos cines. Si hago un ejercicio de memoria que me deje como al profesor Alba cuando se esforzaba mucho, podría recordar no la fecha, sí en qué cine las vi; en el Teresa, ahora de cintas cachondas, vi en un programa doble Singin´in the Rainy Freud, que nada tienen que ver; en el Latino un inspector no dejaba entrar a Lourdes a ver El Santo Oficio; a la salida le agradecimos sus buenas intenciones. Creo que nunca entré al Diana, pero recuerdo con claridad la noche en que regresamos, a pie, del Lindavista a Escuela Industrial, luego de haber visto, seguro que en estreno, El espectáculo más grande del mundo, del que, al verla ahora en televisión, recuerdo casi todas las escenas, aunque entonces no entendí la trama; y pude ver las escenas del trapecio porque no me había invadido la acrofobia que hace unos años me impidió ver el corto de Roger Rabitt en la montaña rusa (me dio acrofobia sin que me haya desprendido de ella cuando, en 1978 o 1979, crucé por un puente movedizo el Viaducto, por culpa de las obras de la línea 3 del Metro; debo haberme tardado media hora en cruzarlo, y a cada paso que daba se movía como en muchas cintas de guerra). Recuerdo menos Candilejas, que también vimos allí.
                Si a mi tío Pepe le debo prácticas deportivas que ahora me asombra que haya podido desempeñar, a mi tío Enrique le debo la pasión por el cine, sobre todo por el western; iba los domingos por mí, y veíamos las tres películas de la matiné; él iba con algunos amigos, y aún recuerdo, debe haber sido 1959 o 1960, cómo se asombraron, y lo expresaron con silbidos de admiración (fiu fiu, dice la Real Academia que debe escribirse) cuando apareció Angie Dickinson en corsé, mostrando sus piernas largas y torneadas, ante un no tan impávido John Wayne, en Río Bravo; con él vi El pistolero invencible, que apenas hace un par de años pude conseguir en video; también me emocioné con Scaramouchy con El prisionero de Zenda, con Stewart Granger, sobre todo en el duelo a espadazos que mantiene con James Mason, que la verdad, espadeaba mejor que Granger; con éste, vi La carreta de la muerte, en la que alterna con Robert Mitchum, y creo recordar que Mitchum era el villano; en el Tepeyac vi la mayoría de las películas que gocé en la infancia y adolescencia; ya mayorcito, con Mario Magallón íbamos a desaburrirnos cuando no había juego de dominó, y un día llevamos a Delfina Careaga a ver Winchester 73, la décima vez que la veía (y la he visto doce veces más).
                Pero en el Tepeyac, sobre todo, iba a ver los cartelones; empezaba los domingos, a la salida de la matiné, que ya anunciaban los de la siguiente semana; los martes los cambiaban de lugar y los ponían en los escaparates laterales, en las escaleras, junto a la taquilla; en los escaparates o vitrinas que daban a la calle ponían las de la siguiente semana; cambiaban de martes a jueves, y el viernes ponían dos cintas que exhibían hasta el siguiente lunes. Era cuando estrenaban en sus pantallas las cintas que habían recorrido el circuito de los cines Variedades o Robles, que pasaban al Cosmos y luego al Tepeyac, o al revés, y terminaba su recorrido en el Soto.
                Cuando mis andanzas me llevaban más lejos, me acercaba al Lindavista para ver los cartelones; uno de los atractivos era ver las fotografías, que luego identificaba en las escenas cumbres, porque era obvio que para eso las ponían, porque eran las escenas cumbre. Nunca me interesó comprarlos en la Lagunilla, cuando era posible visitarla; era como tener una infidelidad permitida; tampoco intenté robar ninguno.

Si exceptuamos los programas que consistían en dos o tres cintas de Pedro Infante (Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe el Toro; ATM, ¿Qué te ha dado esa mujer?; ¡Ahí viene Martín Corona!, El enamorado, Necesito dinero), casi no exhibían cine mexicano, aunque allí, demasiado chico para no conmoverme, en un solo programa exhibieron Juan Charrasqueado, En la Hacienda de la flor, Yo maté a Juan Charrasqueado. Es tarde perdí una bufanda, y no volví a tener una sino hasta los ochenta. Un programa que ponían cada año era El manto sagrado y Demetrio el gladiador, pero como era en Semana Santa, no me dejaban ir; de hecho, apenas las vi hace unos meses. Pero durante una larga época no me perdí, salvo por alguna circunstancia imprevisible, ninguna matiné; allí vi más de 20 cintas de Laurel & Hardy, vi Escuela de sirenas con Red Skelton y la pantorrilluda Esther Williams, en una época en que comencé a distinguir a las actrices por sus muslos más que por sus rostros; en 1967, estrenando la precartilla, nos dejaron entrar en el Tepeyac a Paco Alvarado y a mí para ver una cinta que entonces titularon Espía por error, con Doris Day (no he vuelto a verla: ¿Caprice?, ¿The Glass Buttom Boat?), en la que en una escena en la que Day corretea a ¿Elizabeth Traser?, junto a una puerta le arranca el vestido; aparece ¿Traser? desnuda una fracción de segundo, sin que se note nada, porque en cuanto reaparece por otra puerta, en la misma carrera, ya está cubierta con una toalla. No satisfizo nuestra curiosidad, aunque la cinta, creo que de Frank Tashlin, nos divirtió mucho.
                Cada año exhibían La mandrágora, y se anunciaba como clasificación D, es decir, para mayores de 21 años; cuando pude entrar a verla me aburrió muchísimo; con la sala casi vacía, a la espera de algo excitante, alguien que iba en pandilla gritó: ¡cómo los tienen!, y otra voz anónima contestó: ¡grandotes!, lo que provocó la risa de todos, incluido el que lanzó el primer grito. Fue lo más divertido de esa función.
                El primer desnudo que vi en cine fue uno de Mia Farrow en Rosemary’s Babe, en la época de los estrenos simultáneos en varias salas; una de ésas, el Tepeyac; en una escena, en un yate, Farrow se despoja de la ropa para bajar a la cabina para que se la eche el Diablo, que al parecer fornicaba con mucho ritmo; durante unos segundos aparece de espaldas, con las nalgas muy visibles; se asegura, sin embargo, que no eran las suyas, porque estaba demasiado delgada (en el Maddijeron, sin embargo, que el trasero de Farrow era menos delgado que el de la doble); en otra escena, en una cópula con John Cassavetes, se le ve un pecho; esas escenas, importantes, son lo menos importante de la cinta; además, cuando la han retransmitido por televisión, las eliminan.
                Las nalgas de Fay Dunway, auténticas pero de lejos, las vimos en The arragentment, cuando está desnuda, en una playa; los expertos dicen que también las enseñó Deborah Kerr, pero no la recuerdo (y la recordaría). Por esa misma época, Angélica María mostró las piernas y las pantaletas varias veces en Cinco de chocolate y uno de fresa, que vi en el Variedades, acompañado de una amiga que no sabía dónde meterse; en ese mismo cine, Mario Magallón y yo contemplamos atónitos el trasero de Ana Martin en una cinta que no he vuelto a ver más que una vez, suprimida esa escena (Trío, cuarteto).
                Aunque dice la historia que el primer desnudo frontal en cine comercial fue el de Hedy Lammar en Éxtasis, tan temprano como en 1932, en realidad, ya con la intención de ir rompiendo los esquemas de la moralidad, hubo tres desnudos, breves pero excitantes en Blow-Up, con la dirección de Antonioni basado en un cuento de Julio Cortázar, en la época en que comenzábamos a admirar a ambos; pero cuando la vi en cine, los desnudos de Vanessa Redgrave, de Gillian Hills y sobre todo el frontal de Jane Birkin, los habían suprimido. Vi en el cine Tlatelolco con una amiga, cuando se inauguró, Romeo y Julieta sin las escenas de desnudos, que ahora pasan en televisión en pleno mediodía. Cuando leí un pasaje memorioso de Woody Allen, que va a ver Mónica, de Bergman, no por la película sino por un desnudo, recordé el éxito de Blow-Upno por la trama ni la dirección, sino por los desnudos que aquí no se vieron. Se vieron, en cambio, los traseros de las protagonistas de Las margaritas pervertidas, que nada tenían que ver con la trama, aunque sí con su espíritu. En los setenta, en una reseña, Amparo Muñoz, que dos o tres años antes había sido Miss Universo, abría y cerraba su bata, mostrando su desnudez plena, en una escena que dura casi un minuto (a propósito, dice El Doctor que el Miss Universo es el más racista de todos los concursos, porque sólo han triunfado terrícolas).

He visto muchas películas desde 1952 en que me llevaron a ver Cenicienta en el cine Alameda, y lo que más me impresionó fue el cielo que parecía tachonado de estrellas, más que el argumento, del que no creí que los ratones hablaran, ni me importó la historia de amor. Lo he dicho varias veces: suelo responder, espontáneamente, a cualquier pregunta, con frases de películas, muy diversas; casi nunca mi interlocutor identifica la frase; la vida nos da muchas oportunidades y no hay que despreciarlas; en la librería Madero antes de que fuera Antigua me presentaron a un sacerdote, quien me preguntó cuál era mi gracia: no me quedó más que responder: la facilidad de palabra; por desgracia, azorado de esa oportunidad, achaqué la farse a Tin Tan más que a Mario Moreno, que es quien la pronuncia.
                Pero la vida no es como el cine: aunque he visto romances como si fueran argumentos de película, como el de Antonio Flores González con La Reventada (su nombre, en chino, significa “la que llega con el amanecer”); aunque conozco aventuras que en el cine parecerían inverosímiles, aunque trato a gente que ha vivido como las tragedias de José María Linares Rivas (con mucho, mi actor favorito del cine mexicano), sé que el cine es ficción, que la vida continúa después de la palabra fin, que al mismo tiempo que las pasiones y la diversión subsisten las penurias, a veces laborales y a veces económicas; que hay trampas, que no siempre el Diablo viene y se pone de nuestra parte (aunque nunca nos abandona del todo), que los amigos fallan y a veces traicionan; que la vida se parece más al cine de Woody Allen que al de Jacques Tati. ¿Qué es lo que me hace pensar de esa manera fatalista, por qué me quejo de que la vida no sea como en el cine? En ninguna escena ni Jorge Negrete ni Pedro Infante ni David Silva ni Emilio Tuero ni Pedro Armendáriz ni José María Linares Rivas (sólo a veces Dean Martin y John Wayne) se quitan el sombrero y quedan despeinados y sudorosos, como yo en estas fechas.

Algunas irreverencias de mi pasión por el cine: me gusta más The Magnificent Amberson que Citizen Kane; me gustan más Laurel & Hardy que Chaplin (a últimas fechas, lo soporto más); soy capaz de ver La sombra del otro con tal de ver a Viruta y Capulina cantando “En dónde está mi saxofón” y “Una aventura más”; me gustan más los westerns de John Ford que sus obras dramáticas, y sigo disfrutando mucho el cine de Raoul Walsh, aunque hace casi 45 años que no veo de nuevo Gentleman Jim, y fui al cine más por ver los rostros de Vivien Leigh, Virginia Mayo, Audrey Hepburn, Pier Angeli, Claudette Corbett, Susan Hauward, Maureen O’Hara, Maureen Sullivan, Eleanor Powell, Gene Tierney, Lauren Bacall, Joan Fontaine, Norma Sheare, Olivia de Havilland, Eleanor Parker; es decir, rostros perfectos.
                Otra confesión sentimental: me daban unas inmensas ganas de llorar al escuchar el vals, interrumpido varias veces, en la escena de la coronación en Scaramouch.

Escuché en mi infancia algunas canciones que llevo en los oídos, pero que pocas veces he vuelto a oír: “Voy a mandarles pedir a los ángeles del cielo / una pluma de sus alas para poderte escribir”; “el Diablo salió a pasear / y le dieron chocolate / y tan caliente que estaba / que hasta se quemó el gaznate”; “que viva y viva, que viva y va / el partido por la mitad” (en esa canción hacían ministra a María Victoria); “un muerto resucitó cuando estaba en el velorio porque de pronto sintió las piernas de Carolina [que no son largas ni son finas]”; “en una casa enfrente de la Universidad / habita una muchacha que es una calamidad” (compré una de las peores cintas de Pardavé, Mil estudiantes y una muchacha, sólo por la canción, que cantan incompleta); “píntame de colores pa’ que me llamen Supermán” (que Carlos Fuentes cita en La región más transparente), y sobre todo “la televisión / pronto llegará”, que pasó de moda cuando llegó a México, como preveía la canción.
En donde vivía éramos los únicos que teníamos televisión; los domingos iban a la casa algunos de los otros niños del edificio, para ver el Teatro Fantástico; por las tardes completaba mi educación viendo Hopalong Cassidy, El llanero solitario, una breve temporada Cisco Kid, las aventuras de un detective, Boston Blackie, protagonizado por Chester Morris; no olvido su lema (“amigo de los que no tienen enemigos; enemigo de los que no tienen amigos”), Rin-Tin-Tin y la más sensiblera Lassie, que ayudaba a sus amos pero pocas veces atacaba como Rin-Tin-Tin; vi casi todos los episodios de Sherlock Holmes con Basil Rathbone, e identifico a Johnny Weismuller más con Jim de la selva que con Tarzán (aunque recuerdo el desfile de pantillorrudas en Tarzán y las sirenas, que se filmó en Acapulco y que fue cuando Weismuller no quiso competir con los clavadistas de la Quebrada, supongo; ahora disfruto el faje de la primera cinta de él como Tarzán, en el agua, con Jane tocándose mutuamente el pecho, y en la segunda, cuando ella se cala unas medias); vi casi todos los cortos de Laurel & Hardy y de Harold Lloyd; vi las aventuras de Ivanhoe, pero años después no pude leer la novela; si vi unas cuantas cinta de Pedro Infante en alguna matiné del Tepeyac, nunca he visto ninguna de Jorge Negrete (y conozco toda su filmografía) en cine, todas en televisión. Cuando estaba en El Financiero, que llegaba a casa al filo de la medianoche pero con las pilas prendidas, me hice experto en la filmografía de los hermanos Almada y la de Jorge Reynoso; así, un día, me topé con referencias políticas en una cinta de Gilberto Martínez Solares, Ahi vienen los gorrones, descubrimiento que me birlaron y escamotearon los que después escribieron sobre el asunto; ahora no entiendo cómo me gustaba El Gran Premio de los 64 mil pesos, cuyo primer triunfador fue mi amigo Carlos González Correa, con el tema Shakespeare; entiendo que me gustara Adivine mi chamba, 20 preguntas, Tres generaciones y Variedades de mediodía, aunque aún no averiguo de quién eran las piernas de los anuncios de la primera (medias Cannons) ni quién era la bailarina que abría el segundo. A la televisión le debo tanto como al cine.

Grace Slick, que demuestra que es muy difícil envejecer, envía una caricatura de ancianos en un asilo, que discuten sobre quiénes son sus músicos favoritos: Deep Purple, Black Sabath, Led Zeppelin, The Clash, ACDC, Hendrix; hace más de 30 años, Quino dijo que de viejito defendería a los Beatles como los viejos de entonces el tango; en Married with Children le dieron un golpe a mi vanidad, cuando la protagonista junta en su casa a las admiradoras de Elvis, que resultan unas ancianas. Pero lo reafirmo: la música (ni el cine, ni el cine por televisión) permiten envejecer, por más que la mayoría de los ingresos se nos vayan en medicinas y en análisis.

Y alguien ya dijo por allí: el premio al guión de Gravity debieron dárselo a sir Isaac Newton, y la cinta con ese nombre es la mejor película mexicana filmada en el extranjero sin capital mexicano. Pero revivió un nacionalismo que, como dijo Borges, echó a perder el espíritu de nobleza dentro de la competencia que debería de reinar en el deporte (y hubo quien dijo que como Borges no pudo triunfar como futbolista, se dedicó a escribir).

                

Cine, homenajes y lecturas de Freud

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Días después de haber evocado algunas cintas, vuelvo a verlas, menos bien que en el cine, mucho mejor que en las viejas pantallas de televisión, y mucho mejor que en una tableta, un teléfono celular o una pantalla de computadora; El espectáculo más grande del mundoenfrenta a dos tipos duros, Charlon Heston y Cornel Wilde, aunque no con la misma rivalidad de Burt Lancaster (duro) y Tony Curtis (menos duro) en Trapecio. Cornell y Wilde dejan que Betty Hutton escoja al que quiera, al fin que el premio de consolación, Gloria Ghaham, es más bella, más sensual, más inteligente y menos parlanchina.
                Nunca me gustó el circo, aunque alguna vez creí que sí; los payasos no me divertían pues su rutina era la misma todas las temporadas y terminaban con ridículas corretizas, además de que siempre se caían de las sillas. Así, James Stewart pierde elegancia, galanura y simpatía, además de que no engaña al policía que lo acosa; y las mujeres, en mallas y remedos de traje de baño pierden poder de seducción.

Creo recordar en dónde vi casi cada película; a veces, en qué canal. Gracias a las carteleras de estrenos que rememora Jorge Ayala Blanco, refuerzo la mejoría que, lo dice Nietzsche, se deja engañar; no puedo olvidar el estreno de Muñeca reina en el cine Orfeón porque fuimos todos los de Equipo Creativo: Gustavo Sainz, Alfonso Rodríguez Tovar, Nemorio Mendoza, Arturo Jiménez, Perico, Aníbal Angulo; Alfonso, Arturo y Aníbal obtuvieron premios o menciones en el concurso de cartel para promover la cinta, y ese día les entregaron sus premios; las edecanes llevaban las faldas más cortas que encontraron los promotores, pero no se pusieron de acuerdo ni en el modelo ni en el color de las tarzaneras. La película no me gustó, y sigue sin gustarme; las veces que la proyectaron en televisión sólo vi hasta cuando Ricardo Rocha seduce a su secretaria Anel, aunque me parecía que cortaban abruptamente la escena; terminaba de verla cuando Helena Rojo, seducida por segunda vez, habla y habla en vez del llanto de esa primera vez. Hace unos días la vi completa, y creo que distorsiona la historia, el final es patético, y excepto algunos diálogos, salidos del relato de Fuentes, la cinta es floja, rígida; la falda de Amilamia es demasiado corta aunque se trata de una cinta de los años setenta, cuando las minifaldas parecían más taparrabos que faldas. En ninguna de las veces que la había visto advertí, hasta hace unos días, la referencia a Él, de Buñuel: cuando Rocha y Rojo hacen planes para cuando vivan juntos, él habla de tener un departamento en un piso alto, para ver a la gente desde arriba, como hormigas, sintiéndose superior; Rojo dice que siempre ha vivido en planta baja. Pero en ninguna de las reseñas que leí de esa cinta vi que mencionaran la referencia; a la mayoría de los críticos se les pasó, lo mismo que a mí.

Intento no repetir aquí las notas que hago para El Librero, en El Universal, pero en esas páginas no podía, por espacio, abundar en todos los errores de Freud en México (FCE), en tantas visiones equívocas, en tantos lugares comunes y exclamaciones tan bárbaras y sin sentido.
                Uno de los primeros errores es asegurar que como Freud inventó el psicoanálisis, practicó en otros lo que no podía hacer por sí mismo; es decir, que fue el pionero en analizar los traumas y las obsesiones de sus pacientes, sin tener antecedentes; Rubén Gallo olvida que Freud basó su sistema en los experimentos de su maestro Jean Martin Chacot, quien hipnotizaba a los adictos a ciertas drogas para curarlos, y que los que se sometían a este método no recordaban lo que hacían o decían en esas sesiones; no puede afirmarse que desconociera las reacciones, sólo que en vez de curar adicciones, buscó las causas de los miedos, las obsesiones, lo que paralizaba a la gente (véase la biografía de Freud, de Jones, publicada en Barral Editores, en 1971, en tres volúmenes); los malos lectores de Freud, dice Gallo, lo consideran un obseso del sexo; Gallo, sin darse cuenta, cae en el mismo error.
                Gallo tiene el acierto de rescatar versos paródicos, imitaciones, bravatas en poemas satíricos que Salvador Novo publicó en la revista El Chafirete, pero se basa sólo en La estatua de sal para rescatar la práctica de autoanálisis; La estatua, que Gallo afirma que fue publicada en el Fondo de Cultura Económica (la primera edición fue en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), es un libro que Novo no quiso publicar; hace referencia a él en la entrevista con Emmanuel Carballo publicada en el suplemento La Cultura en México, suplemento de Siempre!¸ en septiembre de 1965 (entrevista que tuvo efectos inesperados: Novo dice que Jaime Torres Bodet no tuvo vida, que desde siempre tuvo biografía; Novo sintió que traicionaba al amigo [¿o al funcionario influyente?], y Torres Bodet se cuestionó si era eso verdad, si había desperdiciado su vida por sus labores como funcionario, un funcionario cumplido, cabal y patriota); dice que una vida como la suya no es apta para las buenas conciencias. Carballo, en una plática que tuve con él, me refirió algunas de las anécdotas que cuenta Novo, sobre todo la que habla de la elección que debió de hacer entre el pitcher y el manager del equipo de beisbol en que jugó en la adolescencia; es decir, supe de esa anécdota casi 20 años antes de que se publicara el libro; Novo completa allí el poema “El amigo ido”, con datos más íntimos de su relación con Napoleón, compañero de escuela y de escarceos sexuales.
                La estatua de sal iba a salir publicado en Empresas Editoriales, en donde Carballo, gracias a la gentileza y la calidad de Rafael Gimenes Siles, publicó varias series: Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por sí Mismos, Carta a un Joven, Toda la prosa y los primeros tres volúmenes de La vida en México en el periodo presidencial de, de Novo; los tres mejores, por cierto; las antologías de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX, la primera de José Emilio Pacheco y la segunda de Carlos Monsiváis; las Lecturas Históricas Mexicanas de Ernesto de la Torre Villar y algún tomo del pensamiento de la reacción mexicana, de Gastón García Cantú. Desconozco si fue por el temor de Novo de manchar la reputación de varios personajes importantes de la vida pública mexicana, entonces aún vivos, o se dio cuenta de que su prosa, en ese libro, era mala, mediocre, que se leía sin la fluidez de sus crónicas y sus ensayos, que las historias se cortan abruptamente, que se detiene, acelera, vuelve a interrumpirse, que no hay malicia en los relatos. El proyecto se suspendió; al publicarse en los años noventa ya no escandalizó, recibió elogios por la valentía de Novo de hablar sin escrúpulos de su vida sexual, y balconear a mucha gente; pocos se fijaron en que, fuera de esos aciertos, no había literatura, no había la buena prosa de uno de los mejores prosistas mexicanos de toda la historia, en un periodo de su vida en que escribía de manera maravillosa.
                Si sólo hubiera autoanálisis de Novo en La estatua de sal, entendería uno que Gallo se fijara tanto en sus confesiones y en sus lecturas de Freud; pero resulta que toda la prosa de Novo, en ensayos y crónicas, y hasta en poemas, abunda en relatos de sueños y sus posibles interpretaciones; que muchas veces, las más, los toma a broma; que sus sueños los hace públicos y que pocas veces se refiere a relaciones íntimas, en las que es más indiscreto cuando por alguna carta, una charla, rememora a alguien que se fue; y antisentimental, no intenta retener a nadie; en ocasiones lo invade la melancolía, pero la vence al revivir los buenos momentos.
                Gallo también se hubiera fijado en que lo de El Chafirete y el haber sido seducido por el chofer de la familia era una coincidencia, y no lo obsedían tanto los choferes como los luchadores, algún jardinero, los obreros que lucían su musculatura al realizar trabajos frente a su casa o su oficina, algunos actores, en fin…, que Gallo se obsesionó tanto con una figura, que la hizo única; y también es de resaltar que no se fijó en que Novo era un provocador, un transgresor, y sus angustias no se limitaban, si es que lo afectaban, en su vida sexual. Pero Gallo encuentra algo y se fija (de fijación) en él y lo repite hasta que aburre; a eso me referí cuando dije que debería de someterse a un análisis para saber si su tendencia a repetirse es por inseguridad o por su ausencia de autocrítica o simplemente por carecer de cualidades literarias.
                (Un paréntesis: si Gallo quería fijarse en literatos para hablar de su relación con el psicoanálisis debió haber leído a Sergio Pitol, quien en su juventud, para que el psicoanalista lo entendiera, leyó frente a él su “Vitorio Ferri cuenta un cuento”, y al terminar, lo encontró dormido, por lo que, indignado abandonó la consulta, abandonó el psicoanálisis, y comenzó a escribir con más entusiasmo; sin embargo, en su segunda autobiografía relata cómo, en su intento por dejar de fumar, las sesiones lo condujeron a recuerdos que no eran como los creía, y que aquellos sucesos lo perturbaron de manera brutal, para casi toda la vida, y que en cuanto los exorcizó, lo abandonaron como angustia y dolor. Carlos Fuentes, en cambio, se negó a someterse al, psicoanálisis, por temor a curarse de sus angustias y obsesiones; le dijo a James R. Fortson: ¿te imaginas a Dostoievsky en el diván del psicoanalista? Adiós Crimen y castigo.)

Es más breve lo que puede comentarse de la lectura de Gallo a la obra más popular y más personal de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México: en un párrafo Gallo descubre y no entiende algo elemental: que se trata de un análisis del pueblo mexicano; sólo que hay una circunstancia: eso es sociología, no psicología; la una habla de la sociedad, la otra del individuo; los métodos son diferentes, lo mismo que sus motivaciones. (Otro olvido de Gallo: dice Pacheco que a Freud le costó una vida llegar a la conclusión a la que llegó Calderón de la Barca con un solo verso.)

¿Para qué abundar en su muy mala lectura de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; cierto, Paz menciona a Freud, lo que no quiere decir que se base en él; hay más cercanía a Husserl, a quien también menciona, sin que Gallo lo advierta.

A estos agravios se agrega otro: al hablar de Lemercier Gallo se desvía y diserta sobre la calidad de las obras sobre el tema: el drama de Leñero, la novela de Mauricio González de la Garza, la novela de Manuel Capetillo (a la que califica de noveau roman, tendencia que, dice, estaba de moda; tuve el privilegio de publicarla para la Universidad Veracruzana, en los años ochenta; la antinovela mexicana se dio a finales de los sesenta y principios de los setenta; Capetillo se acerca más a la literatura neogótica que, por esos años, emprendieron en México algunos autores, como Luisa Josefina Hernández y Juan Tovar), más que a la obra de Lemercier, al que, por cierto, le da unos llegues fuertecitos Leñero en una de sus Vivir del teatro en que hace retratos poco favorables de mucha gente. Y para que más nos duela, Gallo compara a Leñero-González de la Garza-Capetillo nada menos que con El monasterio de los buitres, de Francisco del Villar, una de sus obras más patéticas, aunque con una escena memorable: una poco sensual Irma Serrano se hace acompañar de una más seductora Macaria para, al agacharse y mostrar las piernas a un indefenso monje, insinuar que las mujeres son instrumentos del demonio para tentar al inocente.
                Además omite que El monasteriode los buitres está basada en Pueblo rechazado, sólo que cumpliendo los requerimientos del cine, y además de las cintas de Del Villar: que haya mujeres grotescamente sexuales (fue capaz de quitarle la elegancia y delicadeza a Cecilia Pezet en El llanto de la tortuga y aHelena Rojo en Los perros de Dios).
                Para hablar de la cultura de un país hay que conocer al país. Gallo no lo conoce bien y lo esquematiza, lo ve sin las muchas sutilezas, bastante a ciegas.

Un oxímoron sugerido por Borges: “la literatura española”.

La Real Academia de la Lengua anuncia la aparición, en octubre, de la vigésima tercera edición de su Diccionario; por lo que anticipa, vuelve ser en un solo tomo seguramente poco manuable, porque eliminan unas cuantas palabras no en afán de ligereza ni de corrección, sino porque se usan poco; en cambio, agregan cinco mil definiciones más; vuelve a ser políticamente correcto, aunque no se autocensura, pues no quita palabras ofensivas (las palabras no son ofensivas, sino la intención con que se usen: madre no es mala palabra a menos que la anteceda un adjetivo ése sí cizañero [iba a decir cizañoso, pero en la XXII aún no está admitido]), pero aclara que son majaderas; hará convivir algunas con sus sustitutas complacientes, y caerá, seguramente en imprecisiones: en la edición vigente se dicen que modista es una mujer que posee una tienda de modas, y una persona que se dedica por oficio a crear prendas de vestir; modisto no es un hombre que posee una tienda de prendas de vestir, sólo un hombre que por oficio las diseña y confecciona; o sea que es un hombre, no una persona. Ya lo he dicho, pero no me canso de repetirlo: si es modisto porque es hombre, ¿por qué no hablan de futbolistos, beisbolistos, deportistos, dentistos, ensayistos?
                Además, ya tienen una mala, porque dicen, según las fuentes que anuncian esa nueva edición, que jonrón en un batazo tan fuerte que sale del campo (en el beisbol es parque, no campo) y le permite al que lo pegó recorrer las cuatro bases; además de que el Diccionario del Español de México ya trae esa definición, los académicos ignoran que aunque no salga del parque puede permitirle, por la fuerza y la colocación, recorrer las cuatro bases; se le llama jonrón de campo. Y quienes saben de beisbol conocen el jonrón de cuadro, de Babe Ruth, que pegó un batazo tan elevado que cuando cayó, él ya estaba barriéndose en home (¿cómo le llamarán los académicos?).

Grace Slick ha sido admirada por aquellos a quienes le gusta la música: su poderosa voz, su manera de cantar, su belleza, su picardía; es mejor su época en Jefferson Airplane que la de Jefferson Starship en su última etapa, y sus discos solistas son buenos a secas. Ahora, más cerca de los 70 que de los 60 años, sigue alegre, activa, con una vitalidad envidiable; y a diario nos muestra, a sus forofos, además de videos de sus piezas clásicas (casi todas) de su conjunto, y de otras muchas personalidades a las que admira, sigan vivas o no; Kate Bush también nos recuerda a cantantes a los que sigue y la entusiasman; Stevie Nicks a diario habla de sus pasiones, entre las que resalta a las hermanas Wilson; la violinista Stephanie Chase pone en las redes fragmentos de conciertos de músicos que la mantienen joven y entusiasta, y fue quien informó que Vanessa Mae iba a competir en los Juegos Olímpicos de Invierno, sin dejo de envidia, antes al contrario; Michael Tilson Thomas, director de la Sinfónica de San Francisco, al enlistar sus cinco piezas favoritas, pone en tercer lugar (después de unos lieders de Mahler y unas canciones de Webern), “A Day in the Life”, de Beatles. ¿Por qué los literatos, sin abandonar la crítica, no pueden dejarse de envidias y celos?

En aras de la no discriminación (perdón por la horrible sintaxis) y en épocas en que se exige igualdad de género, ¿van a prohibir “Los nenes con los nenas, las nenas con las nenas”, del Filósofo de Tabasco?


Poetas de 1956; primeras ediciones de Paz

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En 1956 publicaron, en libros, periódicos, revistas, suplementos nacionales, 320 poetas, la mayoría mexicanos, unos cuantos españoles (León Felipe, Manuel Altolaguirre, por ejemplo), cubanos (Cinto Vitier), colombianos (Alfonso López Michelsen, luego presidente de su país); algunos datos curiosos: entre esos poetas se contaron Herminio Ahumada, el segundo diputado en increpar a un presidente en plena Cámara de Diputados (a Miguel Alemán; el primero había sido Aurelio Manrique, quien le gritó “¡farsante!” a Plutarco Elías Calles; Ahumada estaba un tanto protegido no sólo por su popularidad –atleta olímpico en 100 y 200 metros planos—, diputado antireeleccionista y yerno de José Vasconcelos; algo así como Everio, el poeta-deportista de De perfil); también, Hexiquio Aguilar, uno de los mayores especialistas en Derecho de Autor; otros: Juan José Arreola, con un soneto; Ricardo Garibay, con una canción; y Jorge Saldaña, con su nombre completo: Jorge Isaac; Enrique Soto Izquierdo, diputado después; Miguel Álvarez Acosta, director de Bellas Artes; Griselda Álvarez, mejor poetisa que gobernadora de Colima, aunque nació en Jalisco; las dos poetisas con la fama de haber sido las escritoras más bellas de la literatura mexicana: la costarricense Eunice Odio y la estridentista María del Mar (asmo, completaba Novo); Héctor Azar, mejor conocido como dramaturgo; Miguel Castro Ruiz, más famoso como periodista; Horacio Espinosa Altamirano, quien habitaba en los cafés de la ciudad.
            Entre todos ellos, quienes siguen en activo son Juan Bañuelos y Dolores Castro. Los mayores libros de ese año fueron Práctica de vuelo, de Carlos Pellicer; Las provincias del aire, de Jaime García Terrés; Tarumba, de Jaime Sabines, y Palabras en reposo, de Alí Chumacero.

Más o menos así comencé mi participación en la presentación del más reciente libro de Kyra Galván, quien nació en 1956; por cierto, ese año también publicó poemas Mercedes Durand, que escribió las palabras preliminares de Un pequeño moretón en la piel de nadie, el primer libro de Kyra, publicado por Raúl Guzmán en su pequeña pero célebre Contraste (Raúl fue el jefe de la Librería Universitaria, en Insurgentes, la que se cayó por el terremoto de 1985; tuvo la librería Contraste en Leibinz, donde luego estuvo por alguno meses una sucursal de la Librería Del Sótano; otra Contraste estuvo en Insurgentes Centro, que después fue la Librería Buñuel); lo más sobresaliente fue, para Durand, el nombre de la autora: “¡qué extraño nombre para una mujer!”
            Los verdaderos presentadores fueron Angelina Muñiz-Huberman y José María Espinasa; el editor del libro y pretenso moderador debió de haber sido Víctor Roura, quien no se presentó y no tuvo la decencia de dar explicaciones; tampoco estuvieron sus escuderos. La presentación se efectuó en la librería Elena Garro, bella pero incómoda. No hubo tampoco presencia alguna de los funcionarios de la librería, ni de la editorial; nadie quien recibiera, presentara, despidiera.

Habíamos quedado que la biblioteca que se construyó durante el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho, bajo el cuidado de Jaime Torres Bodet, se llama Biblioteca México, y la que está en Buenavista se llama Vasconcelos; así, confiados en el anuncio de que antier sábado se inauguraría la exposición Pasión bibliográfica, que exhibiría todas las primeras ediciones de los libros de Octavio Paz, fuimos Lourdes y yo; para llegar a tiempo, tomamos un taxi que nos cobró 85 pesos porque gracias al metrobús, que debe ahorrar tiempo, Insurgentes es un desmadre; pero resulta que no era allí, sino en la México que ya no se llama así; haciendo muina, nos fuimos de Buenavista a la Ciudadela; llegamos con 15 minutos de retraso; cuando entrábamos nos topamos de frente con Salvador González, a quien tuve que zarandear para que nos reconociera. “Vine a comparar mis ediciones”, dijo; nosotros también íbamos a palomear y, como en la época de los álbumes, decir “ya, ya, ya, ya, chin, ésta no”. Pero resulta que a pesar del anuncio en periódicos, murales y Letras Libres, siempre no, que se inaugura hasta las 16 horas de hoy lunes 31 de marzo; o fuimos muchos los que no supimos leer o unos cuantos que no saben escribir. Tampoco algún funcionario dio explicaciones, y nos remitían con los policías quienes tuvieron que aguantar imprecaciones y cuestionamientos, aunque no toletazos ni cocteles Molotov. Nomás de puro coraje, pongo en ocho fotografías mis primeras ediciones de los libros de Octavio Paz, algunos bastante raros; muy pocos se me escapan (Salamandra, por ejemplo, que tengo en segunda edición, lo mismo que Cuadrivio, que juraba que tenía en primera, pero no). El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes insiste en equivocarse sin importarle lo que sufran los lectores.

Dice Octavio Paz en su correspondencia con Arnaldo Orfila Reynal que la crítica debe ser “parcial, apasionada, polémica”. Ojalá todos pensaran así. Por cierto, en esas cartas temía que Poesía en movimiento fuera apabullada, borrada por la Poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis. Hoy, Poesía en movimiento sigue siendo un referente, y de la de Monsiváis sólo se acuerdan los coleccionistas.

Tres acotaciones: 1) Dèja Lu regresa con ánimos, confiando en su mala memoria, en la mala memoria de la gente, en mi mala memoria, y en el nulo juicio de sus mecenas; 2) ¿Qué tan lícito es que se condicione la publicación de una nota en una revista de prestigio, a que se hable mal de un escritor laureado? 3) ¿de quién nos acordamos al releer el epigrama que recoge Daniel Cosío Villegas al hablar de un político del siglo XIX que dice: “¡Qué personaje tan pobre, / qué personaje tan tonto; / y lo malo es que tan pronto / comenzó a enseñar el cobre!”?








Y Borges tenía razón en lo del futbol.



Disputas femeninas; mis primeras ediciones de Revueltas

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Una de las peores situaciones que puede vivir un hombre la describe Schopenhauer, en uno de sus libros más célebres: estar en medio de una disputa entre dos mujeres que se interesan por él; una situación que sólo le deseamos a nuestros peores enemigos; en el cine  vemos eso, narrado magistralmente en Johnny Guitar, pero hay otros: entre la Chula Prieto y Lilia Prado interesadas por Pedro Infante en Las mujeres de mi general; Virginia Serret contra Amanda del Llano, ambas interesadas por Pedro Infante en La oveja negra; Nelly Montiel y Sofía Álvarez interesadas por Pedro Infante en Si me han de matar mañana; Miroslava y Liliana Durán interesadas por Pedro Infante en Escuela de vagabundos; Crmelita González e Isabel del Puerto, ambas interesadas en Rafael Baledón, en Matrimonio y mortaja; Silvia Pinal y Lilia Michel interesadas en Rafael Baledón en Sí, mi vida; Vitola y Rebeca Iturbide, en disputa por Germán Valdés en Ay, amor, cómo me has puesto; Tere Velásquez y Marina Camacho peleando por los favores de Germán Valdés en Suicídate, mi amor;  Meche Barba e Irma Torres que hasta se dan de golpes (Torres mostrando las tarzaneras en ese trance) por culpa de David Silva, en La casa del ogro(donde Silva resuelve el dilema cuando dice, al enterarse de la pelea: “de güey me meto”); en Del rancho a la televisiónMaría Victoria disputa el amor de Luis Aguilar con Chela Campos (la verdad, debió ganar María Victoria); en El violetero, en vano Marina Camacho defiende el amor de Germán Valdés, pretendido por Martha Elena Cervantes, en vano, porque la ganona es Renée Dumas.
            Pero la mejor escena entre dos damas en plena disputa por un hombre lo entablan Sara García y Emma Roldán, en una fiesta, tratando de ganar para sí a Domingo Soler, en La gallina clueca; duelos verbales, ironías, sarcasmos, burlas, referencias a la edad de la contrincante, palabras hirientes hacia su torpeza de su comportamiento en sociedad, una le dice arribista a la otra, y la otra recuerda su situación de solitaria; en tanto, Soler se deja querer, pero cuando le exigen que se decida, deja que ellas se despedacen entre sí.

Se dice que el descontón fue a la malagueña, que cuando extendió los brazos para saludarlo, aquél respondió con un golpe que lo sorprendió, y le lanzó una acusación que la gente interpretó como traición a la amistad. Nunca, hasta ahora, se me ocurrió preguntarle a los testigos presenciales, y la versión que me entrega una persona honesta, dado a la ironía pero no a la exageración, y extremadamente seria pero con mucho sentido del humor, lo relata de otra manera: al acercarse, con los brazos abiertos recibió un golpe en la cara, pero también una acusación más frecuente en el lenguaje de los mexicanos (cuyas novelas, en efecto, leía): “eres un hijo de la chingada”, que no quedó ahí, porque se lanzó contra el caído y le tiró una serie terrible de puntapiés, hasta que algunos comedidos lo detuvieron.
            Grande sorpresa me llevé al escuchar esto, que no trascendió a la prensa ni menos a los libros, que minimizaron no el golpe, pero disfrazaron las palabras y ocultaron las patadas y la actitud animal.

Las siguientes son fotografías de mis primeras, y de mis segundas ediciones de la obra literaria de José Revueltas; entre todos, me siguen fascinando Los muros de agua, y dos novelas gigantescas: Los días terrenales, una de las más grandes obras mexicanas y no sólo del siglo XX, y Los errores, que tenemos que volver a leer, aunque mucho me temo que en estos tiempos de corrección política, estas tres novelas serán mal entendidas y mal interpretadas. Y no es por dárselo a desear, una rarísima joya: la primera edición de Dormir en tierra, de la Universidad Veracruzana, con “La palabra sagrada”, tal vez el mejor relato breve de Revueltas, y una de las cumbres de nuestra narrativa.




Está bien, hablemos de música (y de mujeres de Donen y de Thurber)

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Me pregunta un amigo si puedo trabajar mientras oigo música; creo que si hubiera podido hacerlo siempre, habría cometido mucho menos erratas que las que he perpetrado; sin embargo, una carga inesperada de chamba me impide ahora poner discos, interrumpir las lecturas (a veces simultáneas) para cambiarlos y, lo peor, que se terminan los seis que caben en el reproductor de compactos sin que los haya escuchado apenas; advierto que pasaron las canciones por las que los pongo sin haberlas ni advertido, y decido no gastarlos, y sólo prendo el radio (¿la? ¿el? Es una errata del primer cuento que publiqué, y que no pude corregir, y que se le pasó a Luis Spota y a Lucy Macías, quienes lo insertaron en el ejemplar del 9 de enero de 1972 del suplemento El Heraldo Cultural; por cierto, en mi tercera novela dos protagonistas comen, para intercambiar confesiones de experiencias eróticas, cosa a la que se atreven hasta que llegan al postre, gelatina en una página, flan en otra, error no exclusivamente mío, sino también de Arturo Serrano y de Sergio Galindo, quienes leyeron la novela sin percatarse de mi falta de concentración –o de estar concentrado sólo en las partes eróticas); pongo nada más tres estaciones, y las mantengo todo el día hasta que me aburre la programación o dejan de divertirme, cuando las oigo, las torpezas de los locutores.

                En El Fonógrafo redescubro unas 12 o 15 canciones de Juan Gabriel, y recuerdo que Carlos Monsiváis afirmaba que “tiene talento”, aunque no otras cualidades intelectuales. Asimila recursos del rock, trastoca la métrica tradicional del romance y da un giro a la canción ranchera; si los méritos son de Eduardo Magallanes o del propio Juan Gabriel, no me importa, sino el resultado: canciones vertiginosas como las de Van Morrison, cambios de ritmo inusuales en la música mexicana, con una fortuna similar a la de Rubén Fuentes, quien también renuncia a la métrica tradicional de los octosílabos, para hacer versos silabeados, monosilábicos, lo que dio origen al bolero-ranchero y permitió explotar las cualidades de Pedro Infante como cantante, que no son buena voz, entonación correcta (desentona con mucha frecuencia), sino que pudo actuar las canciones, y así como cantante resultó tan bueno como actor, en esa vertiente, disimulando sus defectos.

                Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”

                La sensibilidad de Juan Gabriel no es ésa, ni siquiera otra que uno podría esperar, la de “yo no comprendía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; no trata de convencer ni de justificar y mucho menos de propiciar que lo sigan, pero sus canciones pueden cantarlas hombres y mujeres. Un caso raro, como el de Tomás Méndez, quien hizo una excelente canción, “Paloma Negra”, en que se reprocha la actitud de una mujer que reparte su amor en pedazos, y tiene al hombre en ascuas, porque le chismean que anda parrandeando con otros hasta altas horas de la madrugada; sin embargo, las mejores versiones son interpretadas por mujeres (Amalia Mendoza, la mejor, pero también Lola Beltrán, Aída Cuevas; no hay una versión aceptable por un hombre; igualmente, Salvador Novo escribió una maravillosa canción en que un hombre reprocha a una mujer su indiferencia en el pasado, pero la versión de Lola Beltrán es insuperable). Una virtud más de Juan Gabriel: su sentido del humor.

                La calidad de sus letras no es excelente, pero no es peor que la de Jiménez, ni que la de Cuco Sánchez (ése sí encarnación del rencor perpetuo, hasta en sus canciones de amor feliz; por desgracia, poco o nunca programado en El Fonógrafo); es muy difícil que haya calidad literaria en las canciones, forzadas a quebrar versos, a cambiar la acentuación, a aceptar las incongruencias en el género masculino o femenino, a obviar las sinalefas (“como ave errante viviré”, que se pronuncia “como aberrante viviré”), se toleran y hasta parecen naturales las cacofonías, han propiciado que proliferen las redundancias (“los ojos que tú tienes”, “aunque no quieras tú”); no todos tienen las virtudes literarias de Mario Molina Montes ni de Alberto Cervantes, ni la de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo o las excelentes de María Greever; pero hay momentos muy afortunados en Jiménez (“otra vez a brindar con extraños”, “de mi mano sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”, “alguien me contó tu vida, supe de tus ilusiones” y muchas otras). Y desde luego en Lara (“María Bonita” no tiene desperdicio, y algunas otras, como “poniendo la mano sobre el corazón” –¿suyo, de ella?). Hay muchísimas frases felices en Juan Gabriel, y como en el caso de Lara, aunque carece de voz y aunque tiene serios defectos de pronunciación, y aunque tiene muy buenos intérpretes, ninguno canta sus piezas mejor que él. En el folclor actual, hay frases de Juan Gabriel que se han perpetuado: “en el mismo lugar y con la misma gente”, “no tengo dinero ni nada que dar”, “pero qué necesidad”, “nada nada nada nada”, tan inmortales como “no tuvo tiempo de montar en su caballo”…

 
Pongo más atención que nunca en los boleros, sobre todo en los tríos (mi amigo, aunque gusta de la canción popular, cuando hablo de los tríos piensa en los tríos de Brahms y de Beethoven, es decir, piano, violín y tololoche, o flauta, o chelo). Recuerdo entonces que el Güero Gil mandó hacer una guitarra más pequeña para poder afinar muy alto las cuerdas, y darle una voz distinta; por lo regular las canciones que interpretan los tríos (un requinto y dos guitarras, o requinto, guitarra y maracas, tres voces bien diferenciadas) son de una estructura previsible: una introducción (perdonando la expresión) del requinto, breve pero llamativa, unos versos entonados por las tres voces, un solo del primera voz, un solo prolongado del requinto, de nuevo el primera voz y terminan los tres juntos (perdonando la expresión) y remata el requinto; las letras por lo regular son muy malas, un personaje suplicante que pide una limosna de amor, está dispuesto a pasar la vida, si es aceptado, sospechando de la esposa (como Joyce, al ver la destreza erótica de Nora en su primera cita), conformándose con migajas de amor, celebrando unos cuantos momentos aislados como prueba de sinceridad, perdonando el pasado en que la vida en su avalancha la arrastró, con la incertidumbre de si tan sólo es suya o si, de nuevo, reparte su amor en pedazos, apurándola a que se decida, sea por bien o por mal. Pocas veces, como con Los Dandys, las canciones suelen ser alegres aunque las letras sean tenebrosas (“hay una cosa muy negra en tu vivir que roba lo que ya fue mío”), y por lo regular celebran los fracasos (casi siempre el amor feliz parece artificial en los tríos: las canciones de Álvaro Carrillo parecen más para solistas, y aun así, el tono es trágico aunque las letras celebren potencia sexual –“tanto tiempo disfrutamos de este amor”–,de un orgasmo inesperado – “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor: ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”– de la tristeza postcoitum –“no le digas que me viste muy triste y muy cansado”, la posesión furiosa –“yo siento tus amarras como garfios, como garras”–, de la incomunicación –“pero yo presiento que no estás conmigo aunque estés  aquí”–  y de la impotencia que se consuela con el triunfo del pasado –“me dará vergüenza si este amor fracasa nada más por mi equivocación”, y hasta depresión precoitum –“amémonos ahora con la paz que en otro tiempo nos faltó”) a pesar de las voces sin potencia, más bien de un derrotado, tanto del propio Carrillo como de Pepe Jara, su mejor intérprete, son mejores que cuando las cantan los tríos (las letras de Carrillo son tan felices que aluden a variantes sexuales, como la que pudo llevar de serenata Bill a Mónica: “en los labios llevas ya sabor a mí”, y la amenaza de ella “como se lleva un lunar, todos podemos una mancha llevar” –esto último es un apunte de Carlos Ramírez, y se refiere a un vestido).

                La verdadera grandeza de los tríos no está en las buenas voces (Los Panchos, Los Tres Ases, Los Tres Reyes), que no sobran, sino en la destreza del requintista: el punteo exacto de Armando Navarro, de Los Dandys, la finura de Sergio Flores, de Los Tecolines, la exactitud del Güero Gil, de Los Panchos, la velocidad y gracia de Gilberto Puente, de Los Tres Reyes, y la elegancia de Chamín Correa, de Los Tres Caballeros, deberían estar incluidos en las listas de los mejores guitarristas a las que son tan afectos en la revista Rolling Stone. Es una leyenda muy extendida que muchos de los mejores requintistas del rock londinense o estadounidense han venido a tomar clases con Correa; es verificable la admiración que le tienen muchos de ellos. Gilberto Puente es considerado, en muchos ámbitos, el mejor requintista del mundo, por sobre nombres celebrados, como Jeff Beck y Eric Clapton, y mucho más que Carlos Santana. Es también muy conocido que Sergio Flores, para orgullo de los boleristas, dio conciertos de guitarra clásica en el Palacio de Bellas Artes (Schubert, Bach), y también en su momento fue considerado el mejor guitarrista del mundo, celebrado y apapachado por Andrés Segovia. Gilberto Puente hace unos solos espectaculares, tanto con el trío que formó con su hermano, como en los que ha grabado como artista invitado, destacadamente con Linda Ronsdtand, con mariachis y con boleros y canciones tropicales. Circula un video en youtube (y hay un DVD) en que Los Tres Reyes cantan una canción trivial, muy movida, en la que el tema no es el amor sino la infidelidad, pero con mucha gracia, “Jacarandosa”; la canción será trivial, pero los solos de requinto de Puente son un prodigio de agilidad y de belleza.

                Así, es un placer escuchar a los tríos, pues casi todos tuvieron a buenos guitarristas (excepto Los Galantes).

No sólo hay tríos en El Fonógrafo, pero hay casos en los que uno se harta de oír los gritos monótonos de Luis Miguel, o a Pedro Fernández echando a perder buenas canciones de Los Dandys; han descontinuado piezas de Los Bribones, de Eva Garza, de Olimpo Cárdenas, de Jorge Fernández; un locutor con voz de edad suficiente para recordarla, desconocía a María Elena Sandoval; interpelado por quien pidió que la programaran, recurrió a la Wikipedia y citó que era conocida como “La Estatua que Canta”, aunque en realidad Pedro De Lille la bautizó como “La Estatua de Canela” (era muy guapa, sobre todo con un cuerpo muy llamativo). A ratos más que canciones transmiten chistes, casi siempre muy malos. Y sí, hay que cambiar de estación.

                Pero luego hablo de las otras estaciones.

Singin’ in the Rain está en todas las listas de las mejores películas de todos los tiempos (pasados). En ella aparecen cinco mujeres en papeles destacados: Debbie Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Cyd Charisse (La Bailarina), Rita Moreno (Zelda Zanders) y Kathleen Freeman (Phoebe Densmore).

                Reynolds es la estrella: la que enamora al actor Don Lockwood (Gene Kelly), es cómplice de Cosmo Brown (Donald O’Connors) y consentida de Mr. Simpson (Millard Mitchell); salva del desastre la película muda que filman a contracorriente, al prestar su voz para suplir la de Lina Lamont; entabla un duelo con Don acerca de la superioridad del teatro sobre el cine (mudo: están por inventar el sonoro); es fina, delicada, elegante, pero no por ello menos ágil, bella y sensual (que lo uno no impide lo otro); canta con energía y con mucho estilo. Lina Lamont, repito, hace el papel más difícil: debe ocultar su belleza y parecer torpe; hizo pocas cintas, pero actuó en otras dos, célebres: Jungla de asfalto, de John Huston, y La costilla de Adán, del especialista en mujeres George Cukor; finge una voz aguda, chillona, simula cantar horrible, y hace un papel de tonta que cree lo que dicen de ella en las revistas de chismes; cree estar enamorada de Don y cree que él lo está, convencida al ver las cintas donde actúan como la pareja favorita del público, y finge reaccionar con celos ante el enamoramiento de Don y Kathy, y ser espantosamente audaz para exigir que cumplan el contrato mediante el cual se obligaría a Kathy a ser su doble (de voz) toda la vida; no puede uno dejar de sentir piedad por su personaje, y simpatía por la actriz cuando va a interpretar la canción tema de la cinta, moviendo con sensualidad los brazos. Murió muy joven, de 54 años, con varias actuaciones en televisión, en Dr. Caseyy Dr. Kilder, sobre todo; nunca superó su actuación en Singin’ in the Rain.

                Cyd Charisse no habla; es más, sólo aparece en una escena onírica, como amante de un simulacro de George Raft (éste, por otra parte, sensacional bailarín) lanzando una moneda al aire, y seducida por los bailes de Kelly, quien tenía agilidad pero no mucha gracia. Muestra la belleza contundente de sus piernas, y danza con una sensualidad que no alcanzan ni Reynolds ni Hagen. Sin hablar, supera todas sus demás actuaciones. Rita Moreno aparece dos veces, y en otras está oculta entre otras bailarinas y coristas. Al principio de la cinta, cuando llegan a una premier, baja de un auto, seductora, ocultando sus piernas muy bellas (que muestra con audacia en West Side Story), mientras sus admiradores corean su nombre, entusiasmados; en otra, va de chismosa con Lina Lamont porque Don privilegia a Kathy en muchos números; cuando se aleja desmiente, también, que una mujer no debe dar la espalda a la cámara.

                Kahtleen Freeman debe soportar la ineptitud de Lina Lamont para pronunciar, para el cine hablado, lo que simula con gestos para el cine mudo; su expresión pone de manifiesto su fracaso, sin decir ninguna palabra.

                Hay muchas coristas y bailarinas: imposible diferenciarlas, pero gracias a las páginas especializadas de internet, puedo nombrarlas, en orden alfabético: Betty y Sue Allen, Marie Ardell, Bette Arlen, Marcella Becker, Madge Blacke, Gwen Carter, Jeanne Coyne, Patricia Denise, Gloria DeWord, Marietta Elliott, Betty Erbes, Sherley Glickman, Betty Hannon, Joyce Horne, Patricia Jackson, Joi Lanning, Janet Lavis, Virginia Lee, Silvia Lewis, Joan Maloney, Dorothy McCarty, Ann McCrea, Sheila Meyers, Gloria Moore, Marilyn Moore, Peggy Murray, Ann Neyland, Dorothy Patrick, Sherley Jean Rickett, Joanne Rio, Joel Robinson, Joette Robinson, Audery Saunders, Betty Scott, Elaine Stewart, Dee Turnell, Audrey Washburn y Norma Zimmer (todas ellas actuaron cuando menos en una cinta más). Superan con mucho la presencia masculina: imposible no admirarlas, no entender su ductilidad; las mujeres aportan la gracia en la cinta; aportan belleza, sensibilidad, elegancia. A Stanley Donen le gustaban las mujeres.

Una mujer enfurecida increpó en una ocasión a James Thurber por odiar a las mujeres; él lo negó con toda sinceridad, pero lo pensó mejor y publicó una serie de razones: cito, hoy, sólo unas cuantas: siempre encuentran lo que los hombres perdemos, y lo recalcan con un tono que no oculta una superioridad indiscutible; aportaron al idioma frases como “ay, qué lindo”, “qué monada”; la que me pareció más evidente y con lo que estoy más de acuerdo: lanzan una pelota (de beisbol, de tenis) o cualquier objeto adelantando el pie equivocado, y siempre pierden un guante; ahora que no los usan, lo que pierden es un calcetín: no un par, uno solo.

Anna Ivanovic, Maria Sharapova, Alina Miskyna y sobre todo Tsvetana Pironkova, cuatro tenistas muy destacadas, miden cuando menos 1.80. ¿Para qué?

Derrota de la RAE; artimañas del Diablo; historias de dos pillines

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El más reciente número de BBC Music trae el anuncio de la Colección Karajan: 101 discos en 13 álbumes, que contienen grabaciones en vivo ahora remasterizadas, la obra completa con la Filarmónica de Viena, las sinfonías de Beethoven, dos con sus solistas favoritos (dicen que, sobre todo, Argerich), dos para la música alemana romántica, sus versiones de los músicos rusos, de Handel a Bartok, uno completito con Sibelius, dos para música coral, otro campechaneado con franceses y rusos y otro con sinfonías clásicas. Como dijo José de la Colina al respecto de Camilo José Cela, qué ganas de tener la obra completa de Karajan para no oírla.

Desde que la Real Academia de la Lengua anunció que iba a suprimir acentos ociosos hubo oposición de muchos académicos, tanto de España (Javier Marías, uno de los más ruidosos) como de México (notoriamente, José Emilio Pacheco); ante la pregunta constante de cómo iba el lector a distinguir entre solo y sólo, la Academia contestaba que por el contexto; cuando se preguntaba por qué suprimir el acento de guión alegaron que porque es monosílabo, aunque “ahi nos lo dejaban a nuestro criterio”, pero asumían que las academias restantes obedecerían “ciegamente al que manda” (una de mis citas preferidas), y a partir de sus indicaciones sus demás publicaciones (Ortografía, Gramática, Nueva gramática básica, Compendio ilustrado y azaroso de todo lo que siempre quiso saber sobre la lengua española, Las 500 dudas más frecuentes) siguieron ese criterio. Pero en vísperas de la publicación de la nueva versión del Diccionario, en voz de uno de sus miembros, reconocen su derrota: casi ninguna publicación seria le hizo caso, las buenas editoriales se abstuvieron de suprimir los acentos de sólo, de éste, y otros; las malas editoriales y las malas revistas (de las buenas, sólo una hizo caso) tendrán que asumir que durante unos pocos años escribieron con faltas de ortografía, y los malos correctores tendrán que esforzarse de nuevo para dejar los textos como debe ser. Y los escritores no podrán alegar que por el contexto podremos deducir de qué están hablando. Lo que no se dijo es si continuarán con su objetivo más reciente, es decir, es diccionario de uso, o será normativo. ¿Será regida por cuestiones políticamente correctas? ¿Seguirán diciendo “la poeta”, ¿seguirán condenando a los inválidos y a los lisiados, los sordos, los tartamudos, los que sufrimos de pie plano? ¿Los miopes seguiremos siendo débiles visuales? ¿Insistirán que la v y la b suenan igual? Sí, si se trata de “vaso” y “basta”, de “evadir” y abastecer”, pero no si se trata de “envase”, “adverbio”. Por algo la v se llama labiodental, y la otra, más simple, labial.
                Sin embargo, debo agregarme a esas protestas por un idioma políticamente correcto: un reportaje reciente confirma que mucha gente ha sido discriminada por su apariencia, que por ello, por no vestir de mono (como se dice en las novelas de Vargas Llosa) son maltratados, rechazados en bancos, o han sido rechazados al pretender a alguna mujer. Lo he sufrido, como lo han sufrido todos los chaparros. Más de una, en la adolescencia, me dijo "si midieras 15 centímetros más", y se referían a la estatura.

Menos en broma, relato que por no vestir traje, o por chaparro, o por usar barba, no sé por qué, fui maltratado en varios bancos, concretamente en la sucursal de Banamex en Homero, frente a Liverpool Polanco (que no está en Polanco, sino en Chapultepec Morales, pero así son de pretenciosos los que viven en lugares aledaños a Polanco), a finales de abril. Acudí a ella, acompañado de Nahúm, porque deseaba abrirle una cuenta de ahorros, atraído por sus ofertas: tarjeta para hacer retiros y, en ciertos comercios, realizar compras; no se necesitaba una suma muy alta para abrirla (me niego a decir “aperturar”); cuando fui a preguntar, aceptaron toda la documentación, excepto la copia del acta de nacimiento, pero me dijeron dónde obtenerla con rapidez; no me tardé ni tres cuartos de hora en regresar. No había más que una persona esperando que alguno de los ejecutivos (números 18 y 19) se desocupara (el número 20 estaba desocupado, o mejor dicho, ocupado en ir a quitarle el tiempo a los otros dos); la ficha que me dieron prometía que en cinco minutos sería atendido; sin embargo, sin ficha, el ejecutivo 20 llevaba a clientes o trajeados o ayudantes de potentados, que hacían gala de prepotencia (después, me encontré a uno de ellos en otro banco, enojado porque me atendían y tenía que esperar [cinco minutos] a que terminaran mis trámites), o mujeres que vestían simulando elegancia, y que sin ficha entraban y saludaban de beso a esos ejecutivos; luego de 45 minutos de espera por fin se desocupó uno de ellos, y aunque intenté entrar, me evadió, fue a las cajas y regresó con un hombre al que dio preferencia aunque mi ficha era la siguiente. Cuando le reclamé, a gritos me dijo “tengo que atender a mis clientes”; por desgracia, yo también soy cliente de ese banco, pero ni saludo de beso a esos cuates ni los adulo, sólo exijo que traten con decencia sin fijarse si mi ahijado es moreno, si soy chaparro, si no uso traje (en los últimos 40 años he usado corbata dos veces, y mando a la chingada a los restauranteros que se niegan a servir a quienes no vayan de corbata). Nos fuimos, pese al hambre, a Banorte, donde en menos de 15 minutos nos abrieron la cuenta de Nahúm.

Hubo una vez un escritor que alardeaba de no leer más que lo que entendía, y que por ello nunca leería a Rimbaud; ahora da conferencias sobre los mejores autores mexicanos. Y hay quien le cree. Y quien cree que escribe.

Marco Antonio Pulido me hace ver que Scarlett Johansson y Penélope Cruz pelean, amigablemente, por un actor (no importa cuál) en una cinta de Woody Allen (Vicky Cristina Barcelona); conocía y recordaba las escenas, pero al momento de escribir se me escapó; sobre todo, porque la impresión que tengo es que la cinta cobra vida cuando aparece Cruz, y se apaga cuando se va.
Pero en busca de más escenas vuelvo a ver Damn Yankees, una obra maestra de las muchas que hizo Stanley Donen, y no puedo dejar de pensar que Televisa hizo un pacto con el Diablo similar al del protagonista de la cinta: hacer creer que un equipo de futbol tiene posibilidades de ganar un torneo en el que participan otros que creen que representan el deporte de su país (y creen que es mundial), y que cuando acontezca la desilusión, porque su calidad es mucho menor que la de la mayoría de otros participantes, habrá tragedias de las que se aprovechará el Diablo para repoblar el infierno, ahora que el papa Francisco dice que es sólo una imagen y una metáfora (¿no será una argucia para que nos confiemos?). En la cinta, Ray Walston (nadie mejor que él) regresa su juventud a Robert Shafer, lo convierte en Tab Hunter, con facultades para batear, fildear, y encabeza a los Senadores de Washington para hacer creer a los forofos que pueden ganar el campeonato de la Liga Americana (hace un siglo se decía “Washington: primero en la paz, primero en la guerra, último en la Liga Americana” –frase que aludía a la reticencia de Estados Unidos para entrar a la Primera Guerra Mundial, a la creencia de que cuando se decidiera a hacerlo sería decisivo para la derrota alemana, y a que el equipo de beisbol terminaba en los últimos lugares), y al perder en el último juego contra los malditos Yanquis, que entonces ganaban todos los campeonatos (diez en 12 años, en los años cincuenta y sesenta), habría más suicidios que durante las crisis económicas de 1929 y 1932 (se insinúa que las provocó el Diablo); éste, interpretado por un Walston que, como Andrés Soler, nunca tuvo una actuación mala, es tan pícaro que se gana la simpatía del espectador, pero la historia de amor que hay detrás –Shafer, al rejuvenecer, debe abandonar a su esposa Shanon Bolin–; como está por ceder y romper el contrato (un momento de debilidad de Walston al incluir una cláusula que le permite a Shafer renunciar antes del último juego del campeonato), llama a la mujer más fea de Rohde Island, Gween Verdon, convertida en seductora, aunque no tan bella, y que le sirve para convencer a los rejegos, para que seduzca a Hunter, y así conquistar miles de almas que se irán al infierno, porque, excepto los amparados por San Juan Diego, el suicidio es lo único que la iglesia no perdona.
Aunque Walston hace berrinche y regresa a Shafer su vejez feliz, éste atrapa un batazo largo de Mickey Mantle, tan torpemente como Willie Mays en la última jugada en que intervino, como jardinero de Mets, en la Serie Mundial de 1973; Shafer oye a su esposa Bolin cantar y con eso vence la tentación, para berrinche de Walston  y satisfacción de Verdon; Walston todavía hace un intento: no basta con el campeonato: van los Senadores por la Serie Mundial. El chiste es que los forofos se emocionen y ante la derrota del equipo, se suiciden y se vayan al infierno.
Al leer las declaraciones de forofos, jugadores, directivos, locutores, conductores de programas televisivos y radiofónicos, periodistas, conocedores, pareciera que tienen fe en que el equipo de Televisa (creer que es el representante del deporte mexicano es otro de los trucos del Diablo) tiene alguna oportunidad; difícilmente habrá suicidios, pero sí muchos descreídos y hasta alguien que pierda la fe.
No es la misma época en que la fe movía el mundo, y que al perder esa fe, muchos preferían abandonar la vida; hubo suicidios de jovencitas hasta en Suramérica a la muerte de Jorge Negrete y también con la de Pedro Infante; lo peor, ni siquiera eran sus conocidas, a lo mejor los vieron de lejos en alguna gira.
Afirmo que Walston no tuvo ninguna actuación mala; no es que me retracte, pero su participación en The Sting es discreta, como la de todos los que aparecen en esa cinta que el tiempo ha borrado sus errores y disminuido la importancia de lo que obtienen al defraudar al tahúr engañado, y se pierden los cálculos de cuánta lana le toca a cada cómplice.
Es injusto que se le recuerde más por Mi marciano favorito que por Kiss me, Stupid, indudable obra maestra, una más de Billy Wilder; también, bajo Wilder, interpreta a un lujurioso jefe que se aprovecha de Jack Lemmon en The Apartment; trabajó también para Josh Logan y para Frank Tashlin, y siempre con eficacia.
 (Otra argucia del Diablo: que dice el entrenador del equipo de Televisa y otras compañías privadas, que durante lo que dure el torneo no va a dejar que los jugadores cojan. Se le olvida a Herrera que las mejores actuaciones de los equipos en esos torneos, en los últimos 40 años, han sido de equipos a los que dejan llevar a sus novias, esposas, secretarias, asistentas, masajistas; y si no hay, sus mañas se darán.)
  
Hubo una vez un comentarista y reseñista de libros que al prologar uno, habló maravillas del texto y del autor; semanas más tarde reseñó ese  mismo libro para un suplemento cultural, donde señaló defectos de estructura, de lenguaje, objeto la trama; cuando el autor le preguntó por qué las distintas versiones, contestó que el prólogo lo había escrito como parte de su chamba, y lo que publicó en el periódico era su opinión.
           Los autores jóvenes, cuando publicaron sus primeros libros, recibieron una llamada del crítico que, a manera de entrevista, preguntaba por sus influencias, sus propósitos, sus lecturas, le aclaraban el sentido de su obra, sus ambiciones; y cuando pensaban que estaba por aparecer una entrevista con sus respuestas, lo que veían era una reseña en la que el crítico se apropiaba de las respuestas, como si fueran sus argumentos para hacer una crítica; críticas que lo llevaron a ser considerado el mejor crítico de México, en opinión de él mismo, y no tuvo empacho para proclamarlo por escrito. Con ese epíteto, que se creyó sin dudarlo ni ruborizarse, quiso crear prestigios y destruir reputaciones, pero también falló. Falló al equivocarse y rechazar, para su publicación, obras que fueron consagradas por los jurados de diversos premios, por la crítica, y sobre todo por los lectores. No le quedó más remedio que seguir haciendo el ridículo y, entonces, decir que navegaba contra la corriente.
                Tuvo aciertos, desde luego: hizo varias veces la misma antología, y con el buen gusto de excluirse de ellas, como lo hizo notar José Emilio Pacheco, quien le aplaudió y agradeció esa medida; la fama de impulsar a los escritores jóvenes le dio otro prestigio, que sin embargo le escamoteó a quienes confiaron en él, le dieron libertad para crear colecciones, que sus mismos jefes le sugerían, y luego hizo creer que las inventó. Pasó a la historia con méritos que fueron de otros, pero su obra real no es digna de compilarse; si se hiciera, se vería que tuvo pocas ideas, que sus lecturas fueron planas, sin imaginación, repetitivas, y llevadas por sus simpatías y sus muchas antipatías; sus amigos de la juventud, a los que aparentemente encumbró con sus reseñas y entrevistas, cuando se negaron a contestar las impugnaciones que le hicieron autores que lo refutaron, los convirtió en sus enemigos, y entonces negó sus méritos y, también contra la corriente, los atacó, los minimizó, mientras la crítica mundial los encumbraba. Puede que haya sido sincero: no le entendió a esa obra. Terco, llegó a ser sincero: se negó a elogiar lo que no entendía; se redujo al silencio, o mejor, se convirtió en biógrafo de sí mismo, con mucho éxito: publicó varias veces su autobiografía, sin cambiarla, ampliarla o mejorarla, en diversos periódicos.
                Su silencio posterior fue su mayor éxito: se llevó el prestigio de haber sido el mejor crítico, soportó que lo denunciaran, que lo balconearan, que lo expusieran; como nadie lo leía, como ya no se arriesgaba, terminaron por creer que fue rudo, que puso puntos sobre íes, que calificó a los escritores con rigor y justicia y que no tuvo miedo a nadie.

Otro pillín: promete y promete, y nada de nada. Pero sus esfuerzos sólo mostrarán lo enclenque que es. 

Tengo muy pocas, pero muy valiosas, primeras ediciones de Efraín Huerta. Me consuela que son buenas ediciones. Y si las ven al revés, es una prueba más de mi condición de excéntrico y de mi incapacidad técnica.
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Cuiloni, cuiloni; diferencias entre la a y la o

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Consigna Salvador Novo, en Las locas, el sexo y los burdeles, que durante lo que ahora conocemos como La Noche Triste, los mexicas corretearon a los españoles desde la actual estación Zócalo del Metro a la actual estación Tacuba, al grito de “Cuiloni, cuiloni”, que significaba “sacatón”, pero también sodomita. Llama la atención el parecido de aquella voz mexica con la actual que lanzan en los estadios de futbol, y que, muy retadoramente utilizan en un comercial de radio para una mujer que vende hules; en su utilísimo Diccionario del español en México, Luis Fernando Lara acota que es un adjetivo que se le aplica a los miedosos; no lo hace explícito, pero puede ser porque, al huir, es el trasero lo único que se le ve; el Diccionario de la Real Academia no lo registra, Guido Gómez de Silva asevera que es una voz malsonante, y el muy cuestionado y cuestionable diccionario de mexicanismos coordinado por Company y Company le da más usos, además del de miedoso; también es el que se arrepiente y el (maestro) que reprueba; ya sabemos que este diccionario, más folclórico que útil, entiende poco del hablar mexicano. Para García-Robles es también sinónimo de gandalla.
                Pero ese adjetivo lanzado por los forofos de un equipo contra los militantes, los porristas, los directivos del equipo contrincante (y también contra los locutores) ha sido sustituido, o agregado por otro, que estuvo prohibido en los medios de comunicación incluso cuando ya proliferan hasta en horarios infantiles, en boca de locutores que creen que, al pronunciarlas, divierten a la gente que ya no se escandaliza.
                Pero esta palabra todavía ofende, lo mismo en la versión masculina que en la femenina. Con ser tan parecidas, son muy diferentes. En la acepción masculina tiene un origen muy específico: “extraño”;  “
Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, o sea “humano soy, nada humano me es ajeno”, o extraño. Extraña, o ajena, resultaba la conducta, aunque ahora se sabe que no era tan extraña, pero no reconocida públicamente. En su versión femenina, que ya desapareció del Pequeño Larousse Ilustrado, deviene de “muchacha”, que no tenía esa connotación en el italiano antiguo, según Corominas; En el latín servía para ambos sexos, pero insisto, no era una voz reprobable ni sería incluido en el originalísimo Los adjetivos de la lengua española, de Honorato Colmenares, que en su apartado V incluye Hedonista, concupiscente, Concupiscible, Sibarítico, Lascivo (salaz, lujurioso, libidinoso, lúbrico), Ardiente (cachondo, caliente), Incontinente, Copulador (fornicador), Ninfomaniaca, Sicalíptico, Afrodisiaco, Fácil, galante, cortesana, liviana, casquivana, Erótico, Sensual, Voluptuoso, Orgiástico, saturnal, Íncubo, Súcubo, Sexual, Homosexual, Lesbiana, Asexual, Bisexual o hermafrodita, Sexuado, Sodomita, Misógino, Sádico, Masoquista, Masculino, Varonil, viril, Femenino, Afeminado, Feminoide, Hombruno, Embarazada, preñada, encinta, grávida, Prolífio, Bígamo, Adúltero, Cornudo, Bastardo, espurio, ilegítimo… Como se ve, nada que pueda gritarse en un estadio; los gritos, como los hipocorísticos, son mejores si son de dos sílabas; si son de tres, muy raros, necesitan que la segunda se extienda, siempre y cuando la palabra sea grave (o llana).
            Decir que un hombre es miedoso equivale, dicen nuestras autoridades que cuidan no ofender a nadie aunque para ello deformen el lenguaje, es compararlo con una mujer. Y Colmenares, como se ve en los adjetivos que incluye en su apartado V, registra que para describir a un hombre poco valiente se le asestan atributos femeninos, si es realidad que las mujeres son menos valientes que los hombres, lo que ya sabemos que es una falacia; de no ser así, poco miedo se le tendría a las mujeres a la hora de confesar en quién y con quién se gastó el cónyuge masculino gran parte de la quincena, o por qué llega oliendo a Jardines de California; y a la ora de las decisiones trascendentales, son ellas las que se arriesgan, las que se avientan más; no que no haya hombres decididos, pero son menos que los precavidos; el refrán que recomienda precaver antes que arriesgarse, es masculino. Y en las playas, son más mujeres las que se suben a los paracaídas, más las que se lanzan a los globos, y en igual número que hombres, las que andan esquiando.

La abundancia de atletas que tienen una preferencia sexual diferente de la que el género cree más numeroso, demuestra que no todos son sacatones o cobardes; muchos han sido boxeadores, otros son atrevidísimos a la hora de bloquear a los linieros que buscan taclear a corredores o mariscales de campo, y éstos, con ser menos altos y menos corpulentos, no sólo no le sacan sino que retan a sus atacantes; en el beisbol todos se lanzan a buscar la siguiente base aunque sepa que lo van a bloquear o que las lesiones causadas en las barridas pueden tardarse días en sanar, además de los dolores brutales.
            Hay menos valor en los futbolistas que, luego de cometer una falta (un tropezón por atrás, un tapón, una patada a destiempo, una entrada fuerte), levantan las manitas como diciendo “yo no fui” (¡ay, chuz!). Más, entrar en una zona donde proliferan las patadas, casi nunca accidentales; y mucho valor se necesita también cuando, como en muchos ejemplos ilustrados por Juan Villoro en su nuevo libro sobre futbol, reconocen que la falta que sanciona el árbitro en realidad no fue falta; y cuando aun así el de negro (frase provocativa) marca la llamada pena máxima (penalización; pena es dolor o vergüenza), patea el balón sin potencia o intencionalmente lo echa fuera, para coraje de los forofos de su equipo que no saben o no aceptan el decoro y la decencia entre los deportistas.
          Lo escandaloso es el escándalo que se armó por un grito destemplado, y que pocos han podido explicar: ¿Piensan los espectadores que con los gritos van a distraer a los jugadores? Tendrían que leer a Jorge Portilla para entender que, de lograrlo, sería un éxito momentáneo y a la larga inútil.

Desde 1993, y hasta 1997, tuve a mi cargo la sección de Deportes de El Financiero; aunque dimos preferencia a otros deportes más vistos por los lectores del diario, cubrimos lo más importante del soccer: dábamos los resultados; Refugio, que sabe bastante, hacía pronósticos, y visitábamos los entrenamientos, pero en busca no de opiniones o de “color”, sino de otros asuntos: los conocimientos de política o economía de parte de jugadores, entrenadores y directivos, su ética y su decencia, su cultura; seguíamos otros deportes, y tampoco por los resultados; nuestros análisis, si no siempre certeros, eran en cambio muy originales, divertidos aunque muy serios; había siempre buen humor, y muchos políticos llegaron a opinar que éramos una sección tan temible, cuando menos, que otras a las que le sacaban. Después pasé a la mesa de redacción y al poco asumí la jefatura de redacción, aunque con otro nombre.
                En todo ese tiempo evité no siempre los albures, porque Salvador Frausto y Rafael Cervantes (Aldo no, era muy apaciguado) aprovechaban mis descansos o alguna distracción para echar albures en los pies de foto, que no entendían los filtros, o los dejaban pasar. Lo que evité fue que le llamaran “TRI” a la Selección Mexicana de Futbol; lo hice por varios motivos; el primero, que fue una invención de un diario deportivo, el Esto, por el poco espacio que tenían para cabecear; usarlo sería copiarlo; el segundo, porque se presta a las cabezas fáciles, sin imaginación, simples; el tercero, porque el equipo tiene un nombre que no es “Tricolor” ni “México” (no es el país el que juega, sino un equipo que no representa más que a una parte mínima de la Federación Mexicana de Futbol, la que representa la Primera División de la Liga Mexicana de Futbol profesional, que no es ni con mucho, la mayoría en ese deporte; tampoco es el más popular, como afirman en la televisión: para sorpresa de ellos, el basquetbol es el deporte que más se practica en México), sino Selección Mexicana de Futbol; la cuarta, que ya ni siquiera usan, y con lo que violaban la ley, los colores de la bandera mexicana en el uniforme, y por último, pero con el mismo peso, que desde muy poco después de Avándaro, donde se convirtieron en el conjunto de rock más popular, el Three Souls in my Mind, fue conocido como El Tri antes de que hicieran oficial su nombre. Y como la sección se distinguía (y lo reconocieron en muchísimos lados) porque no nos restringíamos al deporte y mucho menos al futbol, sino que lo abordábamos desde la sociología, la política, la economía y sobre todo desde la cultura, no ignorábamos que aunque los que se limitaban al futbol identificarían con ese nombre a un equipo mediocre: la mayoría de nuestros lectores pensarían en el conjunto, que tampoco es bueno, aunque sí original.

Tengo la esperanza de que todo lo ido, regrese; en los alegres veinte el charleston, que no se bailaba como lo hacen Marga López en Tu hijo debe nacer o Tin Tan, Martha Valdés y ladies en El hombre inquieto, años en que cobró popularidad de “Bailando el charleston” ("como en los tiempos de papá y mamá”); era un baile cuya provocación menor consistía en que las mujeres se levantaban el vestido por la parte de atrás, como las bailarinas del can-can, mostrando las entonces novedosas tarzaneras; o como, más fugazmente, en los años del swing, o sin necesidad de baile, entre los sesenta y los setenta con las chiquifaldas que dejaban ver todo; ahora, aunque siguen siendo minis, son bastante púdicas.

Hay instituciones que vigilan que haya equidad y competencia legal en la vida comercial mexicana, pero exageran: los almacenes conocidos como supermercados dejaron de ser, desde hace mucho, como los describía Salvador Novo a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta; los precios son similares, aunque no la existencia de mercancías; en todos, la carne es malísima (los que vivimos por el poniente de la ciudad sufrimos más embotellamientos y más mala carne que en muchos otros sitios). En donde sí hay equidad es en los comerciales: son malos, sin ingenio, sin imaginación, y muy vulgares.


Acusan a los propietarios de autos viejos (más firmes, más seguros, más autos) de causar la contaminación que es más bien producto de la industria (el 88 por ciento), y sospechosamente tratan de que cambiemos esos autos por otros más caros, más inseguros, menos cómodos y más contaminantes; las autoridades olvidan que fueron ellos quienes autorizaron que los vendieran, que la gasolina que contamina es la que ellos venden, cara y vendida con disminución en los expendedores que ellos autorizan y vigilan.

¿Desnudos o palabrotas? ¿Era penal? Callar al crítico

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En 1933 apareció el primer desnudo del cine comercial; la muy impresionante Hedy Lamarr aparece sin ropa, semioculta entre la hierba, corriendo, tratando de taparse, en Éxtasis; la escena dura unos segundos, y no ha perdido belleza; Lamarr tenía un cuerpo delgado, esbelto, pero su fama no fue tan contundente, pues en los años cincuenta protagonizó uno de los filmes inspirados en relatos bíblicos, Sansón y Dalila; por tratarse del tema y de la época podrían haber aprovechado para mostrarla un poco menos desnuda, pero todavía provocativa; por desgracia, Groucho Marx la desprestigió para siempre al comentar que no le interesaba ver una cinta donde el actor  (Victor Mature) tenía pectorales más exuberantes que la protagonista.
            ¿El lenguaje es más agresivo, más peligroso, más procaz, más perturbador que la sexualidad? Si hago caso de la afirmación de un periodista ahora olvidado (Vicente Vila; eso indica que me eduqué más en las páginas de la revista Siempre!que en otros lados), la primera palabrota en el cine la pronunció Frank Sinatra en su papel de Tony Rome en la cinta con el nombre de ese personaje, y fue una frase, más que una palabra, ahora demasiado común: “son of a bitch”; antes, los más atrevidos decían “son of a gun”, que quiere decir lo mismo pero un poco más suavecito; esa cinta es de 1968, es decir, 35 años después.
            Ismael Rodríguez no se atrevió a pasar de “güey” en la trilogía del Torito, aunque tuvo la audacia de poner la frase más famosa de la fallida carrera de María Félix como actriz: “échenles (sic) mentadas, que al cabo duelen igual”, cuando le dicen, en La Cucaracha, que se acabaron las balas. Menos ingeniosa pero más cruda fue la frase de Emilio Fernández al gritarle a Pedro Armendáriz, en la misma cinta, que ya sabe que está con esa piruja, lo que provocó respingos entre los espectadores; piruja está entre los sinónimos de “puta”, y quiere decir lo mismo, pero no se oye tan agresivo. (Por cierto, hay una discriminación absoluta: mientras el Corripio [Gran Diccionario de Sinónimos de Fernando Corripio] registra 30 sinónimos para “puta”, apunta sólo diez para “puto”.)
            Jane Birkin y Gillian Hill aparecen muy desnudas en 1966 en Blow-Up, con todo y vello púbico (fugaz, discreto, con mucho movimiento), y de allí en adelante ha habido centenares de desnudos, elegantes, refinados, o muy toscos; de actrices reconocidas o de primerizas que así se ganan estrellatos, y pasan de ser exhibicionistas a muy respetadas; o al revés, aunque sean consideradas buenas actrices (¿o actores, ya que a las poetisas les llaman poetas?), no tienen reparos en mostrar un pecho (Gwyneth Paltrow) o media nalga (la misma Paltrow); o de protagonizar desnudos más que sensuales (Madelein Stowe, Jeanne Triplehorn) ahora no son recordadas por esas escenas, sino por sus papeles en series televisivas.
            Todas fueron rebasadas por el desnudo crudísimo, ginecológico, de Eva Green en The Dreamers, y de Karen Lancaume y Raffaëla Anderson que en Baise-Moi son violadas, sodomizadas, acometen felaciones feroces en escenas más explícitas que las consideradas pornográficas (aburridas, repetitivas, mal actuadas, con escasísimas excepciones).
            (Claro, hay leyendas; se dice que Barbara Hershey fue embarazada en la escena en la que es seducida por su patrón en The Babe-Maker, aunque los espectadores sólo lo imaginamos, porque estaban muy tapaditos [y creímos que sólo eran buenos actores] [en otra escena, muestra el trasero por apenas un segundo, en una escena de alberca]. A Hershey se le rinde el máximo homenaje en una cinta: cuando aparece por primera vez en Hanna y sus hermanas, Michael Caine, dice, al unísono con los espectadores masculinos, “¡Dios mío, qué hermosa es!”; sólo faltó el letrerito que dijera, como en What’s new, pussycat [guión y actuación de Woody Allen]: “mensaje del autor”.)

Las palabrotas, en cambio, no proliferaron sino hasta finales de los sesenta, y casi se han limitado, en el cine estadounidense, a repetir un “fuck you” que no tiene un equivalente en español; no, por lo menos, a las mentadas de madre desacralizadas por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, ni a las festejadas por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. Desde luego, llegaron antes a la literatura, primero en forma de puntos suspensivos: Subraya Pacheco: (“Santa ‘no era mujer, no; era una…!’, ‘la palabra horrenda, el estigma’. ‘Puta’, el término que no pronuncia [Federico] Gamboa, es un insulto como lo es el nombre de toda actividad servil.” Prólogo al Diario de Federico Gamboa.)
            Luego del intento de Rubén Salazar Mallén y su fragmento de novela en Examen, lo que le costó el puesto a varios Contemporáneos, y posiblemente la vida a Jorge Cuesta, la literatura fue atrevida, pero cauta; luego de Paz y Fuentes, o al mismo tiempo que ellos, aparece, como catarsis, como escena cúspide, como remate de diálogos intensos, una palabra soez, casi siempre entre signos de admiración; Luis Spota conmueve a los lectores cuando pone a cantar, a las prostitutas de Casi el paraíso, “somos las putas que volvemos, que volvemos”; muy pocos años después, Vicente Leñero pone a sus albañiles a pronunciar interjecciones: “bruto, animal”, y tímidamente, “pendejo”. Ya después las pronuncian con naturalidad en unos diálogos muy frescos en los que era experto Leñero; no dejaron de aparecer inconformes entre lectores y críticos, pero no podían censurarlo porque, así, decían, hablan los albañiles (argumento que ahora sería refutado, por excluyente, discriminador, y porque ahora hablan así los locutores, los políticos, los actores).
            Pese a que en sus novelas las digámosle groserías aparecen con frecuencia, Fuentes no las pone en la boca de sus Caifanes, aunque el tono, los albures, las rimas procaces, tienen más mala intención que si dijeran palabrotas en vez de ésas: la más cercana: “otra jalada, vamos a hacer otra jalada”, pronuncia una más que excitada Paloma (Julissa), ante el escándalo de Enrique Álvarez Félix, quien sin embargo sí las dice en inglés (“With that greaser!”, que en ese contexto sí es palabrota, aunque Sergio Jiménez la devalora [“¡ya te dijeron chamagoso!”]).
            Más procaces fueron Óscar Pulido (“si quiere objetar, objete”) en Mi mujer necesita marido, o Abel Salazar (“en mi casa hay ladrones; ladrones, señorita, dije, dije ladrones”) y el mismo Pulido (“la sustituta de mi nuera; dije sustituta”), ambos en Yo quiero ser tonta. O las frases de doble sentido de Germán Valdés, de Mario Moreno, de Ángel Garasa, de Joaquín Pardavé (“las manitas afuera”, le ordena a Germán Valdés mientras lo arropa, creyendo que es su hijo); Pedro Infante y hasta el mismo Jorge Negrete.
            Con las novelas de los años cincuenta las palabrotas fueron adquiriendo carta de naturalización; Carlos Monsiváis las celebra en Días de guardar, e inmortaliza el que aparezcan en la prensa, donde estaban prohibidas, y lo siguieron estando durante mucho tiempo; me enorgullezco de haberlas explotado en una columna en El Financiero, cuando con ello reté al jefe de la sección de Deportes, y al contrario, nos hicimos cuates; no las usé sin motivo: recopilé las que se colaron en los micrófonos de radio y televisión: “Pa’ mí, Paquito, que todos son ojetes”, de Porfirio Remigio entrevistado por Paco Malgesto, a propósito del peligro de los ciclistas italianos, franceses y belgas (con su permiso); el “¡me chingó re bonito!” con que José Toluco López desmintió a Toño Andere que Filiberto Nava pegara como nenita (la frase es de los años cincuenta, pero El Doctor Netas la usa para reprocharle a Nicasio que se deje ganar por el sentimentalismo); los gestos de Javier Fragoso ante Pedro Nájera, Panchito Hernández y José Antonio Roca, con lo que expresaba “ya me los eché”, gesto que después fue conocido como la Roqueseñal, en la Cámara de Diputados, y que fue vista por los espectadores que, observaron, asombrados, que Fragoso había anotado su tercer gol como integrante del Puebla ante el América que lo había malvendido. Aunque aún tiembla la mano al teclearlas, ya no son tachadas por los correctores ni por los jefes de redacción, ni menos por los jefes de sección, que a menudo ignoran que sus secretarios de redacción los están albureando.
            Más difícil, que llegaran a la televisión; la memorable “cabrón” que gritó Enrique Álvarez Félix en la telenovela Las gemelas conmovió a pocos, porque se transmitía muy tarde, con escasa audiencia. Nada comparable a la frescura con que Jesús Ochoa, Christina Pastor o Isela Vega las pronuncian, dándole sabor a cada una, haciéndola no sólo agradable, sino memorable; Ochoa, por desgracia, ha sido estereotipado, pero salva cualquier escena con algún improperio; las de Isela Vega son simpáticas, y las de Pastor hacen buena una película mala como Corazón de melón.

Pero quedamos que en la literatura ayudaron a la madurez de los lectores, que antes se excitaban hasta con un “pinche”, y ahora no se escandalizan y, si están bien usadas, las festejan. En algunos autores siguen sirviendo de catarsis; en otros, para hacer culminar una escena; otros, para mostrar el carácter de algún personaje; otros, por desgracia, sólo para asustar a los lectores que ya no se asustan, cuantimenos cuando las sueltan remedos de locutores que pronuncian un “güey” que antes ofendía, y hoy sirve para recalcar que el que la dice considera su amigo al que se la asesta. Es de temer que ante tanta proliferación, las palabras soeces hayan perdido su carga subversiva, sediciosa, provocadora; no excita, no conmueve, no produce emoción erótica; no ofende, no trasgrede, no produce cólera, y a veces se recibe con simpatía; de por sí, asestársela a los cuates le quita toda la intención; al saludar a alguien con un “quiúbole cabrón” ya no se le dice que consciente que su mujer copule con otros; a veces, es también un elogio: “¡qué cabrón eres!”, como diciendo que es muy competente en su trabajo, o un abusivo con sus clientes o sus subordinados; si Gustavo Sainz titubeó para usar un “pinche” en Gazapo, muchas obras actuales (me niego a calificarlas de novelas) usan el “pinche” hasta en su primera acepción. Supongo que la emoción de buscar una palabra soez en un diccionario persiste en niños que no han perdido la inocencia y que no son clientes de las televisoras, las que han sido eficaces en eso de quitarle subversión y rebeldía a las palabrotas, así como devaluaron el futbol, el boxeo, el toreo, la música popular, la música sinfónica, el cine, el teatro, la actuación, y minimizaron el erotismo con escenas toscas e inverosímiles, y han permitido que sus estrellas se exhiban copulando con otros que no son sus parejas, que declaren cómo, cuántas veces, en qué posiciones y con quiénes. Nadie se escandalizaría como se escandalizaron cuando Isela Vega describió su muy peculiar vestido: “son pendejuelas, licenciado”. Ya no necesitan permiso de Gobernación para que un escritor pronuncie peladeces en televisión, ni le agradecen, como lo hicieron con Camilo José Cela, por no utilizarlo. Me imagino, en cambio, el escándalo si ahora Gobernación sancionara a quienes las pronuncien, sobre todo en horario familiar; gritarían que es un atentado a la libertad de expresión, aunque no saben, no entienden, qué quiere decir “libertad de expresión” (ni sabrían usarla). Las escenas que antes podían ofender comenzaron a distenderse cuando, en los años ochenta, un comercial de Splendor Champú, con música de “New York, New York”, culminaba cuando una modelo, bella y elegante, le agarraba la nalga al modelo que la acompañaba, con más estilo que como se las agarran a Sandra Bullock en casi todas sus películas; de allí a las escenas supuestamente ardientes en las telenovelas se pasó a la exhibición de escenas de sexo compartido, desnudos justificados o gratuitos, con actrices potables o con “garras” ocasionales.

Las groserías no son lo que fueron; por ello, espectadores disfrazados de forofos elogian a un jugador creyendo que lo insultan; es de suponer que no juegan ni jugaron, porque no advierten que los buenos jugadores no hacen caso de lo que dicen en las tribunas; lo bueno es que se emocionan cuando, anacrónicos, pueden pronunciar una palabrota en público, aunque no sepan lo que significa. (Y, en el cine, sigo prefiriendo los desnudos [los femeninos] en vez de las palabrotas, aunque las pronuncien Wynonna Ryder o Jesús Ochoa. Y sigo prefiriendo un baile donde, al girar, muestren las pantaletas [Debbie Reynolds, Ginger Rogers, Lilia Michel, Mapy Cortés] a que anden sin pantaletas.)

Cuando entré a la Secundaria 12 iba protegido por Agustín Granados, Luis Vega, Jorge Orta, Pancho Ramírez, Luis Vázquez Ramírez, por lo que me salvé de la iniciación, que se llamaba “novatada”; cuentan las leyendas que las novatadas en la Universidad eran salvajes; hacían desfilar a los de nuevo ingreso vestidos de mujer; encadenados, semidesnudos, a cuatro patas, ladrando, porque se les llamaba “perros”; los bañaban con pintura roja, y los rapaban, dependiendo de qué facultad se tratara la novatada; ni siquiera se salvaban los de Filosofía y Letras; los jóvenes que andaban rapados mostraban orgullosos su carencia de cabellos, porque así sabían las pretensas que ya era universitario; era más significativo que el estetoscopio de los estudiantes de medicina; en preparatoria no eran tan exhibicionistas, pero no se salvaban del rape; en la secundaria esperaban a los de primero para conducirlos a un grupo donde los que mangoneaban traían unas tijeras, y los trasquilaban de tal manera que no quedaba más que raparse; no llegaban a las escenas de Mario Vargas Llosa en La ciudad y los perros, pero el sentido de humillación era similar. Y no se diga de las novatadas del Instituto Politécnico Nacional
            Mi amistad con los de tercero, o los que ya estaban en preparatoria, me salvó de la rapada; no del acoso de algunos: Alonso, Alós, Mancera; Alós era especialmente molesto; se burlaba de mi estatura (él era dos centímetros más alto), de que no era rubio ni pecoso como él, y de que tenía mejores calificaciones que él. Durante dos meses tiraba mis libros cuando pasaba, me tropezaba, me empujaba; no había manera de aguantarlo, pero sí de retarlo; a la hora de la salida, a la vuelta de la entrada para evitar que llegaran los maestros o los prefectos, se adelantó Roberto González, conocido como El Centavito, porque era igual de chaparro que nosotros; no llegó a empezar la pelea; Alós, cuidando la derecha, se descuidó y recibió un izquierdazo que le partió el labio; a partir de ese momento los tres nos hicimos amigos. No sé por qué mi generación no ejerció la misma presión sobre los de primero, cuando pasamos a segundo, pero no recuerdo que haya habido más que unos cuantos rapados, que parecía que deseaban sufrir esa especie de humillación, pero que no se ejercía con violencia física. A veces los maestros se ensañaban con los matados, con los Ciros Peraloca como le decían a los que sacaban buenas calificaciones (sacar, más que obtener; parecía más cuestión de suerte que de estudiar demasiado), y propiciaban que los de bajas calificaciones se burlaran de los “matados”; pero no duraba mucho, y los maestros terminaban por someterse, aunque había algunos cábulas que se cebaban en los de mejores tareas; y los que éramos elogiados por las maestras de historia, geografía, lengua nacional, matemáticas, sufríamos a la hora de Deportes, donde el maestro obtenía sus orgasmos abusando de su superioridad física, mandando balonazos de basquetbol o de volibol con tanta violencia que nos hacía quedar en ridículo, y tenía preferencia por los buenos atletas que, en cambio, eran pésimos en las materias académicas. “Delicaditos”, le decían a los que no hacían más de diez lagartijas, o los que no dominaban las paralelas (en nuestro grupo, Tena sobrepasaba la altura de las barras casi sin levantarse; Elizarrarás [¿hijo, sobrino del compositor?], que como tuvo poliomielitis, tenía mucha fuerza en los brazos, y hacia 50 dominadas en cuestión de minutos).
            Fuera de esas horas en Deportes, o en el Taller, donde sufríamos los que carecíamos de habilidades manuales (menos una, je), no había mayor problema; como Antonio Badú y Pedro Infante, José Alós y yo nos repartíamos (imaginariamente) a las “viejas”, hasta que se volvió realidad, pues, ya lo conté, a mí me abordó Sandra Roldán y a José, Lola Mayén.

Mi venganza era cuando llegaban las pruebas; nos acosaban a Cuauhtémoc Valdés, a Víctor Tovar, a Maximino Ortega Aguirre, para que los ayudáramos; y entonces éramos nosotros los bulleros, los que nos aprovechábamos y, a cambio de una guía, se comprometían a ser nuestros guaruras durante el siguiente semestre; y éramos acosados por las compañeras más coquetas, más simpáticas (casi todas nos parecían bellas).
            No nos enterábamos de casos extremos que ahora salen a relucir; no pasaban de molestarnos, a menos que fuera alguno de los pandilleros vecinos, o que se colaban a las escuelas; en el edificio había uno, Temo (hipocorístico de Cuauhtémoc) al que temían hasta sus hermanos mayores; no pasó de que me arrebatara algunos dulces, de que no me dejara pasar al edificio si no le daba un 20, una charamusca, o hasta que se daba cuenta que los vecinos se daban cuenta; su tiranía terminó una tarde en que un vecino, cansado de lo que le hacía a sus hijos, lo golpeó de una manera tan increíble que todos nos quedamos azorados, y las mujeres del edificio, que por lo regular lo evadían, salieron a defenderlo. Sacaron una silla, y allí, sentado, indefenso, lloraba sin consuelo; don Fidel, su agresor, parecía no temer al padre, cuyos ingresos provenían de sacar a los borrachos necios en una cantina; tenía la costumbre de golpear a sus hijos por la mañana, por lo que fueran a hacer por la tarde; los hermanos mayores también eran temibles, pero no con nosotros; estaban inscritos, uno, en Medicina, otro en Derecho, pero al parecer no iban a clases. Uno, el más dócil, terminó en la cárcel por pagar a cuchilladas una cuenta de tacos que le pareció excesiva.
            Lo que ahora parece lo más común era, o nos parecía, inexistente. Pero ahora que lo pienso, todos fuimos buliados, y de muchas maneras buleamos: lo que hacíamos nosotros era humillar a los que nos humillaban, cuando respondíamos las preguntas de los maestros, cuando éramos elogiados por las autoridades escolares, declamábamos de memoria “La Suave Patria” sin necesidad de apuntes, o cuando respondíamos con algún golpe inesperado que dejaba aturdido al agresor, llorando (como le hice a Nájera Gutiérrez, uno de los golpeadores).

El acoso que ahora acusan las mujeres en los trabajos no las deja chambear a gusto, sienten que las espían, que sólo esperan a que se sienten mal para admirar sus piernas, que las invitan un café, una copa, una cena, siempre con la intención de sacar algo, lo más rápido y barato posible, y, mejor, sin compromiso; se quejan de que mientras más alto puesto tienen quienes quieren sacar provecho, mayor es el acoso; ¿cómo hacían antes para conseguir novio, para acercarse al que le gustaba, cómo para hacer que se enamoraran y casarse con él? El mundo cambió sin que me diera cuenta.

El mayor reproche de Borges hacia el futbol era por el encarnizado patriotismo, el nacionalismo más barato, por la incapacidad para disfrutar lo que tenga de disfrutable el juego, y que los espectadores sientan como suya la victoria, y se depriman con una derrota. Hace unos días un periodista, creo, se burló (como si con burlarse criticara) de un seleccionado mexicano que al querer lesionar a un contrincante se lesionó él mismo; el aludido contestó con una frase inadmisible: “creí que eras mexicano”, con lo que quiere obligar a todo el nacido en este país a “irle” a ese equipo, a considerar que el equipo representa al país, y que si gana el país gana y si pierde el país pierde, y que de esa pasión hay que excluir la crítica.
            Pior (superlativo de peor): los aficionados se erigieron en jueces; muy su derecho, pero usurpan una función sin entender cuáles son los requerimientos de esa profesión; la primera, la imparcialidad, característica de la que carecen (sólo los salva el humor, con las exageraciones de “No era penal”, algunos geniales como los que sube a las redes Vanessa Fuentes); otra, delegar funciones; el árbitro, por lógica, debe ver varios aspectos del partido, y por ello, deja de ver otras, por lo que debe confiar, sindudamente, en sus auxiliares, que cumplen otra función indispensable; ni los asistentes al estadio, ni los locutores ni los camarógrafos, ni mucho menos los televidentes, saben si lo que marcan árbitro y abanderados es correcto; así, los descalifican sin saber si las jugadas “fuera de lugar” fueron bien marcadas; pior, afirmaron que no fue falta la que marcaron contra el equipo que se dice mexicano (aunque varios de sus integrantes juegan en otros países); ignoran que los árbitros van a marcar falta siempre si el que la comete, o se sospecha que la cometió, levanta las manitas como diciendo “¡ay, yo no fui!”; es como el que en el Metro esconde el celular con que ha estado fotografiando a una viajera que muestra, sobre todo de manera involuntaria, las piernas o el escote; lo primero que dice una regla es no si golpeó, trastabilló, sacó de equilibrio al contrincante; basta con que haya tenido la intención, y sobre todo, si en la jugada el atacante tenía posibilidades de crear peligro; y si lo tropieza (aun si desear lastimarlo) y levanta las manitas, sea como sea, es falta; hay que ser ingenuo para creer que no las van a marcar.

Hace un par de semanas intentaron atropellarnos; Lourdes, como las mujeres del pasado, está en casa con la pierna fracturada; pero inquieta como es, me acompañó a una compra; la mayoría de los automovilistas, cuando la veían enyesada en el camellón, o en una banqueta, se detenían y cedían el paso, cuantimás las patrullas. Pero al regresar, al cruzar Mariano Escobedo, aunque un automovilista de detuvo, no lo hizo el conductor de un Ruta 100; pero estaba en alto, y llegamos hasta donde podíamos pasar; se puso el semáforo en verde cuando estábamos por terminar de cruzar la calle, cuando arrancó; alcanzó a darle un golpe a Lourdes, quien no podía correr; cuando iba a darle otro golpe alcancé a aventarla, y ella dio dos pasos rápidos, con riesgo de lastimarse más el pie fracturado; al chofer no le bastó, y me embistió; no fuerte, pero alcanzó a darme dos golpes entre el brazo derecho y la espalda; una camioneta se le puso enfrente y sólo así se detuvo, aunque ya me había puesto lejos de su alcance; le reclamaron varios conductores, automovilistas, peatones, testigos del acto; Lourdes golpeaba con el bastón las ventanas, enfurecida; la bestia humana abrió la puerta y dijo que sí se había detenido. No pretendía atropellarnos; ignoro si me identificó: critico las decisiones de su jefe; o a lo mejor era lector de alguno de los autores (o editores) a los que denuesto con argumentos, verifico su mala escritura, sus desaciertos, sus descuidos, sus erratas. Pero ni así nos callaremos.

Por cierto, ¿el jefe de esa bestia sabrá la diferencia entre “alarma” y “alerta”? Otra pregunta, sin respuesta: ¿los santos y los sabios comparten cualidades y defectos? Una más: ¿los que dicen defender a los animales en circos, zoológicos, ya leyeron a Gerald Durrell y lo que dice al respecto? La última y me voy: ¿qué significa “irle” a un equipo?


Ahora lo comprendo todo (menos a Sarita Montiel)

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Cuenta la leyenda (me la narró uno de los hermanos López Gallo hace más de 40 años) que llegó Carlos Monsiváis a la redacción de México en la Cultura, y soltó (¿a quiénes: Fernando Benítez, Vicente Rojo, Gastón García Cantú, Armando Ayala Anguiano?): acabo de ver la tragedia de María Luján; y ante el silencio de los que lo oyeron, exclamó: si con eso no lloraron, nada los va a conmover.
                El último cuplé tuvo el récord de más semanas en un cine de estreno en México, nada menos que 60 en el cine Arcadia, que estaba en la calle de Balderas, muy cerca de la avenida Juárez. Se estrenó la cinta el 1 de agosto de 1957 y no fue sustituida sino hasta el 31 de octubre de 1958, con Fedra, española como de Juan de Orduña, con Emma Penella, y que duró tres semanas en exhibición.
                Por los mismos días del estreno de El último cuplé también llegaron a las pantallas, entre otras, Cómicos de la legua, con Martha Valdés y Resortes (dos semanas), El gato sin botas, con Germán Valdés y Martha Valdés (dos semanas), Tammy… flor de los pantanos, con Debbie Reynolds y Leslie Nielsen (seis semanas), Vuelo a Hong Kong, con Barbara Rush (una semana, pero en tres cines), La estrella rota, con Howard Duff (una semana), Gigante, con James Dean y Elizabeth Taylor (cuatro semanas, en dos salas grandes [Polanco y Alameda]), Camino del mal, con Ana Luisa Peluffo y Armando Silvestre (cinco semanas; la reseña de Emilio García Riera es divertidísima).
                Algunos años más tarde, en 1969, vi Ulises, que duró una sola semana en el Arcadia, pese a lo curioso del film; ahora que la memoria me pone trampas: ¿la vi, junto a Paco Cabrera y Arturo Luciano, dos forofos de Joyce, en el Arcadia, o confundo ese cine con el Versalles, por el rumbo, pero más hacia la colonia Juárez? No sé si valga la pena el esfuerzo de la concentración para recordar la sala exactamente. Se estrenó en el Arcadia, pero los filmes recorrían un circuito que culminaba, si se estrenaban en el Roble, en el cine Tepeyac, luego de pasar por el Cosmos, el Tacubaya, el Soto y otros, o si era en otros cines, en el de La Villa o el Lindavista. Vi Nevada Smith en el México, en el Cosmos, Soto y en el Tepeyac en semanas consecutivas; la vi en TV varias veces, y ninguna desde que la adquirí en Beta, VHS y DVD (Woodstock, Singin’ in the Rain y Calabacitas tiernas son las otras que las tengo en esos formatos; me falta adquirirlos en Blue Ray) (Por cierto, en el ahora clandestino Teresa vi, en una misma función, Freud y Singin’ in the Rain: curiosidades de los programadores).

Estaba en El último cuplé; no tenía edad para verla, y seguramente no le hubiera entendido; mejor dicho, es seguro que no la hubiera entendido porque, luego de muchos años del prestigio de haber sido la cinta con mayor permanencia en un cine de estreno (rascuachón, pero de estreno) la vi en un reestreno, y dos veces en televisión, y no supe de qué se trata, sólo sé que los gimoteos de Sarita Montiel son fingidos, artificiales, y no conmueven. Visto en retrospectiva, conmovió más el disco, murmurado por la actriz a media voz, un poco melodramática; las canciones tienen un mucho de picardía que insinúan actos sexuales (“Balance,  balance”, “Ven ven”, “Fumando espero”), entrega no narrada (“El relicario”), burla ante la impotencia y frigidez (que luego se quejan de que sus maridos las llames sosas, o las esposas a ellos), y una de ardida que merecería una versión con mariachi (“Tú no eres eso”: y no es que me importe haberte querido, que limosna también se da a un pobre, y tú pobre has sido). En la portada, en primer plano, lo que Juan Marsé llama “los primeros senos del cine nacional [español] que merecieron cierto interés por parte del Sindicato Nacional del Espectáculo”) acentuados por un escote muy provocativo, que fue motivo de una novela de Gonzalo Celorio (Amor propio, acerca del autoerotismo, más audaz pero también más inocente que Puerta del cielo, de Ignacio Solares acerca de la excitación provocada por la imagen de una virgen). No hay trama, unos cuantos pasajes entre una canción y otra. Sólo recuerdo que cuando uno de mis tíos nos visitaba, pedía que le prestáramos el disco, que observaba con placer. También veía con deleite la portada del soundtrack de Cabaret trágico, y auguraba (1958) que un día se inventaría una consola en donde se pusiera el disco y reprodujeran imágenes en la televisión contigua (en efecto, había consolas que tenían en el mismo mueble radio, tocadiscos y televisión, pero cada uno con su función independiente).
                Dos años antes, una cinta francesa, mucho mejor hecha, calificada por Truffaut como el mejor ejemplo de cine negro, Rififi, de Jules Dassin, duró 31 semanas en el cine Del Prado; no hay comparación entre las dos cintas, y aunque el Del Prado y el Arcadia cobraban lo mismo por boleto, cuatro pesos, estaban dedicados a públicos diferentes, pero eso no explica que haya estado catorce o quince meses en cartelera. El récord duro menos de diez años, porque en 1965 se estrenó una cinta que duró cinco semanas más, es decir, 65, en el entonces lejano cine Manacar. Fue The Sound of Music (en la sátira del Mad, The Sound of Money), bautizada como La novicia rebelde, de Robert Wise con Julie Andrews (en España, Sonrisas y lágrimas), recibe la segunda máxima calificación en los libros de Leonard Maltin, tres estrellas y media, mientras que en la enciclopedia de internet Imdb recibe un altísimo 7.9, la misma que Soberbia, la sensacional cinta de Orson Welles (el remake de Arau tiene 5.9, demasiado alta; sólo puede verse por la presencia de una Madelein Stow antes de Revenge).
                En 1968, poco antes del estallido del Movimiento Estudiantil, en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, en una mesa redonda sobre la cursilería, José de la Colina se calificó de cursi cuando descubrió que le gustaba esta cinta; de cualquier manera, 65 semanas son muchas para una cinta así, y más si tomamos en cuenta que cuando se estrenó en México Singin’ in the Rain duró sólo cuatro semanas en el cine Roble (en sus reestrenos en los años sesenta –¿cine México?–y setenta –¿cine Ópera?– duraron bastante, pero no más de dos meses. Años después hubo estrenos más duraderos: Nacidos para perder, Les Valseus… (Estos datos los obtengo de las Carteleras cinematográficas, de María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, desde luego.)

Es inexplicable que una cinta tan mala, sin argumento, sin ilación, con malos actores (¿es necesario repetir la anécdota de Manolo Calvo, actor de este filme?), haya llamado tanto la atención, haya llevado a tanta gente al cine, sobre todo que el criterio para que permaneciera en cartelera hablaba de más de media sala por función. ¿Fue la presencia de Sarita Montiel?
                Debutó muy joven en España, y muy joven, de veinte años, vino a México, donde hizo varias malas películas; lo curioso es que su prestigio se basó en la belleza (no el tamaño, sino la forma y la firmeza) de sus pechos, y en su mejor actuación en México, el mecánico Pedro Infante le espía las piernas (que no eran bellas; tampoco tenía nalgas, recuerda reiteradamente Juan Marsé) desde el foso de un taller mecánico: “Zapatitos”, la llama, sin poder verle la cara; y cuando se la topa en un camión, la reconoce por los tobillos (Necesito dinero).
                Hay que recordar Se solicitan modelos, no la película, bastante mala, sino la fotografía en donde está en traje de baño, junto a otras actrices; la que más llama la atención es Amparo Arozamena, a la que encasillaron de actriz cómica y nos privaron de ver con más detalle su belleza, que resalta en Juntos pero no revueltos, que ahora pasado el tiempo creo que es la mejor de Jorge Negrete, junto a Dos tipos de cuidado.
                Doy muchas vueltas, pero es que no me explico cuál es el motivo por el que hubo tanto revuelo con el fallecimiento de Sarita, los tumultos para verla en su camino al cementerio, las expresiones de pesar; reviso su filmografía y no encuentro nada más sobresaliente que Veracruz, de Anthony Mann, con quien casó poco después, y Jefe Búfalo Bill, de Sam Fuller; son dos buenos westerns, pero no justifican la fama de Montiel; tampoco entiendo por qué prefirió llamarse Sara y no Sarita, como se le conoció en México. Conmovió a la gente cuando se declaró en dificultades económicas, y más cuando su contador se quejaba de que gastaba varias veces más de lo que obtenía como ingresos.
                No me explico nada: ni la permanencia de El último cuplé, la fama de haber sido la película con mayor permanencia en cartelera, rebasada, como vimos, varias veces, aunque no recordemos las otras sino ésta; la fama aunque no estaba sustentada en su belleza, ni en su calidad histriónica ni en su simpatía (sus papeles menos malos la presentan arrogante, con gesto altivo menospreciando al simpático Pedro Infante, al menos simpático Joaquín Cordero), sumisa hasta que la conquistan y pasa a ser fierecilla domada. 
Conquistó a Anthony Mann (como Begoña Palacios a Sam Peckimpah), y luego se divorció de él para hacer cintas aún más malas.

Ahora lo comprendo todo, debería de decir, si lo comprendiera; salto cuando escucho la frase no en labios de Arturo de Córdova, quien la inmortalizó; la escucho en la voz chillona de Ninón Sevilla, exclamada con sorna cuando Fernando Soler le muestra un tambache de billetes: te corrompiste, tú, el juez justo, o algo así; el atarantamiento viene cuando asocio la frase pronunciada por Viruta, por Agustín Isunza, Pedro Infante, Jorge Negrete, Germán Valdés, José María Linares Rivas, por decenas de actores y por unas cuantas actrices. ¿Ninón Sevilla? Su famosa frase “¿Qué puedo hacer con estas piernas, señor juez?” mientras se levanta la falda para mostrar los muslos, pierde su eficacia cuando pronuncia “ahora lo comprendo todo”, que seguramente es la frase más frecuente del cine mexicano por lo menos hasta los años setenta. El argumento de Sensualidad es de Álvaro Custodio con el director Alberto Gout; pero la pronuncia Arturo de Córdova en todas las cintas cuyo argumento y adaptación es de Edmundo Báez, responsable del argumento, guión, adaptación o diálogos de 90 filmes, entre ellas no Sensualidad, aunque sí otras con Libertad Lamarque, Marga López, Jorge Mistral, Domingo Soler; la más memorable de las escenas con esta frase es de Isla para dos, la peor de todas las que protagonizó De Córdova, o por lo menos la más absurda.
                A partir de ahora recomienzo a ver cine mexicano para recopilar el mayor número posible en las cuales se pronuncie “Ahora lo comprendo todo”; sin embargo, ninguna película mexicana, argentina, cubana, española, lleva ese título.

Muchos cinéfilos niegan serlo o haberlo sido; o si lo asumen lo hacen como pecado, como una losa (pesada, agregan), un martirologio, algo que nos redimirá de nuestras culpas; ¿cómo medir una cinefilia o cinemanía? ¿Por el número de películas vistas? ¿Por la capacidad para intuir cuáles son las buenas? ¿Por la capacidad para aguantar malos filmes? ¿Por la necesidad de ver cine a todas horas, aunque sea en televisión, o en cines de piojito, de postergar un coito –o apresurarlo– para ver una cinta? ¿Por la capacidad pare memorizar escenas, y luego ver sólo fragmentos de una película sólo para volver a ver esa escena memorable, o de aguantar cintas malas por una sola escena? ¿Por el número de veces que puede verse una cinta sin cansarse?
                Hago el recuento de cuantas  películas he visto en las que aparecen Wolf Ruvinsky (unas 97 de las 157 que protagonizó), Carl Hillos (el 85 por ciento de las más de cien en las que dice una frase, o sólo se hace presente), Dolores Camarillo (73 de 127, sólo como actriz, sin contar las veces en que fue la maquillista), 129 de 238 de Emma Roldán (incluidas todas las buenas; su mejor frase, “con tal de chotearle la mercancía al dotorcito”, cuando justifica que Infante vea a Elsa Aguirre en calzones), y 178 de las 272 en las que aparece Hernán Vera, entre ellas, todas en las que aparece de cantinero. Por ello, creo que me gusta el cine. No compito, sin embargo, con Marco Antonio Pulido, quien me recitó la filmografía completa del Indio Calles, en venganza por haberle ganado una trivia sobre el único guión de Antonio Espino. Fue él quien me hizo ver la importancia de la frase “Ahora lo comprendo todo”.

Un cargo más contra las mujeres, no recogido por James Thurber: ¿no es cierto que conducen los autos con la lengua, sobre todo las maniobras difíciles?

No es por presumir, pero cuando me dedicaba a la narrativa, interrumpí un par de novelas cuando descubrí que la trama la usaba algún otro autor; ambas veces, esas novelas eran recientes; en contra mía, puedo decir que son las novelas menos celebradas de esos autores; con satisfacción vi que un autor muy reconocido en todo el mundo de habla hispana utiliza (cierto, en la menos conocida de sus novelas) la misma estructura y la misma solución que yo en mi primera novela, casi diez años después de la mía.
                Ahora encuentro que en un par de sus relatos incluidos en De repente un toquido en la puerta, Etgar Keret usa un argumento acerca de mundos paralelos, y otro sobre la temporalidad de infidelidad sexual, que abordé en mis capítulos de El juego de las sensaciones elementales, mi novela a cuatro dedos, con Gustavo Sainz; más asombrado quedé con el remate de otro cuento, “Abrir el cierre”, con esta frase: “Si hasta le había escrito una canción a ella que había titulado ‘Diosa’ y toda la canción se trataba de cómo tenían sexo en el malecón y de cómo ella se venía como ‘una ola estrellándose contra la roca’, literalmente” (Editorial Sexto Piso, pág. 77, 2012). Mi tercera novela se titula Una ola que se estrella contra las rocas.
Arroz (frase que hizo célebre Mauricio Garcés en Estudio Ponds, en que lo acompañaban Chucho Salinas y Lulú Parga, pero que en el cine mexicano se usaba bastante antes).

Juan Marsé es el escrito más reacio a usar la red para promoverse; hay, sin embargo, una página con su nombre, oficial, con datos biográficos (incompletos, no menciona más que una vez a Joaquina, su esposa y nuestra amiga), con bibliografía incompleta (sin editoriales ni año de edición); la única anécdota y único dato no frío ni impersonal, fue que una vez aceptó asistir a un coctel (es también reacio a las relaciones sociales, bastante arisco) porque iban a presentarle a Yves Montand; y fue porque al estrechar la mano del actor iba a estar más cerca que nunca de tocar las partes pudendas de Marilyn Monroe. Uno de mis amigos más cercanos, de los mejores escritores, tío de mis hijos, alguna vez nos contó a Isabel Fraire y a mí que había estrechado la mano de un escritor estadounidense porque sería como tocar, a trasmano, el trasero de una famosa primera dama de Estados Unidos. Omitió el nombre del escritor, no el de la ex primera dama.

Circula un video en youtube, una escena suprimida por Richard Lester en Superman II; una mujer rueda por la azotea de El Planeta y cae al vacío; Kent, a gran velocidad se despoja del traje de reportero; por el remolino que provoca se le sube la falda a una reportera y muestra las tarzaneras (de aquella época: bikini, no tanga ni “G”); ya en la calle, desvía la caída de la mujer, a la que también se le atisban las panties; Stanley Donen hizo que se repitiera toda la coreografía de “Broadway Melody” en Singin’ in the Rain porque, al terminar de rodarla, los técnicos advirtieron que en el traje que usa Cyd Charisse se notaba su vello púbico; antes de que se hiciera público, aunque sólo para unos cuantos fijados, prefirió volver a filmarla, sin omitir el erotismo del baile, sobre todo cuando levanta la pierna para regresar el sombrero al azorado Gene Kelly.

Y acerca de los errores frecuentes en los diarios, me pregunta José de la Colina qué pienso de “sector automotriz”, “el concierto inicia” y el uso de “evento” como sinónimo de fiesta, conferencia, acto. Le reviro: ¿y de “que no se vuelva a repetir”, que se usa a diario? Y de "la primera vez que lo conoció"?

Reclamos de un forofo de Sarita; b y v; inútiles divagaciones sobre el deporte

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Me escribe un enfurecido español, escudado en su anonimato, para tacharme de mediocre y loco por atreverme a dudar de la capacidad histriónica de Sarita Montiel, por afirmar que luego de Veracruz (tiene razón en reclamarme por adjudicársela a Anthony Mann, no al culpable Robert Aldrich, autor también de Apache, Doce del patíbulo, Cuatro por Texas) nada memorable hizo; me reprocha no entender que Sarita Montiel (Marco Antonio Campos me aclara que le hizo el feo a Pedro Infante, una de las pocas que se le escaparon) es la máxima estrella cinematográfica que dio España (por encima de Carmen Maura, Maribel Verdú, Candela Peña, por no hablar de las legendarias actrices de teatro como Emma Penella, o de los actores Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey, Francisco Rabal, o alguno de los eficaces actores actuales), y sobre todo, por no entender la conmoción que sufrió España entera a la muerte de la muy mediocre Montiel. Si es un símbolo de España, puedo decir, junto a Ninón Sevilla, Arturo de Córdova y Viruta: “Ahora lo comprendo todo”.

En su Gramática española (1975; aún no cumple 40 años) de Juan Alcina French y José Manuel Blecua, se habla de la v labiodental; en los recientes Ortografía de la lengua española, el Nuevo diccionario de dudas y dificultades (de Manuel Seco), el anterior, Diccionario de dudas de la lengua española, en el Diccionario panhispánico de dudas, El buen uso del español y otros, se burlan de quienes hablan de las letras labial y labiodental; en todos estos diccionarios y manuales, al contrario de French y Blecua, afirman que en el buen español se pronuncian exactamente igual, y que quienes, como en el pasado, juntan labios y dientes para pronunciar vino, vino, venir, son exagerados y pecan de ultracorrección, que lo correcto es pronunciar igual bello y vello (para quienes estas palabras tengan igual significado deben sufrir al recordar mejores tiempos), baca y vaca, y dejan el sentido de labial y labiodental a las prácticas privadas del erotismo.
                Pero los gramáticos y los académicos, como los sabios redimidos de Bola de fuego, no conocen el lenguaje corriente, el de la calle, el indómito, que cabe a duras penas en los diccionarios y menos aún en las gramáticas. Una de las reglas ortográficas es que b va después de m, y v después de n y de d; es decir, al pronunciar envase, envuelto, enviado, adviento; en esos casos, lo natural es pronunciar la v juntando labio inferior y dientes; si se pronuncia, como quieren los gramáticos, usando sólo los labios, se interrumpe la pronunciación natural, o pronunciamos mal: emvuelto, embase (a menos que sea término beisbolero).  ¿Alguna vez los gramáticos hablarán en voz alta y se darán cuenta de lo que escriben? ¿Leerán lo que escriben los poetas, los novelistas?
                Cuando menos, en sus avances, tímidos y temerosos, los académicos advierten (con v labiodental) que el criterio gramatical seguirá siendo el gramatical y no el políticamente correcto; que el  género predominará sobre el sexo, y que lo correcto es “los diputados” y no “los diputados y las diputadas”, aunque se admiten los lugares comunes de “señoras y señores”, “damas y caballeros” o, como decía La China Mendoza, “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”; hay quien afirma que la Academia ya ordena esa imposición de los alumnos y las alumnas, o la utilización de la arroba para determinar ambos sexos en un vocablo impronunciable y además absurdo. Cuando menos, por ahora no.
                Y si los gramáticos leyeran, sabrían que “guión” y “rió” se pronuncian, sindudamente, como bisílabos; por lo corto de estas palabras creen que son monosílabos, lo que da lugar a que buenos libros que no aceptaron la ya obsoleta sugerencia (¿o sugestión?) de eliminar acentos indispensables, escriban guion y rio (de reír), lo que los incluyen en el género de libros híbridos.
                Y para que más le duela a los académicos, ninguna editorial seria, y sólo una revista seria, aceptaron esas sugerencias; y para regocijo de académicos inteligentes (que los hay), se seguirán acentuando sólo y éstos (y sus derivados), porque lo absurdo de que el contexto del texto aclara el sentido de esas palabras fue derrotado; los escritores tendrán que aprender a acentuar cuando se debe y cuando no, y no dejarlo al arbitrio de los lectores, que han demostrado ser más inteligentes que los autores.

Circularon por poco tiempo los comentarios más tontos o incoherentes o absurdos de algunos futbolistas; algunos dijeron que no importa perder todos los juegos si al final ganan el campeonato, o que perdieron porque no metieron un gol, o cosas por el estilo, que no asombran aunque sí divierten; los emiten jugadores que cobran millones de pesos, dólares o euros, que tienen los favores sexuales de actrices, modelos o niñas bien que, es de suponer, los superan con mucho en elegancia, atractivo físico y seguramente en inteligencia y en preparación, y que sólo precipitan el fin de sus carreras y la ruina moral de sus vidas, por andar recordando lo que pudo haber sido y no fue. Pero casi al final de esas compilaciones, casi como remate, pusieron una frase monumental de Franz Beckenbauer, quien tuvo la fama de haber sido uno de los jugadores más finos y elegantes, y sobre todo, de los inteligentes: explicó las finalidades de su deporte: sólo hay una opción: ganar, perder o empatar.
                Si Beckenbauer dijo eso, el futbol está perdido; qué puede esperarse de los demás; lo triste es que tienen admiradores y forofos mucho más inteligentes que ellos.
               
Tal parece que el país escoge el peor de todos los deportes para hacerlo el más popular, al menos entre los televidentes: los clavadistas mexicanos se llevan un buen número de preseas en justas internacionales; los arqueros destacan también (por estos días se llevaron dos medallas de oro y una de plata), el Checo Pérez está entre los mejores en cada carrera de Fórmula 1, a menos que lo choquen y le pongan trampas; cada vez hay más atletas que se cuelan en los primeros lugares, en volibol tanto varonil como femenil compiten en las finales de competencias mundiales, el equipo de basquetbol llegó ya también a las finales, y hay buenos pitchers y buenos fildeadores en Ligas Mayores y en Triple A; y las televisoras consumen gran parte de su tiempo al transmitir futbol, que es donde menos se destaca, y donde más culpan a los árbitros por los malos resultados, que es como culpar a Dios por nuestros errores.

En el torneo de futbol supuestamente mundial afloraron muchas cosas que suenan igual de absurdas que las declaraciones de esos jugadores: el deporte no es tal, es un negocio y para que siga siéndolo, hay que acabar con la ética que debe regir toda competencia; si para que un equipo conserve a sus admiradores es necesario golpear a la mala, cometer faltas al reglamento y luego alegar que no fueron faltas, los directivos premian esa conducta, que la avalan los árbitros, cometen los jugadores y toleran y perdonan sus seguidores, que en vista de lo cual se ganan el mote de fanáticos que son capaces de insultar a sus amigos si se atreven a sostener un punto de vista diferente; además, en el balompié no caben los criterios, sino las opiniones; los comentaristas en vez de aclarar y descifrar y explicar una táctica, una estrategia y un plan de juego, sólo opinan, y encima hay que soportarlos; faltan al profesionalismo y cuando un árbitro aplicó el reglamento, en vez de aclarar que las reglas sancionan una falta, así sea leve, si se trata de estorbar de manera ilícita las acciones de un equipo en busca de una anotación; los comentaristas opinaron que no era falta, y mantuvieron la esperanza de que fallara el jugador que cobraría la falta, para que el equipo al que le iban ganara.
                (Por más que intento explicarme la frase, no entiendo qué quiere decir “le voy”, “¿a quién le vas?”; si quiero decodificarla, como decía Gustavo Sainz, lo más que puedo imaginarme es que el aficionado puede apostar por el triunfo de algún equipo –o boxeador, o competidor en cualquier justa deportiva. Y allí es donde menos me explico esa actitud: ¿por qué alguien apuesta –dinero, subordinación por unos días, sometimiento a una tarea degradante [como las apuestas entre Sergio Corona y Manuel Valdés, sólo que ellos lo hacían con gusto y sentido del humor], y a veces las consecuencias son drásticas– cuando carecen de influencia en el resultado, cuando no está en sus manos ganar o perder?
                (No moralizo: aposté con Manuel Arellano, primo del Cuate Arellano –medio defensivo del Necaxa, suplente de Jaime Salazar, el mejor amigo de Fu Man Chu Reinoso a quien antes de que apodaran Fu Man Chu [por aquel mago a quien ya recuerdan muy pocos, a menos que se exhiban sus muy disfrutables cintas] – lo conocían como El Cuate Reinoso] y perdí, porque mi favorito era América que perdía con Guadalajara  y con Necaxa; curado de ese fanatismo que muy pronto conjuré, perdí una apuesta con Cuauhtémoc Valdés por no hacer bien las cuentas en el balance de triunfos y derrotas entre Tigres de México y Diablos Rojos del México; apuesta que no pagué porque Cuauhtémoc aceptó que había abusado de mis malos cálculos; aposté varias veces, pero en algo en lo que tenía más control: la baraja, hasta que en una ocasión perdí casi toda la quincena y me quedé con lo justo para los pasajes, pero no para las comidas; me recuperé, gané lo doble la siguiente quincena, y no volví a apostar en casa de mi tío Enrique, experto en el juego; aposté y gané y perdí en algo donde tenía más control, el dominó, en casa de Mario Magallón; pero el producto de esas apuestas se pagaba en la taquería de don Rafa, así que daba lo mismo ganar o perder. Es más, el que ganaba era el que pagaba.)

Algo curioso con las faltas al reglamento del futbol: en 1962, en uno de sus mejores partidos, la selección mexicana estaba a un par de minutos de empatar con el seleccionado español  cuando Sol, uno de los componentes legendarios del Real Madrid (junto con Gento, D’stefano y Puskas) se le escapaba a Raúl Cárdenas, medio del Zacatepec y antes del Necaxa, y compañero de Pedro Nájera en el seleccionado mexicano; pudo haberlo detenido, si lo hubiera zancadilleado; no lo hizo, siempre fue un jugador muy correcto, y de allí a que terminó su carrera como jugador, le reprocharon no haber fauleado al español; en el torneo más reciente, Rafael Márquez trastabilló, sacó de balance a un jugador holandés; si no lo hubiera hecho probablemente se hubiera creado una situación de anotación pero que, a como estaba jugando el portero del equipo mexicano, tenía muchas posibilidades de anularlo; fauleó, y en vez de que los forofos mexicanos le reprocharan su actitud artera, le reprochan al árbitro haber marcado la falta. Que no fue, dicen, sin conocer el reglamento, que sanciona ya no la falta, simplemente la intención de cometerla.

Sigo con deportes: en una variante de las carreras de autos, hubo un choque, producto del cual uno de los competidores quedó con su vehículo arruinado (para esa competencia: esos autos los hacen y deshacen con facilidad; entre otras cosas, por ello las colisiones son aparatosas pero casi nunca graves para los corredores); se enojó, y en plena carrera, que no la habían suspendido (porque su auto no estorbaba en la pista), se metió en medio del tráfico para retar a golpes a quien lo chocó; en esas carreras la velocidad es alta, aunque en las filmaciones no lo parezca; lo evitaron cuatro vehículos, pero para desgracia de todos, quien lo chocó se lo topó de frente y lo atropelló; quien piensa con el corazón está perdido; y un comentarista se atrevió a exclamar: y le echan la culpa al muerto.

Para evitar contaminación los sábados, día en que mucha gente descansa en sus trabajos y comparte con la familia (los domingos los desperdicia frente al televisor), decidieron prohibir la circulación de los autos con más de 15 años de antigüedad, más de 60 por ciento, dicen los que saben de estadísticas, de los vehículos de la ciudad de México y la zona metropolitana y estados circunvecinos; según estudios recientes, que dejen de circular seis de cada diez autos ha traído la reducción del cinco por ciento de consumo de gasolina, lo que significa un desequilibrio en las cuentas del gobierno que se encaprichó en imponer esa medida; además, el ocho por ciento de los vehículos de transporte público aportan más del 80 por ciento de la contaminación total de los vehículos y sólo el 20 por ciento está a cargo de los autos particulares, nuevos o no, que emiten menos pero contaminan más; y no se dieron cuenta que quienes no circulamos los sábados tenemos que hacerlo en domingo, con el agravante de que nos topamos con miles de ciclistas que, por ellos mismos, no contaminan, pero provocan que los automovilistas, al frenar y frenar, y consumir media hora en un trayecto que no debería hacerse en más de cinco minutos, contaminen más. O sea, no saben hacer cuentas. Y tanto y tanto, como diría la nana, que los de su propio partido ya advirtieron que esa medida provocará derrotas electorales de las que no podrán reponerse en mucho tiempo y ya le retiraron su apoyo. De no ser un asunto tan enojoso, resultaría divertido.


Me dice Diego: los resultados de tu retiro equivalen, en otro sentido, a lo que hizo Tony Larusa con los Medias Blancas y los Atléticos; sólo que yo no tuve la culpa (y no provoqué la perjudicial salida de Jorge Orta).

En defensa de lo correcto; deporte vs cultura; ¿cacahuates o cacahuetes?

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Una comisión que revise el pasado desde nuestra óptica actual debe de prohibir la exhibición de ciertas películas de nuestros mayores ídolos cinematográficos y discográficos; por ejemplo, Jorge Negrete golpeando el trasero de Lilia Michel, puesta en sus rodillas, en No basta ser charro, nada más para quitarle lo caprichuda y voluntariosa, ante la mirada complaciente de don Manuel Noriega, su papá de ella, que no supo educarla; Michel, por su parte, pronuncia un provocativo “respeta mi dolor” mientras se soba los glúteos; al mismo Negrete cuando le canta a Gloria Marín “quiera Dios que si es bonita le dé la viruela loca” por burlarse de sus características físicas; Tin-Tan debe ser excomulgado no sólo por la lascivia con que observa a propias y extrañas, sino por decirle “enano” a Tun-Tun en vez de “Pequeñín”; deben de prohibir también El mil amores, sobre todo la escena en la que Infante le canta a varias adolescentes arrobadas “te miras re mona, de pies a cabeza”, tanto por alusión a su semejanza con una especie no humana, como por la insinuación de pederastia; y por la escena en que Martha Alicia Rivas recibe el epíteto, de parte de Infante, de “escuincla” en vez de llamarle la atención, con maneras suaves, para que no ande divulgando los varios romances que tiene el que ella cree que es su padre; y la escena en la que Infante (aunque me regañen los que se la saben de memoria) le canta a la supuesta quinceañera Anabelle Gutiérrez una canción sentimental, y le dice que le gusta un montón, también por pederastia; y la escena en que varios niños turbados comentan que las piernas de Rosita Quintana no pueden ser de niña, mientras ella se las muestra a un más turbado aún Abel Salazar en Menores de edad; y por violencia doméstica, cuando la misma Quintana es sometida a nalgadas por un brutal Pedro Armendáriz en El charro y la dama, en vez de mostrarle con ejemplos cómo se calienta el café; por lo mismo, se debe suprimir todo El inocente, porque Infante es incapaz de tolerar la ineficiencia de Silvia Pinal como ama de casa. Y todas las cintas donde Mario Moreno Reyes le dice “changuita” a cualquier dama apetecible, y donde Marín lo moteja de Chato; y las canciones de José Alfredo Jiménez donde se queja de que, a pesar de ser muy macho, tiene ganas de llorar; o en las que muestra su dolor en una cantina, donde de tan borracho se le caen la copas sin darse cuenta; o las de Lara en donde se desquita del desprecio de su enamorada espetándole que vende caro su amor; o en la que insinúa un amasiato en donde le advierte a su compañera que mostrará su deseo arrodillándose para besarla, sea por la insinuación de cunnilingus o por la de su baja estatura, que más bien debe decirse “su talla menuda”; la historia deportiva de nuestro país deberá borrar las páginas donde se hable de Rodolfo Casanova como El Chango; a Raúl Macías nunca más se le deberá motejar como El Ratón; el Club Deportivo América no mencionará nunca más a varios de sus jugadores paradigmáticos, como El Monito Rodríguez, El Gato Lemus o El Tigre Gómez; el Club Guadalajara borrará las referencias al Tigre Sepúlveda (estos últimos, por compararlos con especies animales) y al Jamaicón Villegas por su proclividad a llorar cuando extrañaba el ají (para evitar la alusión sexual al mencionar el chile) insinuando una discriminación por falta de machismo; o al Pájaro Huerta o el Piolín Mota, por su talla menuda; en el beisbol, entre otros, no debe mencionarse al Tribilín Cabrera por burlarse de su estatura descomunal, lo mismo que al Grandote Peña; al SuperratónZamudio y al Cañitas Moreno, ambos por su estatura menuda; al CharolitoOrta por su color afroamericano (como, en el boxeo, al Canelo Urbina) ni, en general al Galliña Peña, al AvestruzRivera, al Becerril Fernández, al Bicho Pedrozo, al BorregoÁlvarez, al PulpoRemes, al Burro Hernández, al Camaleón García, al CamarónÁlvarez, la CoyotaRíos, el Canguro Amaro, el Pajarito Guerreroo el Pajarito Moreno, el Gato  Gastélum, el Mosco Reyes, la Rata Vargas, el Toro Valenzuela, el Conejo Díaz, la Coyota Ríos, la Tuza Ramírez, por sus motes con que los semejan a animales, o la Lulú Palmer por su prudencia a la hora de los cocolazos, al Chololo Díaz por sus calzonzotes (literalmente), o los apodos despectivos dependiendo de sus rasgos, su cabello, la Muñeca el Peluche Peña, Huevo  y HuevitoRomo, Toche Peláez, el Mamerto Dandrige, el Zurdo Ortiz, el Pecas Serrano. En otras actividades, nadie tiene derecho a burlarse del Samurai de la Canción, de La Estatua de Canela, El Yeti de la Canción, CapulinaLa Güera Rodríguez. Nunca más debe de leerse al doctor Spock, porque aunque recomendaba educar con dulzura, llegó a decir que una nalgada a tiempo evitaba travesuras peligrosas.
                (A propósito de la persecución en las redes sociales, nadie se queja de las acusaciones a personajes públicos por delitos o actitudes no probadas, por sospechas injuriosas, por inventar cuestiones sexuales que en todo caso son privadas o íntimas, sin recibir por ello castigos o reprimendas, sino aplausos, y casi siempre de manera anónima, como los cobardes que llaman pendejos a quienes opinan, critican, juzgan con los pelos en la mano, basándose en ese anonimato que le da valentía, incapaces de dar la cara ni el nombre, aunque su nombre sea insignificante.)

Hay rivalidades mayores que las propiciadas por el futbol , pero que no enfrentan a los contendientes; bueno, a veces, se terminan amistades no tan firmes como se creería; en la música no pueden estar juntos en la misma sala los que admiran a Herbert von Karajan y los que rinden pleitesía a Wilhelm Furtwängler; los primeros admiran la disciplina, la perfección técnica y la puntualidad de Karajan para tocar, casi sin variaciones, sus piezas favoritas, entre ellas las Séptima y Novena Sinfonías de Beethoven, que son las que emocionan a quienes creen que Furtwängler pone un acento marcial, pero no militar, a esas obras, a las que le da un ritmo insuperable que hace que se enchine la piel al descubrir el diálogo entre una flauta delicada y un bajo impetuoso, y que a 60 años de haber sido interpretada, esa versión de la Novena reverenciada por los melómanos, nada menos que en Beirut, sigue estremeciendo a quienes la escuchan en una versión discográfica no tan perfecta como la ejecución.
Viene a cuento porque el 31 de agosto el director de varias orquestas, entre ellas la de Minería de la UNAM, Carlos Miguel Prieto, estaba a punto del llanto al terminar su versión de esa Novena de Beethoven que, como él mismo explicó, es una de las obras más conocidas por los públicos de todo el mundo, incluso los que no saben de música pero les gusta, o a los que no les gusta pero van a las salas a dormir plácidamente.
                Lo que no sabemos es si lloró emocionado, o por el resultado de su interpretación; estaría disculpado, porque ese domingo se demostró que el deporte sí es enemigo del arte; ese día se le ocurrió a las autoridades del Distrito Federal organizar un maratón para desquiciar el tránsito de la ciudad, y obligó a los músicos a recorrer casi diez kilómetros cargando sus instrumentos para tratar de llegar a la hora sideral, la que gustaba a Silvestre Revueltas, Carlos Chávez, Luis Herrera de la Fuente y Eduardo Mata para comenzar puntuales sus conciertos; el violinista que tocó muy bien el concierto para violín de Brahams (uno de los considerados como los cinco mejores hasta la fecha, junto al de Beethoven, al de Tchaikovski, el primero de Mendehlsson y al segundo o al cuarto de Paganini), superando por mucho a la orquesta, llegó agotado por la carencia de vías y porque la mayoría de las arterias estaban cerradas para que los corredores simularan que corrían mientras contaminaban las calles por detenerse a orinar sin importar que los vieran los vecinos curiosos (de las categorías premiadas, las autoridades no nos informaron del resultado de la más difícil: correr —o trotar o caminar— mientras hablaban por su teléfono celular o enviaban mensajes de texto); el propio Prieto presumió de haber recorrido a pie esos ocho kilómetros, demasiados para quienes no caminan su media hora reglamentaria.
                Prieto nada más cargaba la batuta, y algunos violín, o viola, o trompeta; pero los que llevaban el tololoche, o el arpa, o el piano, o los timbales, ¿cómo le hacían? No todos llegaron a tiempo. Los cantantes llegaron hasta el tercer movimiento. Fue evidente que los músicos estaban cansados, que empezaron media hora tarde, y que les urgía tocar con rapidez, así que los compases maestosos del primer movimiento de la Novena de Beethoven los interpretaron no majestuosamente, sino con prisa, lejanos de la majestuosidad de las versiones de Karajan y de Furtwängler, sino de la inquietud de Toscanini, un director al que no aprecia ningún ferviente beethoveniano. Luego desperdició el tercer movimiento, el favorito de los mismos beethovenianos, y el cuarto fue un desastre: al bajo se le iba la voz, el tenor parecía más barítono, y la diferencia de altos entre la soprano y la contralto era notabilísima. Los coros los superaron por mucho.
                Tenía razón Prieto para llorar: Mancera le echó a perder el lujo de una pieza que se sabe de memoria todo forofo de la música; le queda el consuelo de que no fue peor que la versión de Simon Rattle, tan sobrevalorado.

Que Mancera presuma el maratón es lógico: ahora no le dio patatús a ningún corredor, nadie se colapsó, y sólo hubo unos cuantos desmayados; pero las autoridades siguen pensando que la política deportiva es presionar para los ejercicios domingueros, y privilegiar a una elite de por sí privilegiada por la naturaleza; pero la verdadera educación deportiva no consiste en lograr que una mínima parte de la población alcance niveles competitivos, sino que la gente aprecie todos los deportes y no sólo el más ñoño, que se divierta y se entusiasme con el golf, que no crea que el futbol (el mal llamado americano) consiste sólo en la fuerza bruta, y que no menosprecie a los que no consiguen el triunfo o el campeonato; que la gente aprenda a beber, a comer, como debe ser, no que deban poner a correr a todos, cuando es evidente que la mayoría no tenía posibilidades de competir, sólo de participar: por mi ventana vi a los que iban en los primeros lugares, y luego vi pasar a los restantes veintitantos mil; sólo que cuando nada más habían pasado unos pocos centenares, los triunfadores ya iban llegando a la ex Ciudad Universitaria, y que cuando estaba la ceremonia de premiación seguían desfilando frente a mi ventana unos cuantos miles.
                Lo que no puede entenderse es que Mancera o sus asesores no advirtieran que con su carrera (en la que ganan siempre extranjeros) entorpecieran un concierto, que se retrasó, y que por ello posiblemente no fue lo que pudo haber sido. Ora que ya está acostumbrado, porque los domingos hace que se contamine la ciudad al cerrar largas calles para que los ciclistas de domingo las ocupen toda la mañana hasta mediodía, y cierra la mitad de Chapultepec, y permite que esos deportistas dominicales anden en las banquetas, o con patrullas que les abren el paso aunque estén en alto los semáforos sin preocuparse de los peatones. ¿Mancera ignora que los cardiólogos, y en general los médicos, advierten que los deportistas dominicales en vez de ganar salud se exponen a una muerte más temprana? Lo mismo en el Metro Polanco, donde aconsejan subir las escaleras sonoras, y con eso ignoran que el abuso en el uso de las escaleras, estando a disposición del público los ascensores y las escaleras eléctricas, arruina las rodillas. Deberían consultar a especialistas.

Hace poco dije que a Sandra Bullock le tocan los glúteos más que a ninguna otra actriz, cuando menos públicamente; debo incluir también a Jessica Alba, a Jennifer Anniston y a Maddona, a quien la manosea Al Pacino en Dick Tracy como si intentara corregirle sus errores coreográficos. Pero repito una de mis escenas favoritas de butt grab: en apenas su sexta película Faye Dunaway fue dirigida por Vittorio de Sica y alternaba con Marcello Mastroianni, en Amantes; ella, como Marnie, es una ladrona, una carterista, y le quita la cartera a Mastroianni; éste advierte el robo y la sigue, con sigilo; Dunaway ya había mostrado brevemente un pecho en Bonnie and Clyde  y los glúteos, recostada en una playa, absolutamente desnuda, durante varios segundos, en El arreglo; claro, la toma es lejana, y desde arriba, y puede que haya sido una extra. Mastroianni la alcanza, y le quita la cartera de la bolsa trasera del pantalón; ella debe respingar, pero no le salía, y De Sica cortaba la escena para pedirle que respingara con naturalidad, pero el director no quedaba satisfecho, hasta que, sin avisarle, él le quitó la cartera dándole una nalgada que la hizo respingar; la conclusión de los técnicos fue que a Dunaway le gustaba cómo la tocaba Mastroianni; parece que al final no tuvieron que doblar a ninguno de los dos.

¿De dónde saca Gibbs a tanta pelirroja? ¿Habrá alguna o varias artificiales? Seguramente no muchas podrán presumir, como Julianne Moore, que ella es tan pelirroja que sus desnudos tienen un plus.

En la entrevista de Myriam Moscona a Raúl Ortiz y Ortiz, recogida en El imperio de la armonía se lee “se lo dije (a ellos)”; son muy pocos los escritores que entienden esa regla; lo mismo las diferencias entre “incluso” o “inclusive”, o entre “quizá” y “quizás”; lo grave ya ni siquiera es que los escritores ignoren eso, sino sus editores. Lo malo fue que no le dijo que a las mujeres que escriben poesía se le dice poetisa.

Se lee en algunos libros: por el Paseo de la Reforma transitaban tranvías (en algún punto lo cruzaban, solamente, y ni era Reforma, sino Rosales); que en la primera mitad del siglo XX había taxis (sólo aparecieron con ese nombre cuando fueron obligados a poner taxímetros, en tiempos del regente Uruchurtu; antes el costo del viaje era a juicio del ruletero —porque daban vueltas por la ciudad como una ruleta—, a quien se le preguntaba “¿cuánto al pueblo de Tacuba?”); que el emperador Maximiliano dormía de piyama; que manoseaba a meseras por debajo de las pantaletas (ninguna de esas prendas se usaba cuando Maximiliano llegó aquí a la nación); estas fallas deberían de ser detectadas por los editores, que en cambio, a la manera de las protagonistas de películas cursis, se atreven a hacer sugerencias en la trama de las novelas.


Se lee en los programas de televisión, e incluso en cabezas (y notas) de periódicos “béisbol” y “fútbol”: se lee en el Nuevo diccionario de de dudas y dificultades de la lengua española“en América —no en todas partes— la forma preferida es futbol,  con acentuación aguda”; ¿por qué esa subordinación a la gramática hispana, al grado de hablar de “cacahuetes”, aunque el original nahua es cacahuate; más indignante que en el Diccionario de Mexicanismos, de la Academia Mexicana de la Lengua, la entrada correspondiente remite al hispano cacahuete. Eso se llama subordinación, dependencia y colonialismo, o cómo se le ocurre a la Academia encargar un diccionario de mexicanismos a una española.

De futbolistas, de inteligentes, los libros de MM y de la conciencia de la historia

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Más frases de futbolistas: Los primeros 90 minutos son los más importantes; Quiero que mi hijo sea cristianizado, pero no sé todavía en qué religión; A veces en el futbol tienes que hacer goles; Perdimos porque no ganamos; Voy a dar un pronóstico: puede pasar cualquier cosa; Tengo uno (un pulmón), como toda la gente; El futbol es lo más importante de las cosas menos importantes (ésta es una variante menor de una de las mejores sentencias de Woody Allen: “el sexo sin amor es una experiencia vacía, pero es la mejor de las experiencias vacías”); No sé si vaya a Madrid o a Milán, pero en Italia; En qué país (lo contratarían), no puedo decirlo, sólo puedo adelantar que se trata de un equipo brasileño. En las páginas de la red de internet hay decenas, o centenares de frases similares, y muchas son atribuidas a dos o tres de las más grandes glorias del balompié, así que no hay por qué poner a los autores. Pero no puedo omitir uno más de Franz Beckenbauer, repito, uno de los considerados jugadores más inteligentes en los últimos dos siglos: “hubo un año en que jugué quince meses”. Me sigo preguntando cómo es que estos futbolistas tienen tantos admiradores mucho más inteligentes y cultos que ellos.

Luego de 20 temporadas se retira Derek Jeter; preguntan los cronistas en qué lugar lo colocarían entre los short stop, y antes que los refuten, comienzan a hacer un recuento: junto a Ozzie Smith, Carl Ripken, Ernie Banks; ninguno mencionó a Eddie Brikman, ni a Joe Cronin, Luke Appling, Joe Tinker; los tres últimos están en el Salón de la Fama; Cronin conectó 170 jonrones; Appling 45, Tinker, 31, y Brikman, 60: Jeter pegó un número mucho más aparatoso, 260, que bien mirado, significan 13 por año, muy lejano de los muchos cuadrangulares de Ripken. Ni qué decir que se trataba de otras épocas, con estadios con bardas muy lejanas, y proliferaban los buenos lanzadores. Brikman, en los años setenta, tuvo una temporada de ensueño, en la que cometió sólo siete errores en toda la temporada; si se toma en cuenta que su compañero en la tercera base era Aurelio Rodriguez, quien pifió sólo 17 veces en la posición más difícil, se entiende que Tigres de Detroit haya ganado el campeonato de la Liga Americana.
                Aunque haga mi mayor esfuerzo, no lograré recordar el nombre del dentista, amigo de mi padre, que una vez por semana nos inyectaba calcio en las encías a mi hermana y a mí; no sé si reforzaron mi dentadura, sólo recuerdo que cuando me preguntó qué posición jugaba cuando me elegían para integrar algún equipo en el recreo, me contestó que con un soplido me harían a un lado los delanteros; que en cambio podía ser short stop, porque para esa posición se necesita agilidad, buena vista, buenas manos, y mucho coraje; en los escasos libros que aparecían en México, cuando aconsejaban cómo armar un orden al bat, decían que el short stop debería ser el primero en el orden, porque sabía manejar el bat para colocar la bola donde no hubiera nadie; el segundo sería el segunda base, igual de chaparro pero más malicioso, y haría avanzar al short que se embasaría por un sencillo que apenas rebasaba el cuadro, o por una base por bolas gracias a su corta estatura; el segundo bat lo adelantaría a la siguiente base con un sacrificio, con un hit al jardín derecho, y ya vendrían tercero, cuarto y quinto bats, por lo regular el jardinero central, el primera base y el jardinero izquierdo, que eran los que empujaban las carreras; completaban el orden el tercera base, con poder pero sin mucha consistencia,  el jardinero derecho, poderoso pero que se ponchaba mucho, y el catcher, al que no le pedían más sacrificio que el de estar en cuclillas, levantándose en cada pitcheada, y además dirigiendo el juego desde atrás de home; como no había bateador designado, el noveno era el pitcher, aunque si era como Arturo Cacheux, Lino Donoso, Martín Dihigo, Lázaro Salazar en México (que llegaban a ser, los dos últimos, cuarto bat; los otros, séptimo u octavo), o Warren Spahn o Don Drysdale o Walter Johnson en las Mayores, entonces el noveno escaño era para el short stop. ¿Ejemplos? En los Diablos Rojos, Chero Mayer y Natas García; en Tigres, Carlitos Ramírez y Beto Ávila; o años después, Fernando Remes y Kiko Castro; en Puebla, Jorge Fitch y Moi Camacho; en los Yanquis de los sesenta, Tony Kubek y Bobby Richardson, en Orioles, Luis Aparicio y Jerry Adair; en los Dodgers, Maury Willis y Jim Gilliam; en Cardenales, Dick Groat y Julian Javier; en Filis, Bobby Wine (o Rubén Amaro) y Tony Taylor.
                El dentista tenía razón; los delanteros me esquivaban sin esfuerzo; en el beisbol, en cambio, cumplí con una de las sentencias: sólo pegué dos jonrones, uno de zurdo, un batazo muy fuerte y lejano, por el center, y uno de diestro, y no por poder, sino porque me enredé (expresión que sólo entienden quienes hayan jugado beisbol; la sensación es indescriptible: uno pierde de vista la bola, el swing no es natural, sin querer se contrae el codo izquierdo en el momento adecuado, y cuando uno se da cuenta la bola va de línea, elevada, hasta pasar la barda). Tuve buenas manos, pero no buen brazo, lo que me explico (o quiero explicarme)  por el pie plano y varo, nunca atendido; era tan lento corriendo que una vez vacié las bases con una línea por toda la raya del derecho, hasta el fondo, y apenas pude llegar a primera, ante el azoro de Víctor Tovar, quien me aseguraba que debería de haber sido triple.
                A lo que iba: ¿en qué momento se rompieron los esquemas y comenzaron a llegar los jugadores de 6’3 como short stop? ¿Cuándo los segundas bases llegaron a ser más altos que los terceras bases? ¿Mejoró el beisbol? ¿No se perdieron los grandes fildeadores, y sólo quedaron los espectaculares? Finalmente, Ernie Banks fue convertido en primera base, donde se desenvolvía muy bien; ganó dos veces el título de fildeo como parador en corto y uno como primera base, pero de por vida, como inicialista tuvo el lugar 55 de todos los tiempos, y como short, el 92. Su estatura, de 6’1, era más adecuada para la primera base. Jeter, con su 6’3, ganó dos títulos de fildeo, lo que no quiere decir mucho; su trigésimo lugar de todos los tiempos está muy por debajo del decimoséptimo del mexicano Juan Gabriel Castro, a quien apodaban Manos de Oro, rivales y compañeros.

Pocos jugadores del pasado están entre los mejores fildeadores, en porcentaje; las condiciones han cambiado: cubrían más terreno, eran un cuarto jardinero además de un quinto jugador de cuadro; los guantes ahora son más grandes y cómodos, permiten más seguridad; el porcentaje de fildeo no es un punto de comparación; Jeter, sin duda, es uno de los mejores short stop que ha habido, tomando en cuenta el bateo; fue de los más valiosos de los Yanquis en una época en que los Yanquis no tenían tantos jugadores valiosos; fue más disciplinado que Álex Rodríguez, más oportuno, y en la vida íntima, copuló con más y más guapas mujeres que su rival Rodríguez, aunque tuvo la desgracia de que una de ellas, y de las más famosas, lo contagió de herpes. En los años veinte y treinta, ¿se hubiera comparado con Ruth, Gehrig, Tony Lazzeri? ¿Hubiera desbancado a Kouning? En los cuarenta y cincuenta, ¿le hubiera bajado a DiMaggio a Marilyn Monroe, hubiera competido en fiereza con Rizzuto? En los sesenta, ¿le hubieran hecho lugar Mantle, Maris, Berra, Tresh, Howard, hubiera visto a la cara a Cletis Boyer, le hubiera cargado el guante a Kubek, hubiera competido en popularidad con Pepitone, le hubieran hecho caso Doris Day o Mammie van Doren? Hay que agradecerle su entereza, su entrega, sus ganas de ganar. Pero como dijo Horacio Rodríguez cuando escuchó muchos panegíricos en la muerte de Parménides García Saldaña: “ahora resulta que se murió Joyce”.

No puedo recordar la obra ni el autor, y los eruditos Víctor Díaz Arciniega y Héctor Perea tampoco, pero en un drama un personaje exclama una frase que divirtió mucho a Alfonso Reyes: “Nosotros, los hombres de la Edad Media”. Ni en la Prehistoria ni en la Antigüedad ni en la Edad Media ni en el Renacimiento ni en la Edad Moderna la gente sabía en qué período vivía, a qué etapa pertenecían; ahora sabemos que pertenecemos a la Edad Contemporánea, que dentro de poco, parece, sufrirá un cambio de nombre porque ya no seremos contemporáneos de los del futuro; pero al tener conciencia de ese privilegio, saber en qué época histórica se vive, se sobrevaloran los actos, las personalidades, las obras. Obra maestra, decía Luis Guillermo Piazza, es el producto de alguien a quien podemos saludar; en las redes sociales proliferan los elogios, los superlativos; hay quien publica uno o dos libros al año, y de inmediato son calificados como magistrales.
                Con tantos adjetivos se acaban, se devalúan los que debemos de aplicar a los mejores. Repito, no trato de restar méritos a Derek Jeter, ¿pero es mejor que Honus Wagner? Los números apenas pueden compararse: en porcentaje de bateo, dobles, triple, producidas, robos, Wagner es muy superior; en hits, ahi se van, y en campeonatos de fildeo, con números menores, tuvo más Wagner; si se observa la evolución del fildeo a lo largo de la historia, puede verse que ahora tienen más facilidad para buenos números, lo que no refleja habilidad, brazo, colocación, alcance. Por las diferencias en la época, los jugadores de hace cien años nos parecen mejores que los de ahora, pero es difícil saber si en igualdad de condiciones se desempeñarían igual: distintos parques, diferencias en el campo, más tolerancia para los bateadores en contra de los pítchers. ¿Cómo compararlos? Sobre todo, ¿qué necesidad? ¿Simplemente por asentar que somos testigos de la historia? No se tenía conciencia de la historia: Willie Keeller se retiró cuando le faltaban 45 hits para llegar a los 3,000, y hubiera sido de los muy pocos con tantos batazos; en realidad, el segundo en alcanzarlos, sólo abajo de Cap Anson, y si hubiera pegado 68 más, hubiera sido el mayor hitero de la historia, hasta ese momento. Ahora pierden porcentaje, respeto, habilidad, con tal de alcanzar una cifra conmemorativa o significativa.
   
Me detuvo Claudia Fernández: con una sonrisa amable me dijo que (olvidé el nombre) el presidente de la Concanaco, o de la Coparmex, o del CCC, le había manifestado su admiración por algunos de mis escritos en la sección de Deportes de El Financiero, en especial un par donde objetaba los méritos de Hugo Sánchez en el futbol español; expliqué, en unas columnas que desataron cierto escándalo, que los goles de Sánchez en el Real Madrid, y antes en el Atlético de Madrid (excepto en el primer año) no le servían al equipo, sólo a Sánchez; no es extraño: en sus mejores tiempos, los propios compañeros de Rod Carew se quejaban de que su habilidad bateadora la usaba sólo para tener un mejor porcentaje, aunque la mayoría de sus hits ayudaban poco a sus equipos; por esas épocas, en cambio, Tony Oliva llamaba la atención sobre la actuación del mexicano Jorge Orta, entre los primeros de su equipo en todos los aspectos aunque aficionados y periodistas sólo se fijaban en Carew que, insistía Oliva, hacía menos por el equipo que por sus récords.
                Alegué, en aquellas columnas, que los goles de Sánchez no daban puntos a su equipo, aunque a él le daban el famoso trofeo con nombre estúpido; los goles de Sánchez eran el tercero y cuarto de un 5-1; el tercero de un 3-1, nunca el primero de su equipo, que por lo regular anotaban Sanchís o Butragueño o Valdano; Hugo, un cazagoles, se aprovechaba de que el equipo contrario, urgido del empate, se iba al ataque dejando sólo un defensa y el portero, cuando mucho, y los demás trataban de acortar distancias o anularlas; mientas el campo del contrincante estaba ocupado por medios y defensas, Sánchez no sobresalía; lo hizo, en cambio, sin muchos defensas, o a veces ninguno.
                En uno de los debuts del mexicano Hernández consiguió dos goles, el séptimo y el octavo de un 8-0. Y sonaron los claros clarines, y proclamaron que ahi la lleva, en el mismo camino que Sánchez. Tienen razón: anotó sin defensas, contra un equipo al que le daba lo mismo perder por 6-0 que por 8-0, lo que buscaban, amontonados, era anotar para perder al menos por 6-1 o 6-2.

Ya llevan cuatro jornadas en el futbol americano, del que decía Manuel Seyde que es un deporte para brutos que los brutos no pueden jugar; tampoco lo pueden ver, porque creen que sólo con chingadazos derrotan a los contrincantes; el Jefe Raúl Rodríguez preguntaba con sensatez: ¿cómo detiene un hombre que pesa cien kilos a otro que pesa 120? No es con fuerza, sino con maña, inteligencia. De pronto hubo demasiada violencia: es el deporte con más contacto físico, y paradójico: la defensiva ataca, la ofensiva defiende; algunos coaches ordenaban a sus jugadores que lastimaran a los contrincantes, y hubo desmanes, golpes tardíos cuando el rival no los esperaba y no podían defenderse; golpes directos a la cabeza que producían conmociones que los asistentes no detectaban, y jugaban sin darse cuenta de su estado físico y mental; las autoridades, incapaces de contener las rudezas innecesarias, pues los castigos impuestos eran menores a las multas y suspensiones en sus equipos, decidieron marcar todo exceso o que parezca intencional; el resultado: ahora parece tochito; como el juego defensivo es mucho más rudo que el ofensivo, ahora sancionan hasta las miradas frías; ahora todos los resultados son apabullantes, y desmienten que se trata del deporte más equilibrado. Ahora, en vez de que los juegos terminen con diferencia de tres o siete puntos, hay cada vez más victorias donde anotan 40 o más puntos, y los defensivos fueron despojados de sus armas, y ya no hay manera de defender un buen pase. Lo peor: si continúan así, será un juego de nenitas, como dice El Doctor Netas.

Publican en facebook la lista completa de los 430 libros que tenía Marilyn Monroe; no es la primera vez que se habla de ellos, e incluso alguna redactora que se decía feminista intentó burlarse: serán guiones, porque libros, seguramente no; tuve el placer de contradecirla y afirmarle que era prejuicio suyo pensar que por ser bella, por representar papeles de tonta (Cómo atrapar a un millonario,  Monkey bussines–que los españoles llaman Me siento rejuvenecer—, Los caballeros las prefieren rubias y algunas otras) era incapaz de leer, como la que pretendía burlarse de MM. Ahora desglosan esa pequeña pero bien nutrida biblioteca; cierto, hay biografías y ensayos sobre ella, algunas obras de teatro que seguramente le dio Arthur Miller, películas noveladas, recetas de cocina –porque aparentemente sabía cocinar, para completar el catálogo de sus virtudes—, pero tenía completo En busca del tiempo perdido, dos novelas, las más amargas, de Bernard Mallamud, uno de mis novelistas favoritos (legado de Gustavo Sainz), una antología de James Thurber, tres libros de Joyce, entre ellos el Ulises que leyó, como consta una fotografía muy famosa que fui de los primeros en divulgar en México; el más intenso de los libros de Dylan Thomas, a quien conoció; un par de novelas, y no de las más fáciles, de Norman Mailer; una novela de Kazantsakis (la tercera mujer que sé que lo leyó), algunos de F. Scott Fitzgerald, varios de Thomas Mann, de John Steinbeck, William Styron, Hemingway, Ellis, Dreiser, Sherwood Anderson, James Agee (nada menos que Una muerte en la familia, chance mi novela favorita en los últimos años); James Purdy, ¡Max Weber!, Aristóteles, Zola, los cuatro tomos de Ernst Jones sobre Freud (que me tardé como tres meses en leer), Dostoievski, Tolstoi, Lawrence Durrell, Graham Greene, Faulkner (y no los sencillos, más bien los más difíciles), Emily Dickinson, Schopenhauer (entre otros, El amor, la muerte, las mujeres), Alexander Pope, Ludwig, Somerset Maugham (Henry Hathaway, comentan en la lista, quería filmar Servidumbre humanacon MM y James Dean), Rilke, Emerson, Einstein, Yeats, Frazer…
                La pregunta de quien subió a la red esta página no es si MM leyó esos libros, y no sólo los que le dedicaron los autores (alguno, ella se lo obsequió a DiMaggio); la pregunta es al lector de la página: ¿cuántos de estos libros has leído?

                Asombra la diversidad de temas, autores, géneros, épocas, estilos. Siempre se ha elogiado su inteligencia, de la que fueron testigos muchos de sus contemporáneos, aunque también han hablado de su informalidad, su inseguridad, sus caprichos (uno de los cuales, se dice, provocó directa o indirectamente su muerte –¿o asesinato?) Se asegura que Jayne Maynsfield era tanto o más inteligente que MM, pero que tuvo peor suerte como actriz, con pocas cintas relevantes, y pocas oportunidades de mostrar sus talentos, más que los físicos. ¿Qué otras actrices han mostrado tanta inteligencia como ellas? ¿Katherine Hepburn, Audrey Hepburn, Sharon Stone, Susan Sarandon, Emma Watson, Wynona Ryder, Lisa Kudrow, Heddy LaMar, Natalie Portman, Katherine Turner, Diane Keaton, Emma Thompson, Jodie Forster? ¿Podríamos agregar a algunas mexicanas? Por el momento, no se me ocurren, espero para la próxima estar más inspirado. También espero sugerencias.

Carlos Ramírez promueve castigos a quienes incurran en maltrato a los animales. Le respondo que a los cuatro, a los siete y a los 19 años me mordieron perros sin que los hubiera mordido antes; que duran te casi un año el Peluso no me dejaba entrar a la casa y tenían que salir los hijos de la portera a detenerlo; que las arañas me descubren y me persiguen, que en sueños recurrentes me topo con leones que me asedian como a Laurel y a Hardy, que la perra de una vecina fue educada y ya no le ladra a nadie, más que a mí. ¿Puedo promover una asociación para evitar la crueldad de ciertos animales? Sólo debo excluir a una llama que en el viejo Zoológico de Chapultepec me coqueteó, se me acercaba y demostraba disgusto cuando me alejaba de su jaula. Pero ha sido la única.

Nuevo DRAE, políticamente correcto

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Con puntualidad no siempre acostumbrada, apareció la nueva edición, la XXIII, del Diccionario de la Lengua Española, editado por la Real Academia Española y publicado por Espasa; el primero es conocido como DRAE, y la segunda como RAE, siglas que facilitan la redacción pero no la pronunciación.
                La RAE fue puntual en presentar a la prensa el DRAE, de manera simultánea, en los países que oficialmente hablan y escriben en español (o castellano, ya no sé; España es donde menos bien hablan el idioma, dijeron Reyes y Borges), pero Espasa no lo fue en ponerlo a la venta; en las librerías que me quedan cerca, aunque cercadas por las obras en Mazarik, no lo tenían; en Porrúa ignoraban que se hubiera presentado el jueves 16  de octubre, y con la información, afirmaron que lo tendrían pasado el fin de semana siguiente, porque ya lo tenían en las bodegas; en la Gandhi ya lo tenían, aunque la persona que atiende por teléfono ignoraba que ya hubiera aparecido, y me exigió el ISBN, que conseguí en la misma página de la Gandhi en Internet; como pedí el DRAE, me regañó: no se llama DRAE, sino Diccionario de la Lengua Española; lo apartó en mi nombre y me dio tres días para pasar a recogerlo, es decir, entre sábado y lunes; pasé dos horas después, y en efecto, estaba en la caja, a mi nombre; cuesta dos pesos menos que la edición anterior, aunque está encuadernado en rústica, y es mucho más voluminoso.
                (Esto de las nuevas librerías es un desastre: los vendedores, aunque tengan localizada la sección donde están los géneros, o las editoriales, tienen que acudir a la computadora para encontrar el libro que uno le pide; en la Gandhi de Polanco había un empleado melenudo, eficaz, informado y atento [todos son atentos, en realidad], que no necesitaba la computadora; no sé si lo ascendieron o se fue a otro lugar; los que se quedaron no son tan eficaces. Pero en todas las librerías pasa lo mismo: consultan en computadora en vez de ir a la sección de poesía, o novela hispanoamericana, o europea, a buscar el título requerido; suelo preguntar por libros agotados, aunque no necesariamente inexistentes; casi nunca encuentran lo que pido; llevo casi un año buscando una edición decente del  Quijotede Avellaneda; si cuento las respuestas creerán que las invento, como si tuviera tan grande imaginación.)

La primera tentación es ver la lista de los académicos; subsiste en muchos países premiar la calidad o la popularidad de los escritores con el nombramiento de académicos; hay algunos que pertenecen a dos academias y en ambas viola las más elementales normas gramaticales; hay alguno que ha confesado que ignora la diferencia entre verbos y preposiciones, otros que no saben conjugar verbos y muchos que no saben contar número de sílabas, o de plano que no saben qué es una sílaba. Aunque hay muchos que por su calidad de científicos, o filólogos su aportación es valiosa; otros, porque manejan el lenguaje coloquial aunque sean derrotados por los que abominan el lenguaje coloquial; pero más de uno ha demostrado ignorancia no sólo gramatical, también en otras áreas.
                La segunda tentación es ver cuál fue el criterio para aceptar o desechar palabras; se supone que, por orden histórico, muchas palabras de uso antiguo van antes que en la acepción moderna; sin embargo, la de “vestuario”, la que en 1970 era la novena acepción ahora es la tercera, y la más usada en la prensa deportiva española (y sus repetidoras Televisa y Canal 13) aunque existe la palabra “vestidor”, que sólo tiene esa acepción.
                Alguno de sus amigos me contaba que Antonio Alatorre pensaba que las reuniones de académicos serían aburridas, por lo que ni siquiera consideraba formar parte de la AM; lástima, se hubiera divertido muchísimo al encontrar que la definición de “a” es “el sonido de la letra a”; que “noviazgo” es el tiempo que dura el noviazgo (ya lo dije en mi reseña en El Librero, deEl Universal, pero no deja de divertirme), y que desaparece “puta”, o más bien se une a “puto”, pero ya no se habla de la mujer que ejerce la prostitución, sino en un muy discreto cuarto lugar, y con terminación masculina; persiste “prostituta” como persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero, con lo que ignoran a quienes lo ejercen para conseguir un ascenso, una calificación o por simple gusto de la variedad en que se encuentra el gusto, variedad determinada por la palabra “piruja”, que si en México es sinónimo de puta, en el DRAE tiene una acepción más reconfortante, que es “mujer —ellos son los que lo dicen—joven, libre y desenvuelta”, aunque en la práctica eso remitiría a coqueta, que según el DRAE es quien gusta agradar por el simple gusto de agradar, pero más aún la que gusta de agradar a muchos, sin que conlleve cópula, que en su segunda acepción es juntarse sexualmente; coquetear es tener una relación en la que no se compromete quien coquetea, aunque para eso ya adoptaron un término de las revistas del corazón, el ”amigovio”, que se distingue del amante en que se toma las cosas más a la ligera y no anda veriguando si la pareja coge o no con la esposa/so, o con otras personas. En la realidad, amante es la persona que exige exclusividad sexual, que no económica.
                No se entiende por qué, si todas las acepciones de período (que prefieren a periodo) conllevan la noción de tiempo, cada vez que lo mencionan le dicen “período de tiempo”, lo que es una redundancia (“repetición o uso excesivo de una palabra o concepto”), pero la limitan a éste, no lo usan en subir; nunca dicen “subir para arriba”, aunque todas las acepciones tienen ese sentido: “ir hacia arriba”, “llegar a un nivel más alto”…
                Ha habido muchos críticos al DRAE a lo largo del tiempo; Raúl Prieto se especializó en leer lo que él llamaba El Mamotreto, y se burlaba despiadadamente de cada error que encontraba, cuando menos uno por página, tanto por la ceguera, el empecinamiento de la RAE de creer que el idioma se centraba en el habla madrileña y menospreciaba las muy ricas variantes en toda la América española; los madrazos eran memorables y muy divertidos (Madre Academia y variantes, en diversas ediciones y editoriales); muchos académicos mexicanos, me consta, insistían en que tenía tanta razón que debería tener un sillón confortable en la Academia donde pescara todos los errores y ayudara a enmendarlos. Él veía esa invitación, o insinuación, como una afrenta y pensaba que hacía más bien con la crítica que con los consejos; consejos que, además, aunque los mexicanos aceptaran en España desecharían. Por ejemplo, allá siguen diciendo “mejicanidad” y “mejicano”, sin que la Academia Mejicana proteste, o ponga una nota manifestando su inconformidad.
                Pero las críticas y puyas calaron; la actitud de la RAE ha sido menos arrogante, menos altanera, y aunque subsiste su lema de pulir, fijar y dar esplendor al lenguaje, es más permisiva o tolerante o de plano negligente, y se pasa de dejada; acepta, por ejemplo, lonchera, el recipiente pequeño, de plástico, metal u otro material que sirve para llevar comida ligera, especialmente los niños a la escuela; ¿por qué decir “comida ligera” si arribita de esa definición aceptan la de “lonche”, que es precisamente la “comida ligera” (ligera en qué: ¿en carbohidratos, calorías, proteínas?); ¿por qué no poner que es un recipiente para llevar lonche? Ora que, ¿dónde se dice lonche? Según Gilberto Martínez Solares, es un vocablo regiomontano en boca de Agustín Isunza, pero en el DF, aunque las loncherías se llamen loncherías, pronunciamos “lonch” y escribimos "lunch"; ¿y por qué en especial los niños? ¿No han visto a los obreros con su lonchera en glorietas y parques y banquetas a la hora del lonch? Y si oficializan lonch, ¿por qué no “guajolota”, que es un alimento matutino tan popular y nutritivo como el lonch, o más? ¿Y si quieren llevar los huevos duros, dicho sea inocentemente, como ya no es comida ligera pierde el apelativo de lonchera? ¿O se refiere al peso del alimento?
                En donde más se advierte que la RAE busca si no complacer cuando menos no enmuinar a los hispanohablantes no hispanos, es en su aceptación de que la “v”, en la actualidad, se pronuncia como “b”, aunque no lo acepte Gutiérrez Vivó. Lo enfatiza (y pongo enfatiza nomás por hacer enmuinar a Juan José Utrilla, pero más muina debe darle saber que la RAE ya oficializó “enfatizar”): se pronuncia como “b”, sin darse cuenta, como dijimos hace unos pocos meses, que no se pronuncia como “b” en “envase”, “envío”, “envidia”, a menos que pronunciemos “embase”, “embío”, “embidia”; si se pronuncia la “n”, por fuerza la “v” se pronuncia como “v” y no como “b”; ¿cómo ven? También acepta “desapercibido” como sinónimo de inadvertido,  lo cual empobrece el lenguaje y pierde el sentido de dejar de percibir.
                Trescientos años en la vida de una institución pueden ser muchos o muy pocos; en caso de la RAE, es muy reciente que aceptó que su actitud en la política, la ciencia, la religión y en cuestiones sociales era, cuando menos, conservadora, y en muchos casos reaccionaria; pensaba que América, todavía muy entrado el siglo XX, seguía siendo una colonia que permitía que en sus (con)dominios no se metiera el Sol, aunque frente a otros idiomas era sumisa, más que humilde; incapaz de darle nombre a las prendas que adoptaba para la vida diaria, aceptó “suéter” aunque permitía que se escribiera sweater; al fondo le llama combinación (menos mal que no lo nombra como los cubanos, fondillo);  a los calzones  o pantaletas (derivación de calzas o de pantalones), bragas, cuando las mujeres no tienen qué bragarse; al brassier o sostén, sujetador (¡y en una edición española, de Ultramar, de Mirándola dormir le hicieron ese cambio a Homero Aridjis, sin considerar ritmo y acentuación); para estacionar un auto emplean un horrible anglicismo, españolizado: aparcar, aunque alegan que no viene de parking, sino de parque, pues en su sexta acepción es el lugar donde guardan transitoriamente algunos vehículos; y aún se atreven a decir que en México (¿o Méjico?) decimos parqueo, sin que los hayan desmentido (a quién le habrán preguntado o dónde lo habrán leído? Sospecho el nombre de la culpable, que estudia las palabras desde un cubículo sin oír ni leer fuera de él.)
                Frente a una literatura combativa, audaz, experimental tanto en estructura como en lenguaje, con una posición social respetable y honesta, como es la española desde hace tres siglos; frente a un cine divertido, inteligente, singular, original, desinhibido; frente a una música que no desmerece de otras artes y que respeta a sus clásicos (aunque Serrat, Autie, Sabina, canten feo), la RAE y el DRAE desmerecen muchísimo, están muy a la zaga, y no comparten los adelantos hispanos, desdeñan a todo un continente (hispanohablantes en Estados Unidos inclusive), e ignoran que el español está vivo, se transforma sin perder elegancia ni formalidad; muchas palabras (quizá y quizás; incluso e inclusive, por ejemplo) son tratadas con ligereza y descuido. Insisto: la RAE, por miedo a las críticas, admitió voces que no tenían por qué estar en el DRAE, y ya desde hace dos ediciones antes ha cambiado: ya no es normativo, es un diccionario de uso, pero muy inferior al de María Moliner (útil sobre todo para escritores, más que para lectores) y el de Manuel Seco. Y muy atrás, en el caso de la utilidad para los mexicanos, del excelente Diccionario del Español de México.

Llega una noticia cómica de tan dramática: en Australia se prohibirá la puesta en escena de Carmen, la ópera,  no porque la protagonista sea ligera de cascos (¿coqueta, piruja, puta?) sino porque es cigarrera (no los vende, los fabrica) y porque en la obra se fuma, y ya sabemos que los hitlerianos guardianes de la vida ajena se molestan cuando ven que alguien fuma, y se arrogan atribuciones que no son suyas, alegan cuestiones científicas falsas apoyados en la muy mentirosa OMS; ¿podríamos imaginar qué va a pasar si no detenemos a esos guardianes del orden y la vida sana? Modificar la portada de Abbey Road, suprimir las escenas de Help!, Casablanca, Cartas marcadas, Manhattan, La Cucaracha y omitir de la lista de nuestras favoritas “Fumando espero”, igual de buena con Sarita Montiel que con Nacha Guevara, ambas, enemigas de lo políticamente correcto.
                No lo digo de ardido: ayer 28 hizo un año fumé mi último cigarro, aunque puedo recaer y seguramente lo haré; lo hice sin ganas, porque se me ha desaparecido el apetito del tabaco, que disfruté muchos años sin abusar (los agentes de seguros me decían: eso no es fumar, aunque las autoridades perredistas ahora dirían que un cigarrillo es suficiente para provocar las muertes propia y varias ajenas –sin que uno pueda escoger a la víctima involuntaria o pasiva); fumé por hacer enojar a José Emilio Pacheco, no porque él me prohibiera fumar, sino porque decía que como ya nadie fumaba, todos le gorreaban los cigarros; le volé uno, pero su muina duró menos de un minuto, y se dedicó a contarnos chistes, anécdotas, sucesos, durante más de una hora. Creo que podré reproducir cada una de las las palabras que nos dijo ese memorable día; lo malo es que podré repetir muy pocas de ellas; si dijera todo, molestaría a muchos.
                Vigilan que no fumemos, que pongamos poca azúcar y nada de sal a nuestros alimentos, y permiten a los fotógrafos indiscretos que anden cazando a las famosas que, deliberada o inadvertidamente muestran las piernas, el aguayón (que, me repito, en la edición conmemorativa de La región más transparente de la RAE aseguran que se refiere a los pechos femeninos), las tarzaneras  o las chichis.
                Y aquí es cuando vuelvo a discordiar con la RAE; para nosotros, chichi es pecho, derivado del náhuatl (como cacahuate); de allí también chichón, chipote y Chichonal; para el DRAE, eso es chiche y en cambio chichi es coño (vulva [¿bulba?] y vagina); y en otra acepción, es “inútil”. Allá ellos.
                ¿Por qué vigilan la vida privada y permiten que invadan la vida privada de los famosos, célebres o populares? ¿Será que las fotografías, como los cadáveres en los clósets, no pueden ocultarse, aunque uno las desniegue?


(Como ven, en algunos párrafos quiero molestar, aunque espero que mis amigos no se molesten.)
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