Según el registro de cndba, Sharon Stone ha protagonizado desnudos en 18 filmes, desde Diferencias irreconciliables (donde dicen que Shelley Long muestra más que en ninguna otra cinta, excepto Hello Again) hasta la segunda parte de Bajos instintos (o Instintos básicos); aunque muchos han sido muy audaces, ninguno más atrevido que el de Bajos instintos, hace ya 20 años, a los 34 de edad y en su esplendor; se sabe que hay por lo menos tres versiones de esa película, una de ellas exclusiva para Europa, donde la escena en que cruza y descruza las piernas y donde muestra que sólo usa Chanel#5, es más detallada y más lenta; de hecho, la fotografía de cndb está tomada de allí, y son muy visibles los labios vaginales de una muy atractiva Stone (aunque muchos prefieren la versión europea por la escena donde se muestran los labios vaginales de Jeanne Tripplehorn, violentada por Michael Douglas, a posteriori, como dirían Les Luthiers). ¿Por qué mencionar una cinta cuyos atractivos son los desnudos y no la previsible y sobrevalorada trama? ¿Por qué a Stone se le recuerda no por sus dotes de actriz mostradas cuando no se desnuda, y tampoco se le recuerda por su inteligencia, al parecer superior a su belleza, ni porque es una lectora voraz de poesía, entre ellas la de Octavio Paz? Porque entre sus 80 cintas filmadas ella ha dicho que la que recuerda con más agrado fue la primera que realizó, bajo las órdenes de Woody Allen. Ella la recuerda por el trato que él le dio, la amabilidad, aunque muchos actores se quejan de la frialdad de Allen al dirigir, de que a muchos sólo les da a leer su parte y desconocen de qué se trata la totalidad de la cinta (hay versiones encontradas de eso; lo curioso es que hay demasiados casos de actrices –y actores– que renuncian a los sueldos altísimos a los que tienen derecho por su fama y buena cotización, con tal de ser dirigidos por él, y hay que recordar también que muchas actrices han llegado a la cúspide de su carrera bajo su conducción). Lo curioso es que esa escena de Stone en una cinta de Allen dura unos cuantos segundos, se le ve apenas, de lejos, y no vuelve a aparecer, pero es inolvidable, por ella y por desesperante: en una cruel metáfora de la vida, el personaje de Stardust Memories ve con angustia que va en el tren equivocado, lúgubre, con pasajeros aburridos y tristes, mientras que en la otra vía está un tren luminoso, en plena fiesta, con una mujer esplendorosa, Stone, que va en una ruta opuesta. Impresiona lo que dura en la memoria una escena de apenas unos segundos. Allen utilizó también a otra mujer caracterizada por lo apasionado de sus personajes, lo tentadora que resulta su expresión de desvalida pero sensual, como Lyssette Anthony; aunque también ha hecho varios desnudos, algunos de ellos frontales, la imagen que viene a la mente cuando la recordamos son de escotes pronunciados pero no pasan de ser escotes; algunas de esas escenas son ingeniosas, como cuando Hugh Grant la admira desde arriba de un caballo, mientras ella se inclina ante su majestad, mostrando generosamente sus pechos, pero no completos. En Husbands and Wives Anthony hace el mejor papel de su vida, el de una rubia elemental, aficionada a los horóscopos o, mejor dicho, a la astrología; es una cultora de belleza que gracias a su belleza, su atractivo y su sexualidad omnipresentes y poderosos, seduce a un intelectual, y lo hace pasar vergüenzas cuando en una fiesta donde todos hablan de hombres ilustres, ella le pregunta a todos que de qué signo son. Hubo una época en que incluso los intelectuales buscaban afinidades entre signos zodiacales, y muchos leían sus horóscopos; un poeta no viajaba sin antes leer su horóscopo del día, hasta que alguien le advirtió que en vez de leer el suyo leyera el del piloto del avión; al ver las escenas de Anthony acechando a las otras invitadas, con los horóscopos y comentarios sobre peinados y vestidos es una delicia, y el de ella es un papel diferente al de otras heroínas de Allen, intelectuales atormentadas, o críticas hasta la exageración, como la Diane Keaton de Manhattan que se burla de la pronunciación de algunos nombres (Mahler, Beethoven), y que para coquetearle a Allen (quien ni siquiera es escritor sino guionista) le telefonea para preguntarle si ya leyó la sección de libros dominical del New York Times (y se lleva la respuesta adecuada: apenas voy en los anuncios de ropa íntima); las intensas protagonistas de Allen son complejas, atormentadas, sensibles, inteligentes, pero se complican la vida con mucha facilidad; resaltan la inocencia de Mariel Hemingway en Manhattan y esta Lyssette Anthony que encarna a una muy verosímil mujer lejana a las elites intelectuales pero que conquista a un hombre muchos más inteligente gracias a sus gracias físicas. Y hablando de horóscopos, no hay que olvidar a la inolvidable Mae West de I’m not an Angel, que rige su vida por ellos, y a quien adivinan su futuro (“conocerás a dos hombres…”); contra su lectura de horóscopos, opone un ingenio invencible y pícaro; no importa, porque se trata de otra cosa, su actuación no intenta convencer de que se trata de algo real; lo importante es que es una mujer contra los prejuicios, pero no como víctima sino como victimaria; la escena donde vence a cada uno de quienes intentan denigrarla en un juicio es divertidísima aunque sea previsible. Lo malo con Mae West es que, como en los cameos de Hitchckock, uno se distrae de la trama por estar pendiente de sus famosas frases; la más citada de las que dice en ésta es la “When I’m good, I’m very good, but when I’m bad, I’m better”, pero casi cada línea que pronuncia, excepto las de enlace, son memorables. Una diferencia más: Sharon Stone despliega su belleza con una estatura de 1.74 metros; la frágil y al parecer indefensa Lyssette Anthony no parece medir el 1.70 que dice su biografía que es donde caben sus atributos (no queda más que pensar en los versos de Vinicius de Moraes); Mae West, el primero y uno de los más duraderos símbolos sexuales del cine, apenas medía 1.55 (lo que hace pensar en otro verso de Vinicius de Moraes). *Hay amores eternos que dura lo que dura un triste invierno, dice más o menos Joaquín Sabina; uno se pone a pensar que si Charlie Brown no duró enamorado para siempre de la chiquilla pelirroja, ¿los mortales podrán durar toda su vida enamorados dce un ideal femenino? Durante 1983 y 1984, en los 731 cartones publicados esos dos años no se nombró una sola vez a ese personaje que nunca vimos pero siempre presentimos, fuimos testigos de la turbación de Charlie Brown al mirarla desde lejos, su enmudecimiento cuando pasaba cerca, la vez que se paralizó de nervios cuando ella se apareció en uno de los juegos de su espantoso equipo de beisbol, y por ello debieron sacarlo del juego –y la de malas: Linus lo suplió y consiguió uno de los escasísimos triunfos del equipo desde 1951 hasta 2000; y lanzó tan bien que la chiquilla pelirroja lo premió con un abrazo, que le tocaba a Charlie Brown, pero el destino los separó; en alguna de las historias aledañas, no las que aparecían en los diarios, seis a la semana y uno doble los domingos, fue su compañera en un baile escolar, y lo premió con un beso, pero esas historias (excepto quizá It was a dark and stormy night–los fanáticos saben de qué se trata) no cuentan; son como las cintas, que no logran recrear la atmósfera de la tira diaria. Durante los primeros años Charlie Brown fracasa en los deportes (la mayoría de las veces, por ineptitud de su equipo, aunque lo culpan a él), no recibe tarjetas el Día de San Valentín, no tiene las calificaciones que merece su inteligencia, mira la vida con mortal enojo, lo descalifican en los concursos de spelling (a causa de su desmedido amor por el beisbol) y sin embargo es el líder de la pandilla que congrega a niños de todas las características; algunos van diluyéndose al grado de que aparecen una o dos veces al año; otro cobran tanta importancia como el mismo Charlie Brown, como los hermanos Van Pelt, Linus y Lucy (el tercero sale pocas veces, aunque de manera decisiva), el pianista Schroeder, quien es el que más se le acerca y lo comprende, aunque es muy aislado. Su ídolo en el beisbol (aunque admira a los ahora inmortales) es tan malo que lo despiden incluso de los equipos de Ligas Menores. Se enamora de la chiquilla pelirroja; alguna vez está a punto de hablarle, para regresarle un lápiz mordisqueado que se le cayó, lo que lo hace comprender que es humana: el miedo lo detiene todas las veces; Linus sale al rescate, pero se convierte en héroe cuando hace huir a unos que la molestan: Charlie Brown es enemigo de la violencia, y de cualquier manera no puede enfrentarse a los villanos. Un día, a mediados de los años sesenta conoce a Patricia, una niña que vive al otro lado de la ciudad, y que es extraordinaria en los deportes; rompe el equilibrio que había en la no muy hermética pandilla, se hace amiga de todos, en especial de Snoopy, la mascota ingrata de Charlie Brown. Pasó algún tiempo, y también lo inevitable; ella, la Peppermint Patty (no tanto por las pecas sino por el salero con que vive la vida, fracasa en la escuela, y representa lo opuesto a todos los demás personajes), se da cuenta que se enamoró de Chuck Brown, como ella le dice (le cambia el nombre a todos), y lo lamenta: “¿Cómo pude enamorarme de alguien a quien poncho con tres rectas seguidas?”. Charlie ni se da cuenta, porque él sigue enamorado de la chiquilla pelirroja. De hecho, no deja de estarlo, o de creer que lo está; en 1986 se decide a hablarle en dos ocasiones; en la primera ella se limita a darle la hora, en la segunda una lluvia impide el acercamiento; por ello, ni caso hace del enamoramiento de Patty, o Patricia, como le dicen en la escuela; ella no sufre por ello, sólo se deprime un poco, y no llega a los grados de humillación de Lucy por Schroeder o de Sally por Linus(qué bueno que no aparecieron los puritanos que protestaban por estos temas en una tira con personajes infantiles, aunque representaban problemas de mayorcitos); pero aparece Marcie: se considera fea, no tiene habilidades deportivas, se desespera de la incapacidad de Patty en tareas escolares, y a veces se deja contagiar por ella; son opuestas en casi todo, excepto en que ninguna es bella, pero son muy amigas; y como suele suceder, Marcie se enamora de Charles (así le dice) Brown; cuando él sufre una lesión y es hospitalizado por varios días, ella lo vela en un parque, frente al sanatorio, y le grita que lo aman (Sally Brown no tanto: como en cada vez que él sale de viaje o se extravía, la hermana se muda a su recámara, suponemos más grande que la de ella); pocas series son tan conmovedoras como ésa, y donde el lector intuye que, de esa manera inesperada, ella se siente atraída por alguien que tiene, supuestamente, todos los defectos (aunque el lector común se identifica con él más que con cualquiera otro personaje). En 1983, cuando está de campamento como en cada periodo vacacional, Marcie le escribe, y le reclama que no le conteste; Patty se pone celosa y le escribe; ambas exigen respuesta, pero Charlie Brown no puede vencer la timidez, por más que Sally lo increpe: “kiss her, you blockhead!”. Aunque cada vez aparezca menos, aunque no sea continua su presencia, la chiquilla pelirroja sigue en los sueños de Charlie Brown. La tira comenzó a publicarse el 2 de octubre de 1950, hace 62 años, y nunca envejeció. Y es curioso cómo Charlie, enamorado de una, no advierte que dos se enamoran de él. *¿Son peligrosas las mujeres? Mark Gastineau había cumplido 30 años, y fue el primer jugador de la NFL en conseguir cien capturas y media de mariscal de campo; era imparable, ninguna línea ofensiva podía detenerlo, y los mariscales contrincantes se veían constantemente en el suelo, mientras su verdugo emprendía un baile bastante ridículo pero que pronto se hizo popular; era el mejor jugador a la defensiva no sólo de su equipo, sino de las dos conferencias. Como ahora es muy común, aunque antes no tanto (bueno, sólo Mamie van Doren irrumpió en la vida de Bo Belinsky, lanzador de los Ángeles de Los Ángeles –luego Serafines, luego de Anaheim—, y de ser el mejor pitcher de su equipo, fue decayendo hasta terminar con marca de 28-51 de por vida; de nada le valió ser el primer lanzador de aquel equipo en tirar un juego sin hit ni carrera; se dice que aparte de aquella voluptuosa y mala actriz fue seguida en la vida de Belinsky por Ann Magrett, Connie Stevens y Tina Louise. Pese a su efímera carrera, seguramente no se quejó; murió relativamente pronto; antes que él, Babe Ruth cortejó a varias actrices de teatro de Broadway, pero ninguna lesionó su carrera; Joe DiMaggio fue lo suficientemente inteligente como para entender que no podía combinar el beisbol con su romance con Marilyn Monroe, y prefirió retirarse aunque Yanquis le ofreció el salario más alto para aquella época: 105 mil dólares por la temporada de 1952; hace poco, Jessica Alba desestabilizó la carrera de Derek Jetter, pero cuando el contagio fue también orgánico –un herpes indiscreto–, Jetter se deshizo de ella y está por completar una carrera íntegra y lujosa, lo que no sucede con Álex Rodríguez, quien con sus romances, sobre todo con Cameron Diaz, ha perdido la categoría de superestrella), Gastinieau conoció a Brigitte Nielsen, y se enamoró de ella; Nielsen había tenido romances con Tony Scott, con Schwarzenegger y un matrimonio con Sylvester Stallone. Después, anduvo con muchos más, ya no era Nadia para nadie. Nielsen consiguió que Gastineau se retirara cuando le hizo creer que estaba enferma de cáncer. Cuando él se dio cuenta de la mentira, ya era tarde, no pudo regresar al juego, y en cambio ha caído en la cárcel por violencia doméstica, y tuvo que allegarse a un ritual religioso para corregirse. En el futbol americano, Jessica Simpson por poco echa a perder la carrera de Tony Romo, aunque éste sigue jugando como si estuviera celoso todo el tiempo de la muy coscolina y descuidada Simpson (abundan en youtube los videos donde ella muestra su intimidad azul celeste, como en un poema de Roberto Fernández Iglesias); y ahora Mark Sánchez puede peligrar, porque cayó en las garras de Eva Longoria, quien ya sufrió una infidelidad y no está dispuesta a que no le haga caso el mariscal de Nueva York. ¿Cuántos escritores mexicanos podrían aconsejarlo porque vivieron eso en carne propia, aunque conocían la historia de Pigmalión?
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Stone, Anthony, Marcie, Patty, Mamie, Eva
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Allen y Lester, sus mujeres
Cuando Alvin termina con Annie Hall sale con una reportera de Rolling Stone; juntos van a un concierto y ella, antes y después de copular, sólo habla con citas de canciones célebres; es obvio que se identifica con la protagonista de “Just Like a Woman”; Bob Dylan se inspiró en Edie Sedgwick para escribir esa y otras canciones; algunos afirman que incluso “Like a Rollin’ Stone” hace referencias a Edie (otros cantantes y compositores escribieron canciones acerca de ella, o que la mencionan, o que están dedicados a esa mujer, en cuya vida se basa una cinta, Factory Girl, y hay un libro espléndido, Edie, del que hice una reseña hace casi 20 años que hasta el mismo Batis me celebró). No sé qué tanto pensó Allen en Edie para escoger a Shelley Duval, extremadamente delgada pero muy sensual, para hacer ese pequeño papel, que comienza a la salida del concierto y termina cuando Annie Hall telefonea a Alvin para que vaya a rescatarla de una araña enorme, pretexto para reanudar sus relaciones. Pese a lo snob, petulante, de la reportera que dice que es como una mujer, tan falsa como una mujer y que llora como una mujer; pese al escaso tiempo que dura en la pantalla, ese personaje perdura en la mente del espectador, incluso más que las dos mujeres, bellas pero dominantes, con las que Alvin se matrimonia antes de vivir su intenso amor con Annie Hall. Algo de esa pedantería perdura en el personaje de Diane Keaton en Manhattan, snob que se burla de los arribistas culturales; más cruel es la relación que retrata en Take the Money and Run, cuando la esposa (Janet Margolin) le reclama el olvido en que la tiene, cuando está encadenado a otros presos con los que acaba de fugarse de la prisión (la parodia de Fuga en cadenas), o cuando ella tiene una actitud displicente cuando él no puede desabotonarle la bata para fajar. En medio de sus problemas judiciales, o líos de comisaría cuando Mia Farrow acusó de abuso de sus hijos a Allen, Diane Keaton no quiso dejarlo solo y lo acompañó en una de sus cintas más directas, Manhattan Murder Mistery; desde el título recuerda uno de los grandes filmes en que trabajaron juntos, Manhattan; hay una escena que remeda la de La dama de Shangai, con el laberinto desesperante del que no se sabe cómo saldrán; Orson Welles sale con aquella frase inmortal, tal vez la más célebre de una historia de amor: “Maybe I’ll live so long that I’ll forget her. Maybe I’ll die trying”; en una escena que pasa casi inadvertida, el personaje de Allen declara que es el más famoso claustrófobo, por la acusación de que acosaba a sus hijos en un ático (por aquellos días Xavier Velasco aseguraba que la siguiente película de Allen sería “Querida, me cogí a los chicos”); Keaton canta, como en Annie Hall, y hay referencias a Domicilio conyugal, de Truffaut y el vecino sospechoso, y muchas escenas suceden en espacios tan pequeños como un elevador, como algunas escenas de Billy Wilder. *En el frustrado viaje a Los Ángeles encontré una librería, Larry Edmunds Bookshop, muy cerca de los barrios más excéntricos de ese conjunto de conglomerados quesque simulan una ciudad; es pequeña como cuento de Arreola (¿pongo comillas o no?), larga y estrecha como Libros Escogidos y tan desordenada como aquel añorado recinto de tantas amistades y tantas peleas en los años setenta, y que el propio Polo Duarte definía como antro de cultura; pero ésta de Larry Edmunds está dedicada al cine y un poco al teatro; hay pocas novedades y muchos libros agotados, a buenos precios; por mi mal carácter no pude estar más que una hora revolviendo, esculcando, hojeando, cachondeando libros y manuales (¿pongo comillas?; ¿alguien identificará las citas? ¿y los homenajes?); me endrogué (¿pongo comillas?) comprando libros para recortar, con poses y dibujos y vestuario de artistas célebres (antes, aquí podían conseguirse algunos en Arvil; lo mismo homenaje a Busby Beckerly que a Onán), y un par de libros que alguna vez vi en Arvil, pero que no pude comprar y que no resurtieron, ambos dedicados a Richard Lester. Lester no sólo es venerado por haber hecho dos cintas excelentes (no me gana la pasión) con The Beatles: A Hard Day’s Night–que los españoles traducen como “¡Qué noche la que aquel día!"– y Help!–que los españoles traducen como “Socorro”–; aparte de llevarse a John Lennon a España para filmar How I Won the War, y su fugaz encuentro clandestino con Brian Epstein; hizo dos maravillosas cintas que fueron icónicas de los años sesenta, Petulia y The Knack (and How to Get it) –que los españoles traducen como “El Knack y cómo conseguirlo"–, una obra de teatro que, sin el aura trágica de Hair, representa el espíritu de la época, de lo que se llamó amor libre, y que fue un intento de vivir con una libertad que afrontaba todos los riesgos. The Knack, segunda pieza teatral de Ann Jellicoe, escrita y representada en Inglaterra en 1962, fue filmada por Richard Lester después de A Hard Day’s Night y antes de Help!; en la obra aparecen cuatro personajes: Tom, Colin, Tolen y Náncy; a ésta la describen como “de unos 17 años. Con el tiempo será guapa, pero su personalidad, su aspecto son aún borrosos e inmaduros. Lleva un traje tan arrugado como un acordeón”. En la cinta de Lester aparecen nueve veces más, contando a las muy espectaculares extras Jane Birkin, Jacqueline Bisset, Pattie Boyd, Samantha Juste y Charlotte Rampling; excepto Boyd de Harrison –aunque Lester le andaba pedaleando la bicicleta–, todas eran debutantes; a una (no la identifico por más que trato) le hacen lo que se llama “butt grabb” (práctica en la que son expertas Jennifer Anniston y Sandra Bullock) en una escalera, mientras espera antes de entrar a una sesión uno supone que erótica con Michael Crawford (el coestrella de Lennon en How I Won the War–que los españoles traducen...). La vestimenta arrugada que Jellicoe exige para Náncy, Lester la transforma en algo excéntrico (no fuera del círculo exclusivo y mafioso, sino como algo fuera de lo normal) para Rita Tushingham, la muy expresiva actriz de ojos verdes descomunales (una cinta anterior se llama así, La chica de los ojos verdes); su belleza no era ortodoxa, y se prestaba para el elogio de la disidencia, lo hermoso del “outsider”; si Náncy tiene 17 años en The Knack, Tushingham tenía 21 cuando lo representó en teatro, y 24 cuando la filmó para Lester; su vestimenta desaliñada la copia Peter Bogdanovich para vestir así a la extravagante y deliciosa Barbra Streisand en What’s Up, Doc–que se tradujo como La chica terremoto en México, y en España “¿Qué me pasa, doctor?”; no es de extrañar: The Seven Years Itch la tradujeron como “La tentación vive arriba”, y Some Likes it Hot la titularon “Con faldas y a lo loco”. De presentarla ahora en Cablevisión podrían ponerle "Verbo mata carita"; Colin, conquistador, terror de las vírgenes que acuden a él para que les cure su defecto, acostumbrado a que todas lo acosen y se le entreguen, se topa con la inteligente, deliciosa, insegura y rebelde Náncy, quien finalmente vence la prepotencia masculina e impone su presencia; una obra más cercana al absurdo que al teatro psicológico de moda en esos años, la cinta se convirtió en una suerte de desenfreno que desecha la sexualidad tradicional. Tushingham, traviesa, divertida, es el eje de la película aunque aparecen las bellezas ya enumeradas; por esta cinta Tushingham se convirtió en un icono de los años sesenta, cuando tenía 25 de edad, lo que representó un grave problema, porque muy pocas cintas posteriores tuvieron la calidad de sus primeros filmes: Dr. Zhivago (Shiv a go go, curiosa reseña de aquellos años, pero no logro recordar quién la escribió, a finales de 1966), La trampa, y no muchas más; en los años ochenta fue Alice Tocklas en La vida legendaria de Ernest Hemingway (Annie Girardot fue Gertude Stein y Joe Pesci, John Dos Passos). Difícil haber sido leyenda y luego actriz secundaria de cintas de medio pelo, o insulsas series de televisión. Difícil representar un papel social en el cine, y en la televisión tener papeles de villana, o de tía solterona. Pero en The Knack es sutil, sorprendente, audaz y temeraria; y de una belleza no sólo extraña, basada en la inteligencia más que en el físico. (Hace unos pocos años en Uncut interrogaron a Margot Kidder –nacida el 17 de octubre de 1948– acerca de sus romances con Richard Donner, Richard Pryor, Christopher Reeves, y sobre todo con Richard Lester, contestó con una frase contundente: “La inteligencia es mi afrodisiaco”.) *En A Hard Day’s Night no hay más estrellas que John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Richard Starkey, pero también destacan Wilfred Brabbell (el abuelo de Paul), Norman Rossingtong (en el papel de Brian Epstein, Peter Brown, Mal Evans y Neil Aspinal) y Victor Spinetti, favorito de Lester y quien también aparece en Magical Mistery Tours, como el director del estudio de televisión (up, up, up), o sea el alter de Lester, quien también aparece en el film, como extra. Pero también figuran un montón de mujeres bellas: Pattie Boyd (en los sets conoció a Paul y se le aventó; fue el primero en besarla, pero luego se la ligó Harrison: la historia es muy larga), Andrea Brett, Prudence Bury, Anne Clune, Rosamarie Frankland, Linda Lewis, Maggie London, Edina Roney, Sally Sheridan, Geraldine Sherman, Susan Whitman y Tina Williams; todas hacen papeles de fans (fanes, dice la Academia) (Boyd trata de tocarlos a través de las rejas del carro de ferrocarril, pero en otras escenas aparece con el grupo cuando cantan “I should have know better”); otras dos tienen un papel más destacado: en un casino del hotel donde los hospedan, el abuelo de Paul mira los pechos de Margaret Nolan y le dice que seguramente ella no tiene ningún problema para nadar; Marianne Stone, como reportera, le pregunta a Lennon cuál es su hobbie; aunque Lennon responde por escrito y no se oye la respuesta, se sabe que, por la expresión de Stone, y el movimiento de la mano de Lennon, fue “tits”. Son muchas extras, pero Lester dedicó a todas unos segundos más de lo acostumbrado. *Hace unas semanas reseñé una antología de textos literarios o periodísticos, Historias del ring, recopilada por Alejandro Toledo y Mary Carmen Ambriz; aparte de sus cualidades, el libro me hizo recordar tiempos en que uno era feliz, indocumentado y atormentado por las estadísticas; durante mi niñez se dio uno de los mayores periodos de la prosperidad del boxeo; en todas las categorías pequeñas dominaban los mexicanos, y aunque sólo había campeón mundial en el peso gallo, había mayoría en las listas que publicaba cada mes la revista The Ring; en peso pluma el campeón era Pascual Pérez, invencible en esa categoría, pero andaban Memo Díez, Efrén Torres; en gallo escuché la derrota de Raúl Macías frente a Halimi, pero luego la revancha nacional cuando Joe Becerra derrotó a Halimi y se convirtió en nuestro primer campeón mundial (poco antes, Lauro Salas lo fue, pero solo de una de las asociaciones, como lo había sido Macías), pero andaban José López, Joe Medel (se pusieron José luego de ser famosos), Fili Nava, Eloy Sánchez, Lalo Guerrero, Antonio Chiquis Rosales, Ignacio el Zurdo Piña, Mario de León, y al final del periodo, Rubén Olivares, Chucho Castillo, Rafael Herrera; en pluma Ernesto Parra, Ernesto Figueroa, José Moreno, Nacho Escalante; en ligero estaban Babe y Mauro Vázquez, Alfredo Urbina; en welter, Raymundo Torres (luego asesinado en una cantina, como años más tarde lo fue Eloy Gutiérrez, catcher de los Tigres;)incluso en peso medio todos los meses, durante años, apareció entre los primeros lugares Gregorio el Indio Ortega, quien nunca tuvo oportunidad de pelear por el campeonato mundial: andaban Eder Jofre, Harada, Joe Brown, Archie Moore, Carmen Basilio, Sugar Ray Robinson. Fui a la Arena Coliseo y vi al Chiquis Rosales ganar por nocaut en el tercer round; fui a la Arena México para ver a Joe Medel ganar por decisión al Toluco López, y luego, en la revancha, cómo lo noqueó (ese día pesqué una pulmonía que me tuvo fuera de circulación dos semanas); algunos miércoles, y todos los sábados, veía las funciones por televisión, y admiré peleas extraordinarias; me permitían verlas, porque la mayoría de las funciones estelares las arbitraba mi tío y me retetío Ramón Berumen (pocas veces, Tomás Escalera); un domingo, él, en las puertas de la Arena Coliseo, nos presentó a Blue Demon, y por la impresión me dio fiebre toda una noche; por el boxeo me aficioné a la lectura de La Afición; era una afición heredada; mis tíos paternos iban a la casa algunos sábados para ver la pelea, sobre todo si era de campeonato (nacional); mi padre intentó boxear, y aunque se retiró invicto, fue después de una única pelea. Mi abuelo paterno no se perdía una función en una arena Libertad, por la Lagunilla, con peleas amateur. Aunque seguí viendo peleas, me inculcaron la afición por el futbol cuando conocí a Humberto Huerta, Alfonso Rodríguez, y con ellos, y Jorge Sánchez López, por el futbol americano que entonces se restringía a los juegos de Poli-Uni; admiré a muchos; en éste, a Mario Yáñez Correa, sobre todo, y creo que fue el último en México que jugaba a la ofensiva como quarter back, como pateador de despeje y de campo, y como safety a la defensiva. El deporte permite admirar a los favoritos pero también a los contrincantes, y excluye el maniqueísmo. Como Baseball Digest decidió de manera unilateral cambiarme la suscripción por una de cruceros, perdí toda mi información de beisbol; ahora me conformo con ver, sin apasionarme, algunos juegos semanales, y con jornadas completas de futbol americano, y recuerdo con placer cuando, en la infancia, veía boxeo, lucha (no la recuerdo, mi tío Pepe me cuenta que me llevaba a una casa donde tenían televisión, y por 20 centavos nos dejaban ver las peleas), futbol, futbol americano; el beisbol, sólo hasta mi consolidación de la amistad con Cuauhtémoc Valdés y todos sus hermanos. Es una de mis maneras para envejecer más lentamente.
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De plagios y plagios / El destino de las bibliotecas /Más musas de Lester
I De nuevo las opiniones se polarizan, aunque prevalecen las que condenan a Alfredo Bryce Echenique (sin dejar de elogiar algunos de sus libros) y al jurado que le otorgó un premio ya de por sí escandaloso desde que Tomás Segovia, a quien se lo otorgaron, hizo una semblanza campechana y amistosa de Juan Rulfo, cuyo nombre prestigiaba a dicho premio, y la familia Rulfo se indignó; como los responsables no se echaron para atrás y se negaron a nombrar a otro ganador, ellos retiraron el nombre del Rulfo mayor. A Bryce Echenique, sin dejar de elogiar sus novelas y algunos de sus cuentos, lo condenan por haber plagiado 16 artículos de 15 autores (32, dice Musacchio); no he visto más que el nombre de uno de ellos, el doctor Cristóbal Pera; no sé en qué consistió el plagio, si en el tema, en la redacción, en las conclusiones, si no le dio el crédito debido, si no entrecomilló; lo grave de este asunto es que no sólo copió un artículo en el que Bryce Echenique no es experto (el doctor Pera es un magnífico escritor que asume, hasta lo que le he leído, asuntos médicos –su profesión— con inteligencia, humor y sabiduría, sin alarmar a los lectores, ni siquiera a los hipocondriacos como yo): faltó además a las reglas de la cortesía porque lo plagió después de haber comido en su casa. No he tenido la curiosidad malsana de buscar los 16 (¿32?) artículos para compararlos con los originales; lo grave es que las acusaciones causan prejuicios y durante mucho tiempo leeremos a Bryce Echenique prevenidos y advertidos; lo leeremos mal. El tema del plagio es largo y antiguo, tanto que muchos se han plagiado el famoso juicio “bienaventurados mis imitadores porque de ellos serán mis defectos”; hace unos años nadie menos que Carlos Fuentes fue acusado de plagiar una novela mediana (la tengo, pero no la presto, ni pienso releerla); se demostró que era una acusación falsa, y que el tema no puede ser propiedad de una sola persona; se citó, por ejemplo, dos grandes novelas sobre la infidelidad femenina, Madame Bovary y Anna Karenina: ¿Tolstoi copiando a Flaubert? Nada más ridículo. Fuentes tuvo a bien titular uno de sus más recientes libros, el muy dramático Todas las familias felices, con la primera frase, y tema de Anna Karenina, que además usó como epígrafe del volumen y es citada en Cumpleaños. Las hemos olvidado, pero ha habido muchas acusaciones (no voy a entrecomillar, porque yo mismo las cité): en su autobiografía, Juan Vicente Melo dice que en un periódico de Veracruz publicaba crónicas, cuentos, relatos, críticas, de varios de los entonces jóvenes y ya magistrales escritores, como José Emilio Pacheco o José de la Colina, y “algún plagio” de Gustavo Sainz; esas afirmaciones llegaron de manera contundente a las páginas sepia de Siempre!, por lectores que decían que Sainz tomaba textos de escritores que no llegaban a México y las firmaba como suyos. También se acusó a Carlos Monsiváis de plagiar una columna titulada “La caja idiota”, en la que analizaba la televisión, pero él respondió que sólo tomaba el título, no el tono ni los temas ni el lenguaje de la columna original de la revista Encounter; no fueron muchos, pero sí algunos, los que notaron el parecido de su “Notas sobre el camp”, recogido en Días de guardar, con las Notas sobre el Camp de Susan Sontag, recogidas en Contra la interpretación; en efecto, poco tenían que ver; Monsiváis desde aquellas épocas tenía una información impresionante, similar a la que puede conseguirse ahora, superficialmente, gracias a las redes sociales. Hubo sin embargo, un plagio que no trascendió: en las páginas de La Cultura en México, el 11 de octubre de 1967, Monsiváis publicó “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con los cintillos “Los Hermanos Marx. Crítica de la razón pop”. Supongo que ese buen artículo no fue recogido para su Días de guardar, que incluye muchas de sus notas escritas por aquellos días, porque iba a guardarlo para su libro prometido y nunca entregado a la imprenta sobre los Marx (“¿Estás escribiendo un nuevo libro?”, preguntó James R. Fortson; “Sí, he terminado una primera versión de un ensayo larguísimo sobre los hermanos Marx, que me interesan sobremanera. Ignoro la calidad de mi texto, pero le puse mucho empeño […] los hermanos Marx me apasionan, como fenómeno de anarquía artística, de anarquía y destrucción del orden cómico inclusive…” (entrevista aparecida en dos números, de junio y julio de 1972, en la revista Él, y recogida en Cara a cara. Confrontaciones humanas, tomo I, Fortson, Grijalbo, 1974); nadie se indignó cuando en las páginas de la revista Él en 1973 (por desgracia no recuerdo el mes) apareció un artículo titulado “He leído un artículo inolvidable, pero no ha sido éste”, con párrafos idénticos a los de Monsiváis; estaba firmado… por Carlos Monsiváis (por desgracia, en su hemerografía del Diccionario de Escritores Mexicanos de la UNAM, y reproducida en El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica–compilación de Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, Ediciones Era-UNAM) no se da cuenta de lo que Monsiváis publicó en muchas revistas, como Él, Eros y otras, o como él mismo decía, hasta en las hojitas parroquiales. Emilio García Riera da cuenta de innumerables plagios cometidos por el cine mexicano a lo largo de su historia: adaptan novelas, obras de teatro, otras cintas, y la mayoría de las veces los responsables no dan cuenta de dónde les llegó la inspiración; mi plagio favorito es la versión mexicana de Los tres mosqueteros, Cuatro contra el imperio, trasladada a la época de la Intervención francesa, con Antonio Aguilar como D’Artagnan, pero los ejemplos sobran. Lo más curioso es que a veces cuando dan crédito o se dicen filmes inspirados en alguna novela o drama, se apartan tanto que uno debe imaginar en dónde está la adaptación. Y no sólo en el cine mexicano: Tres hombres y un bebé, que conmovió hasta a las admiradoras de Magnum, fue antes una cinta francesa, lo mismo que El hombre que amó a las mujeres, primero de Truffaut y luego de Blacke Edwards (bueno, las norteamericanas dieron créditos a los guiones originales, pero escondidos). II ¿A dónde van a parar las bibliotecas de los aficionados a coleccionar libros, cuando sus propietarios abandonan el mundo? Uno pensaría que el Estado, por intermedio de la UNAM o del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, debería resguardarlas; esta última institución tuvo a bien adquirir algunas bibliotecas célebres, como las de José Luis Martínez, Alí Chumacero y la de Carlos Monsiváis. Al revisar la trayectoria de los dos primeros encontramos muchas coincidencias: son coetáneos, contemporáneos y empezaron y trabajaron en las mismas revistas, Tierra Nueva y Letras de México, colaboraron en las mismas publicaciones, ambos trabajaron en Ferrocarriles Mexicanos (el Diccionario de Escritores Mexicanos no da cuenta de esto), y sobre todo en el Fondo de Cultura Económica; fueron grandes amigos y compañeros, y tenían los mismos gustos, las mismas amistades (Alí, más campechano y compartido), las mismas aficiones; ¿cuál será la diferencia entre las bibliotecas de uno y otro? Hay también el rumor de que antes de que el Estado, o algún particular poderoso (durante mucho tiempo los investigadores aspiraban a vender las suyas a Condumex, o a Televisa) adquiera alguna biblioteca, antes ya fue ordeñada por amistades y familiares; no hace mucho tiempo adquirí de manera formal, no clandestina, libros que pertenecieron a Jaime Torres Bodet, fallecido a principios de los años setenta, y 40 años después llegan a librerías especializadas; no digo los títulos ni los autores para no causarle un telele a quienes entregaron ansiosos de reconocimiento sus libros, con dedicatorias llenas de afecto y admiración, y llegaron a mis manos intonsos. Pero en una página de internet dedicada a promover librerías de todo el mundo encuentro que un ejemplar de 6 7 poemas (ediciones Aztlán), de Carlos Pellicer, lo ofrecen en poco más de 200 euros, con el atractivo extra, aparte de ser una primera edición, de estar dedicado a Julio Torri, “poeta, amigo y otras tres cosas”; la librería que la ofrece está en la ciudad de México, pero se supone que la biblioteca de Torri está bajo buen resguardo (menos algunas de sus ediciones pecaminosas, que caminaron desde hace mucho, dicen), pero una librería de San Francisco ofrece en 199 euros un ejemplar de Camino, dedicado a Rafael Muñoz López, cuyos descendientes se desprenden de esa joya, de tan pocos ejemplares. En esa misma página vemos que libros pertenecientes a José Bianco están en oferta; es de suponer que no hay quien cuide que su biblioteca se conserve intacta. ¿Las bibliotecas de escritores o de grandes lectores mexicanos están protegidas? Una librería especializada en estos rubros afirma que no es la edad, ni lo famoso de los autores, lo que hace valioso un libro. ¿Qué es? Lo terrible es habernos desecho de algún ejemplar que de pronto adquiere celebridad. Abundan quienes pretenden vender muy caro un libro de un tiraje de diez mil ejemplares (más otros de reposición –esta frase la plagio de uno de mis autores favoritos, por desgracia poco leído), y quieren mucho por él, más que por uno de 200 ejemplares y nunca reeditado. ¿Es el nombre del autor, lo raro de la edición? Dicen que un famoso escritor, dueño de una biblioteca enorme, porque le llegaban cortesías de todas las editoriales, ante la falta de espacio en su casa ofreció donar sus libros a la Universidad, quienes con poca cortesía declinaron la oferta porque no tienen dónde guardarla; en alguna de las escuelas periféricas, sugirió, sabedor que él tiene más libros que todas las bibliotecas de las prepas y otras escuelas lejanas a CU; tampoco hay espacio, le contestaron; dicen que, corteses, no le dijeron que calculan que, excepto por algunas ediciones de autor, tiene los mismos títulos que la UNAM porque ésta los recibe de la oficina de Derechos de Autor, así que no remediaría ninguna carencia o laguna; o sea que no hay que tener muchos, sólo libros buenos, porque ya no es fácil engañar a (todas) las autoridades; queda el recurso de malvenderla a universidades del extranjero, que se interesan no tanto por títulos raros, inconseguibles, ediciones príncipes, incunables (saqueadas de bibliotecas públicas); se interesan más bien por las dedicatorias, mientras más raras, mejor. III En las redes sociales me enteré, y me dejó azorado, de la muerte sorpresiva de Jesús Muñoz, a quien se le conocía como Muni. Un día me llamaron a casa, no sé cómo se enteraron del teléfono, Víctor Roura y Muni; vivían en un pequeño ático en una vecindad cercana al Monumento a la Revolución; publicaban una revista, Sesión, donde comentaron con sentido crítico alguna nota mía sobre Electric Light Orchestra en El Heraldo Cultural, pero se interesaban en platicar conmigo; con cierto recelo acudí una tarde en la que, por complacerme, pusieron varios discos, entre ellos uno de Harrison que a la fecha no tengo; bebimos vodka y nos hicimos cuates; colaboré en su revista, y en alguna otra que emprendieron; los invité a colaborar en La Onda, pero Muni era rejego y entregó pocas notas; Roura comenzó a trabajar en unomásuno, luego en La Jornada y después en El Financiero; al margen editó Melodía. Diez años después, donde también me invitó a colaborar. Muni contrajo matrimonio, y tenía mejores ingresos cocinando unos pasteles naturistas exquisitos, de los que fui cliente hasta que dejó de hacerlos. Quién sabe dónde conseguía discos extrañísimos que no llegaban a las disquerías; tenía grabaciones extraoficiales de Beatles, sesiones alternas a las oficiales, con diferencias notables: “Dig it”, que en Let it Be dura 51 segundos, en el disco que me vendió él dura siete minutos 51 segundos; hay versiones que no vienen en Antología, que es la oficialización de muchas versiones pirata (que es como si una esposa da permiso a un marido coscolino para que tenga versiones alternas: le quita emoción al asunto); por ejemplo, When Two Legends Collide, en la que Lennon canta “She’s Like a Rainbow” interpretada por Rolling Stones; años después me consiguió la rarísima grabación de Traffic con Jimi Hendriks, un excelente disco homenaje a The Doors con una excepcional versión de “Roadhouse Blues” a cargo de Status Quo, y una de “Light my Fire”, con Led Zeppelin, y otras. Cuando Jorge Pantoja organizó una sesión de intercambio de rarezas a las afueras del Museo del Chopo (entonces dirigido por Ángeles Mastretta), Muni fue de los más entusiastas; ese intercambio tuvo tanto éxito que debieron hacerlo varios sábados, hasta que las autoridades del museo se deslindaron de su organización, que llevaba a centenares, tal vez miles de fanáticos cada sábado a cambiar, pero después a vender, sus mercancías; los vecinos se quejaron, y los tianguistas se cambiaron a la Guerrero, por la esquina que domina (aunque los más excéntricos coleccionistas se ponían más bien en La Lagunilla, donde nunca pude comprar “Back”, con Los Spiders, porque pedían miles de pesos por aquel LP rarísimo. Muni se apersonó, se arraigó, y se hizo uno de los líderes de los tianguistas, y uno de los más respetados. Además de allí, se instaló en las afueras de la Ciudadela, donde vendía posters, revistas raras, camisetas, y discos muy raros; quién sabe cómo conseguía grabaciones de los conciertos que dieron muchos conjuntos en México, y una semana después ya vendía casetes con esos conciertos, la mayoría de las veces muy bien grabados; de lunes a viernes, si sobrevivía a sus desveladas, habría su puesto a media mañana; cuando iba a visitarlo me tenía noticias del gremio musical, o del literario: “¿sabes que el Chamaco ya lee? Como ahora es amigo de famosos, tiene que contestarles cuando le preguntan qué piensa de sus libros”; o quién se divorciaba (a veces, sin estar casado); durante mucho tiempo su saludo era “ya ves cómo es Manuel”, en alusión a Manuel Gutiérrez Oropeza, con quien tenía discusiones muy divertidas, cuando nos visitaba en La Onda. Tenía fama de arisco, pero también de generoso, y conservó sus amistades de hace 30 o 35 años, algo que no todos podemos hacer. Tal vez su episodio más curioso fue durante una gresca en una cantina, donde varios rocanroleros departían con Joaquín Sabina, y se fueron a golpes contra Víctor Roura, quien dejó de defenderse cuando vio, azorado, que Muni estaba entre sus verdugos. Nunca me aclaró el motivo. El deceso de Muni me dejó completamente azorado. IV Para muchos cinéfilos, la belleza de Rachel Welch es artificial, de plástico; aunque parecía perfecta, con un cuerpo equilibrado, en realidad era fría, no pertenecía al cine sino a las revistas eróticas (“Self play, boy”), y sus intervenciones en todas las cintas en donde aparece son inocuas, excepto en dos: Bedazzled, donde Stanley Donen aprovecha la atmósfera de la cinta y la expresión de Dudley Moore para hacerla parecer excitante, y en Los tres mosqueteros, donde se ve simpática, desenvuelta en su papel de ingenua, y en donde su belleza es provocativa, aunque aparece completamente vestida, pero con un escote que deja ver no el tamaño sino la forma de sus pechos; en una escena sólo se ve eso: ella va fuera de una carroza, a gran velocidad; se abre la ventanilla y lo único que se puede observar son sus pechos, con un balanceo muy exacto, muy justo, y que excita tanto a quienes la observan como al espectador. Todas las mujeres que aparecen en las tres películas de los mosqueteros, de Richard Lester, son, más que bellas, misteriosas, enigmáticas, capaces de producir estremecimientos en los protagonistas masculinos; si Welch es ingenua, de cualquier manera D’Artagnan sucumbe más que a sus atributos físicos, a su comportamiento frágil, a la sensación que da de desamparo; la reina infiel Geraldine Chaplin, la villana Faye Dunaway, y las comparsas Nicole Calfan, Sybil Danning, Gitty Djamal y Kim Cattral hacen que se mueva la cinta entre la gandallez de villanos y héroes, y la conmoción que provocan ellas; Lester le dio a sus protagonistas femeninas un papel preponderante, más que en el argumento, en su presencia y lo que ésta causaba; sus heroínas en estas tres cintas de mosqueteros, surgen, no aparecen, como en un poema de De Moraes. Richard Donner eligió a Margot Kidder por sobre más de cien aspirantes a protagonizar a Luisa Lane en Supermán, porque en la prueba (audición) mostró auténtica vergüenza cuando Supermán ve, con su visión de rayos X, que ella usa tarzaneras rosas; y en la cinta se ve en realidad perturbada en esa escena; Donner pone a la espontánea e hiperactiva Luisa agarrada del helicóptero a punto de caer desde la azotea, o helipuerto, de El Planeta, y aunque la toma desde abajo, no muestra las piernas (aunque sí en la parodia de Mad, donde alguien asegura que trae lencería transparente); en las dos secuelas, Lester la hace menos turbada, más empecinada, y sobre todo deseosa de volcar su erotismo en Supermán; Lester la respeta mucho, aunque hay dos escenas en Supermán II en que se nota el erotismo inteligente del director: cuando los supervillanos soplan haciendo caer cornisas, volcar autos y casi volar a la gente, la tensión se distrae cuando por el superviento hace volar la falda de una transeúnte a la que se le ven las tarzaneras blancas; pero quien resulta irresistible es Sarah Douglas como supervillana, con rostro enigmático y expresión misteriosa; además, muestra sus piernas en la escena más atrevida de toda su carrera, superior incluso al no muy estético desnudo que hizo en The Brute. Lester, como veremos después, sabía tratar a las mujeres y hacerlas excitantes, atractivas, memorables. V Busco chamba: quiero hacer los resúmenes de las películas transmitidas por Cablevisión: diría que la trama es que “un muchacho conoce a una muchacha”, y le ahorraría el esfuerzo al televidente; desde el principio diría quién es el asesino; llamaría la atención de las escenas atrevidas y cuántos desnudos contiene cada cinta. VI Dicen que los Tigres de Detroit estaban fuera de ritmo en la Serie Mundial; es falso; quienes estaban fuera de ritmo eran los lanzadores, nada más; y hasta eso, no mucho: tres de los cuatro juegos fueron muy cerrados. Y a propósito, en los juegos de futbol americano llama la atención que Fernando Von Rossum (padre) diga todo en cinco o seis palabras, mientras que sus compañeros usen 40 o 50 para decir nada, o lo mismo que don Fernando, sólo que sin gracia ni inteligencia.
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El prestigio literario, cambios de El Financiero, y asuntos afines
Es difícil imaginar la autenticidad de la escena, a menos que se tenga la costumbre de ir en persona a la carnicería; el carnicero rebana los trozos de carne según lo que se pida; lo más común es el bistec; tiene un ayudante que toma los bisteces (“¿tiene bisteceses? Sólo de reseses”, diálogo entre Ferrusquilla y Agustin Isunza en La tienda de la esquina, una de las pocas cintas en las que Miguel Inclán no es villano), los pica para que suelten más jugo al asarlos, y los aplana. En el siglo XVI (tal vez antes, pero está documentado a partir de 1525, más o menos) los cocineros, que no se daban a basto en las hosterías, tenían ayudantes; uno pinchaba la carne y el otro la picaba; no había los molinos donde ahora meten los pedazos de res o de puerco y salen molidos, listos para que con ellos se prepare picadillo, albóndigas, los bisteces molidos (aunque éstos se preparan en metate, que ya no hay a la venta; hay que encargarlos y cuestan más de mil pesos, además de que se tardan semanas en entregarlos), albondigón, pastel de carne y hamburguesas. También, pero cada vez hay menos mujercitas que sepan prepararla, carne tártara. Muchos de estos platillos eran conocidos desde hace más de cinco siglos; se dice que había que picar la carne para que resultara comestible, pues no era de buena calidad (¿dura, llena de nervios?). Es de suponer que la mayoría de los platillos preparados con la carne hoy molida y antes picada son muy antiguos; aunque la hamburguesa como la vemos hoy es del siglo XIX (no la fast food), los conocedores hablan de algo parecido ya desde el siglo XII; tal vez los bisteces molidos o totopostles sean los de más reciente creación, y los que menos se preparan ahora, casi exclusivos de los restaurantes poblanos, y no todos. Podemos imaginar que en los hostales, castillos, palacios con comercios aledaños, había alguno que ayudaba al cocinero a pinchar la carne, y a su vez tenía un ayudante, el que la picaba; y podemos imaginar que entre ambos había un duelo de albures que ganaba el más abusado, el que hacía caer a su contrincante en una de las trampas verbales llenas de ingenio: “yo te hacía un buen chico”, “me agarras cansado” o las que en ese tiempo fluían entre personas, dicen los enterados prejuiciosos, de condición humilde, pero a más de ello, ruines y malvadas. Es de suponer que los pícaros, de condición aún más baja que la de los pinches (los ayudantes de los ayudantes), ganaban los torneos de albures en venganza de que devengaban menos en vista de su categoría más baja; pasan a la literatura como los protagonistas de una serie de novelas, o mejor dicho, de todo un género de novelas, en donde hacen gala de ingenio, cometen tropelías, pero se llevan la simpatía de autores y lectores, y salen triunfantes de las trampas del destino; sobreviven derrotando a los poderosos, se aprovechan de su simpatía natural e innata, y aunque nunca logran fortuna, todos los días resultan victoriosos en la batalla contra el destino; posiblemente no ganen la guerra, sí todas las batallas. Los pícaros se salen del ámbito de las carnicerías, de la cocina y el fogón, y se refugian en otros oficios, en donde tampoco se hacen ricos porque para salir de la pobreza, además de ser hábiles, maestros, en su profesión, deben dedicarle tiempo y esfuerzo a esos nuevos oficios, algo que no tienen, o no quieren derrochar, pues desean disfrutar de la vida, día a día, hasta que caen derrotados por la rutina, el cansancio, o mueren en el intento de seguir su vida de picardías. Sus jefes inmediatos, en cambio, no consiguieron el prestigio de sus subordinados; su oficio perdió categoría, y pinche quedó como sinónimo de algo de baja calidad; ruin, le dice el Diccionario de la Real Academia; el Diccionario del Español en México añade que pinche es quien se porta mal: no tiene la misma intención decir “qué puede esperarse de un pinche empleado”, que “Fulanito es una persona muy pinche”. Para el DRAE, pinche sigue siendo el ayudante de cocina, pero ya no pincha la carne, y de cualquier manera, prefieren que se les diga ayudante del chef, porque en México ser pinche es ser malo o un pobre diablo (en otros países, un tacaño, o roñica, para los lectores de Mafalda). Los pícaros picardean (uno de los verbos más horribles); picardía es algo ingenioso, y también son malas palabras: “Negrito Sandía, ya no digas picardías”, canta Francisco Gabilondo Soler; Armando Jiménez recopiló peladeces, albures, versos llenos de malas intenciones (“si tu padre fue pintor…”) y los llamó picardías; Chava Flores escribió varias canciones donde hace gala de ingenio para alburear incluso al escucha con juegos de doble sentido, además de estar bien rimados, para ilustrar el carácter de la población que, a cambio de escasos ingresos, carencia de oportunidades, golpes bajos del destino, vencen a los ricos en duelo de ingenios (“ya sabrás mamón lo que es bolillo”), y a veces hasta sin intención. Es un honor ser tildado de pícaro, y es deshonroso ser calificado de pinche (aunque en una de sus modalidades tiene un dejo cariñoso: “Pinche Juancho Pepe, qué es de tu vidorria”, saluda con afecto José Agustín a un excompañero, de apellidos de alcurnia; a veces también hay admiración: “pinche Luis, se la sacó” –o sea que conquistó un triunfo—, pero la mayoría de las veces es un calificativo despreciativo: en los años sesenta los Tigres de México tenían un jardinero central, Pancho García, antes de Manuel Estrellita Ponce, buen fildeador, velocísimo, con mucho poder, pero que se ponchaba mucho, como todos los jonroneros; la porra de los Diablos Rojos le gritaba, cuando se paraba a batear, “Pinche Pancho ponche”), aun cuando hace unos seis siglos eran compañeros del mismo oficio (con diferencia de funciones) y de desgracia. *Los encabezados de las ya no muy frecuentes y cada vez más malas secciones policiales de los periódicos, utilizan un verbo que no es mexicano: balear; “balean a joven frente a su novia”; el DRAE es muy concreto: en México y otras partes de América Latina se dice balacear; el Diccionario del Español en México ni siquiera recoge “balear”; ¿influencia de El País? ¡Sabe! (mexicanismo o regionalismo de Zacatecas por “quién sabe”), pero de un tiempo a esta parte casi ningún diario mexicano escribe en mexicano y en cambio se doblegan ante el español de España: desvelar, dicen por develar, sin recordar que en México desvelar es pasarse la noche en vela, ya sea por estudiar para un examen, o por andar en la parranda. Dicen que George Bernard Shaw opinaba que Inglaterra y Estados Unidos eran dos países divididos por un mismo idioma; lo mismo pasa con el español de España y el de América Latina, e incluso los países de esta región tienen sus propios modismos; Cabrera Infante en Tres Tristes Tigres incluye una sección de palabras aceptadas en un país pero impronunciables en otro; es común leer en los libros españoles que aparece “una tía”, que en México es la hermana de uno de los padres, pero allá es una mujer de la calle, o casi; eso más o menos podemos tolerarlo, pero es difícil imaginarse a un japonés cabreado. Es normal que cada país tenga su propio lenguaje; es horrible que los diarios mexicanos copien el de España y menosprecien el nuestro. * Hace unas cuantas entregas hablé del Boléro; se me pasó comentar que una de las mejores versiones, con un ritmo y un sentido del humor que encantarían a Ravel, la dirigió Frank Zappa; aunque breve, se le puede disfrutar muchísimo, y se puede observar (sin descargar, para no violar derechos) en youtube. El conjunto de Zappa, a quienes sus admiradores decían que tenía influencia de Varèse, hizo muchas innovaciones en la música, aunque los siguen encasillando en el rock; su nombre ya era de por sí un desafío: Las Madres de la Invención; algunos de los sobrevivientes, canosos los que no están calvos, arrugados, pero enfundados en smoking, anuncian para finales de este mes un par de conciertos en Londres; se llaman Las Abuelas de la Invención. * Relecturas obligadas. Tenía ganas de releer a José Donoso, pero el muy divertido y revelador Historia personal del Boom; en sus páginas critica a quienes, con un pinche premiecito, alardeaban de pertenecer ya al Boom; en sentido estricto se le puede reprochar lo mismo a Donoso, porque el movimiento en realidad se limita a cuatro: Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Pero el libro es divertido; relata con mucho sabor una reunión de intelectuales en Chichén-Itzá, en la que los asistentes pusieron más atención al desenfreno, al relajo, que a las ponencias; el adusto Rulfo presidiendo juergas nocturnas, García Márquez desbocado vacilando sin ton ni son; Kitty de Hoyos presumiendo la dureza y firmeza de sus glúteos, lo cual sólo podía comprobarse palpándolos; la tarántula que absorbía a su paso a todos los que estaban en su camino (y de la que las mujeres salían con mucho menos ropa que al empezar el baile) (una tarántula se ve, en una versión más o menos apaciguada, menos turbulenta, en Tajimara); Cuevas echando desmadre con su muy conocida hipocondria mezclada con el miedo de muchos a los aviones (García Márquez descubrió después que era miedo al aparato, no a los accidentes), la prueba de la habilidad en la trivia. El relato es muy vivo y muy fresco. Pero lo que más llama la atención es la enumeración de escritores ahora olvidados, que ya no se encuentran en las librerías, y que pocos mencionan o leen: Jorge Amado, Miguel Ángel Asturias, James Baldwin, Herman Broch, Céline, Heimito von Doderer, Max Frisch, E.M. Forster, William Goldin, Lillian Hellman, D.H. Lawrence, Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Carlos Martínez Moreno, François Mauriac, Elsa Morante, Alberto Moravia, Miguel Mújica Laínez, Nicanor Parra, Cesare Pavese, Jules Pfeiffer, James Purdy, Alain Robbe-Grillet, Sebastián Salazar Bondy, Néstor Sánchez, Rafael Sánchez Ferlosio, Severo Sarduy, William Styron, Arturo Uslar Pietri, David Viñas, escritores de primera que ya se leen poco, o nada. *Promueven en comerciales radiofónicos: “hay que leer 20 minutos diarios”; no dicen “al menos 20 minutos diarios”, sólo “20 minutos”; la mayoría lee 20 minutos al año, y no puede pedírsele más, pero me asombra que en la campaña participe Humberto Musacchio con esa recomendación, porque creo que él lee al menos seis horas diarias, es decir, 300 veces más de lo que aconseja. *El 15 de noviembre terminó para siempre una etapa de El Financiero; los nuevos dueños intentarán renovarlo. Pero para mí ya es, ahora sí, cosa pasada; trabajé allí, a invitación de Musacchio y de Manuel Gutiérrez, desde el 1 de febrero de 1993 al 31 de diciembre de 2009; entre Rogelio Cárdenas, Alejandro Ramos y Luis Acevedo me permitieron hacer cosas que en otro lado, o con otras personas, hubiera sido imposible aplicarlas; en la sección de Deportes, que fue a donde llegué, hice reseñas de libros literarios con cualquier pretexto, o un mínimo de referencias deportivas, como las novelas de Richard Ford, la excelente novela de Sillitoe (La soledad del corredor de fondo); cuentos de Cortázar, de Updike, ensayos de Mailer; hice retratos hablados de deportistas hablando más de la sensualidad que de las habilidades deportivas (sobre todo, de las jugadoras de volibol); hicimos reportajes sobre el dinero en el deporte, sobre el lenguaje de los cronistas y reporteros, de la influencia de la política en el deporte y del deporte en la política, y echamos relajo con varios pretextos: comparamos el desempeño de la selección de futbol con el gabinete de Carlos Salinas de Gortari (lo que nos valió un reclamo y una sugerencia de José Sulaimán), insinuamos que los clubes de futbol ensayaban más las celebraciones que la técnica y las tácticas; analizamos la ética de los deportistas (“las manitas arriba”, titulamos una serie de reportajes sobre la simulación de lesiones y tratar de fingir que no habían cometido faltas), metimos a Arañaceli Muñoz en el vestidor del Cruz Azul para comprobar que los jugadores, recién salidos de las regaderas, no soportaban la crítica constructiva; en el plano meramente deportivo hacíamos análisis muy serios de todos los deportes, y al contrario de otras secciones, no “le íbamos” a nadie; nos ganamos el rencor de muchos jugadores que se creían los elogios de cronistas de televisión; sobre todo, hicimos la sección la mejor escrita del periódico; en poco tiempo otros periódicos trataron de imitarnos, sin conseguirlo, pero quisieron piratearse a mis reporteros; nosotros vimos el pasado, el presente y el futuro del deporte, y no nos limitamos al mexicano; comprobamos que el futbol mexicano está inflado, y combatimos el menosprecio de otros medios por los otros deportes; en alguna ocasión publicamos seis páginas y de esas sólo media página la dedicamos al futbol. A instancias de mi recordado amigo Javier Ibarrola me transfirieron a la mesa de redacción, y al poco tiempo lo sustituí en la jefatura de redacción, aunque al día siguiente, a causa de celos y envidia me cambiaron el cargo: responsable de edición, que fue mucho más que una jefatura de redacción; logré, con apoyo de Pablo Arriero y de Perla Oropeza, un manual de estilo que, si se cumple, consigue erradicar vicios que parecen eternos en el periodismo mexicano; un solo ejemplo: hice que “rechazar” se usara sólo cuando había un rechazo, no como negación; los verbos fueron verbos y no adjetivos, modernizamos lenguaje y ortografía, y escribimos en español correcto pero no estirado, y además con el español de México, no el de Argentina ni el de España. Conseguí algo que en muchos otros diarios envidiaron, y me lo dijeron con admiración: cerrábamos (mandar las últimas páginas, ya corregidas, al taller) a las 10 de la noche, cuando es tradicional que los diarios cierren después de medianoche. Se me fueron errores, pero como recuerda Vicente Rojo que decía Picasso, no hay que hablar mal de uno mismo, para eso están los demás. Con la ayuda de varios reporteros, secretarios de redacción y uno que otro editor, hicimos de El Financiero el periódico mejor escrito de México, con reconocimientos internacionales; en el tiempo en que estuve en Deportes la sección fue elogiada como una de las más divertidas e informadas del mundo occidental por la prensa especializada en juzgar el periodismo. En el año y medio que estuve, al mismo tiempo, al frente de la sección Sociedad, muchos reportajes originales me los copiaron, si no es que los calcaron, noticiarios de televisión y otros periódicos. En la sección Cultural, en donde colaboré casi cada semana, mi nota sobre el premio Nobel a Doris Lessing la copiaron en periódicos suramericanos, aunque no todos dieron crédito al periódico o a mí. Y cuando Sgt. Peper Lonely Hearts Club Band cumplió 40 años de haber sido editado, varios lectores de noticias lo leyeron en sus noticiarios, de nuevo omitiendo no sólo mi nombre, sino uno o dos párrafos de clara intención política. Conquisté muchísimas amistades, pero es muy larga la lista para enumerarlas a todas. Sólo msé que muchas serán amigos para siempre. No todo fue miel sobre hojuelas (una de las frases favoritas del periódico): uno de mis mayores logros, la creación de un Taller de Lectura que llegó a tener 40 participantes, y quienes en un año leyeron 39 libros (y al que invité a algunas personalidades del mundo del libro, como Gustavo Sainz, José Agustín, Marisol Schulz, Juan Carlos Argüelles, Miguel Capistrán, Diego Mejía Eguiluz, Rodrigo de la Ossa, Raúl Ortiz y Ortiz –quien conmovió a los participantes hasta las lágrimas—, Jorge Ayala Blanco) fue desbaratado por envidia, celos y grillas de algunos directivos; me pidieron que impartiera dos cursos de redacción periodística, y no me los pagaron (no lo pedía, ellos lo ofrecieron), además de minar mi autoridad pues faltaron a su palabra de rescindir el contrato de quienes reprobaran (y reprobaron con honores), y más bien los premiaron con ascensos y privilegios; la mayor parte del tiempo carecí de recursos que prodigaron a otros que dieron mucho menos que yo al diario, y alguna vez mandaron a los vigilantes a que revisaran si me llevaba lápices, o papel, o yo qué sé; pusieron guaruras para vigilar si en la mesa de redacción se trabajaba, quiénes iban al baño o se levantaban a consultar algo o simplemente a platicar (no duraron: los vimos feo y se fueron); precipitaron mi renuncia cuando se negaron a cumplir con el manual de estilo y comenzaron a mancillarlo; invalidaron mi trabajo y lo redujeron al de un corrector, que no menosprecio, pero mis funciones eran otras; lo más curioso es que ahora utilizan el término que usé para explicarle a Víctor Piz, Alejandro Ramos y a Pilar Estandía, la viuda de Rogelio Cárdenas, mis motivos para renunciar: me había quedado como corrector de lujo; ahora califican así a los que hacen mal su trabajo. En una ocasión, minutos antes de entrar a mi Taller de Lectura, Pilar me pidió que platicáramos; al salir le comentó a dos directivos la confianza que me tenía, y me elogió; un par de horas después me llamaron (al restaurante en donde estaba comiendo) para prohibirme que volviera a entrar a la oficina de la directora sin el consentimiento de ellos. Los sentimientos son encontrados: me siento orgulloso de lo que hice, y no siento que lo que no pude hacer haya sido mi culpa; no pude cumplirle una promesa que le hice a Rogelio Cárdenas: la derrota no fue mía.
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Con comillas o sin comillas, pero que sea plagio; cita con el destino
En El charro y la dama, de Fernando Cortés, se oye a Pedro Armendáriz presumirle a Rosita Quintana, cuando por fin ella le sirve un café sin quemarse ni derramarlo: “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido…”, y sin darle tiempo a una réplica, agrega aún más presumido: “…yo también tengo mi cultura. No se crea…”. No se crea era, o es, una muletilla típica del norte, una contradicción en la que se pide que, por el contrario, se crea en lo que se está afirmando (algo así como “para variar”, que significa que es para no variar; en tiempos recientes se ha dado por decir “para no variar”, lo que le quita chiste al chiste); Armendáriz estaba afirmando que, aunque Quintana lo creyera un rancherote bajado del cerro a tamborazos, había leído a Cervantes, quien utiliza esa expresión en el Quijote (I, 2); lo cita sin comillas y tergiversando los versos tercero y cuarto: “como fuera don Quijote cuando de su aldea vino”, en vez de “como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino”. Algunos capítulos después Cervantes, sin delatarse, habla de sus fuentes primarias. Como Armendáriz sólo cita dos versos y luego se las echa de culto, no sabemos a quién cita, a Cervantes o a Lanzarote; lo que sabemos es que el argumento de la cinta es de Max Aub, adaptado por el mismo Cortés (quien, dicen las malas lenguas, no era cortés con Mapy Cortés, bien buenota ella) y Pedro de Urdimalas, quien en esa misma época se ganaba la inmortalidad con los guiones de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, que pese al tono supuestamente tepiteño de casi todos los personajes, están cargadas de citas cultas, pero choteadas, no por el humor simple de Ismael Rodríguez, sino por el irrespetuoso y arrabalero de Urdimalas, quien nos legó “Amorcito corazón”, que tiene buenas metáforas rayando en lo erótico –“yo quiero ser un solo ser”, “yo tengo tentación de un beso, que se prenda en el calor de nuestra gran pasión”). No es un recurso barato de Max Aub, quien gustaba de hacer muchas bromas y de burlarse del snobismo, y ponía citas por todos lados; hay que recordar que imitó el lenguaje de pintores y críticos en su Josep Torres Campalans, que sus dibujos eran malintencionados, y que muchos cayeron en su “cadáver exquisito” (expresión de Miguel Capistrán cuando explicaba alguna de las bromas que usaban los escritores con sentido del humor, digamos por ejemplo Borges, y en una de las cuales Capistrán fue víctima, creo yo que fatal). Habría que revisar la muy amplia filmografía de Aub para rastrear esas citas. Cuando la Revista de Bellas Artes publicó el guión de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, Tiempo de morir, dieron cuenta de muchas trampas que los muy cineastas Fuentes y García Márquez pusieron al joven Arturo Ripstein, alguna de ellas eludidas casi siempre por la casualidad; había referencias de varios westerns a los que son tan aficionados los buenos cineastas; Emilio García Riera advierte, en su Historia documental del cine mexicano, algunas de las muchas referencias, casi siempre escondidas, del guión de Cinco de chocolate y uno de fresa hacia Los Caifanes, que a su vez está llena de citas literarias, que Fuentes pone en boca de cuatro marginados a los que la suerte y el pinche destino los han convertido en greasers, pero tan cultos como los popof y catrines a los que hacen víctimas de un secuestro exprés durante toda una noche en plena época navideña, con todo y síndrome de Estocolmo; los incitan a realizar fechorías, robos menores –a un cantante ciego nocturno le bajan su instrumento de trabajo— y a ponerse en contra de su clase socioeconómica y cultural; en tanto los retienen, citan a Santa Teresa, a Jorge Manrique, a Octavio Paz, en un sabroso duelo de trivia salpicado de albures (“cachuchazo popular”, sugieren, sin que Julissa advierta la amenaza de violación colectiva, aunque no se atreven porque ven que la Paloma –doble sentido— le da puerta al Estilos). La más visible referencia del guión de José Agustín es que vestir a la Diana ya estaba muy choteado, pero la compañía de una chava reventada acompañada de cinco comparsas, uno de ellos privilegiado por ella; las citas literarias que aparecen de manera sorpresiva, el choteo a varios actos si no delictivos cuando menos transgresores de la buena conducta, y la burla a una fiesta de intelectuales perfumados y estirados, son otras referencias, pero confieso que me faltan otras. ¿Las citas literarias y cinematográficas son plagios? Si las entrecomillamos traicionamos la intención, y se le quita al lector el placer de encontrar el guiño, que a veces no es guiño sino parpadeo; no siempre se advierten. Alguna vez, a la hora de la salida de las oficinas del Fondo de Cultura Económica, se despidió Banca Luz Pulido; se me ocurrió contestarle: “puntuales, las horas nos dispersan”; unos segundos después se regresó: “no se vale, es un poema mío”; en otra ocasión una colaboración de Ricardo Zarak había sido postergada para un próximo número de un suplemento, lo mismo que una de Lourdes; ambos se quejaron; “sólo un asesino comprende a otro”, contesté. ¿A qué te refieres, por qué dices eso?, dijo Zarak; no importa, contesté, estoy citando un poema; algunos segundos después exclamó: “Cierto, y es mío”. Bromas que suelo hacer y sorprender a la gente; a veces contesto, cuando preguntan por mi salud, “con tos y mala vista”, y no muchas veces saben qué estoy citando; pero cuando una poetisa en sus años mozos declamó un fragmento de ese mismo poema (el ofrecimiento de Eloísa a su maestro, el filósofo Abelardo) varios poetastros quisieron agarrarle la palabra, en vez de seguir las leyes y tomarla por esposa, tal vez por el miedo de que como premio los castraran después. Pero no entendían la cita. A Tin Tan se le celebran las muchas citas: Soy un fugitivo, le dice a Rosita Fornés en El mariachi desconocido, haciendo alusión a la célebre I Am a Fugitive from a Chain Gang, de Mervyn LeRoy, con Paul Muni, aunque estrenada en México sólo como Soy un fugitivo; en esa misma escena hace referencia a El rebozo de Soledad, de Roberto Gavaldón; La isla de las mujeres, El rey del barrio, El revoltoso, El bisconde de Montecristo están llenas de citas, que todos los espectadores reconocían. Ya lo dije, pero repito que suelo decir “con su compermiso”, “la facilidad de palabra”, “perdona la mala ortografía, pero es que traigo la mano lastimada”, “luego, no transingen”, “cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz”, y la vida sólo me ha dado oportunidad de que, cuando me preguntaron si ya había leído un ensayo literario, contestara con verdad que apenas estaba en los anuncios de lencería. Todas son citas de alguna cinta que me gusta mucho. Pero en estos tiempos tengo que cuidarme de que algún ingenuo crea que estoy plagiando. *Hay plagios por los que nadie protesta; cuando alguien atosigado por la burocracia, por lo absurdo de algunas situaciones, afirma que si Kafka hubiera vivido en México sería un escrito naturalista (o realista), cree que cita a Carlos Monsiváis, aunque está documentado que la frase original es de Alejandro Palma; cuando se burlan de la campirana frase de Felipe Calderón, “haiga sido como haiga sido” no advierten que, además de a miles de campesinos, glosa a Carlos Monsiváis cuando escribió “Caiga quien caiga y haiga lo que haiga” (como N de la R en uno de sus “Por mi madre, bohemios”). George Harrison fue agarrado en flagrancia, aunque algunos meses después del éxito de “My Sweet Lord”, que toma varios compases más de los permitidos de “He’s so Fine”, de The Chiftains, muy menores que los Beatles pero de cualquier manera respetables, y autores de una canción muy conocida por los rocanroleros que suelen escuchar con atención y generosidad lo que hacen los colegas, y en cierta forma competidores; se vio obligado a pagar una lana para resarcir el daño; y aunque el caso es muy conocido, la pieza de Harrison sigue siendo más popular que la que se planchó. Casi por la misma época los expertos advirtieron que “Come Together” (otra referencia al orgasmo simultáneo: antes la habían hecho con “All Together Now”, y antes The Turtles habían popularizado “Happy Together”, a la que los locutores mexicanos convirtieron en “Juntos y felices”) tenía partes sustanciales de “You Can’t Catch Me”, una de las piezas más célebres de Chuck Berry, quien no alegó nada, pero sí sus editores, quienes ganaron el juicio y Lennon tuvo que grabar dos piezas de Berry en su disco solista Rock and Roll para darle a Berry las regalías respectivas. Cauto, Octavio Paz entrecomilló unos versos en su “Elegía interrumpida”, que son de Rubén Darío, aunque ahora son más conocidos gracias a Paz que a Darío. *Prosigue la campaña que invita a leer veinte minutos diarios; a ese paso puede duplicarse la cantidad de libros leídos al año por habitante en el país; pero digamos que así se leen de diez a 15 páginas diarias, a un buen ritmo; si se descansa los fines de semana, los puentes y los lunes de futbol americano, en tres meses puede un lector echarse La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, pero entre cuatro y cinco meses el Quijote; y eso que no se toma en cuenta que hay libros bastante más difíciles; por ejemplo, uno podría tardarse los siete años que teme Thomas Mann se dilate alguien en leer su Montaña mágica, aunque no llega a las mil páginas, pero son bastante densas, y ni hablar del Doctor Faustus, la mitad de voluminosa que Los Buddenbrooks, pero lo triple de difícil. ¿Y cuánto tiempo tardaría alguien con ese ritmo en terminar todo el Ulises, o El hombre sin atributos; o los dos tomos de la edición de Bruguera de Crónica de la intervención, de Juan García Ponce?; ¿no suena exagerado decir que novelas tan encantadoras y embrujantes como Aura o La tumba alguien se tarde tres días en leerlas? *Recaigo; el médico se asombra de que lo visite no para revisar la presión, que con tantito que le mueva sube si hago muinas, o baja si algo me asusta y me toma desprevenido; una infección en la garganta que me tiene tumbado, leyendo cuando mucho 20 páginas diarias. *En 1988 Jesús Iturralde le auguró a Lourdes que si quería ver en vivo a Bruce Springsteen podríamos contratarlo para que viniera a tocar a la sala de la casa; en esa época las compañías disqueras imprimían en versión nacional sólo aquellos discos que vendían más de cien mil ejemplares en su país de origen; así, por esos días sólo se conseguía en las tiendas normales Born in the USA; había sido en 1982 cuando Rémy Bastien fills nos prestó los tres primeros discos de Springsteen, y para comprar esos y los subsiguientes se podía acudir a Briyus, a lo que quedaba de Hip 70, pero sobre todo a Music Center, creo que la mejor tienda de discos en el DF en los últimos 50 años; ahora hay que esperar a que traigan la versión importada, o traerla de Amazon, o comprarla en la misma página de Springsteen, quien nos informa de sus lanzamientos, sus giras, sus noticias (o conformarse con la versión nacional, aunque con nuestros cantantes favoritos siempre buscamos el disco original); ayer fueron a verlo al Palacio de los Deportes Lourdes y Diego; como cuando fuimos al Metropólitan a ver a Winwood, no hay palabras que definan su emoción, su entusiasmo, su asombro por la vitalidad, la energía y el profesionalismo de un cantante, de un músico que, sin cambiar, se renueva todos los días. Quedo endeudado con ella; tendremos que ir a verlo a Dinamarca o a Italia. Y que conste que trajo a todo su conjunto, menos a su esposa, cantante también, y que, como dijo Héctor Suárez, “está donde debe, en su casa, con sus hijos”.
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De bandas y bandas; antologías, tiendas de discos y corazones rompidos
I. Pancho Villa suscitó muchísimos comentarios cuando las autoridades decidieron poner su nombre en la Cámara de Diputados, en letras de oro, allá por los años sesenta; “era un bandolero”, reclamaban muchas personas que vivieron y sufrieron la violencia de la Revolución Mexicana; “asolaba las ciudades, se robaba a las muchachas que le gustaban, se casó con muchas”; otros fueron más benévolos en sus comentarios: “era un bandido generoso, a la Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres”. Algunos decían que practicaba el tiro al blanco en las personas que salían a buscar alimentos; otros, que llegaba en ferrocarril con los carros cargados de azúcar, arroz, alimentos, y que repartía entre la población de pobres en los pueblos a donde llegaba con su ejército.
Ninguna de las partes le asestaba el adjetivo de ladrón, ése se lo dejaban a las autoridades de su tiempo, o las posteriores; a él le decían bandolero o bandido, y bandido es un fugitivo de la ley por “bando”, es decir, buscado por las autoridades, como lo era Doroteo Arango antes de sumarse a las filas de Pascual Orozco para apoyar la rebelión a la que llamó Francisco I. Madero luego de que oficialmente fue derrotado en las urnas por Porfirio Díaz, en unas elecciones amañadas, sobre todo porque Madero era también un perseguido por la ley, que se había fugado de la cárcel a donde lo habían confinado porque representaba un peligro para la reelección de Porfirio Díaz en 1910.
Arango perteneció a una banda de cuatreros comandada por el bandido Francisco Villa, de quien tomó el apelativo; ¿en qué momento una banda, es decir, una pandilla, un grupo de bandidos, pasó a ser sinónimo de grupo de rocanroleros? Brincos dieran, porque muchos se sienten marginados aunque, como los personajes de Takin’ Off, de Milos Forman, su marginación sólo sea en cuanto la ropa que usan, el gesto fiero y la mirada retadora, respaldada por los cientos de miles de dólares que reciben anualmente.
La décima acepción de “banda” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la edición de 1970 se aplicaba a un grupo musical de un ejército militar; también, a un grupo musical que empleara instrumentos de viento sonoros (sin embargo, los grupos sonoros se llamaban sonoras, como la Matancera, la Santanera, la Sinaloa), como la Banda de Huipanguillo, célebre a mediados del siglo XX; en la más reciente edición que ya también está caduca, pasó esa acepción al séptimo lugar, con la acotación de que por asociación, se le aplica a cualquier conjunto musical. Mucho me temo que más que modernización del DRAE, sea una adecuación de la definición de “band” en inglés estadounidense; en el Gran Diccionario Larousse, banda es un grupo, pero con connotaciones delictuosas (pandilla), y en la segunda, grupo musical, más asociado al jazz; en los años setenta aparecieron algunos conjuntos de rock que incorporaron instrumentos de viento; no Traffic, que usaba flautas y saxofones, ni los Rolling Stones, que invitaba a Bobby Keys y a Jim Horn a que tocaran, con cierta discreción, cornos y trompetas. Fueron más bien dos conjuntos multitudinarios, como Blood, Sweat & Tears, que en su formación incluían a Fred Lipsius, que tocaba saxofón; Chuck Winfield, con trompeta; Lew Soloff, trompeta; Jerry Hyman, trombón; Dick Halligan, flauta y trombón, que se combinaban con un bajo, una guitarra eléctrica y uno o dos pianos, para obtener un sonido más cercano al jazz, pero con letras muy elaboradas, muy profundas, algunas muy inteligentes; o Chicago, que tenía trombón, trompeta y otros instrumentos de viento, pero que sonaban bastante más fuerte que el órgano, el bajo y la batería, más discretos.
En su Historia de la música pop, Jordi Sierra y Fabra dedica un capítulo muy elemental a las megabandas, pero más por la cantidad de músicos que por los instrumentos; las bandas fueron pocas, y no podía incluir entre ellas a Santana, que se caracterizaba por unas percusiones muy latinas (Carlos Santanera, le decían por allí), una guitarra con un sonido muy peculiar, combinada con un órgano también muy latino. Sucedió que por esa época se juntaban estrellas de conjuntos con los estrellas de otros conjuntos, y así aparecieron Blind Faith (salidos de Traffic, Cream y Family), CSNY (de Buffalo Springfield, Byrds y Hollies), ELP (de Nice, King Crimson y Atomic Rooster), o los amigos de Delaney & Bonnie, integrado por estrellas salidos o expulsados de grupos famosos (en algún momento llegaron a tener a tres requintos: George Harrison, Eric Clapton y Dave Mason), y desprendidos de éstos se integraron los Domino's de Derek, que tuvieron al mismo tiempo a Clapton, Mason, Harrison y Duane Allman. Bandas se les llamaba en los cuarenta y cincuenta a las orquestas pequeñas pero excelentes que tocaban swing: Benny Goodman, Gleen Miller, Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Ray Anthony, Billy May. ¿Por qué llaman bandas a los conjuntos?
Incluso quienes saben hablar español afirman que hace unos días vino a México, luego de casi 40 años de carrera y cerca de 20 discos, Bruce Springsteen con su banda; sólo por la facha, pero el suyo es un conjunto, un grupo musical; que se llame E-Street Band no quiere decir que en español se llame banda, aunque en la gira se acompañe de una trompeta y el típico saxofón, ahora tocado por el sobrino de Clarence Clemons.
*II. El menor de los poetas incluidos en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles (Océano), nació en 1953; deja fuera a un número impresionante de buenos poetas, algunos de los cuales mencioné en la reseña que hice del libro hace unos cuantos domingos en El Librero, de El Universal, aunque no incluí a Guadalupe Flores, Elena Millán, Ricardo Castillo ni a otros con iguales méritos; no es ése el asunto, sino que precisamente en 1953 apareció una antología bastante importante, La poesía mexicana moderna, Antología, estudio preliminar y notas de Antonio Castro Leal; el libro es el duodécimo título de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (“se acabó de imprimir el 7 de noviembre de 1953 en los talleres de Gráfica Panamericana”, sita en Nicolás San Juan y Parroquia, México, D.F.; se tiraron 5,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Caslon, que ya no existen, de 10:10 y 8:8 puntos [medidas que con las computadoras pocos pueden descifrar]. La edición estuvo al cuidado del propio Castro Leal).
(Debo hacer un paréntesis: no sé, aunque hemos hablado muchas veces no se lo he preguntado, de dónde le viene a Juan el gusto por la poesía. El mío se debe a la desobediencia civil y a la incorrección política: al ingresar a la secundaria la maestra de inglés, Miss Gladys, nos advirtió que si el uniforme era de militar [soldado raso] debíamos usar botas, aunque nos dispensaba de ello, y cortarnos el pelo al cepillo; todos la obedecimos, aunque yo sólo un semestre –desde entonces he traído el cabello corto una sola vez, cuando Arturo Valdés Olmedo me convenció de que lo acompañara a su peluquería, y aproveché para que me trasquilaran, pero el desastre apenas lo advertí cuando terminó; antes, había omitido siquiera de contestarle al peluquero sus argumentos a favor de Hitler; el pinche Arturo se carcajeó como media hora, y en pago a ello tuvo que disparar los vodkas que casi nos producían ceguera. El segundo semestre, cada vez que tocaba inglés me escabullía de la formación, me escondía en la sala dedicada a la cooperativa, y cuando se iban a los salones en la formación, me escapaba a la biblioteca; no sé si era una primera edición, pero una antología llamada Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Castro Leal, era la que siempre pedía; memoricé los cien poemas incluidos, y aun ahora puedo declamarlos con la misma ingenuidad de hace 50 años; me asombra que pueda reproducir, con todo y diálogos, el fragmento de Todo es ventura, de Juan Ruiz de Alarcón: “No reina en mi corazón / otra cosa que mujer, / ni bien a mi parecer / más digno de estimación…”; puedo presumir que a esa edad entendí el sentido no tan oculto de “la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”, y memoricé también, aunque sin el triple sentido, “La Suave Patria”. Alguien abogó por mí ante el director, quien no me dio la razón, pero permitió que entrara al examen final aunque no me hubiera cortado el cabello ni disimulara el “copete de carpintero”, como lo calificaba Miss Gladys; quién sabe por qué al siguiente año no sólo me permitió el cabello largo sino que me endilgó otro calificativo: “corazón santo”. Aunque en la biblioteca estaba la antología de 1953, pedí la otra, de 1914. Una por otra: puedo leer inglés, pero lo pronuncio como vendedor de baratijas en las playas de Mazatlán; en cambio, puedo leer mucha poesía, más que los mismos poetas.)
Castro Leal fue polifacético, pero se ha dicho de sus antologías que hacen creer que todos los poetas mexicanos escriben igual; pero leía a todos; en el índice encuentro nombres que, pese a ser consagrados en esas páginas, han pasado al olvido excepto de los especialistas: Jesús E. Valenzuela (que se nos quiere hacer creer que es el don Chucho, de México de mis recuerdos), Roberto Argüelles Bringas (de quien memoricé uno de sus poemas, sólo incluido en la antología de Castro Leal, pero atribuido a Díaz Mirón), Manuel de la Parra, Rafael Cuevas, Rafael Cabrera, Francisco Orozco Muñoz, Jorge Adalberto Vázquez, Rodrigo Torres Hernández, Miguel D. Martínez Rendón, Jesús Zavala, Manuel Martínez Valadez, Pedro Requena Legarreta –de quien Gabriel Zaid ha escrito—, Miguel Potosí, Leopoldo Ramos, Daniel Castañeda, Honorato Ignacio Magaloni, Enrique Asúnsolo, Solón Sabre, Clemente López Trujillo, Manuel González Flores, Práxedes Reina Hermosillo, Jesús Reyes Ruiz, María del Mar (asmo, decía Novo, aludiendo a su hermosura legendaria), Jesús Sansón Flores, Roberto Guzmán Araujo, Arturo Adame Rodríguez, Mauricio Gómez Mayorga, Jorge Ramón Juárez, Rafael Vega Albela, Ramón Galguera Noverola, Manuel Lerín, Rafael del Río, Héctor González Morales, María Luisa Hidalgo, Adalberto Navarro Sánchez, Tomás Díaz Bartlett, Bernardo Casanueva Mazo, Miguel Castro Ruiz, Jesús Medina Romero, Ramón Mendoza Montes y Gloria Mestra.
Aparte, hay algunos semidesconocidos, que han desaparecido de las antologías, muchos de ellos de manera injusta, o que pervive su leyenda pero hemos olvidado su obra, como José D. (el Vate) Frías, Enrique Fernández Granados, Luis Rosado Vega, Enrique Fernández Ledesma, Genaro Estrada, José de Jesús (el Vate) Núñez y Domínguez, Francisco González Guerrero, Alfonso Junco, Carlos Gutiérrez Cruz, Gregorio López y Fuentes, Vicente Echeverría del Prado (que todavía en los setenta publicaba un soneto diario), Octaviano Valdés, Efrén Hernández, Noé de la Flor Casanova, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Miguel N. Lira, Clemente López Trujillo, Gabriel Méndez Plancarte, José López Bermúdez, Octavio Novaro, Carmen Toscano, Vicente Magdaleno, Miguel Bustos Cerecedo, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Emma Godoy, Javier Peñalosa, Jesús Arellano (“tanto amor a la poesía tan mal correspondido”), Wilberto Cantón; alguno tuvo relevancia en otros géneros (Efrén Hernández, Cantón, Magdaleno, Solana); muchos de los incluidos apenas despuntaban (Dolores Castro, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia), y lo que recopiló de ellos Castro Leal es una muestra de lo que llegarían a ser y hacer; otros de los ahora indispensables eran unos niños que comenzaban a escribir, en privado, o alguno ni siquiera iba aún a la escuela. Algunos de los antologados por Juan acababan de nacer.
Me hago una pregunta impertinente: ¿vale más el riesgo de Castro Leal de incluir a muchos que merecían la justicia de ser mencionados pero no de ser antologados (¿y debo entrecomillar esta frase?), o la prudencia de Domingo Argüelles, de omitir a muchos que posiblemente el paso del tiempo los lleve al olvido)
*III. Dije que Music Center me parecía la mejor tienda de discos en los últimos 50 años. En los cincuenta, al lado de El Mago de Capuchinas, estaba una pequeña tienda, casi tan pequeña como Libros Escogidos, con el nombre de Adela (la de “me lo dijo Adela: doctor, mañana no me saque usté la muela aunque me muera de dolor”); con una bondad de la que ignoro el origen me obsequiaba los catálogos atrasados de los discos en venta, que cada compañía daba a los vendedores o distribuidores, y en los que enlistaban cantante, tema y número del disco; llegué a tener una buena colección que, como todas mis colecciones, no sobrevive; me permitía escuchar algunos discos, y allí mi familia compró varios que recuerdo con claridad: “Las piernas de Carolina”, “El alacrán”, “El mar”; no fue allí donde compré mi primer disco, el de los Rebeldes del Rock en Ciudad Universitaria (como visitantes, digo), en un tienda en la Calzada de Guadalupe, junto a una dulcería que sólo vendía chiclosos Tofico y los chocolates de esa misma fábrica (“esa sabrosa mordida”, comercial de Silvana Pampanini, que ahora creo imaginar que tenía un leve acento de picardía), y donde muchos meses veía sus aparadores, codicioso. En una de nuestras pintas, Víctor Tovar Villa y yo escuchamos más de 20 discos en las cabinas que estaban en el segundo (¿o tercero?) piso del Mercado de Discos que estaba en San Juan de Letrán, hasta que los encargados nos advirtieron que el siguiente que tomáramos ya teníamos que pagarlo. Como estaba casi enfrente de la General Electric donde trabajaba mi padre, fatigué sus aparadores durante muchos años, y allí compré una cantidad enorme de álbumes; el último fue una colección de obras de Aaron Copland interpretadas por la Sinfónica de Dallas dirigida por Eduardo Mata; me es imposible recordar cuáles de mis discos los compré allí o en alguna de sus sucursales (la que estaba frente al Teatro Blanquita, por ejemplo); más clavados tengo los que no compré: un LP de Manuel Valdés que incluía “Médico brujo”, “Gorda”, “El dengue del Loco Valdés” –esta última, compuesta por Severo Mirón— y algunos otros, por ignorancia o por falta de dinero.
Cuando desaparecieron los Mercados de Discos sentí que se iban mis recuerdos a un hoyo negro, pero comencé a visitar otras tiendas; Rocanrol Circus, por Insurgentes, donde adquirí varios discos pirata, pero se me escaparon otros porque de un día para otro desapareció; compré muchísimos en Hip 70, aunque me molestaba que el dueño viera con desdén a los que no adquirían Zappa y Captain Beefhart, o ELP; cuando pedí que me mostrara lo más reciente de Paul Simon le gritaba a sus ayudantes “hijo, pásame lo que haya del Simón”; el emblema de Traffic que traje durante tantos años lo compré allí, pese a la mirada de desprecio del dueño. Xavier Velasco, quien me recomendó Circus, me recomendó otra tienda en Polanco, que me duró poco porque no tenía mucho surtido a menos que uno fuera fanático del Metal más monótono. Xavier también nos mostró un enorme bodegón de discos, en Peralvillo, donde los vendían a precio de mayoristas; ahora hay allí una tienda de artesanías.
En Briyus nos molestaba que se negaran a vender algunas cosas que nos interesaban porque a los dueños no les gustaba esa música; en Moliére hubo una tienda donde se conseguían cosas raras, como las obras completas de Simon o de Simon y Garfunkel, en un solo tomo; pero duró poco; Roberto Diego Ortega me recomendó una tienda en la calle de Sinaloa, que se especializaba en discos pirata, pero cerró poco después de que conseguí algunas rarezas. También hubo una pequeña tienda en Londres, en las orillas de la Zona Rosa, donde en un mes me consiguieron casi todo lo de Traffic, y me llamaban a casa para avisarme de las novedades: la sustituyó una cafetería con servicio de quiromancia incluido. También en los sesenta y setenta Sears y el Palacio de Hierro tenían buen surtido de discos.
Music Center lo conocí porque Jesús Iturralde tenía un programa en radio, Panorama 101, donde ponía música excelente por las mañanas; la tienda estaba en Plaza Polanco, donde no tuvo éxito Arvil, que fue donde conseguí algunos de mis discos más entrañables, sobre todo soundtracks; Iturralde conocía todos los discos que vendía; ingeniero graduado en Dominó V, estaba al tanto de todo lo que se vendía, y traía el suficiente número de ejemplares para sus clientes; me hizo conocer a muchos cantantes, a infinidad de conjuntos; por él compré discos que ni se me hubiera ocurrido que alguna vez lo escucharía; más de una vez me dijo: “éste va a gustarte; llévatelo, y si no te gusta, te lo cambio”; nunca se equivocó; un día me atreví a corregirle alguna afirmación, y nos retamos a jugar trivia; en su casa o en la mía nos madrugábamos con las preguntas más absurdas, más incontestables y más divertidas. Antes de que se pusieran de moda, antes de que los trajeran, él tenía un buen número de juegos de trivia.
No niego que en una tienda que estaba en el edificio Aristos, en Insurgentes y Aguascalientes, compré la mayoría de discos de música sinfónica antes de la llegada de los compactos; que en Margolín me consiguieron El buey en el tejado que no he vuelto a ver más que en Tower de San Ángel (aunque antes me quisieron hacer creer que había pedido El violinista en el tejado, como si Luis Pérez no me conociera); que en Tower de la Zona Rosa debo haber comprado más de cien títulos; pero en donde más a gusto me he sentido fue en Music Center; excepto un día en que su amigo Memo quiso hacerlo enojar y puso en el tocadiscos algo de Julio Iglesias (y salió de su privado, enfurecido), todo lo que ponían era excelente, y con un volumen adecuado, al contrario de Mix Up donde provocan taquicardias con lo que ponen, y al volumen en que lo ponen. Iturralde sabe además la historia de cada conjunto, de cada solista, evalúa su calidad, admite los tropiezos, las fallas, descubre cualidades en muchos desconocidos, y además explica con una sencillez pasmosa, que hace creer a su interlocutor que sabe tanto como Jesús.
La caída de la industria discográfica, la costumbre que han adquirido de descargar de internet piezas sueltas que, por desgracia, al ser reproducidas pierden más de la mitad de las notas, que no se escuchan o que se mezclan, ha ido desapareciendo las tiendas; ni siquiera porque las compañías admiten que se equivocaron y que los acetatos se oyen mejor que los compactos y que los MP3, ya no hay tiendas, no hay tocadiscos o tornamesas, ni siquiera tocacasetes, y lo peor, tampoco hay clientes. Pero se puede escuchar a Jesús Iturralde en facebook con su programa; pero nada sustituye su inigualable Music Center.
*IV. Mark Sánchez decepcionó a los seguidores de su equipo, y a sus fanáticos, al tener una temporada desastrosa; sus compañeros lo apoyaron: en el penúltimo juego de la temporada regular, permitieron que capturaran once veces a su suplente, con lo que se empató un récord de casi cien años de vigencia. Pero Sánchez no tiene la culpa, lo que tiene es el corazón rompido: entre la gazmoñería de los directivos de los Jets, y los compromisos políticos de Eva Longoria, Mark anda que no lo calienta ni el sol, como el gorrioncillo detrás de la calandria ingrata; Longoria acaba de hacer público su romance con Antonio Villaraigosa, ex alcalde de Los Ángeles; Sánchez debe sentir que le crecen los cuernos al saber que los favores que antes le ofrecía ya no son suyos, que ya no es Nadia para él, que se fue y lo dejó sin duda por otro con más poder que él; cuando va a lanzar un pase debe pensar que su cariño lo pagó con traiciones, pero que a la ingrata otro así lo pagará, y que si hoy le sobran muchos que la quieran, verá mañana… En Corazón roto se afirma que esa sensación dura un año; otros dicen que uno tarda en recuperarse un mes por cada año que haya durado la relación; así, es probable que la siguiente temporada Mark Sánchez vuelva a ser el que entusiasmó a los aficionados a los Jets.
*V. Dice una fórmula que el pitcher ideal debe tener el cerebro de Greg Maddux, el brazo y los hombros de Cy Young, las piernas de Ton Seaver, la velocidad de Walter Johnson, la pasión de Curt Schilling, la durabilidad de Warren Spahn, la simpatía de Al Leiter y la esposa de Roger Clemens.
Ninguna de las partes le asestaba el adjetivo de ladrón, ése se lo dejaban a las autoridades de su tiempo, o las posteriores; a él le decían bandolero o bandido, y bandido es un fugitivo de la ley por “bando”, es decir, buscado por las autoridades, como lo era Doroteo Arango antes de sumarse a las filas de Pascual Orozco para apoyar la rebelión a la que llamó Francisco I. Madero luego de que oficialmente fue derrotado en las urnas por Porfirio Díaz, en unas elecciones amañadas, sobre todo porque Madero era también un perseguido por la ley, que se había fugado de la cárcel a donde lo habían confinado porque representaba un peligro para la reelección de Porfirio Díaz en 1910.
Arango perteneció a una banda de cuatreros comandada por el bandido Francisco Villa, de quien tomó el apelativo; ¿en qué momento una banda, es decir, una pandilla, un grupo de bandidos, pasó a ser sinónimo de grupo de rocanroleros? Brincos dieran, porque muchos se sienten marginados aunque, como los personajes de Takin’ Off, de Milos Forman, su marginación sólo sea en cuanto la ropa que usan, el gesto fiero y la mirada retadora, respaldada por los cientos de miles de dólares que reciben anualmente.
La décima acepción de “banda” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la edición de 1970 se aplicaba a un grupo musical de un ejército militar; también, a un grupo musical que empleara instrumentos de viento sonoros (sin embargo, los grupos sonoros se llamaban sonoras, como la Matancera, la Santanera, la Sinaloa), como la Banda de Huipanguillo, célebre a mediados del siglo XX; en la más reciente edición que ya también está caduca, pasó esa acepción al séptimo lugar, con la acotación de que por asociación, se le aplica a cualquier conjunto musical. Mucho me temo que más que modernización del DRAE, sea una adecuación de la definición de “band” en inglés estadounidense; en el Gran Diccionario Larousse, banda es un grupo, pero con connotaciones delictuosas (pandilla), y en la segunda, grupo musical, más asociado al jazz; en los años setenta aparecieron algunos conjuntos de rock que incorporaron instrumentos de viento; no Traffic, que usaba flautas y saxofones, ni los Rolling Stones, que invitaba a Bobby Keys y a Jim Horn a que tocaran, con cierta discreción, cornos y trompetas. Fueron más bien dos conjuntos multitudinarios, como Blood, Sweat & Tears, que en su formación incluían a Fred Lipsius, que tocaba saxofón; Chuck Winfield, con trompeta; Lew Soloff, trompeta; Jerry Hyman, trombón; Dick Halligan, flauta y trombón, que se combinaban con un bajo, una guitarra eléctrica y uno o dos pianos, para obtener un sonido más cercano al jazz, pero con letras muy elaboradas, muy profundas, algunas muy inteligentes; o Chicago, que tenía trombón, trompeta y otros instrumentos de viento, pero que sonaban bastante más fuerte que el órgano, el bajo y la batería, más discretos.
En su Historia de la música pop, Jordi Sierra y Fabra dedica un capítulo muy elemental a las megabandas, pero más por la cantidad de músicos que por los instrumentos; las bandas fueron pocas, y no podía incluir entre ellas a Santana, que se caracterizaba por unas percusiones muy latinas (Carlos Santanera, le decían por allí), una guitarra con un sonido muy peculiar, combinada con un órgano también muy latino. Sucedió que por esa época se juntaban estrellas de conjuntos con los estrellas de otros conjuntos, y así aparecieron Blind Faith (salidos de Traffic, Cream y Family), CSNY (de Buffalo Springfield, Byrds y Hollies), ELP (de Nice, King Crimson y Atomic Rooster), o los amigos de Delaney & Bonnie, integrado por estrellas salidos o expulsados de grupos famosos (en algún momento llegaron a tener a tres requintos: George Harrison, Eric Clapton y Dave Mason), y desprendidos de éstos se integraron los Domino's de Derek, que tuvieron al mismo tiempo a Clapton, Mason, Harrison y Duane Allman. Bandas se les llamaba en los cuarenta y cincuenta a las orquestas pequeñas pero excelentes que tocaban swing: Benny Goodman, Gleen Miller, Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Ray Anthony, Billy May. ¿Por qué llaman bandas a los conjuntos?
Incluso quienes saben hablar español afirman que hace unos días vino a México, luego de casi 40 años de carrera y cerca de 20 discos, Bruce Springsteen con su banda; sólo por la facha, pero el suyo es un conjunto, un grupo musical; que se llame E-Street Band no quiere decir que en español se llame banda, aunque en la gira se acompañe de una trompeta y el típico saxofón, ahora tocado por el sobrino de Clarence Clemons.
*II. El menor de los poetas incluidos en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles (Océano), nació en 1953; deja fuera a un número impresionante de buenos poetas, algunos de los cuales mencioné en la reseña que hice del libro hace unos cuantos domingos en El Librero, de El Universal, aunque no incluí a Guadalupe Flores, Elena Millán, Ricardo Castillo ni a otros con iguales méritos; no es ése el asunto, sino que precisamente en 1953 apareció una antología bastante importante, La poesía mexicana moderna, Antología, estudio preliminar y notas de Antonio Castro Leal; el libro es el duodécimo título de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (“se acabó de imprimir el 7 de noviembre de 1953 en los talleres de Gráfica Panamericana”, sita en Nicolás San Juan y Parroquia, México, D.F.; se tiraron 5,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Caslon, que ya no existen, de 10:10 y 8:8 puntos [medidas que con las computadoras pocos pueden descifrar]. La edición estuvo al cuidado del propio Castro Leal).
(Debo hacer un paréntesis: no sé, aunque hemos hablado muchas veces no se lo he preguntado, de dónde le viene a Juan el gusto por la poesía. El mío se debe a la desobediencia civil y a la incorrección política: al ingresar a la secundaria la maestra de inglés, Miss Gladys, nos advirtió que si el uniforme era de militar [soldado raso] debíamos usar botas, aunque nos dispensaba de ello, y cortarnos el pelo al cepillo; todos la obedecimos, aunque yo sólo un semestre –desde entonces he traído el cabello corto una sola vez, cuando Arturo Valdés Olmedo me convenció de que lo acompañara a su peluquería, y aproveché para que me trasquilaran, pero el desastre apenas lo advertí cuando terminó; antes, había omitido siquiera de contestarle al peluquero sus argumentos a favor de Hitler; el pinche Arturo se carcajeó como media hora, y en pago a ello tuvo que disparar los vodkas que casi nos producían ceguera. El segundo semestre, cada vez que tocaba inglés me escabullía de la formación, me escondía en la sala dedicada a la cooperativa, y cuando se iban a los salones en la formación, me escapaba a la biblioteca; no sé si era una primera edición, pero una antología llamada Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Castro Leal, era la que siempre pedía; memoricé los cien poemas incluidos, y aun ahora puedo declamarlos con la misma ingenuidad de hace 50 años; me asombra que pueda reproducir, con todo y diálogos, el fragmento de Todo es ventura, de Juan Ruiz de Alarcón: “No reina en mi corazón / otra cosa que mujer, / ni bien a mi parecer / más digno de estimación…”; puedo presumir que a esa edad entendí el sentido no tan oculto de “la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”, y memoricé también, aunque sin el triple sentido, “La Suave Patria”. Alguien abogó por mí ante el director, quien no me dio la razón, pero permitió que entrara al examen final aunque no me hubiera cortado el cabello ni disimulara el “copete de carpintero”, como lo calificaba Miss Gladys; quién sabe por qué al siguiente año no sólo me permitió el cabello largo sino que me endilgó otro calificativo: “corazón santo”. Aunque en la biblioteca estaba la antología de 1953, pedí la otra, de 1914. Una por otra: puedo leer inglés, pero lo pronuncio como vendedor de baratijas en las playas de Mazatlán; en cambio, puedo leer mucha poesía, más que los mismos poetas.)
Castro Leal fue polifacético, pero se ha dicho de sus antologías que hacen creer que todos los poetas mexicanos escriben igual; pero leía a todos; en el índice encuentro nombres que, pese a ser consagrados en esas páginas, han pasado al olvido excepto de los especialistas: Jesús E. Valenzuela (que se nos quiere hacer creer que es el don Chucho, de México de mis recuerdos), Roberto Argüelles Bringas (de quien memoricé uno de sus poemas, sólo incluido en la antología de Castro Leal, pero atribuido a Díaz Mirón), Manuel de la Parra, Rafael Cuevas, Rafael Cabrera, Francisco Orozco Muñoz, Jorge Adalberto Vázquez, Rodrigo Torres Hernández, Miguel D. Martínez Rendón, Jesús Zavala, Manuel Martínez Valadez, Pedro Requena Legarreta –de quien Gabriel Zaid ha escrito—, Miguel Potosí, Leopoldo Ramos, Daniel Castañeda, Honorato Ignacio Magaloni, Enrique Asúnsolo, Solón Sabre, Clemente López Trujillo, Manuel González Flores, Práxedes Reina Hermosillo, Jesús Reyes Ruiz, María del Mar (asmo, decía Novo, aludiendo a su hermosura legendaria), Jesús Sansón Flores, Roberto Guzmán Araujo, Arturo Adame Rodríguez, Mauricio Gómez Mayorga, Jorge Ramón Juárez, Rafael Vega Albela, Ramón Galguera Noverola, Manuel Lerín, Rafael del Río, Héctor González Morales, María Luisa Hidalgo, Adalberto Navarro Sánchez, Tomás Díaz Bartlett, Bernardo Casanueva Mazo, Miguel Castro Ruiz, Jesús Medina Romero, Ramón Mendoza Montes y Gloria Mestra.
Aparte, hay algunos semidesconocidos, que han desaparecido de las antologías, muchos de ellos de manera injusta, o que pervive su leyenda pero hemos olvidado su obra, como José D. (el Vate) Frías, Enrique Fernández Granados, Luis Rosado Vega, Enrique Fernández Ledesma, Genaro Estrada, José de Jesús (el Vate) Núñez y Domínguez, Francisco González Guerrero, Alfonso Junco, Carlos Gutiérrez Cruz, Gregorio López y Fuentes, Vicente Echeverría del Prado (que todavía en los setenta publicaba un soneto diario), Octaviano Valdés, Efrén Hernández, Noé de la Flor Casanova, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Miguel N. Lira, Clemente López Trujillo, Gabriel Méndez Plancarte, José López Bermúdez, Octavio Novaro, Carmen Toscano, Vicente Magdaleno, Miguel Bustos Cerecedo, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Emma Godoy, Javier Peñalosa, Jesús Arellano (“tanto amor a la poesía tan mal correspondido”), Wilberto Cantón; alguno tuvo relevancia en otros géneros (Efrén Hernández, Cantón, Magdaleno, Solana); muchos de los incluidos apenas despuntaban (Dolores Castro, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia), y lo que recopiló de ellos Castro Leal es una muestra de lo que llegarían a ser y hacer; otros de los ahora indispensables eran unos niños que comenzaban a escribir, en privado, o alguno ni siquiera iba aún a la escuela. Algunos de los antologados por Juan acababan de nacer.
Me hago una pregunta impertinente: ¿vale más el riesgo de Castro Leal de incluir a muchos que merecían la justicia de ser mencionados pero no de ser antologados (¿y debo entrecomillar esta frase?), o la prudencia de Domingo Argüelles, de omitir a muchos que posiblemente el paso del tiempo los lleve al olvido)
*III. Dije que Music Center me parecía la mejor tienda de discos en los últimos 50 años. En los cincuenta, al lado de El Mago de Capuchinas, estaba una pequeña tienda, casi tan pequeña como Libros Escogidos, con el nombre de Adela (la de “me lo dijo Adela: doctor, mañana no me saque usté la muela aunque me muera de dolor”); con una bondad de la que ignoro el origen me obsequiaba los catálogos atrasados de los discos en venta, que cada compañía daba a los vendedores o distribuidores, y en los que enlistaban cantante, tema y número del disco; llegué a tener una buena colección que, como todas mis colecciones, no sobrevive; me permitía escuchar algunos discos, y allí mi familia compró varios que recuerdo con claridad: “Las piernas de Carolina”, “El alacrán”, “El mar”; no fue allí donde compré mi primer disco, el de los Rebeldes del Rock en Ciudad Universitaria (como visitantes, digo), en un tienda en la Calzada de Guadalupe, junto a una dulcería que sólo vendía chiclosos Tofico y los chocolates de esa misma fábrica (“esa sabrosa mordida”, comercial de Silvana Pampanini, que ahora creo imaginar que tenía un leve acento de picardía), y donde muchos meses veía sus aparadores, codicioso. En una de nuestras pintas, Víctor Tovar Villa y yo escuchamos más de 20 discos en las cabinas que estaban en el segundo (¿o tercero?) piso del Mercado de Discos que estaba en San Juan de Letrán, hasta que los encargados nos advirtieron que el siguiente que tomáramos ya teníamos que pagarlo. Como estaba casi enfrente de la General Electric donde trabajaba mi padre, fatigué sus aparadores durante muchos años, y allí compré una cantidad enorme de álbumes; el último fue una colección de obras de Aaron Copland interpretadas por la Sinfónica de Dallas dirigida por Eduardo Mata; me es imposible recordar cuáles de mis discos los compré allí o en alguna de sus sucursales (la que estaba frente al Teatro Blanquita, por ejemplo); más clavados tengo los que no compré: un LP de Manuel Valdés que incluía “Médico brujo”, “Gorda”, “El dengue del Loco Valdés” –esta última, compuesta por Severo Mirón— y algunos otros, por ignorancia o por falta de dinero.
Cuando desaparecieron los Mercados de Discos sentí que se iban mis recuerdos a un hoyo negro, pero comencé a visitar otras tiendas; Rocanrol Circus, por Insurgentes, donde adquirí varios discos pirata, pero se me escaparon otros porque de un día para otro desapareció; compré muchísimos en Hip 70, aunque me molestaba que el dueño viera con desdén a los que no adquirían Zappa y Captain Beefhart, o ELP; cuando pedí que me mostrara lo más reciente de Paul Simon le gritaba a sus ayudantes “hijo, pásame lo que haya del Simón”; el emblema de Traffic que traje durante tantos años lo compré allí, pese a la mirada de desprecio del dueño. Xavier Velasco, quien me recomendó Circus, me recomendó otra tienda en Polanco, que me duró poco porque no tenía mucho surtido a menos que uno fuera fanático del Metal más monótono. Xavier también nos mostró un enorme bodegón de discos, en Peralvillo, donde los vendían a precio de mayoristas; ahora hay allí una tienda de artesanías.
En Briyus nos molestaba que se negaran a vender algunas cosas que nos interesaban porque a los dueños no les gustaba esa música; en Moliére hubo una tienda donde se conseguían cosas raras, como las obras completas de Simon o de Simon y Garfunkel, en un solo tomo; pero duró poco; Roberto Diego Ortega me recomendó una tienda en la calle de Sinaloa, que se especializaba en discos pirata, pero cerró poco después de que conseguí algunas rarezas. También hubo una pequeña tienda en Londres, en las orillas de la Zona Rosa, donde en un mes me consiguieron casi todo lo de Traffic, y me llamaban a casa para avisarme de las novedades: la sustituyó una cafetería con servicio de quiromancia incluido. También en los sesenta y setenta Sears y el Palacio de Hierro tenían buen surtido de discos.
Music Center lo conocí porque Jesús Iturralde tenía un programa en radio, Panorama 101, donde ponía música excelente por las mañanas; la tienda estaba en Plaza Polanco, donde no tuvo éxito Arvil, que fue donde conseguí algunos de mis discos más entrañables, sobre todo soundtracks; Iturralde conocía todos los discos que vendía; ingeniero graduado en Dominó V, estaba al tanto de todo lo que se vendía, y traía el suficiente número de ejemplares para sus clientes; me hizo conocer a muchos cantantes, a infinidad de conjuntos; por él compré discos que ni se me hubiera ocurrido que alguna vez lo escucharía; más de una vez me dijo: “éste va a gustarte; llévatelo, y si no te gusta, te lo cambio”; nunca se equivocó; un día me atreví a corregirle alguna afirmación, y nos retamos a jugar trivia; en su casa o en la mía nos madrugábamos con las preguntas más absurdas, más incontestables y más divertidas. Antes de que se pusieran de moda, antes de que los trajeran, él tenía un buen número de juegos de trivia.
No niego que en una tienda que estaba en el edificio Aristos, en Insurgentes y Aguascalientes, compré la mayoría de discos de música sinfónica antes de la llegada de los compactos; que en Margolín me consiguieron El buey en el tejado que no he vuelto a ver más que en Tower de San Ángel (aunque antes me quisieron hacer creer que había pedido El violinista en el tejado, como si Luis Pérez no me conociera); que en Tower de la Zona Rosa debo haber comprado más de cien títulos; pero en donde más a gusto me he sentido fue en Music Center; excepto un día en que su amigo Memo quiso hacerlo enojar y puso en el tocadiscos algo de Julio Iglesias (y salió de su privado, enfurecido), todo lo que ponían era excelente, y con un volumen adecuado, al contrario de Mix Up donde provocan taquicardias con lo que ponen, y al volumen en que lo ponen. Iturralde sabe además la historia de cada conjunto, de cada solista, evalúa su calidad, admite los tropiezos, las fallas, descubre cualidades en muchos desconocidos, y además explica con una sencillez pasmosa, que hace creer a su interlocutor que sabe tanto como Jesús.
La caída de la industria discográfica, la costumbre que han adquirido de descargar de internet piezas sueltas que, por desgracia, al ser reproducidas pierden más de la mitad de las notas, que no se escuchan o que se mezclan, ha ido desapareciendo las tiendas; ni siquiera porque las compañías admiten que se equivocaron y que los acetatos se oyen mejor que los compactos y que los MP3, ya no hay tiendas, no hay tocadiscos o tornamesas, ni siquiera tocacasetes, y lo peor, tampoco hay clientes. Pero se puede escuchar a Jesús Iturralde en facebook con su programa; pero nada sustituye su inigualable Music Center.
*IV. Mark Sánchez decepcionó a los seguidores de su equipo, y a sus fanáticos, al tener una temporada desastrosa; sus compañeros lo apoyaron: en el penúltimo juego de la temporada regular, permitieron que capturaran once veces a su suplente, con lo que se empató un récord de casi cien años de vigencia. Pero Sánchez no tiene la culpa, lo que tiene es el corazón rompido: entre la gazmoñería de los directivos de los Jets, y los compromisos políticos de Eva Longoria, Mark anda que no lo calienta ni el sol, como el gorrioncillo detrás de la calandria ingrata; Longoria acaba de hacer público su romance con Antonio Villaraigosa, ex alcalde de Los Ángeles; Sánchez debe sentir que le crecen los cuernos al saber que los favores que antes le ofrecía ya no son suyos, que ya no es Nadia para él, que se fue y lo dejó sin duda por otro con más poder que él; cuando va a lanzar un pase debe pensar que su cariño lo pagó con traiciones, pero que a la ingrata otro así lo pagará, y que si hoy le sobran muchos que la quieran, verá mañana… En Corazón roto se afirma que esa sensación dura un año; otros dicen que uno tarda en recuperarse un mes por cada año que haya durado la relación; así, es probable que la siguiente temporada Mark Sánchez vuelva a ser el que entusiasmó a los aficionados a los Jets.
*V. Dice una fórmula que el pitcher ideal debe tener el cerebro de Greg Maddux, el brazo y los hombros de Cy Young, las piernas de Ton Seaver, la velocidad de Walter Johnson, la pasión de Curt Schilling, la durabilidad de Warren Spahn, la simpatía de Al Leiter y la esposa de Roger Clemens.
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Reclamos de un peatón; más mujers de Lester
Dice David Toscana (autor de algunas muy buenas novelas, como Las bicicletas y Estación Tula) que como no todos podemos colgar un cuadro de Van Gogh en nuestras paredes, debemos conformarnos con los bodrios de la hija de algún amigo; las obras de Van Gogh, entre cuadros y dibujos, llegan a 2 500; muchas pertenecen a museos, las que llegan a ponerse a la venta se valúan en más de 20 millones de dólares, y alguna sobrepasa los 80 millones; sólo unos cuantos cientos de personas podrían adquirirlos, si es que se interesan, o se interesan en apantallar a sus conocidos. Según Toscana, hay que conformarse entonces con bodrios; por fortuna, para quienes carecemos de decenas de miles de pesos no tenemos que conformarnos con las reproducciones que venden en tiendas para turistas o en museos; desde hace algunos años existen técnicas que permiten que haya varios originales de un solo cuadro, como las serigrafías y las litografías; los grabados y los dibujos tampoco son tan caros como los óleos, que en los casos de algunos pintores mexicanos, se cotizan en más de cien mil pesos; pero con las serigrafías con unos cuantos cientos, o pocos miles de pesos, puede alguien poseer unos 20 o 30 buenos cuadros de muchos otros pintores. Hay en el mercado mexicano serigrafías hasta de Miró; y si uno no puede tener un óleo de Manuel Felguérez, hay serigrafías que cualquier aficionado, mediante sacrificios, pero sin descapitalizarse, puede tener cuadros suyos, auténticos. Y hay óleos que no son tan caros, y uno puede abstenerse de comprar libros, discos y películas, y de comer, durante un par de meses y entonces comprar uno que nos guste. Lo que más me llamó la atención cuando de adolescente comencé a conocer a escritores, fue que todos tenían en sus casas, alrededor de los libreros, cuadros de regular o gran tamaño. Por ejemplo, en su autobiografía, Gustavo Sainz, al describir su departamento (Niza 66, como debió llamarse nuestra novela a cuatro dedos), aparte de los retratos de los escritores y cineastas que admiraba, dice que en su recámara “sobre el clóset que ocupa la pared hay cuatro monstruitos de Arnaldo Coen… En el comedor, junto a la puerta de salida, después de haber visto un dibujo de Vicente Rojo, una acuarela y un óleo de Arnaldo…”. Por su parte, Carlos Monsiváis habla de su estudio de trabajo, y además de un teléfono siempre ocupado, menciona un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas y un collage de Vicente Rojo. Entonces pensé que todos eran ricos, pero Monsiváis, por esa época, presumía de que era “pobrísimo” (palabras de René Rebetez, quien objetaba la presunción, pues por esos días había cobrado su antología de la poesía mexicana del siglo XX). Uno de los lujos de Sergio Galindo era un óleo de Siqueiros que, por error, el pintor lo había fechado un año después, por lo que Sergio temía que falleciera y todos pensaran que fuera falsificado; un vecino, que para mayor muestra de humildad trabaja en un periódico, tiene en su sala cuadros de Leticia Tarragó; alguno de estos escritores me confesó que la mayoría de sus cuadros habían sido obsequios de los propios pintores, que suelen ser muy generosos. Pero Toscana los descalifica: si no son Van Gogh, todos son bodrios. En otra parte de su ataque contra los libros de autoayuda se lanza contra los cineastas que a él no le gustan, y llega a calificar de mediocres a muchos críticos a quienes le gusta el cine de Woody Allen, la mayoría de los cuales sabe bastante más cine que Toscana; no dice sus razones para abominar de Allen, lo que hace pensar que sus descalificaciones son tan radicales y prejuiciosas como las que usa para desechar a todos los pintores a partir de Van Gogh; es decir, si alguien no es Wilder, Hawks o Ford, no existe (aunque sea Huston, Hathaway –Henry—, Lang) o es malo o hijo de un conocido, por lo que tenemos que conformarnos con sus películas. Es de pensar que Toscana, tan serio, nunca ríe. Hace reír a sus lectores, sin embargo: en una de sus novelas un personaje anda cargando un cerdito que, como ya no lo estaban criando, debe tener más de seis meses, sólo que a esa edad ya pesa 50 kilos, cuando menos; cierto, debe estar flaco porque según las enciclopedias deben deglutir kilo y medio de comida por cada kilo que pesen, y los personajes de esa novela pasan mucha hambre. Ora que ni tan flaco, porque los otros personajes le traen ganas para convertirlo en tacos de maciza. Lo más gracioso de ese pasaje, no por inverosímil menos atractivo, es una escena en la que el personaje tropieza y el cerdito rueda por el suelo “con toda su humanidad”. Alguna vez el Excélsior de los años setenta describió el pánico de una población cuando vio que un lagarto arrastraba su humanidad por las cercanías. Toscana ya le dio categoría literaria a ese barbarismo. Lo principal del ataque de Toscana es contra los libros de autoayuda, que ocupan sitios de libreros que debían ser para clásicos antiguos y modernos. Poco tengo a favor de los libros de autoayuda: son convencionales, aconsejan, algunos de ellos, que se pierda la dignidad con tal de conservar una chamba, o que haga de cirquero para tener muchos amigos o para caerle a una chava de altas pretensiones, que caminan con la frente en alto y gesto de que todo alrededor de ellas huele a gas; si alguien todavía la pretende, puede leer esos consejos que, por lo regular, fallan. Lo peor de muchos de esos libros es que están mal escritos: desconocen la sintaxis, poco les importa la ortografía, y creen que la concordancia es para los pedantes; inventan verbos o usan mal los existentes, y carecen de lógica; muchos llegan a las librerías con menos ínfulas, y están mejor escritos porque correctores profesionales los han limpiado de errores, erratas, solecismos y barbarismos (cosa que los autores, cuando lo advierten, ni siquiera agradecen, aunque la mayoría cree que los méritos son suyos y no de los correctores, quienes, por otra parte, se ganan la vida honradamente poniendo los acentos que los autores ignoran). No son peores que muchos literatos noveles (de 40 o 50 años de edad), que desconocen el uso de los acentos o, mejor dicho, su función. Creen que sobretodo es un sinónimo de “sin embargo”; creen que “a bordo” y “abordo” significan lo mismo; nunca le atinan a los acentos de aun o al de más o mas; ignoran, como los autores de autoayuda, el significado de las palabras; andan celebrando la tiranía de la RAE para eliminar acentos, no por cuestiones gramaticales sino para que no se le note lo ignorantes; ya lo dije, pero lo repito por tratarse de un caso del mismo Toscana, quien en una novela relata (eso sí, con buen sabor) el asalto que sufre una anciana, a quien le gana el instinto y trata de evitar que le arrebaten su bolso; los rateros la vencen y queda tirada en el suelo, con las medias rotas y las rodillas raspadas; se encuentra justificadamente indignada, no tanto con quienes la asaltaron (¿o es uno?; no recuerdo), sino con los peatones que no la ayudaron; supongo que quiso decir que con los testigos, acobardados, que nada hicieron por impedir si no el asalto, sí el atraco, o cuando menos la humillación; me parece que es una de las lecturas que más me han indignado, porque se lanzó contra todos los peatones (en el caso narrado por Toscana, también había automovilistas que tampoco evitaron el atraco, pero a ellos no los acusó de negligentes y cobardes), y la mayoría de las veces soy peatón. No puedo decir que no aprendí a conducir un automóvil que, en contra de la etimología, no se mueve por sí solo, aunque ya no necesita la ayuda de caballos o de energía eléctrica; Pancho Ramírez se ofreció a enseñarme (Sotero Garciarreyes también se ofreció, y juró que lo haría tan bien que esa misma noche podría llevarme su auto desde su casa en las Lomas hasta la mía en la Industrial; su mujer fue más sensata y lo disuadió de tal hazaña); tomamos el único automóvil que tuvo mi padre, y conduje unas diez calles, desde mi casa hasta la de Pancho, que era la misma pero kilómetro y medio más lejos y con otro nombre; lo peor fue que me estacioné bien, pero sin observar hacia atrás, que es como se debe hacer cuando se maneja en reversa. Pancho estaba muy asustado y desistió de su empeño. Para bien, porque a lo largo de los años fui descubriendo que, sin ser daltónico, confundo el verde con el rojo, y sobre todo, que no estoy dispuesto a dejar de admirar la belleza de algunas peatonas (y una que otra automovilista) sólo por ser responsable y no distraerme, y concentrarme en el tránsito, los peatones, los automovilistas y los semáforos. Por ello, soy más responsable y no he provocado ningún accidente, aunque en alguna ocasión llamé la atención de Isaac Arriaga Soto hacia el atractivo de una peatona; cuando Isaac advirtió que había dejado de ver el tránsito, frenó en seco, rechinando los frenos. Quienes se burlaron de él por frenar en medio de la calle, sin autos cerca y lejos de un semáforo, no saben el susto que nos llevamos. (La incapacidad de mi padre para manejar automóviles es uno de sus legados más firmes, y que la legué a mis hijos.) Cuando no soy peatón soy copiloto que le indica a los conductores víctimas de mis histerias los posibles peligros a los que pueden enfrentarse; la mayoría son pacientes, pero el cómplice perfecto era Manuel Gutiérrez Oropeza, quien me daba aventón para que yo le dijera a quién podía admirar, y hacia dónde; sólo dos veces chocamos, y sin consecuencia; bueno, una: la disminución de mi astigmatismo por un leve golpe que ni me dolió (en ese momento). *Al buscar vida y obra de Fernando Corripio me enteré de que escribió muchos más diccionarios de los que tengo: uno Abreviado de Sinónimos; de Incorrecciones, Dudas y Normas Gramaticales; de Inglés Coloquial y Slang Americano (estadounidense, seguramente); Etimológico General de la Lengua Castellana, además de Enriquezca su Vocabulario; tengo otros suyos, realmente muy buenos; su Gran Diccionario de Sinónimos es el mejor que conozco; baste un ejemplo: tiene 27 sinónimos de puta, el doble de cualquier otro (aunque no he adquirido el de Moliner, que me dice un experto que debe ser un fraude, no de ella sino quienes lo fabricaron tomando las definiciones de su muy prestigiado Diccionario de Uso); el de Incorrecciones es excelente, no sólo porque advierte de errores muy comunes (detentar, por ejemplo), sino del buen uso de vocablos por lo regular mal traducidos. Al poco de ver su ficha encontré, más barato que en las librerías del FCE y las Porrúa, el Diccionario de Ideas Afines. Es no sólo útil, es bello, y da idea de la riqueza de un idioma que no tiene por qué atarse a una definición sin salirse de ella; todos los usos que puede tener una palabra sin necesidad de distorsionarla; la variedad de posibilidades para no repetirse, sin caer en inexactitudes, además de que las afinidades no son exclusivamente lexicográficas, sino de asociación de ideas; testigo, por ejemplo, puede ser un deponente, un declarante, un manifestante, un exponente; en ningún caso se dice que es sinónimo de peatón. Hay un solo defecto (o es el único que le he encontrado luego de ojearlo durante una semana): no menciona el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, de Julio Casares, mucho más amplio porque no sólo asocia ideas, sino que las define en el sentido de darle un uso adecuado; así, el testigo es alguien que observa un hecho (como un atraco), pero relacionado con la variedad de ideas y expresiones de las maneras en que puede usarse. El único problema es que el diccionario de Casares está agotado (no que esté fatigado, sólo que no se encuentra en las librerías, excepto en 23 de España, otra en Estados Unidos y otra en Canadá, con precios tan variables que van de los 30 a los 75 euros, más gastos de envío) y el de Corripio está fresquecito en las librerías mexicanas, pero sólo éste, no sus otros diccionarios. Corripio tradujo varios libros, para Bruguera, entre ellos Moll Flanders, de Defoe (tengo la traducción de Carlos Pujol, la que en la portada trae a Elke Sommers) y Ofendidos y humillados, de Dostoievsky, tampoco a la venta. *Prosigo, brevemente, con algunas mujeres en las cintas de Richard Lester: en Help! aparece Eleanor Bron, la mujer que hace sufrir a Dudley Moore en Un Fausto moderno, de Stanley Donen (donde por cierto, muestra las pantaletas mientras hace creer que Moore va a violarla, cuando éste sólo quiere demostrar su amor). Bron es cortejada por McCartney e intercambia guiños coquetos con Harrison, mientras que Lennon parece indiferente y ella intenta salvar a Starkey de los intentos homicidas de una secta que sacrifica ritualmente a quien porte un anillo. Eleanor (¿algo tendrá que ver con la Eleanor de “Eleanor Rigby”?), quien pertenece a esa secta, los lleva por todo el mundo huyendo de los atacantes; es la inteligente de la película; algunos biógrafos indiscretos relatan que ella sí tuvo sus queveres, pero con Lennon; no se sabe si una o muchas veces, pero fue una de las mujeres con las que él engañó tanto a Cynthia como a Yoko; en la cinta, Lester la trata con mucho respeto, y resalta su belleza, su elegancia, singular y extraña tanto como lo hizo Donen. Algo raro sucede en Help!, seguramente por un descuido: Harrison roza, al parecer de manera accidental, el pecho de una extra; al contrario de lo que podría esperarse por los deseos que despertaban los Beatles en las niñas, adolescentes, adultas y adustas, la extra hace un mohín de disgusto. Sin embargo, la mujer que fue tratada con más delicadeza en una cinta de Lester fue Audrey Hepburn (¿la actriz más elegante de la historia del cine?), en Robin y Marian; es objeto del amor de un Robin Hood encarnado, sin su papel tradicional de seductor, por Sean Connery; conmovedores ambos, no son objeto de pasión irrefrenable, sino de entrega, comprensión, unión de sentimientos que sobrevivieron al erotismo, y lo conservan como algo íntimo, que no se presume ni se comparte, aunque se limiten no al recuerdo sino a las miradas, más intensas que cuando copulaban. *¿Vale la pena ver un Abierto de Tenis si en la primera ronda es eliminada Tsvetana Pirinkova? Sólo por ver a Ana Ivanovic perder en la tercera ronda, y las mañas de las tenistas que fingen o exageran lesiones para recuperarse de los malos momentos. *El mismo día fallecieron Earl Weaver, el manager por excelencia de los Orioles de Baltimore, y Stan Musial, uno de los más extraordinarios bateadores de la historia del beisbol, siempre con el uniforme de Cardenales de San Luis. Weaver nunca jugó en las Mayores, pero dominó a jugadores que tenían derecho a ser tratados como superestrellas: Jim Palmer, Brooks Robinson, Frank Robinson, Pat Dobson, Mike Cuellar, Paul Blair, Boog Powell, rindieron como nunca bajo sus órdenes; mucho más chaparro que ellos, los disciplinó y los hizo campeones varias veces; su coraje y su empeño lo hicieron temible a los umpires, que lo expulsaron más de 90 veces en su carrera. Musial una tarde produjo con sencillos, doble y jonrón todas las carreras con que su equipo venció a los Dodgers; al día siguiente el locutor local lo anunció: “at bat, that man”; así lo conocieron los aficionados y los contrincantes, que lo respetaban; tuvo la mejor temporada que pudo haber tenido cualquier jugador: en 1948 fue líder en carreras anotadas, empujadas, hits, dobles, triples, bases recibidas, porcentaje de bateo y de slugging; se quedó a un jonrón de empatar el liderato; tuvo una hazaña a lo largo de su carrera: bateó el mismo número de imparables jugando en su estadio que como visitante; no bateó 500 jonrones, pero se quedó muy cerca, cuando no había estimulantes externos; al retirarse tenía un récord que nadie más puede tener: más récords de bateo que cualquiera otro (55, en total). Buen jardinero, alguna vez calculó mal un elevado y la bola lo golpeó en la cabeza; nadie se rió, hasta que él mismo soltó una carcajada, luego de que revisaron que no hubiera (¿quién dice que ese verbo no existe?) sufrido una lesión. Después jugó la primera base. Pese a su potente bateo (475 cuadrangulares, más de 500 dobles, más de 130 triples) nunca se ponchó más de 50 veces por temporada y sólo 696 veces en su carrera de 24 años y más de diez mil turnos al bat. Nunca protagonizó ningún escándalo; fue el rival de Ted Williams, considerado el mejor bateador de todos los tiempos, y fueron grandes amigos; entre ambos conquistaron todos los títulos imaginables: Musial fue campeón de bateo siete veces, Williams seis. Y no tomaron esteroides. El mismo día, más cercano, un muy joven amigo nos estremeció con su partida, pero se le recordará siempre. *”Y allá en la Francia, güiriqüirigüirí, y allá en la Francia güirigüirigüirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad”, dijo y cantó Carlos Fuentes en La región más transparente.
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Las panties de Debbie Reynolds; las mujeres de Donen; las piernas estremecedoras de Keyes, y los griposos
En uno de los mejores ensayos sobre cine escritos en México, José de la Colina resalta el gesto (¿inconsciente, involuntario?) de Debbie Reynolds cuando, al final de “Good Morning” (en Singin’ in the Rain), se baja la falda para evitar que se le vean las pantaletas; cada vez que veo la película siento que algo anda mal; De la Colina dice que trae falda rosa y plisada, pero es azul; en efecto, se la baja, pero no se le había subido, y sólo dejaba al descubierto las rodillas; claro que en 1952 no mostraban las rodillas sin ser asediadas por las miradas masculinas ansiosas y excitadas; es curioso ese gesto de pudor cuando, en el mismo baile, se sube a una cantina y se pasa al otro lado, y quedan al descubierto sus muslos, sorprendentes en una mujer que en sus momentos más lucidores medía 1.57 metros, chaparra comparada con la estatura de Marilyn Monroe (1.61), Katharine Hepburn (1.71), Cyd Charisse (1.71), Marlene Dietrich (1.68), Greta Garbo (1.71), Briggite Bardott (1.70), Ginger Rogers (1.64), (Ann Miller (1.70), o las mexicanas Dolores del Río (1.61) o María Félix (1.75); sólo fue más alta que Natalie Wood y su 1.52.
Durante ese baile, y en otros números musicales, se pueden admirar, por breves momentos, las muy bellas piernas de Debbie Reynolds, y no hay siquiera la posibilidad de admirarla en una óptica erótica, por lo breve, porque están justificados sus movimientos, y porque en ningún momento se le ven las más allá de los muslos.Pero al año siguiente filmó I Love Melvin, durante la cual bailó, subiendo y bajando de una mesa de centro, una muy divertida melodía, “Where did you learned to dance?”, en la que da vuelo a su falda ampona y muestra muy generosamente sus piernas, más bellas y cachondas que en Singin’ in the Rain, además de unas tarzaneras blancas muy coquetas, llenas de olanes y adornitos también blancos, varias veces, además de que se sube la falda a cada rato, de manera voluntaria, y muestra sus muslos contundentes. Aunque la escena no es morbosa, es mucho más sensual que las de la cinta dirigida por Stanley Donen, quien se distinguió por esa finura, esa elegancia, esa delicadeza para exhibir la belleza femenina sin denigrarla. Donen fue mucho más sutil que Don Weis, el que la dirigió en I Love Melvin.
Donen tuvo cuando menos dos momentos difíciles al respecto: en La escalera, que acomete sin temor pero con elegancia el tema de la homosexualidad con dos actores que no fueron homosexuales, Richard Burton y Rex Harrison; en algún momento, escandalizados, corren a una pareja que se refugia de la lluvia bajo el toldo de su negocio, y los sorprenden cuando el muchacho soba los glúteos de la muchacha (gesto ahora muy frecuente incluso en la televisión; antes, qué capaz); poco después sorprenden de lejos a una pareja que copula en el campo, y se limitan a un comentario o una queja: “mira, lo hacen de verdad”.
En una de las últimas cintas de Donen, Échale la culpa a Río (que en España bautizaron, bien ingeniosos ellos, Lío en Río) aparecen desnudas la muy alta (1.79) Michelle Johnson y Demi Moore (1.65); la segunda, que aparece en tanga brasileña y muestra las piernas en toda la cinta, no enseña ni los pechos (cubiertos por su cabello largo –dicen que porque entonces los tenía muy pequeños, los pechos) ni los glúteos desnudos; Johnson en cambio aparece varias escenas con los pechos desnudos y sin tarzaneras cuando menos en un par de ocasiones, muy visible (en directo y en fotografía) el vello púbico (antes de que desapareciera de las actrices y las modelos actuales); pero las situaciones, más que eróticas, son muy cómicas y nada morbosas; por el contrario, el final tiene mucho de tristeza e insatisfacción.El cine de Donen está lleno de mujeres vitales, bellas, pero discretas; no importa que bailen mejor que sus coestrellas, no intentan quitarles estrellato ni lucimiento; Reynolds, por ejemplo, es mucho más graciosa bailando que Gene Kelly, y sobre ella recae gran parte del peso de Singin’ in the Rain, pero él se lleva todos los méritos, incluso a costa de la muy simpática Jane Hagen, que lleva el papel de villana aunque se luzca todo el tiempo (se necesitan muchas dotes de actriz para ese papel); en Malditos Yanquis (con mayúsculas, porque es el nombre del equipo de beisbol que, en la época de la obra de teatro y de la cinta, ganaron ocho de diez campeonatos y quién sabe cuántas Series Mundiales), Gwen Verdon le da un baile de actuación a Tab Hunter, y está al parejo de Ray Walton, magnífico en su papel del diablo en otra versión de Fausto (Donen hizo Un Fausto moderno, pocos años después), y como bailarina se echa un buen mano a mano con Bob Fosse, coreógrafo legendario (más le valía: eran esposos); si el final es débil, la culpa no es de los actores, ni siquiera de Donen, sino de los Senadores de Washington que derrotan a los Yanquis de una manera poco verosímil.
Donen hizo que sus actrices mostraran las piernas con mucha frecuencia, pero el espectador admira su belleza, no su magnetismo animal; luego abundaré en ello, pero por ahora pongo como ejemplo Juego de pijamas, una de las cintas donde Doris Day exhibe sus piernas con más frecuencia y generosidad, sin provocar bajas pasiones.
*En La comezón del séptimo año se recuerda, deformándola, la escena de las rejillas ventiladoras del Metro, que sube la falda de Marilyn Monroe; en la vida real mostró más que en la cinta, lo que provocó los celos de Joe DiMaggio y de Frank Sinatra, que trataron de corregir a golpes la tendencia de MM a dejarse admirar por las miradas masculinas. Tom Ewell interpreta al vecino que vive debajo de la tentación, que aspira a seducir a la ingenua rubia que, sin querer, lo excita, y está dispuesta a dejarse seducir; lo encuentra simpático, divertido, más atractivo que si fuera apuesto; en contrapunto, Ewell imagina diálogos con la esposa ausente, quien se burla (se burlaría) de sus intentos de seducción hacia ese animal erótico; le recuerda, en escenas oníricas, que las mujeres que él cree enamoradas de él, en realidad nunca lo estuvieron, que él se hizo ilusiones.
Una villana por omisión, a la que vemos poco y nos atrae menos, interpretada por una fría, poco atractiva Evelyn Keyes, quien sin embargo hizo que la pantalla temblara muy pocos años antes con una cinta muy menor, pero muy divertida, One Big Affaire, de Peter Godfrey; el argumento, levemente parecido a Sucedió una noche, pone a Keyes como una turista que tiene que fingirse esposa del aventurero Dennis O’Keffe; simulan ser matrimonio en un pueblito de Guerrero, donde deben pernoctar en un hotel; ella, muy decente, se rehúsa a compartir con él la habitación, pues sólo hay una cama, pero él no puede salir del cuarto porque las autoridades descubrirían el engaño; las autoridades, conmovidas por el idilio, les llevan serenata con un trío que canta bajo su balcón; es la escena más atractiva de la cinta, pues Keyes viste sólo la camisa de una pijama, y expone a nuestra vista unas piernas muy bellas, y a cada rato se inclina, haciendo creer que dejará ver los glúteos (en esa época, principio de los cincuenta, las pantaletas eran enormes –ahora le dicen grannies, o sea “de abuelitas”, pero algunas eran más eróticas que las de hilo dental actuales, que revelan más defectos que cualidades); no lo hace, pero casi; sucede otra cosa en esa escena: mientras el trío canta se dejan sentir varios seísmos más o menos perceptibles; pero mientras Keyes y O’Keffe se alarman, ni los cantantes ni el alcalde se dan por enterados; cuando ella pregunta si hubo un temblor, el alcalde le explica que sí, pero que allí son muy normales. (Keyes hizo papeles relevantes en otras cintas, particularmente en Lo que el viento se llevó; y el viento se llevó su fama, aunque sigue teniendo un número reducido pero orgulloso de admiradores que han colocado en youtube varios homenajes, con fotografías de momentos claves de sus cintas; en muchas muestra, posando con sensualidad ingenua, sus piernas bellas. Por desgracia, ninguna de One Big Affaire).*Por metiche me enredé en una breve y unilateral discusión con mi amigo Hugo García Michel, por culpa del Diccionario de la Real Academia; presumió Hugo de andar griposo (no agripado ni mucho menos el vulgar agripedo), o sea afectado de una infección gripal; “tengo gripa”, y ante mi observación de que posiblemente era gripe, me remitió al DRAE, que dice que en España se dice gripe y en México y en Colombia se dice (no que deba decirse) gripa; en efecto, así se afirma en la edición de 2001 del DRAE, pero en ediciones anteriores (1992, por ejemplo) no existe “gripa”; es una concesión de las muchas que ha acometido la Real Academia, que desistió desde hace un buen rato a ser un órgano normativo, y sólo está publicando un diccionario de uso, sin el rigor que debía contener; Luis Fernando Lara, en el Diccionario del Español en México, también da preferencia a gripa, y gripe lo remite a gripa; para el Diccionario Panhispanico de Dudasno hay ninguna duda: se dice gripe; Seco, ni en el nuevo Diccionario de Dudas tiene dudas y ni siquiera incluye la palabra gripa, aunque en el viejo dice que no debe decirse ni grip ni grippe, sino gripe, aunque acepta que en Colombia, Uruguay y Méjico puede (no que deba) decirse gripa. El Diccionario del Español Actual tampoco acepta gripa.
Para el acucioso Diccionario de modismos mexicanos, de Jorge García-Robles, gripa no es mexicanismo, pero para el Diccionario de Mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua “gripa” es supranacional, lo que quiere decir que es algo que está por encima del ámbito de los gobiernos o instituciones nacionales y que actúa con independencia de ellas (por lo que decimos gripe al resfriado o al catarro; la verdadera gripe no manda a la cama a los griposos, sino a los hospitales y, en los años veinte, al cementerio; en aquella epidemia murieron millones, entre ellos los padres de Mary McCarthy, según cuenta en Una vida encantada). Transcribo literalmente la entrada de “gripe” en el Diccionario de incorrecciones, dudas y normas gramaticales de mi autor favorito de diccionarios, Fernando Corripio: “Gripe: es lo correcto y no grippe ni gripa. Griposo ha sido aceptado; dígase también ‘que padece gripe’. Es incorrecto engripado y agripado”.
Hugo no tiene dudas, pero yo me quedo con muchas: ¿por qué si el DRAE acepta una variante para algunos países de América Latina, no aceptamos que en toda Hispanoamérica se dice “balacear”, y casi todos los diarios, incluso donde Hugo escribe y publica, escriben “balear”, a la española? Algunos, para no caer en la disidencia, dicen tirotear. Cuando Gustavo Díaz Ordaz quiso regañar a Carlos Fuentes, dijo que siempre es bueno que los escritores usen bien el lenguaje, y lo remitió al Diccionario; Gabriel Zaid, en uno de sus mejores ensayos, rectifica: hay que saber leer el diccionario, no seguirlo al pie de la letra.
Y es que la Academia, harta seguramente de los madrazos que le asestaban los que detectaban sus cientos de errores, comenzaron a darle gusto a todos, y a deformar su diccionario hasta convertirlo, repito, en un diccionario de uso: así se dice aquí, de otra manera allá, y de otra tercera en Méjico y otros lados; usen la que quieran, total (dice la Academia, no yo).*En la entrega de uno de tantos premios que reparte al mes la industria del entretenimiento en Hollywood, a Jeniffer Lawrence se le rompió el vestido, y le enseñó sus bellas piernas a todos los asistentes a esa ceremonia, a los fotógrafos que se dedican a la sacralización de lo baladí, y a unos indiscretos que filmaron el incidente y lo insertaron en las redes de internet, sobre todo en youtube; las crónicas dicen que mostró (además) aplomo; a mí me hizo recordar parte de un poema de Anastasio de Ochoa:
Qué tosa en el templo Juana
cuando le venga la gana,
¡vaya en paz!
Pero que esa tos no sea
por que algún hombre la vea;
¡qué capaz!
cuando le venga la gana,
¡vaya en paz!
Pero que esa tos no sea
por que algún hombre la vea;
¡qué capaz!
*”La cronología tiene muchas lagunas. La gramática no guarda ninguna relación con el inglés. En la página tal ha incluido usted a una persona que busca las tarifas de los barcos de vapor en el Almanaque Mundial, pero no se encuentran ahí; lo he comprobado. Hay un error sobre el Año Nuevo Chino. Los personajes carecen de consistencia. Describe a Liza Hamilton de una manera y después ella se comporta de una manera diferente […] ¡Dios mío! Qué manera de zarandear el participio, mire la página tal.” (Palabras de John Steinbeck acerca de las observaciones de un corrector de estilo, entre otros problemas con los demás departamentos, en una editorial.)
*Pasadas las elecciones para el Salón de la Fama, los electores decidieron que ninguno de los candidatos merece el honor de estar en la inmortalidad del beisbol. No podía estar más de acuerdo. Lo curioso es que el descarado Sammy Sosa declaró que él y Mike McGwire pertenecen a ese grupo de héroes (en el sentido mitológico, no en el bélico ni en el civil).
*Diez años después de su gran amigo Tito Monterroso, falleció Rubén Bonifaz Nuño, uno de los poetas mayores del siglo XX mexicano; le debo a Nacho Trejo y Manuel Gutiérrez mi pasión por El manto y la corona; sus virtudes las conocen sus lectores, aunque me temo que sus críticos no. Aunque detesto hablar de mí al hablar de otros, no puedo resistir la transcripción de dos anécdotas: me lo topé en las escaleras del Fondo de Cultura Económica (no el nuevo, el tradicional), que subía a tientas; me ofrecí a ayudarlo; a la mitad del camino le dije que mi verso favorito, y que repetía a cada instante, es “Ay, cómo compadezco a los que tú no amas”; muy serio, al dejarlo en la entrada de la dirección, me preguntó mi nombre, y dijo, con una sonrisa que no podía ser falsa: “es usted a toda madre, Mejía”.
La otra no es mía, pero creo que soy el único, ahora, que la conoce: Monterroso dejó varios testimonios de su amistad, de su admiración por Bonifaz (incluso, que cuando le propuso la edición de su primer libro formal, Bonifaz le dijo sí en latín). Pero nunca le confesó las dudas que tenía al llegar la temporada de las conferencias de Bonifaz en El Colegio Nacional, a las que Monterroso no quería faltar, pero tampoco quería perderse la Serie Mundial, con las que coincidían. Varias veces lo solucionó al llevar un radio de transistores, escondido en el saco, con un audífono: así, atendía la conferencia y el beisbol, del que Tito era fanático.
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Está bien, hablemos de música (y de mujeres de Donen y de Thurber)
Me pregunta un amigo si puedo trabajar mientras oigo música; creo que si hubiera podido hacerlo siempre, habría cometido mucho menos erratas que las que he perpetrado; sin embargo, una carga inesperada de chamba me impide ahora poner discos, interrumpir las lecturas (a veces simultáneas) para cambiarlos y, lo peor, que se terminan los seis que caben en el reproductor de compactos sin que los haya escuchado apenas; advierto que pasaron las canciones por las que los pongo sin haberlas ni advertido, y decido no gastarlos, y sólo prendo el radio (¿la? ¿el? Es una errata del primer cuento que publiqué, y que no pude corregir, y que se le pasó a Luis Spota y a Lucy Macías, quienes lo insertaron en el ejemplar del 9 de enero de 1972 del suplemento El Heraldo Cultural; por cierto, en mi tercera novela dos protagonistas comen, para intercambiar confesiones de experiencias eróticas, cosa a la que se atreven hasta que llegan al postre, gelatina en una página, flan en otra, error no exclusivamente mío, sino también de Arturo Serrano y de Sergio Galindo, quienes leyeron la novela sin percatarse de mi falta de concentración –o de estar concentrado sólo en las partes eróticas); pongo nada más tres estaciones, y las mantengo todo el día hasta que me aburre la programación o dejan de divertirme, cuando las oigo, las torpezas de los locutores.
Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”
Pongo más atención que nunca en los boleros, sobre todo en los tríos (mi amigo, aunque gusta de la canción popular, cuando hablo de los tríos piensa en los tríos de Brahms y de Beethoven, es decir, piano, violín y tololoche, o flauta, o chelo). Recuerdo entonces que el Güero Gil mandó hacer una guitarra más pequeña para poder afinar muy alto las cuerdas, y darle una voz distinta; por lo regular las canciones que interpretan los tríos (un requinto y dos guitarras, o requinto, guitarra y maracas, tres voces bien diferenciadas) son de una estructura previsible: una introducción (perdonando la expresión) del requinto, breve pero llamativa, unos versos entonados por las tres voces, un solo del primera voz, un solo prolongado del requinto, de nuevo el primera voz y terminan los tres juntos (perdonando la expresión) y remata el requinto; las letras por lo regular son muy malas, un personaje suplicante que pide una limosna de amor, está dispuesto a pasar la vida, si es aceptado, sospechando de la esposa (como Joyce, al ver la destreza erótica de Nora en su primera cita), conformándose con migajas de amor, celebrando unos cuantos momentos aislados como prueba de sinceridad, perdonando el pasado en que la vida en su avalancha la arrastró, con la incertidumbre de si tan sólo es suya o si, de nuevo, reparte su amor en pedazos, apurándola a que se decida, sea por bien o por mal. Pocas veces, como con Los Dandys, las canciones suelen ser alegres aunque las letras sean tenebrosas (“hay una cosa muy negra en tu vivir que roba lo que ya fue mío”), y por lo regular celebran los fracasos (casi siempre el amor feliz parece artificial en los tríos: las canciones de Álvaro Carrillo parecen más para solistas, y aun así, el tono es trágico aunque las letras celebren potencia sexual –“tanto tiempo disfrutamos de este amor”–,de un orgasmo inesperado – “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor: ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”– de la tristeza postcoitum –“no le digas que me viste muy triste y muy cansado”, la posesión furiosa –“yo siento tus amarras como garfios, como garras”–, de la incomunicación –“pero yo presiento que no estás conmigo aunque estés aquí”– y de la impotencia que se consuela con el triunfo del pasado –“me dará vergüenza si este amor fracasa nada más por mi equivocación”, y hasta depresión precoitum –“amémonos ahora con la paz que en otro tiempo nos faltó”) a pesar de las voces sin potencia, más bien de un derrotado, tanto del propio Carrillo como de Pepe Jara, su mejor intérprete, son mejores que cuando las cantan los tríos (las letras de Carrillo son tan felices que aluden a variantes sexuales, como la que pudo llevar de serenata Bill a Mónica: “en los labios llevas ya sabor a mí”, y la amenaza de ella “como se lleva un lunar, todos podemos una mancha llevar” –esto último es un apunte de Carlos Ramírez, y se refiere a un vestido).
En El Fonógrafo redescubro unas 12 o 15 canciones de Juan Gabriel, y recuerdo que Carlos Monsiváis afirmaba que “tiene talento”, aunque no otras cualidades intelectuales. Asimila recursos del rock, trastoca la métrica tradicional del romance y da un giro a la canción ranchera; si los méritos son de Eduardo Magallanes o del propio Juan Gabriel, no me importa, sino el resultado: canciones vertiginosas como las de Van Morrison, cambios de ritmo inusuales en la música mexicana, con una fortuna similar a la de Rubén Fuentes, quien también renuncia a la métrica tradicional de los octosílabos, para hacer versos silabeados, monosilábicos, lo que dio origen al bolero-ranchero y permitió explotar las cualidades de Pedro Infante como cantante, que no son buena voz, entonación correcta (desentona con mucha frecuencia), sino que pudo actuar las canciones, y así como cantante resultó tan bueno como actor, en esa vertiente, disimulando sus defectos.
Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”
La sensibilidad de Juan Gabriel no es ésa, ni siquiera otra que uno podría esperar, la de “yo no comprendía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; no trata de convencer ni de justificar y mucho menos de propiciar que lo sigan, pero sus canciones pueden cantarlas hombres y mujeres. Un caso raro, como el de Tomás Méndez, quien hizo una excelente canción, “Paloma Negra”, en que se reprocha la actitud de una mujer que reparte su amor en pedazos, y tiene al hombre en ascuas, porque le chismean que anda parrandeando con otros hasta altas horas de la madrugada; sin embargo, las mejores versiones son interpretadas por mujeres (Amalia Mendoza, la mejor, pero también Lola Beltrán, Aída Cuevas; no hay una versión aceptable por un hombre; igualmente, Salvador Novo escribió una maravillosa canción en que un hombre reprocha a una mujer su indiferencia en el pasado, pero la versión de Lola Beltrán es insuperable). Una virtud más de Juan Gabriel: su sentido del humor.
La calidad de sus letras no es excelente, pero no es peor que la de Jiménez, ni que la de Cuco Sánchez (ése sí encarnación del rencor perpetuo, hasta en sus canciones de amor feliz; por desgracia, poco o nunca programado en El Fonógrafo); es muy difícil que haya calidad literaria en las canciones, forzadas a quebrar versos, a cambiar la acentuación, a aceptar las incongruencias en el género masculino o femenino, a obviar las sinalefas (“como ave errante viviré”, que se pronuncia “como aberrante viviré”), se toleran y hasta parecen naturales las cacofonías, han propiciado que proliferen las redundancias (“los ojos que tú tienes”, “aunque no quieras tú”); no todos tienen las virtudes literarias de Mario Molina Montes ni de Alberto Cervantes, ni la de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo o las excelentes de María Greever; pero hay momentos muy afortunados en Jiménez (“otra vez a brindar con extraños”, “de mi mano sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”, “alguien me contó tu vida, supe de tus ilusiones” y muchas otras). Y desde luego en Lara (“María Bonita” no tiene desperdicio, y algunas otras, como “poniendo la mano sobre el corazón” –¿suyo, de ella?). Hay muchísimas frases felices en Juan Gabriel, y como en el caso de Lara, aunque carece de voz y aunque tiene serios defectos de pronunciación, y aunque tiene muy buenos intérpretes, ninguno canta sus piezas mejor que él. En el folclor actual, hay frases de Juan Gabriel que se han perpetuado: “en el mismo lugar y con la misma gente”, “no tengo dinero ni nada que dar”, “pero qué necesidad”, “nada nada nada nada”, tan inmortales como “no tuvo tiempo de montar en su caballo”…
La verdadera grandeza de los tríos no está en las buenas voces (Los Panchos, Los Tres Ases, Los Tres Reyes), que no sobran, sino en la destreza del requintista: el punteo exacto de Armando Navarro, de Los Dandys, la finura de Sergio Flores, de Los Tecolines, la exactitud del Güero Gil, de Los Panchos, la velocidad y gracia de Gilberto Puente, de Los Tres Reyes, y la elegancia de Chamín Correa, de Los Tres Caballeros, deberían estar incluidos en las listas de los mejores guitarristas a las que son tan afectos en la revista Rolling Stone. Es una leyenda muy extendida que muchos de los mejores requintistas del rock londinense o estadounidense han venido a tomar clases con Correa; es verificable la admiración que le tienen muchos de ellos. Gilberto Puente es considerado, en muchos ámbitos, el mejor requintista del mundo, por sobre nombres celebrados, como Jeff Beck y Eric Clapton, y mucho más que Carlos Santana. Es también muy conocido que Sergio Flores, para orgullo de los boleristas, dio conciertos de guitarra clásica en el Palacio de Bellas Artes (Schubert, Bach), y también en su momento fue considerado el mejor guitarrista del mundo, celebrado y apapachado por Andrés Segovia. Gilberto Puente hace unos solos espectaculares, tanto con el trío que formó con su hermano, como en los que ha grabado como artista invitado, destacadamente con Linda Ronsdtand, con mariachis y con boleros y canciones tropicales. Circula un video en youtube (y hay un DVD) en que Los Tres Reyes cantan una canción trivial, muy movida, en la que el tema no es el amor sino la infidelidad, pero con mucha gracia, “Jacarandosa”; la canción será trivial, pero los solos de requinto de Puente son un prodigio de agilidad y de belleza.
Así, es un placer escuchar a los tríos, pues casi todos tuvieron a buenos guitarristas (excepto Los Galantes).
No sólo hay tríos en El Fonógrafo, pero hay casos en los que uno se harta de oír los gritos monótonos de Luis Miguel, o a Pedro Fernández echando a perder buenas canciones de Los Dandys; han descontinuado piezas de Los Bribones, de Eva Garza, de Olimpo Cárdenas, de Jorge Fernández; un locutor con voz de edad suficiente para recordarla, desconocía a María Elena Sandoval; interpelado por quien pidió que la programaran, recurrió a la Wikipedia y citó que era conocida como “La Estatua que Canta”, aunque en realidad Pedro De Lille la bautizó como “La Estatua de Canela” (era muy guapa, sobre todo con un cuerpo muy llamativo). A ratos más que canciones transmiten chistes, casi siempre muy malos. Y sí, hay que cambiar de estación.
Pero luego hablo de las otras estaciones.
Singin’ in the Rain está en todas las listas de las mejores películas de todos los tiempos (pasados). En ella aparecen cinco mujeres en papeles destacados: Debbie Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Cyd Charisse (La Bailarina), Rita Moreno (Zelda Zanders) y Kathleen Freeman (Phoebe Densmore).
Reynolds es la estrella: la que enamora al actor Don Lockwood (Gene Kelly), es cómplice de Cosmo Brown (Donald O’Connors) y consentida de Mr. Simpson (Millard Mitchell); salva del desastre la película muda que filman a contracorriente, al prestar su voz para suplir la de Lina Lamont; entabla un duelo con Don acerca de la superioridad del teatro sobre el cine (mudo: están por inventar el sonoro); es fina, delicada, elegante, pero no por ello menos ágil, bella y sensual (que lo uno no impide lo otro); canta con energía y con mucho estilo. Lina Lamont, repito, hace el papel más difícil: debe ocultar su belleza y parecer torpe; hizo pocas cintas, pero actuó en otras dos, célebres: Jungla de asfalto, de John Huston, y La costilla de Adán, del especialista en mujeres George Cukor; finge una voz aguda, chillona, simula cantar horrible, y hace un papel de tonta que cree lo que dicen de ella en las revistas de chismes; cree estar enamorada de Don y cree que él lo está, convencida al ver las cintas donde actúan como la pareja favorita del público, y finge reaccionar con celos ante el enamoramiento de Don y Kathy, y ser espantosamente audaz para exigir que cumplan el contrato mediante el cual se obligaría a Kathy a ser su doble (de voz) toda la vida; no puede uno dejar de sentir piedad por su personaje, y simpatía por la actriz cuando va a interpretar la canción tema de la cinta, moviendo con sensualidad los brazos. Murió muy joven, de 54 años, con varias actuaciones en televisión, en Dr. Caseyy Dr. Kilder, sobre todo; nunca superó su actuación en Singin’ in the Rain.
Cyd Charisse no habla; es más, sólo aparece en una escena onírica, como amante de un simulacro de George Raft (éste, por otra parte, sensacional bailarín) lanzando una moneda al aire, y seducida por los bailes de Kelly, quien tenía agilidad pero no mucha gracia. Muestra la belleza contundente de sus piernas, y danza con una sensualidad que no alcanzan ni Reynolds ni Hagen. Sin hablar, supera todas sus demás actuaciones. Rita Moreno aparece dos veces, y en otras está oculta entre otras bailarinas y coristas. Al principio de la cinta, cuando llegan a una premier, baja de un auto, seductora, ocultando sus piernas muy bellas (que muestra con audacia en West Side Story), mientras sus admiradores corean su nombre, entusiasmados; en otra, va de chismosa con Lina Lamont porque Don privilegia a Kathy en muchos números; cuando se aleja desmiente, también, que una mujer no debe dar la espalda a la cámara.
Kahtleen Freeman debe soportar la ineptitud de Lina Lamont para pronunciar, para el cine hablado, lo que simula con gestos para el cine mudo; su expresión pone de manifiesto su fracaso, sin decir ninguna palabra.
Hay muchas coristas y bailarinas: imposible diferenciarlas, pero gracias a las páginas especializadas de internet, puedo nombrarlas, en orden alfabético: Betty y Sue Allen, Marie Ardell, Bette Arlen, Marcella Becker, Madge Blacke, Gwen Carter, Jeanne Coyne, Patricia Denise, Gloria DeWord, Marietta Elliott, Betty Erbes, Sherley Glickman, Betty Hannon, Joyce Horne, Patricia Jackson, Joi Lanning, Janet Lavis, Virginia Lee, Silvia Lewis, Joan Maloney, Dorothy McCarty, Ann McCrea, Sheila Meyers, Gloria Moore, Marilyn Moore, Peggy Murray, Ann Neyland, Dorothy Patrick, Sherley Jean Rickett, Joanne Rio, Joel Robinson, Joette Robinson, Audery Saunders, Betty Scott, Elaine Stewart, Dee Turnell, Audrey Washburn y Norma Zimmer (todas ellas actuaron cuando menos en una cinta más). Superan con mucho la presencia masculina: imposible no admirarlas, no entender su ductilidad; las mujeres aportan la gracia en la cinta; aportan belleza, sensibilidad, elegancia. A Stanley Donen le gustaban las mujeres.
Una mujer enfurecida increpó en una ocasión a James Thurber por odiar a las mujeres; él lo negó con toda sinceridad, pero lo pensó mejor y publicó una serie de razones: cito, hoy, sólo unas cuantas: siempre encuentran lo que los hombres perdemos, y lo recalcan con un tono que no oculta una superioridad indiscutible; aportaron al idioma frases como “ay, qué lindo”, “qué monada”; la que me pareció más evidente y con lo que estoy más de acuerdo: lanzan una pelota (de beisbol, de tenis) o cualquier objeto adelantando el pie equivocado, y siempre pierden un guante; ahora que no los usan, lo que pierden es un calcetín: no un par, uno solo.
Anna Ivanovic, Maria Sharapova, Alina Miskyna y sobre todo Tsvetana Pironkova, cuatro tenistas muy destacadas, miden cuando menos 1.80. ¿Para qué?
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Sigamos hablando de música, de mujeres de Donen y de las de Thuerber
Una de las características más graves de mi generación es que no se ha dado cuenta de nuestro envejecimiento, pero El Fonógrafo nos lo hace ver de una manera cruel, despiadada, al programar como la música ligada a nuestro recuerdo las canciones que en la niñez o la adolescencia nos servían como bandera contra los vetarros que la calificaban como música infernal, pues para nosotros era un dulce canto que nos hacía soñar. Todavía hace pocos años lo que programaban eran las canciones de los tríos o los solistas que, con mucha malicia, caricaturizaba Luis de Alba como Juan Penas; es cierto, si eran canciones de nuestra niñez y primera adolescencia, ya tienen más de 50 años, pero es antinatural que las transmitan junto a las de Los Cuates Castilla, María Elena Sandoval, David Lamas, Pedro Vargas, Manolita Saval, Eva Garza (los tríos fueron antes que los rocanroleros, pero no mucho: Los Tecolines y Los Tres Reyes se fundaron a mediados de los cincuenta y su época de mayor popularidad fue en los sesenta, casi al mismo tiempo que Los Rebeldes del Rock, Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Crazy Boys, y duraron más que ellos. Oír “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós” junto a “Yo no soy un rebelde sin causa ni tampoco un desenfrenado” es juntar dos mundos que nada tienen en común. A ratos, El Fonógrafo transmite las mismas canciones durante toda la semana, y casi en el mismo orden; varía un poco en programas de complacencia, pero en ésos molesta escuchar a los locutores coquetear con las radioescuchas, y es incómodo cuando la gente confiesa que piden una canción específica para recordar a su difunto esposo o a su muy querida esposa que ya no está en este mundo. Entonces cambio a Radio Universal; no hay muchas opciones para escuchar rock en la radio mexicana; desaparecida Rock 101, uno debe resignarse a unas cuantas estaciones blandengues, sin estructura. Radio Universal sí tiene una línea, una programación específica, aunque limitada a lo que ellos llaman clásicos, a un programa de rock de los ochenta, y dos horas diarias que ellos afirman dedicadas a los Beatles. En El Fonógrafo y en Radio Universal transmiten a diario dos mujeres; por el tipo de comentarios, por los chistes, por la voz, uno creería que es la misma, pero como sus programas son simultáneos, lo más probable es que sean dos diferentes; en ambas estaciones ellas aportan frescura y candidez, pero no experiencia ni muchos conocimientos. Radio Universal también tienen el descaro de programar a diario las mismas canciones y en el mismo orden; peor, parece que tienen una sola pieza de Rod Stewart, de Electric Light Orchestra, Roy Orbison, Heart (con la desventaja de que no pueden poner fotografías de las hermanas Wilson), Cat Stevens, y de casi todos los cantantes que tienen en su discoteca; varía un poco cuando hacen su concurso face to face, pero sólo un poco. La transmisión de las piezas es de buena calidad, se distinguen los instrumentos, y se escuchan con claridad los solos; lo malo es que ponen muy pocas piezas que lo valen: el solo de Eddie van Halen en “Beat it”, de Michael Jackson, pero muy pocas veces a Clapton, como solista o con alguno de los conjuntos en los que militó (Yardbirs, Blues Breaker, Cream, Blind Faith, Powerhouse, Derek and the Dominos, mucho menos Rooster o Palpitations), rara vez a Jimi Hendrix, no se escucha a Led Zepelin, y rara vez a Traffic. La programación no tiene una lógica, no hay secuencia de tiempos, de géneros, similitud de cantantes o de conjuntos o de compositores, no hay orden, excepto en la hora de los Beatles, pero tampoco mucha; los Beatles editaron trece discos, más algunas recopilaciones oficiales; difiere la discografía inglesa (y australiana, de mejor sonido) de la estadounidense, y hay algunos discos en vivo (de calidad menor, por el sonido) y algunas antologías, más lanzamientos de versiones desconocidas en seis discos que oficializaron los discos pirata, y otro de intervenciones radiofónicas; con mucho menos discos que los Kinks, el programa lleva más de 20 años transmitiéndose; ¿cómo le hacen? A partir de Help!, los discos de los Beatles tienen una estructura y una trama, aunque no sean como Tommy, Quadrophenia, Evita, Schoolboys in Disgrace, Arthur or the Decline and Fall of the Brtitish Empire o Part I Lola Versus and the Moneygoround, pero la secuencia de las canciones tiene una lógica que, al programarlas en un orden diferente, se distorsiona su intención y su estructura; a veces hacen una programación temática, pero no es lo mismo "She Loves You" que "All You Need is Love" (la primera no es inocente, pero mucho menos comprometida que la segunda); además, no transmiten sólo canciones de Beatles, sino de ellos como solistas, sin tomar en cuenta que aunque sean las mismas personas, no son los mismos artistas; en los discos de Lennon, excepto una que otra broma, su música es completamente distinta, tiene otra intención, otra estructura, otros motivos, otro origen; su segundo disco con la Plastic Onno Band es contra sus discos en Beatles, reniega de ellos; el tercero, Imagine, tiene una pieza violentísima contra Paul McCartney, su compañero y coautor de un puñado de piezas, aunque firmaron juntos todas las que hicieron uno u otro. Es cierto que McCartney nunca superó el síndrome de separación y engaña a sus forofos tocando canciones de Beatles más de la mitad de sus conciertos; es cierto que Ringo revive alguna de sus pocos éxitos con Beatles, pero también que ha hecho una carrera sólida (sólo eso) como solista, y que lo más que se acercó Harrison como solista fue como homenaje a cuando fue beatle, por lo que no es justificado que lo sigan encasillando. Lennon sobrevivió diez años al rompimiento del conjunto, pero Harrison poco más de 30 años, y McCartney y Starkey, 44 años, en los que no han interrumpido más que brevemente sus carreras, y Radio Universal sigue tratándolos como si el grupo aún existiera. La estación acusa una ignorancia brutal del inglés, idioma predominante en el rock (con escasísimas excepciones); entonces traducen de una manera muy divertida los títulos de las canciones: ya señalé que “Every day with you, girl” la traducen como “Todo el día con tu chica”, pero hay más ejemplos: “Love hurts”, el amor hiere, la traducen como “Herida de amor”; “Every Little Thing”, como “cada pequeña cosa” en vez de “Cada monada tuya”; pacatos, a “Happy Together”, “Come Together” y “All Together Now” le quitan la referencia al orgasmo simultáneo y las dejan como “Juntos y felices”, “Vengan juntos” y “Todos juntos ya”. Si eso, que es fácil, lo traducen mal, ¿cómo podrían explicar el rock, así sea el ingenuo y sencillo de los cincuenta a los ochenta? No hacen referencia a las muy notorias influencias de Beethoven (en por lo menos dos canciones), Tchaikovsky, Schumman, Mahler, en Beatles; José Agustín recalcó la influencia de Varèse en Frank Zappa, y se repite casi sin pensarla, pero no advierten la influencia decisiva de Ravel y Debussy, cuando menos, en el mismo Zappa y, por lo tanto, en Beach Boys; cuando llegan a tocar algo de Steve Winwood ni se les ocurre hablar de la estructura de sus canciones, tomada con mucha sensibilidad de varias piezas de Mozart. ¿Se trata de ignorancia? Sin dudamente, como dice Niní Marshall: no pueden explicar la diferencia entre John Entwishtle, Paul McCartney, John Paul Jones como bajistas, o Keith Moon, John Densmore, Richard Starkey, Ray Cooper o Jim Capaldi como percusionistas, menos la influencia directa de la música sinfónica en los roqueros. Lo mejor de Radio Universal no es su programación musical, sino las cuestiones extra: los concursos en donde los participantes no pueden pronunciar “sí” o “no” en un lapso de 30 segundos, lo que habla de la escasez de vocabulario y de capacidad para improvisar; como en El Fonógrafo, hay horas en las que cuentan chistes, por lo regular viejos, poco graciosos y algunos escatológicos; una sección cómica es la charla del locutor titular con un cronista deportivo que se queja de todo: el locutor completa las frases: “órale”, es su comentario recurrente. Hay más humor, aunque involuntario, en la traducción, por lo regular repetitiva, de algunas piezas. Salvo alguna estación oficial, y la presencia de Jesús Iturralde por radio digital, no hay más chances en el cuadrante para oír rock. En Malditos Yanquis (Lo que Lola quiere, como le ponen en español y como se iba a titular antes) Stanley Donen hizo un prodigio: Gwen Verdon, la protagonista femenina, llama la atención pese a que carece de atributos físicos: se ve más alta por lo delgada: sus piernas sólo se ven bellas cuando baila, con Tab Hunter y otros, “Two lost souls” (muy vestida); en el baile “Lo que Lola quiere”, aunque muestra las piernas generosamente, no se ve tan atractiva, hace demasiados gestos que la afean, y para acabarla poco después Ray Walston la ridiculiza al imitarla grotescamente; Walston, muy buen actor a veces desperdiciado (The Sting), tiene una actuación excelente en Kiss me, Stupid, de Wilder, como esposo engañado aunque logra poseer a Kim Novak. Logra buenas actuaciones dirigido por directores como Wilder (El apartamento), Frank Tashlin, y estará en la memoria como nuestro marciano favorito, y para quienes nos gusta el rock, es inolvidable como el papá de Popeye, cuando canta “It’s not Easy Being Me”, y acompaña a Paul L. Smith en otra excelente canción, ambas de Harry Nielsen, “I’m Mean”. En televisión tuvo inolvidables interpretaciones, pero excepto cuando lo dirigió Wilder, nunca estuvo mejor que en Malditos Yanquis. Dice la leyenda que el papel de Lola iba a interpretarlo Cyd Charisse; Verdon, quien lo actuó en el teatro se quedó con el personaje, aunque años después Charisse también lo hizo en teatro. De cualquier manera, hay un momento, cuando están en un teatro en homenaje a Joe Hardy (Hunter), una mujer de piernas largas y contundentes atraviesa el escenario; no vemos su rostro, pero parece un homenaje de Donen a Charisse. Poco después Verdon, ya forofa de Hunter, baila con Bob Fosse (poco después, su marido hasta que la muerte los separó) una excelente pieza, “Mambo”, donde los caderazos de Verdon justifican su fama, más que por sus buenos bailes; esos caderazos, menos estéticos, los despliega en “Lo que Lola quiere”; si eso enloquecía a los gringos, me confirma que sus bailes son más acrobáticos, más estéticos, pero menos sensuales que los del cine mexicano; hasta Elsa Aguirre movía mejor la cadera, no se diga Rosa Carmina o Lilia Prado. La trama es una variante, divertida y con un mejor final, del mito de Fausto; Donen filmó, en los años sesenta, otra versión del mito, en Un Fausto moderno, con Rachel Welch como arma del diablo. En Malditos Yanquis el diablo (que debe invertir mucho dinero para hacer una llamada de larga distancia –aunque después lo recupera– se queja de lo que gasta en disfraces, en taxis, y que el único truco que le queda es el del cigarrillo, que aparece encendido luego de que chasquea los dedos) quiere hacer creer a los Estados Unidos que los Senadores de Washington, tradicionalmente último lugar en la Liga Americana, puede ganar el campeonato; al frustrarse, miles se suicidarán (el suicidio es el único pecado que la Iglesia no perdona –excepto el del milagro de Juan Diego, je; ¿lo aprobará Paquito el Che?), como en la crisis de 1929 que, insinúa, también provocó él; creaciones suyas fueron Napoleón, Jack el Destripador, y otras tragedias. Devuelve su juventud y sus facultades a Joe Boyd, y lo convierte en la estrella del beisbol; vencen incluso a los Yanquis (vemos a Moose Skowron, a Yogi Berra y a Mickey Mantle –quien conecta el último batazo de la temporada, que atrapa con dificultades un envejecido Boyd, para dar el campeonato a su equipo), y Hardy recupera su vejez feliz, y regresa al lado de su esposa Meg, una simpática Shannon Bolin, quien sufre el abandono y el regreso de su marido, y quien lo salva de la acusación de vender juegos en la Liga Mexicana (alusión al Descalzo Joe Jackson, el mejor bateador de la historia, expulsado del beisbol acusado de vender, con otros siete, la Serie Mundial de 1919, los Medias Negras de Chicago); el apodo del Descalzo Joe se lo pone la periodista Gloria Thorpe, el papel con el que debutó Rae Allen, y quien realiza un baile muy acrobático con los demás Senadores, erótico en algún momento. Cabe señalar que en cualquier baile de cualquiera de las cintas dirigidas por Stanley Donen, los hombres bailan de manera muy masculina, sin afectaciones ni amaneramientos. Que Donen ame a las mujeres no significa que descuide a los hombres. A los cargos de James Thurber contra las mujeres, que comencé a enumerar en la pasada entrega, pueden añadirse su capacidad para, de una mirada, estudiar a cualquier persona, sobre todo a las otras mujeres, ver si su ropa combina, si la joyería que cargan es de fantasía (anillos de diamentis y vidriantes), si su maquillaje es adecuado; su escrutinio frío y cruel es terrible; lo primero que notan es si los hombres usan argolla matrimonial, e incluso si no la usan porque ya no les queda; podría añadirse un comentario de Schopenhauer: cuando un hombre se encuentra, sin ayuda, en medio de dos mujeres que se interesan en él, no importa si antes o después no exista ese interés; una batalla entre esas dos mujeres es más peligrosa que cualquiera otra situación en que se exponga la vida; eso lo escenificó magistralmente Carlos Fuentes en una de sus últimas novelas. Por mi parte, añado que adelantan varias respuestas, todas falsas, antes de que uno termine de exponer una pregunta; sólo guardan silencio cuando saben qué pregunta se les va a hacer. Una noche me llamó a la redacción de El Financiero una buena amiga: ¿sabes quién está en –el nombre del lugar es lo de menos–, bailando, ella muy bien y él muy mal? Víctor Díaz Arciniega y yo, en una cantina que por al atardecer se convierte en salón de baile de altos y medianos ejecutivos con sus secretarias, verificamos que ellas bailan bien y los hombres mal; los fanáticos del rock disfrutamos una coreografía en Tammi Show; varias jóvenes, encabezadas por la después excelente actriz cómica, y muy bella, Teri Garr, avanzan con una sensualidad amenazante, cercan a Marvin Gay; sensualidad, gracia, desenvoltura; un erotismo inocente, el más peligroso; los hombres que las acompañan se rinden ante ellas, pero bailan muy bien; comprobé, con tristeza, en El asesino se embarca, cuando Barbara Angely y Jéssica Munguía bailan de manera aceptable, que ninguno de sus compañeros baila bien; es de pena ajena ver a Armando Silvestre bailar a go go. Geena Davis, Katie Holmes y Nicole Kidman miden 1.80, o casi. ¿Para qué?
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Lo que es el lenguaje, lo que son las mujeres libres de Donen, lo que es la corrección política
Carlos Monsiváis logró ponerle fecha a la invención de la ola, originada en un estadio de futbol americano colegial, en Texas, aunque muchos creen que fue en México, durante el Campeonato Mundial de 1986; cierto, aquí se popularizó, aunque se haya tomado de otros ámbitos. Es más difícil, en cambio, saber dónde se dijo por primera vez “lo que es”; oí la frase, aturdido, a los reporteros de los programas televisivos, que andan observando el tránsito citadino: “vemos un embotellamiento en lo que es el Paseo de la Reforma”. Es harto conocido que los reporteros redactan, o teclean (que no escriben) con lugares comunes, y que lo hacen de manera mecánica, o automática, sin enterarse siquiera de lo que ponen por escrito, ni mucho menos cuando recitan para pasar al aire: aun en los mejores diarios caen en inconsistencias gramaticales: “pasó su primer noche en la cárcel”, sin importar que “primer” sea masculino y “noche” femenino (y “su primer victoria”, y otras muchas) o lo hacen con cacofonías (“se prepara para”) o con redundancias (“¿cuáles son sus planes para el futuro”, “llegó sin previa cita”, “la primera vez que lo conocí”). (Un político, para justificar los ataques que lanzaba contra un rival, sentenció: “él empezó primero”.)
El problema es que “lo que es” trascendió rápido: fui a comprar unas revistas de música, y el vendedor, muy atento, me obsequió una tarjeta para piratear legalmente diez melodías, las que escogiera (no importa que sea en detrimento de la calidad, muchos ya no compran discos, y en su lugar los descargan de internet); muy amable me la entregó: le doy lo que es esta tarjeta para que baje (así lo dijo) lo que son diez canciones. Todos los vendedores, los que prestan servicios, los meseros, cuando explican su oferta, espetan “lo que es”. Sé que no debería de enojarme, que sería mejor que me divirtiera, pero me molesta tanto la muletilla como otras no menos absurdas, como “mensajear” o “textear” (los académicos, pobres, intentan tranquilizar su conciencia al pedir que se escriba “tuitear” en vez de tweetear”), aunque sé que éstas pasarán de moda, como aquellos “Nova renova el placer de fumar” o “alturízate” de los años sesenta, o el “sanforizado” de los cincuenta, palabras que desaparecieron al suprimirse los productos (los cigarros Nova, los zapatos Canadá con chicos taconzotes, o la ropa que no encogía al lavarse por primera vez); pasarán como pasaron “presupuestar” aunque la Real Academia lo haya admitido cuando nadie lo usaba, o “planificar” cuando dejaron de dar lata los tecnócratas en las secretarías de gobierno, términos que ya no usan ni siquiera los burócratas.Esos errores no son propiedad de los reporteros de radio y televisión, aunque ellos los hayan popularizado; muchos aspirantes a escritores redactan con tanto descuido, que en una novela reciente, una autora que se cree audaz hace que su protagonista dé el paso decisivo para terminar una relación, empaque su bistec con todo y refrigerador; en su mochila empaca jeans, dos shorts, cinco playeras, un vestido y unas sandalias de plástico. Traje de baño no tiene; se lo comprará a algún vendedor ambulante de la playa. Cepillo de dientes, pasta, un pequeño espejo y un rímel de aceite que de tan espeso logra mantener en su lugar a las pestañas.
No especifica si el cepillo de dientes, el pequeño espejo y el rímel (que mantiene en su lugar a las pestañas, así dice) se lo va a comprar al mismo vendedor ambulante, a otro en la misma playa, o en una tienda, o si también los lleva en su mochila. Pero es de hacer notar que no empaca calzones; una de dos: o usará a diario los mismos que lleva puestos, o no usa. Descuidada ella, y descuidado su editor que no se asombró de la falta de higiene de la protagonista.Otro autor, novel pese a sus muchos libros, hace hablar a sus personajes de la corte de Odín como si fueran burócratas mexicanos: “¿Asunto?”, pregunta Heimdal, ese San Pedro escandinavo, a un viajero que lleva presentes a Odín; y ante la respuesta, vuelve a preguntar: “¿Y?”, y uno lo imagina abriendo un cajón para que allí le deje su cuota.
Lo de combinar femenino con masculino está muy extendido: la doctor, la arquitecto, la licenciado, la actor, la emperador; y además insisten. Por otro lado, la aceptación de “modisto” traerá como consecuencia hablar de dentistos, futbolistos, novelistos, ensayistos.
En Indiscreción, Stanley Donen hace alarde de una audacia poco frecuente, pero presentada con una elegancia desarmante: para ligarse a Ingrid Bergman, Cary Grant se hace pasar por casado en busca de una aventura, aunque es tan soltero como en todas sus actuaciones, aunque esté casado (como en Arsénico y encaje, casado pero sin estrenarse, y sin poder conseguirlo por culpa de sus tías adorables, pero tan asesinas como su primo reencarnación del monstruo de Frankenstein, y del médico que lo dejó así, el casi mítico Peter Lorre). Diplomático, elegante, se codea con una sociedad que lo respeta, aunque a ella la admira; pero la petición de matrimonio es impensable, por lo que debe fingir infidelidad; al estilo de las cintas de Fred Astaire, la solución es enredada, llena de sobreentendidos y de aclaraciones innecesarias. No hace falta un baile para coronar la trama, sólo que ella debe olvidarse de la aventura, del adulterio tan emocionante, y conformarse con un matrimonio común y corriente. Los papeles de adúlteras lo interpretan actrices de gesto altanero (o resignado, en el cine mexicano, víctimas del engaño del hombre que se aprovecha de su inocencia), desafiante, que se enfrenta a los rumores y las maledicencias, al deseo de otros que piensan que si con un casado, puede hacerlo con cualquier casado. La refinada e inteligente Bergman acepta su derrota, no sin antes mostrarse indignada por el engaño.
¿Cuál es el defecto mayor de Opus 94? El mismo de El Fonógrafo y de Radio Universal: su programación es para amantes del pasado, de las obras muy conocidas, y muy poco de la música contemporánea; piensan que lo más nuevo es Stravinsky y Shostakovich, y muy de vez en cuando aparece Milhaud, y sólo para irritar a los más conservadores.
No es que tenga malos programas; las intervenciones de Jorge Córdova, por ejemplo, son amenas e informativas, pero no todos son así; las rúbricas de los programas son solemnes y auguran tedio; un programa como La otra versión es interesante, pero no explícito, porque aunque dejan escuchar fragmentos diferentes de una misma pieza, no hay explicaciones de en qué consisten esas diferencias. En los demás programas la música es elegida al azar, o por cuestiones anecdóticas: aniversarios, fallecimientos, pero nada que las hile. Al transmitir una pieza informan de cuál se trata, del compositor, la orquesta y el director y solista, o si el concertista toca solo. No dicen de cuándo es la versión, qué marca la grabó, y cuáles sus cualidades y defectos. Estas explicaciones existen en las transmisiones de las óperas en vivo, pero como los intermedios son muy largos, las explicaciones distraen, y tienen el defecto de que platican el argumento, no las cualidades de los cantantes.Hay ofensas; en donde se comentan los programas de la semana, al hablar por ejemplo del concierto de una pianista poco conocida, para ilustrar la obra ponen la versión de Van Cliburn o de Rubinstein o de Arrau.
Los locutores a veces interrumpen un concierto, como el público que aplaude en el intermedio entre dos movimientos. Se supone que los conocedores aplauden 20 o 30 segundos después de que termina el concierto, pero por lo regular en México, con obras muy conocidas (digamos Huapango) empiezan la ovación antes de que termine la ejecución, como si estuvieran en el festival OTI, donde hacen creer que ya acabó para seguir tocando y que los aplausos se prolonguen, a ver si así apantallan a los jurados, tan ignorantes como el público (por lo regular). En esto también se parecen al Fonógrafo y a Radio Universal: terminan antes que la pieza. Muchos de los comentarios son impertinentes, aunque no dejen de divertir algunos de ellos, como la locutora que ofrece pases dobles para que los afortunados que los obtengan “vayan acompañados por la persona que más quieran, o con alguien de su familia”.
Frente a la programación de Radio Universidad, Opus se queda muy por abajo, muy conservadora. Pero en ninguna de las dos programan las novedades de, por ejemplo, Jensen, Kopatchinskaya o Hennin (por hablar de las más apantallantes). Si uno trata de orientarse con ellos, no hay manera de estar al día ni en estrenos, grabaciones nuevas de piezas célebres, más que por medio de publicaciones extranjeras, poco accesibles (por culpa de las aduanas o de la distribuidora); y como llegan muy pocos ejemplares a Mixup, uno debe conformarse con la siempre insegura Amazon.com.
Para retomar el tema de lo que es el lenguaje, acaban de amenazar con no sé qué castigos si se usan ciertas palabras que ofendan la condición erótica de una persona que elija la heterodoxia; discriminan a las mujeres que eligen la promiscuidad como forma de diversión o de desafío social; lo que no dice la Suprema Corte de Justicia qué se hace en el caso de las obras literarias donde se difama o se calumnia a ciertos personajes: la retroactividad se aplica si beneficia a los perjudicados: ¿qué va a pasar con ciertos personajes de Alberto Rojas, de Luis de Alba, o incluso de Arturo Martínez, que en una cinta hace de amanerado, de manera muy divertida?; Guillermo Rivas, al hacer de afeminado, se salía del cliché y hacía un papel muy divertido al lado de Manuel Valdés y de Héctor Lechuga. ¿Qué va a pasar con ¿Qué te ha dado esa mujer? y sus personajes equívocos? Por suerte, Jaime Labastida salió en defensa del lenguaje y atacó esas medidas de la SCJ. Ojalá actúe así en otros casos de corrección política y se habla de “capacidades diferentes” (que todos tenemos) o de minusválidos o discapacitados al hablar de inválidos, o de personas menudas al referirse a nosotros los chaparros, o de tercera edad al referirse a los ancianos.
Es de dudarse, porque ya el gobierno del DF ordenó retirar los saleros en restaurantes, fondas, taquerías; ¿y donde cocinan sin sal y el platillo es insípido [¿nos ordenarán decir insaboro, para que entiendan los que no entienden?]? Ya tenemos quien nos cuide, nos regañe si fumamos, si tomamos un poco más de los seis gramos de sal diarios necesarios en el organismo, quien nos vigile si expresamos dudas sobre la conducta de un vecino, y quien defienda a los que infringen leyes y reglamentos. En uno de los aciertos, pocos, de facebook, leí esta frase: dictadura es que lo que no está prohibido, es obligatorio. Quién dijera que lo viviríamos en el gobierno de un partido que siempre proclamó respeto a las libertades. Un consejo: que nos obliguen a usar sombreros o boinas para así disminuir las posibilidades del cáncer.¡Qué bonita es la venganza cuando Dios nos la concede! Ocho años después la razón me dio la razón.
Y además, frente a la ignorancia y la indiferencia, el reconocimiento internacional: verme citado por un escritor extranjero al que no lo mueve ni la amistad ni la simpatía, es preferible a los ataques movidos por la antipatía y el rencor.
En uno de sus escasos errores en su Diccionario de Incorrecciones, Fernando Corripio aconseja que no se use “forofo”, que es un vulgarismo, que es mejor “fanático”; pero el fanático es alguien que se apasiona, que no razona y que adora sin asomo de crítica; Seco dice que los marxistas, que se guían más por el sentimiento que por el raciocinio, son unos fanáticos. Pero en mi Salón de la Fama hay muchos a los que admiro sin dejar de observar sus defectos; por ejemplo, la falta de velocidad de Ted Williams, el fildeo irregular de Lou Gehrigh, el bateo deficiente de Sandy Koufax o el descontrol de Walter Johnson, o el fildeo de Jorge Orta en la segunda base o la indisciplina de Vinicio Castilla, por no hablar de escritores, pintores, cineastas, críticos y músicos a los que admiro pero con el raciocinio y no con la pasión (el cerebro y no el corazón, como dice con tanta inexactitud Manuel Seco). Mi admiración no es de fanático, mucho menos de fan, gringuismo que la Academia no combate (tampoco el más explícito de fans: “yo soy tu fans”, dice un personaje televisivo). Me niego a aceptar el de “hincha”, sólo aceptable al hablar de los aficionados al futbol argentino, así que adopto el de forofo, y me niego a aceptar que todo aficionado a los deportes sea un irracional, un fanático.
Casi todos los días, en la incipiente temporada de beisbol, hay tres blanqueadas. Los expertos dudaban que Luis Cruz tuviera el mismo éxito que en 2012; al momento, va de 17-0; que no se apure: Willie Mays comenzó su carrera con un 15-0, luego pegó un jonrón nada menos que a Warren Spanh, y luego tuvo otros diez turnos en blanco; allí comenzó la racha que lo llevó al Salón de la Fama.
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Ahora lo comprendo todo (menos a Sarita Montiel)
Cuenta la leyenda (me la narró uno de los hermanos López Gallo hace más de 40 años) que llegó Carlos Monsiváis a la redacción de México en la Cultura, y soltó (¿a quiénes: Fernando Benítez, Vicente Rojo, Gastón García Cantú, Armando Ayala Anguiano?): acabo de ver la tragedia de María Luján; y ante el silencio de los que lo oyeron, exclamó: si con eso no lloraron, nada los va a conmover.
El último cuplé tuvo el récord de más semanas en un cine de estreno en México, nada menos que 60 en el cine Arcadia, que estaba en la calle de Balderas, muy cerca de la avenida Juárez. Se estrenó la cinta el 1 de agosto de 1957 y no fue sustituida sino hasta el 31 de octubre de 1958, con Fedra, española como de Juan de Orduña, con Emma Penella, y que duró tres semanas en exhibición.
Por los mismos días del estreno de El último cuplé también llegaron a las pantallas, entre otras, Cómicos de la legua, con Martha Valdés y Resortes (dos semanas), El gato sin botas, con Germán Valdés y Martha Valdés (dos semanas), Tammy… flor de los pantanos, con Debbie Reynolds y Leslie Nielsen (seis semanas), Vuelo a Hong Kong, con Barbara Rush (una semana, pero en tres cines), La estrella rota, con Howard Duff (una semana), Gigante, con James Dean y Elizabeth Taylor (cuatro semanas, en dos salas grandes [Polanco y Alameda]), Camino del mal, con Ana Luisa Peluffo y Armando Silvestre (cinco semanas; la reseña de Emilio García Riera es divertidísima).
Algunos años más tarde, en 1969, vi Ulises, que duró una sola semana en el Arcadia, pese a lo curioso del film; ahora que la memoria me pone trampas: ¿la vi, junto a Paco Cabrera y Arturo Luciano, dos forofos de Joyce, en el Arcadia, o confundo ese cine con el Versalles, por el rumbo, pero más hacia la colonia Juárez? No sé si valga la pena el esfuerzo de la concentración para recordar la sala exactamente. Se estrenó en el Arcadia, pero los filmes recorrían un circuito que culminaba, si se estrenaban en el Roble, en el cine Tepeyac, luego de pasar por el Cosmos, el Tacubaya, el Soto y otros, o si era en otros cines, en el de La Villa o el Lindavista. Vi Nevada Smith en el México, en el Cosmos, Soto y en el Tepeyac en semanas consecutivas; la vi en TV varias veces, y ninguna desde que la adquirí en Beta, VHS y DVD (Woodstock, Singin’ in the Rain y Calabacitas tiernas son las otras que las tengo en esos formatos; me falta adquirirlos en Blue Ray) (Por cierto, en el ahora clandestino Teresa vi, en una misma función, Freud y Singin’ in the Rain: curiosidades de los programadores).
Estaba en El último cuplé; no tenía edad para verla, y seguramente no le hubiera entendido; mejor dicho, es seguro que no la hubiera entendido porque, luego de muchos años del prestigio de haber sido la cinta con mayor permanencia en un cine de estreno (rascuachón, pero de estreno) la vi en un reestreno, y dos veces en televisión, y no supe de qué se trata, sólo sé que los gimoteos de Sarita Montiel son fingidos, artificiales, y no conmueven. Visto en retrospectiva, conmovió más el disco, murmurado por la actriz a media voz, un poco melodramática; las canciones tienen un mucho de picardía que insinúan actos sexuales (“Balance, balance”, “Ven ven”, “Fumando espero”), entrega no narrada (“El relicario”), burla ante la impotencia y frigidez (que luego se quejan de que sus maridos las llames sosas, o las esposas a ellos), y una de ardida que merecería una versión con mariachi (“Tú no eres eso”: y no es que me importe haberte querido, que limosna también se da a un pobre, y tú pobre has sido). En la portada, en primer plano, lo que Juan Marsé llama “los primeros senos del cine nacional [español] que merecieron cierto interés por parte del Sindicato Nacional del Espectáculo”) acentuados por un escote muy provocativo, que fue motivo de una novela de Gonzalo Celorio (Amor propio, acerca del autoerotismo, más audaz pero también más inocente que Puerta del cielo, de Ignacio Solares acerca de la excitación provocada por la imagen de una virgen). No hay trama, unos cuantos pasajes entre una canción y otra. Sólo recuerdo que cuando uno de mis tíos nos visitaba, pedía que le prestáramos el disco, que observaba con placer. También veía con deleite la portada del soundtrack de Cabaret trágico, y auguraba (1958) que un día se inventaría una consola en donde se pusiera el disco y reprodujeran imágenes en la televisión contigua (en efecto, había consolas que tenían en el mismo mueble radio, tocadiscos y televisión, pero cada uno con su función independiente).
Dos años antes, una cinta francesa, mucho mejor hecha, calificada por Truffaut como el mejor ejemplo de cine negro, Rififi, de Jules Dassin, duró 31 semanas en el cine Del Prado; no hay comparación entre las dos cintas, y aunque el Del Prado y el Arcadia cobraban lo mismo por boleto, cuatro pesos, estaban dedicados a públicos diferentes, pero eso no explica que haya estado catorce o quince meses en cartelera. El récord duro menos de diez años, porque en 1965 se estrenó una cinta que duró cinco semanas más, es decir, 65, en el entonces lejano cine Manacar. Fue The Sound of Music (en la sátira del Mad, The Sound of Money), bautizada como La novicia rebelde, de Robert Wise con Julie Andrews (en España, Sonrisas y lágrimas), recibe la segunda máxima calificación en los libros de Leonard Maltin, tres estrellas y media, mientras que en la enciclopedia de internet Imdb recibe un altísimo 7.9, la misma que Soberbia, la sensacional cinta de Orson Welles (el remake de Arau tiene 5.9, demasiado alta; sólo puede verse por la presencia de una Madelein Stow antes de Revenge).
En 1968, poco antes del estallido del Movimiento Estudiantil, en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, en una mesa redonda sobre la cursilería, José de la Colina se calificó de cursi cuando descubrió que le gustaba esta cinta; de cualquier manera, 65 semanas son muchas para una cinta así, y más si tomamos en cuenta que cuando se estrenó en México Singin’ in the Rain duró sólo cuatro semanas en el cine Roble (en sus reestrenos en los años sesenta –¿cine México?–y setenta –¿cine Ópera?– duraron bastante, pero no más de dos meses. Años después hubo estrenos más duraderos: Nacidos para perder, Les Valseus… (Estos datos los obtengo de las Carteleras cinematográficas, de María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, desde luego.)
Es inexplicable que una cinta tan mala, sin argumento, sin ilación, con malos actores (¿es necesario repetir la anécdota de Manolo Calvo, actor de este filme?), haya llamado tanto la atención, haya llevado a tanta gente al cine, sobre todo que el criterio para que permaneciera en cartelera hablaba de más de media sala por función. ¿Fue la presencia de Sarita Montiel?
Debutó muy joven en España, y muy joven, de veinte años, vino a México, donde hizo varias malas películas; lo curioso es que su prestigio se basó en la belleza (no el tamaño, sino la forma y la firmeza) de sus pechos, y en su mejor actuación en México, el mecánico Pedro Infante le espía las piernas (que no eran bellas; tampoco tenía nalgas, recuerda reiteradamente Juan Marsé) desde el foso de un taller mecánico: “Zapatitos”, la llama, sin poder verle la cara; y cuando se la topa en un camión, la reconoce por los tobillos (Necesito dinero).
Hay que recordar Se solicitan modelos, no la película, bastante mala, sino la fotografía en donde está en traje de baño, junto a otras actrices; la que más llama la atención es Amparo Arozamena, a la que encasillaron de actriz cómica y nos privaron de ver con más detalle su belleza, que resalta en Juntos pero no revueltos, que ahora pasado el tiempo creo que es la mejor de Jorge Negrete, junto a Dos tipos de cuidado.
Doy muchas vueltas, pero es que no me explico cuál es el motivo por el que hubo tanto revuelo con el fallecimiento de Sarita, los tumultos para verla en su camino al cementerio, las expresiones de pesar; reviso su filmografía y no encuentro nada más sobresaliente que Veracruz, de Anthony Mann, con quien casó poco después, y Jefe Búfalo Bill, de Sam Fuller; son dos buenos westerns, pero no justifican la fama de Montiel; tampoco entiendo por qué prefirió llamarse Sara y no Sarita, como se le conoció en México. Conmovió a la gente cuando se declaró en dificultades económicas, y más cuando su contador se quejaba de que gastaba varias veces más de lo que obtenía como ingresos.
No me explico nada: ni la permanencia de El último cuplé, la fama de haber sido la película con mayor permanencia en cartelera, rebasada, como vimos, varias veces, aunque no recordemos las otras sino ésta; la fama aunque no estaba sustentada en su belleza, ni en su calidad histriónica ni en su simpatía (sus papeles menos malos la presentan arrogante, con gesto altivo menospreciando al simpático Pedro Infante, al menos simpático Joaquín Cordero), sumisa hasta que la conquistan y pasa a ser fierecilla domada.
Conquistó a Anthony Mann (como Begoña Palacios a Sam Peckimpah), y luego se divorció de él para hacer cintas aún más malas.
Ahora lo comprendo todo, debería de decir, si lo comprendiera; salto cuando escucho la frase no en labios de Arturo de Córdova, quien la inmortalizó; la escucho en la voz chillona de Ninón Sevilla, exclamada con sorna cuando Fernando Soler le muestra un tambache de billetes: te corrompiste, tú, el juez justo, o algo así; el atarantamiento viene cuando asocio la frase pronunciada por Viruta, por Agustín Isunza, Pedro Infante, Jorge Negrete, Germán Valdés, José María Linares Rivas, por decenas de actores y por unas cuantas actrices. ¿Ninón Sevilla? Su famosa frase “¿Qué puedo hacer con estas piernas, señor juez?” mientras se levanta la falda para mostrar los muslos, pierde su eficacia cuando pronuncia “ahora lo comprendo todo”, que seguramente es la frase más frecuente del cine mexicano por lo menos hasta los años setenta. El argumento de Sensualidad es de Álvaro Custodio con el director Alberto Gout; pero la pronuncia Arturo de Córdova en todas las cintas cuyo argumento y adaptación es de Edmundo Báez, responsable del argumento, guión, adaptación o diálogos de 90 filmes, entre ellas no Sensualidad, aunque sí otras con Libertad Lamarque, Marga López, Jorge Mistral, Domingo Soler; la más memorable de las escenas con esta frase es de Isla para dos, la peor de todas las que protagonizó De Córdova, o por lo menos la más absurda.
A partir de ahora recomienzo a ver cine mexicano para recopilar el mayor número posible en las cuales se pronuncie “Ahora lo comprendo todo”; sin embargo, ninguna película mexicana, argentina, cubana, española, lleva ese título.
Muchos cinéfilos niegan serlo o haberlo sido; o si lo asumen lo hacen como pecado, como una losa (pesada, agregan), un martirologio, algo que nos redimirá de nuestras culpas; ¿cómo medir una cinefilia o cinemanía? ¿Por el número de películas vistas? ¿Por la capacidad para intuir cuáles son las buenas? ¿Por la capacidad para aguantar malos filmes? ¿Por la necesidad de ver cine a todas horas, aunque sea en televisión, o en cines de piojito, de postergar un coito –o apresurarlo– para ver una cinta? ¿Por la capacidad pare memorizar escenas, y luego ver sólo fragmentos de una película sólo para volver a ver esa escena memorable, o de aguantar cintas malas por una sola escena? ¿Por el número de veces que puede verse una cinta sin cansarse?
Hago el recuento de cuantas películas he visto en las que aparecen Wolf Ruvinsky (unas 97 de las 157 que protagonizó), Carl Hillos (el 85 por ciento de las más de cien en las que dice una frase, o sólo se hace presente), Dolores Camarillo (73 de 127, sólo como actriz, sin contar las veces en que fue la maquillista), 129 de 238 de Emma Roldán (incluidas todas las buenas; su mejor frase, “con tal de chotearle la mercancía al dotorcito”, cuando justifica que Infante vea a Elsa Aguirre en calzones), y 178 de las 272 en las que aparece Hernán Vera, entre ellas, todas en las que aparece de cantinero. Por ello, creo que me gusta el cine. No compito, sin embargo, con Marco Antonio Pulido, quien me recitó la filmografía completa del Indio Calles, en venganza por haberle ganado una trivia sobre el único guión de Antonio Espino. Fue él quien me hizo ver la importancia de la frase “Ahora lo comprendo todo”.
Un cargo más contra las mujeres, no recogido por James Thurber: ¿no es cierto que conducen los autos con la lengua, sobre todo las maniobras difíciles?
No es por presumir, pero cuando me dedicaba a la narrativa, interrumpí un par de novelas cuando descubrí que la trama la usaba algún otro autor; ambas veces, esas novelas eran recientes; en contra mía, puedo decir que son las novelas menos celebradas de esos autores; con satisfacción vi que un autor muy reconocido en todo el mundo de habla hispana utiliza (cierto, en la menos conocida de sus novelas) la misma estructura y la misma solución que yo en mi primera novela, casi diez años después de la mía.
Ahora encuentro que en un par de sus relatos incluidos en De repente un toquido en la puerta, Etgar Keret usa un argumento acerca de mundos paralelos, y otro sobre la temporalidad de infidelidad sexual, que abordé en mis capítulos de El juego de las sensaciones elementales, mi novela a cuatro dedos, con Gustavo Sainz; más asombrado quedé con el remate de otro cuento, “Abrir el cierre”, con esta frase: “Si hasta le había escrito una canción a ella que había titulado ‘Diosa’ y toda la canción se trataba de cómo tenían sexo en el malecón y de cómo ella se venía como ‘una ola estrellándose contra la roca’, literalmente” (Editorial Sexto Piso, pág. 77, 2012). Mi tercera novela se titula Una ola que se estrella contra las rocas.
Arroz (frase que hizo célebre Mauricio Garcés en Estudio Ponds, en que lo acompañaban Chucho Salinas y Lulú Parga, pero que en el cine mexicano se usaba bastante antes).
Juan Marsé es el escrito más reacio a usar la red para promoverse; hay, sin embargo, una página con su nombre, oficial, con datos biográficos (incompletos, no menciona más que una vez a Joaquina, su esposa y nuestra amiga), con bibliografía incompleta (sin editoriales ni año de edición); la única anécdota y único dato no frío ni impersonal, fue que una vez aceptó asistir a un coctel (es también reacio a las relaciones sociales, bastante arisco) porque iban a presentarle a Yves Montand; y fue porque al estrechar la mano del actor iba a estar más cerca que nunca de tocar las partes pudendas de Marilyn Monroe. Uno de mis amigos más cercanos, de los mejores escritores, tío de mis hijos, alguna vez nos contó a Isabel Fraire y a mí que había estrechado la mano de un escritor estadounidense porque sería como tocar, a trasmano, el trasero de una famosa primera dama de Estados Unidos. Omitió el nombre del escritor, no el de la ex primera dama.
Circula un video en youtube, una escena suprimida por Richard Lester en Superman II; una mujer rueda por la azotea de El Planeta y cae al vacío; Kent, a gran velocidad se despoja del traje de reportero; por el remolino que provoca se le sube la falda a una reportera y muestra las tarzaneras (de aquella época: bikini, no tanga ni “G”); ya en la calle, desvía la caída de la mujer, a la que también se le atisban las panties; Stanley Donen hizo que se repitiera toda la coreografía de “Broadway Melody” en Singin’ in the Rain porque, al terminar de rodarla, los técnicos advirtieron que en el traje que usa Cyd Charisse se notaba su vello púbico; antes de que se hiciera público, aunque sólo para unos cuantos fijados, prefirió volver a filmarla, sin omitir el erotismo del baile, sobre todo cuando levanta la pierna para regresar el sombrero al azorado Gene Kelly.
Y acerca de los errores frecuentes en los diarios, me pregunta José de la Colina qué pienso de “sector automotriz”, “el concierto inicia” y el uso de “evento” como sinónimo de fiesta, conferencia, acto. Le reviro: ¿y de “que no se vuelva a repetir”, que se usa a diario? Y de "la primera vez que lo conoció"?
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47 años leyendo a Fuentes
He contado esta historia varias veces, desde diferentes ángulos, con distintos enfoques, y con intenciones diversas, pero siempre ha sido verdad. Había ganado algo de dinero, y tuve para adquirir algunos libros; los 25 pesos me sirvieron para comprar Farabeuf y Las buenas conciencias; poco después, fueron Gazapo y las autobiografías de Monsivás, Sainz y Leñero; por la amistad de mi padre con Antonio Navarrete (eran vecinos de trabajo, en San Juan de Letrán) conseguí baratos La cabaña y Estudio Q, y poco después, El viento distante.
Compré quién sabe cuántas veces No me preguntes cómo pasa el tiempo, y lo regalaba, hasta que José Emilio Pacheco me puso la primera dedicatoria (mi ejemplar, primera edición, tiene tres, de diferentes años y por diferentes pretextos); conseguí, aunque ganaba poco, y de manera esporádica, varios libros que se mantienen en buenas condiciones, a pesar de que por entonces aún prestaba libros.
Pero los primeros, Las buenas conciencias y Farabeuf, los leí en estado hipnótico; los compartí con Paco Alvarado; él leyó primero el de Fuentes, y yo el de Elizondo; los leímos en dos días. Hablar de mis lecturas anteriores es vago, difuso, los recuerdos se entremezclan, y me remiten sobre todo a poesía, que ya también conté que leí de manera frenética gracias a que Miss Gladys (la leyenda de la secundaria 12, como me escribe Arturo Valdés Olmedo, quien también la sufrió) me perseguía y yo me refugiaba en la biblioteca de la escuela, y memoricé varios libros enteros.
Buscaba, y encontraba, afinidades para la incipiente rebeldía, contra la normalidad y a favor de la disidencia; casi todos los libros que comencé a leer a los 17 o 18 años me abrían puertas para ver la vida de manera distinta a lo que decían los cánones; la escena en la que Jaime Ceballos se topa con su padre en un burdel me causó un impacto inesperado, que aún logro reproducir al releer casi cualquier libro de Carlos Fuentes.
Esta escena tuvo lugar semanas antes de que Luis Donaldo Colosio fuera nombrado candidato del PRI a la presidencia de la República; como secretario de Desarrollo Social organizó un simposio que tuvo como sede el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, por el Metro Juanacatlán; hacía poco había comenzado a trabajar en El Financiero, y Carlos Ramírez me pedía crónicas; cubrí el simposio, en donde hubo algunos momentos divertidos, como cuando Luis González y González reprochó a Héctor Aguilar Camín lo que aprobaba de Estados Unidos (su jazz, entre otras cosas), el discurso de inauguración de Colosio, en Los Pinos, que describí con el acto de un reportero que, al terminar el discurso, le mostró a otro su libreta de apuntes, en blanco; al día siguiente Enrique Krauze me detuvo para felicitarme por lo que había reseñado. Hacía tiempo no lo veía y a partir de entonces nuestro trato, cordial, se incrementó.
Pero el momento culminante tuvo lugar cuando Carlos Fuentes dictó su ponencia magistral, de verdad magistral, que por desgracia no ha sido reproducida, pero que fue excelente; Colosio había dispuesto una valla que protegiera a Fuentes de sus admiradores, y lo llevarían derecho a un automóvil, sin que pudieran acecharlo, pedirle autógrafos, estrechar su mano; pero Fuentes rompió la valla para acercarse, me extendió la mano y me dijo “Eduardo, tenemos que vernos para terminar esa charla. Háblame”, y se despidió estrechándome la mano con ambas manos. Luego volvió al centro de su protección y se fue, con paso firme, hacia el automóvil, custodiado por Colosio. La mayoría de los asistentes me miró con sorpresa y no pocos con odio.
Otra escena, que explica la anterior: en un salón de la avenida Universidad, Arturo Trejo y Pancho Conde (creo, con firmeza, que fueron ellos) me presentaron con Carlos Fuentes, en un intermedio de la presentación de El naranjo: “Maestro, ¿conoce a Eduardo Mejía”; su respuesta fue inmediata: “No, pero lo he leído y me parece un crítico excelente”, me estrechó la mano, y me puso una dedicatoria en mi ejemplar en que por escrito reafirmaba lo que había dicho en voz tan alta que no pocos pensaron que exageraba.
No, Carlos Fuentes había leído todo, a todos; cuando el incidente con José Buil, Marco Antonio Campos me comentó por teléfono: Fuentes dice siempre eso, “excelente poeta”, “excelente cuentista”; a lo mejor exageraba, pero podía citar versos, líneas del cuento, de la crítica, de la reseña, de la novela, porque en efecto los había leído; hacía sentir bien a los interlocutores; Xavier Velasco dijo que, después de un elogio de Fuentes, uno llega a la casa, conmocionado, se deja caer en la cama, y se pone a llorar sobre la almohada durante varias horas.
Había una razón por la generosidad de Fuentes en su elogio que, desde luego, casi me dejó mudo: Marisol Schulz había entrado a trabajar a Alfaguara; antes, entre ambos hicimos la mayor parte de una bella colección coeditada por el Fondo de Cultura Económica y el CIESAS; el primer trabajo que le encomendaron en Alfaguara fue editar El naranjo, y me llamó para que hiciera una lectura crítica; propuse varios cambios, señalé algunos anacronismos, y alguna otra errata, que fueron aceptados por Fuentes; la edición salió casi perfecta, excepto un dato que no advertimos ni Marisol ni Fuentes ni yo, sólo José Emilio Pacheco, y creo que sólo él sabía la exactitud del error inadvertido. Pacheco sabe todo de todas las materias, no sólo las literarias.
En la presentación del libro, Sealtiel Alatriste le dijo a Fuentes que yo había trabajado en el texto, y eso me permitió cruzar algunas palabras: acababa de escribir una biografía de Guillermo Haro, y sabía que Haro le proporcionó a Fuentes la hospitalidad ideal para escribir: el aislamiento en Tonantzintla, en el Observatorio, donde los astrónomos trabajan de noche, y el local, en el día, ofrecía tal silencio que lo único que escuchaba Fuentes mientras escribió Aura, La muerte de Artemio Cruz, los cuentos de Cantar de ciegos, Zona sagrada y gran parte de Cambio de piel, era el canto de los grillos; ninguno de los astrónomos, en cambio, se quejó del golpeteo de las teclas de la máquina de Fuentes en esas cerca de dos millares de cuartillas; tampoco fue el único que escribió en la soledad y aislamiento de Tonantzintla: por lo menos Fernando Benítez escribió la mayor parte de sus Indios de México bajo la amistad y hospitalidad de Haro. Haro es uno de los grandes personajes de México, y gracias a Víctor Díaz Arciniega, el doctor Jorge Ojeda, en esos momentos director del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, me encargó que escribiera una biografía de Haro; para ello, me recibió varias veces en Tonantzintla, donde muchos de los mejores astrónomos del mundo me hablaron de la generosidad, el rigor, la inteligencia de Haro, y alguno me contó varias anécdotas que involucraban a Fuentes; esa noche de 1993 le dije del proyecto, y que no podría dar por terminado el trabajo mientras no corroborara o desmintiera esas anécdotas; me dijo que con gusto, me dio su teléfono, y después, en el IMCE, reafirmó que teníamos pendiente la plática.
Después de El naranjo Fuentes publicó algunos libros en los que no trabajé: Los años con Laura Díaz, Diana o la cazadora solitaria, Instinto de Inez; en ésta, pude haber evitado el error más evidente: la trama consiste en que una pareja de artistas inteligentes se ven cada año, y refrendan su amor; uno de los ritos es que cada año cambia de manos un objeto, mágico; pero en una de esas ocasiones en vez de que ella lo entregue, vuelve a recibirlo, lo que rompe la ensoñación del objeto; en la segunda, yo tenía el libro del que se dijo que Fuentes había tomado parte de la anécdota; pero más allá de ello, hubiera advertido, por mi afición a la música, una inexactitud: hay una parte en la que Fuentes afirma que el mundo del rock estaba conmovido por las tranquizas que le daba Ike a su esposa y cantante Tina Turner; sin embargo, esa situación se supo hasta que ella se separó de él y reveló que la golpeaba; había otras inexactitudes que no cambian la esencia del libro, pero que le restan verosimilitud.
Volví a trabajar en otro libro de Fuentes, que lo disfruté como pocas novelas: La frontera de cristal, que pese a que narra un periodo muy tenso de la política y de la vida social mexicanas, tiene muchas escenas regocijantes; una de ellas, cuando habla de la gastronomía estadounidense, literalmente me tiró de la silla por las carcajadas que me provocó. Una corrección que me atreví a hacer es también memorable, para mí; en una parte de la novela los padres del narrador, a causa de la crisis, no pueden adquirir una casa en la colonia Cuauhtémoc, y deben conformarse con una en la Nueva Anzures: al margen del texto afirmé que la Nueva Anzures es más cara, mejor cuidada y con mayor plusvalía que la Cuauhtémoc; cuando Marisol le mostró la marca a Fuentes, divertido, preguntó cómo sabía eso: “él vive en la Nueva Anzures”, le dijo Marisol; aceptó hacer el cambio, muerto de la risa.
En total, trabajé en once de los libros de Fuentes, y sólo uno en reedición: la conmemorativa de los 50 años de La región más transparente, donde corregí algún anacronismo, más de una errata, y puse una mayúscula importantísima que faltaba desde la primera edición, y que subsiste en todas las ediciones del Fondo de Cultura Económica, en la de Planeta, en la de Aguilar y en la de Cátedra; por desgracia, pese a la edición de Alfaguara, el FCE y la Academia perpetraron los errores que nosotros, el equipo integrado por Ramón Córdoba, César Silva y yo, ya habíamos enmendado. Ni en El naranjo ni en La frontera de cristal me dieron crédito por mis correcciones, pero sí en La región más transparente, La Silla del Águila, Inquieta compañía, Todas las familias felices y La voluntad y la fortuna; después Alfaguara comenzó a omitir los créditos, pero a su editor, Ramón Córdoba, le debo haber colaborado en Adán en Edén, Carolina Grau, Federico en su balcón y en el único libro no narrativo, Personas. En todos hice señalamientos, y con orgullo declaro que la mayoría los aceptó Fuentes.
Pero eso es lo de menos; trabajar en esos once libros me dio el privilegio de comprender las entrañas de su obra; leer párrafo por párrafo me hizo entender sus siempre complejas estructuras, y disfrutar la riqueza de su lenguaje, el ritmo de la narración, el por qué de sus adjetivos, siempre inesperados; las citas que, dada su enorme cultura, aparecen escondidas en medio de episodios dramáticos; a qué se refería en realidad cuando describía una escena, quién era el verdadero protagonista de una anécdota que le achacaba a un personaje ficticio que repetía algo de la vida real.
En La Silla del Águila vi con claridad que detrás de la historia (que después la realidad hizo tragedia real en la política mexicana) estaba una lectura cuidadosa, muy inteligente y bien asimilada de Maquiavelo; con mis observaciones y correcciones, le envié a Marisol un comentario: este libro es Maquiavelo en novela; cuando Marisol se lo mostró a Fuentes aceptó el elogio, y después, cuando presentó la novela en Italia y en Inglaterra, repitió el comentario: Maquiavelo en novela.
La voluntad y la fortuna es otra lectura filosófica hecha novela: Schopenhauer, tanto en la observación de la vida, como en otros aspectos menos políticos pero no menos contundentes: la perversidad de la mujer; hay una escena que Fuentes toma de uno de los libros menos comprendidos de Schopenhauer, quien dice que uno de los momentos más angustiosos para un hombre es cuando se encuentra en medio de dos mujeres que se lo disputan; en la novela sucede algo basado en ello, y pese a que está narrado con humor, se ve también la angustia del protagonista.
(Hubo otro libro de Fuentes en que participé de manera parcial: de visita en el Fondo de Cultura Económica, Felipe Garrido me preguntó si tenía tiempo para corregir un libro: me entregó el original de Agua quemada; no toqué el texto, sólo la puntuación, para adecuarla al estilo editorial mexicano.)
Fruto también de sus lecturas inteligentísimas fue uno de sus libros más personales, Todas las familias felices; aunque sucede en México, no oculta su origen: las novelas de Tolstoi, con todo y la comicidad de algunos pasajes que narran la complejidad y contradicciones de las relaciones amorosas. Tolstoi, como se sabe, es uno de los más profundos pensadores del cristianismo.
Gustavo Sainz descalificó La Silla del Águila; dijo que Fuentes era incapaz de adivinar el futuro, que ponía situaciones y personajes del siglo XX en el primer cuarto del XXI; dijo que revelaba su falta de imaginación. Eso lo desmiente la habilidad para pronosticar situaciones que se dieron luego de que él las escribió: por ejemplo, antes de que comenzaran a aparecer decapitados en varios estados de la República, aparecieron en las novelas de Fuentes; el desvarío de ciertos políticos, Fuentes los adivinó y los ridiculizó meses antes de que se hicieran tan evidentes sus ambiciones; en Federico en su balcón, novela emergida de sus lecturas del siempre apasionante Nietzsche, Fuentes pronosticó la aparición de un movimiento estudiantil, pero diferente del de 1968, manipulado y manipulable, y con tendencias conservadoras e incluso reaccionarias; pero ni los críticos ni los políticos, ni menos aún los estudiantes, advirtieron ese pronóstico; es más, excepto José Emilio Pacheco, no aparecen los lectores de Fuentes por ningún lado.
Ramón Córdoba me pidió un texto para el tríptico publicitario de Personas; por desgracia, coincidió con su fallecimiento; las publicaciones mexicanas pidieron a la editorial algo para publicar; Ramón dio mi texto, que reprodujeron íntegro, como si fuera de ellos, varias revistas que, sin saberlo, rompieron su juramento de no publicar nada mío, je je.
Dice un amigo, del que no puedo revelar su nombre porque cualquier declaración suya se volvería oficial de la institución a la que pertenece, que Fuentes, con sus primeros libros, se puso al frente de la literatura mexicana; que con sus libros de los primeros años sesenta se puso al frente de la literatura hispanoamericana, y a partir de Terra Nostra se puso al parejo de la literatura universal; curiosamente, dejaron de leerlo en México, lo descalifican a priori, y lo culpan por no entenderlo; sus últimas novelas son ilegibles para muchos lectores que carecen de las claves para entenderlo; para hablar de él, han recurrido al anecdotario, a revelar intimidades, a decir que fueron sus amigos; la mayoría de quienes declararon a su muerte, sucedida hace un año (estaba en Los Ángeles, luego de mi fallida intervención en la Feria del Libro presidida por Marisol), los declarantes mostraron que se detuvieron en La muerte de Artemio Cruz, y algunos hasta lamentaron que haya seguido escribiendo sin repetirse; los más audaces mencionaron Cambio de piel, pero también demostraron que su lectura fue muy superficial.
El tiempo será testigo de que Fuentes se adelantó a su época, a sus contemporáneos, a sus lectores. Al releer La región más transparente, y al releer (en un viaje a Xalapa, de un tirón) La muerte de Artemio Cruz, veo que, inconscientemente, copié escenas suyas en uno de mis relatos, escrito todo con frases ajenas, saqueadas de cuentos, novelas, tiras cómicas, canciones, aunque la anécdota sea mía, totalmente original; estaba muy consciente de dónde había tomado cada frase, excepto esas dos, que pensaba originales: no, habían sobrevivido en mi subconsciente durante muchos años.
También al releer La región más transparente veo cuánto le deben autores que lo reconocen y otros que no lo aceptan, pero sin esa novela nuestra narrativa de los años sesenta, setenta y ochenta, hubiera sido otra muy distinta, y creo que peor. Así, también creo que la narrativa de los próximos 40 años estará basada en los libros más recientes de Fuentes, cuando se acaben los prejuicios (favorables o desfavorables) y lo leamos con la inocencia que requiere le buena lectura.
Termino como empecé, de presumido: tengo varias ediciones de La región más transparente: la primera, una de la Colección Popular, donde la leí por primera vez; la de Cátedra, malísima; la conmemorativa de los 40 años, la muy mala de la Academia de la Lengua, y la conmemorativa de los 50 años; tengo la primera edición de Las buenas conciencias, y la de Popular, donde la leí por primera; tengo la primera de La muerte de Artemio Cruz (y la sexta, en que la leí por primera y por segunda vez); tengo la primera de Aura, y la segunda, tan buscada como la primera, de Los días enmascarados; la primera de Cantar de ciegos, la cuarta de Cambio de piel, obsequio de Gustavo Sainz, y a partir de allí, todas son primeras ediciones, incluidas algunas no venales, y otras muy raras, como su libro sobre José Luis Cuevas; pude detectar que en la compilación de cuentos se colaron cuatro fragmentos de novela, y descubrí que me sabía (casi) de memoria esos capítulos, así como me sé de memoria Historia de cronopios y de famas, Historia universal de la infamia, Las batallas en el desierto, y las primeras versiones de los primeros libros de poesía de José Emilio Pacheco, y muchos poemarios completos, como Los versos del capitán; en cambio, con la edición conmemorativa de Aura descubrí que lo había leído mal, con premura, sin disfrutarlo.
Descubrí también que Carlos Fuentes es un autor que se disfruta en la juventud, pero mucho más en la madurez. Y añado que Fuentes me hizo entender mucho cine, que disfruto sus esporádicas apariciones en la pantalla, que su versión de una mala película como Tiempo de morir es disfrutable por sus diálogos, por sus guiños, por sus referencias a otras cintas, sobre todo westerns; y que su versión de El gallo de oro, con todo y sus fallas, es menos pretenciosa y más divertida que la de Ripstein. Y una petición: ¿alguien tiene que me venda, sin abusar, el libro de Fuentes sobre el 68?
Desde luego, agradezco a Marisol Schulz y a Ramón Córdoba (el Gran Dramón) haberme privilegiado al participar en tantos libros de Carlos Fuentes.
Compré quién sabe cuántas veces No me preguntes cómo pasa el tiempo, y lo regalaba, hasta que José Emilio Pacheco me puso la primera dedicatoria (mi ejemplar, primera edición, tiene tres, de diferentes años y por diferentes pretextos); conseguí, aunque ganaba poco, y de manera esporádica, varios libros que se mantienen en buenas condiciones, a pesar de que por entonces aún prestaba libros.
Pero los primeros, Las buenas conciencias y Farabeuf, los leí en estado hipnótico; los compartí con Paco Alvarado; él leyó primero el de Fuentes, y yo el de Elizondo; los leímos en dos días. Hablar de mis lecturas anteriores es vago, difuso, los recuerdos se entremezclan, y me remiten sobre todo a poesía, que ya también conté que leí de manera frenética gracias a que Miss Gladys (la leyenda de la secundaria 12, como me escribe Arturo Valdés Olmedo, quien también la sufrió) me perseguía y yo me refugiaba en la biblioteca de la escuela, y memoricé varios libros enteros.
Buscaba, y encontraba, afinidades para la incipiente rebeldía, contra la normalidad y a favor de la disidencia; casi todos los libros que comencé a leer a los 17 o 18 años me abrían puertas para ver la vida de manera distinta a lo que decían los cánones; la escena en la que Jaime Ceballos se topa con su padre en un burdel me causó un impacto inesperado, que aún logro reproducir al releer casi cualquier libro de Carlos Fuentes.
Esta escena tuvo lugar semanas antes de que Luis Donaldo Colosio fuera nombrado candidato del PRI a la presidencia de la República; como secretario de Desarrollo Social organizó un simposio que tuvo como sede el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, por el Metro Juanacatlán; hacía poco había comenzado a trabajar en El Financiero, y Carlos Ramírez me pedía crónicas; cubrí el simposio, en donde hubo algunos momentos divertidos, como cuando Luis González y González reprochó a Héctor Aguilar Camín lo que aprobaba de Estados Unidos (su jazz, entre otras cosas), el discurso de inauguración de Colosio, en Los Pinos, que describí con el acto de un reportero que, al terminar el discurso, le mostró a otro su libreta de apuntes, en blanco; al día siguiente Enrique Krauze me detuvo para felicitarme por lo que había reseñado. Hacía tiempo no lo veía y a partir de entonces nuestro trato, cordial, se incrementó.
Pero el momento culminante tuvo lugar cuando Carlos Fuentes dictó su ponencia magistral, de verdad magistral, que por desgracia no ha sido reproducida, pero que fue excelente; Colosio había dispuesto una valla que protegiera a Fuentes de sus admiradores, y lo llevarían derecho a un automóvil, sin que pudieran acecharlo, pedirle autógrafos, estrechar su mano; pero Fuentes rompió la valla para acercarse, me extendió la mano y me dijo “Eduardo, tenemos que vernos para terminar esa charla. Háblame”, y se despidió estrechándome la mano con ambas manos. Luego volvió al centro de su protección y se fue, con paso firme, hacia el automóvil, custodiado por Colosio. La mayoría de los asistentes me miró con sorpresa y no pocos con odio.
Otra escena, que explica la anterior: en un salón de la avenida Universidad, Arturo Trejo y Pancho Conde (creo, con firmeza, que fueron ellos) me presentaron con Carlos Fuentes, en un intermedio de la presentación de El naranjo: “Maestro, ¿conoce a Eduardo Mejía”; su respuesta fue inmediata: “No, pero lo he leído y me parece un crítico excelente”, me estrechó la mano, y me puso una dedicatoria en mi ejemplar en que por escrito reafirmaba lo que había dicho en voz tan alta que no pocos pensaron que exageraba.
No, Carlos Fuentes había leído todo, a todos; cuando el incidente con José Buil, Marco Antonio Campos me comentó por teléfono: Fuentes dice siempre eso, “excelente poeta”, “excelente cuentista”; a lo mejor exageraba, pero podía citar versos, líneas del cuento, de la crítica, de la reseña, de la novela, porque en efecto los había leído; hacía sentir bien a los interlocutores; Xavier Velasco dijo que, después de un elogio de Fuentes, uno llega a la casa, conmocionado, se deja caer en la cama, y se pone a llorar sobre la almohada durante varias horas.
Había una razón por la generosidad de Fuentes en su elogio que, desde luego, casi me dejó mudo: Marisol Schulz había entrado a trabajar a Alfaguara; antes, entre ambos hicimos la mayor parte de una bella colección coeditada por el Fondo de Cultura Económica y el CIESAS; el primer trabajo que le encomendaron en Alfaguara fue editar El naranjo, y me llamó para que hiciera una lectura crítica; propuse varios cambios, señalé algunos anacronismos, y alguna otra errata, que fueron aceptados por Fuentes; la edición salió casi perfecta, excepto un dato que no advertimos ni Marisol ni Fuentes ni yo, sólo José Emilio Pacheco, y creo que sólo él sabía la exactitud del error inadvertido. Pacheco sabe todo de todas las materias, no sólo las literarias.
En la presentación del libro, Sealtiel Alatriste le dijo a Fuentes que yo había trabajado en el texto, y eso me permitió cruzar algunas palabras: acababa de escribir una biografía de Guillermo Haro, y sabía que Haro le proporcionó a Fuentes la hospitalidad ideal para escribir: el aislamiento en Tonantzintla, en el Observatorio, donde los astrónomos trabajan de noche, y el local, en el día, ofrecía tal silencio que lo único que escuchaba Fuentes mientras escribió Aura, La muerte de Artemio Cruz, los cuentos de Cantar de ciegos, Zona sagrada y gran parte de Cambio de piel, era el canto de los grillos; ninguno de los astrónomos, en cambio, se quejó del golpeteo de las teclas de la máquina de Fuentes en esas cerca de dos millares de cuartillas; tampoco fue el único que escribió en la soledad y aislamiento de Tonantzintla: por lo menos Fernando Benítez escribió la mayor parte de sus Indios de México bajo la amistad y hospitalidad de Haro. Haro es uno de los grandes personajes de México, y gracias a Víctor Díaz Arciniega, el doctor Jorge Ojeda, en esos momentos director del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, me encargó que escribiera una biografía de Haro; para ello, me recibió varias veces en Tonantzintla, donde muchos de los mejores astrónomos del mundo me hablaron de la generosidad, el rigor, la inteligencia de Haro, y alguno me contó varias anécdotas que involucraban a Fuentes; esa noche de 1993 le dije del proyecto, y que no podría dar por terminado el trabajo mientras no corroborara o desmintiera esas anécdotas; me dijo que con gusto, me dio su teléfono, y después, en el IMCE, reafirmó que teníamos pendiente la plática.
Después de El naranjo Fuentes publicó algunos libros en los que no trabajé: Los años con Laura Díaz, Diana o la cazadora solitaria, Instinto de Inez; en ésta, pude haber evitado el error más evidente: la trama consiste en que una pareja de artistas inteligentes se ven cada año, y refrendan su amor; uno de los ritos es que cada año cambia de manos un objeto, mágico; pero en una de esas ocasiones en vez de que ella lo entregue, vuelve a recibirlo, lo que rompe la ensoñación del objeto; en la segunda, yo tenía el libro del que se dijo que Fuentes había tomado parte de la anécdota; pero más allá de ello, hubiera advertido, por mi afición a la música, una inexactitud: hay una parte en la que Fuentes afirma que el mundo del rock estaba conmovido por las tranquizas que le daba Ike a su esposa y cantante Tina Turner; sin embargo, esa situación se supo hasta que ella se separó de él y reveló que la golpeaba; había otras inexactitudes que no cambian la esencia del libro, pero que le restan verosimilitud.
Volví a trabajar en otro libro de Fuentes, que lo disfruté como pocas novelas: La frontera de cristal, que pese a que narra un periodo muy tenso de la política y de la vida social mexicanas, tiene muchas escenas regocijantes; una de ellas, cuando habla de la gastronomía estadounidense, literalmente me tiró de la silla por las carcajadas que me provocó. Una corrección que me atreví a hacer es también memorable, para mí; en una parte de la novela los padres del narrador, a causa de la crisis, no pueden adquirir una casa en la colonia Cuauhtémoc, y deben conformarse con una en la Nueva Anzures: al margen del texto afirmé que la Nueva Anzures es más cara, mejor cuidada y con mayor plusvalía que la Cuauhtémoc; cuando Marisol le mostró la marca a Fuentes, divertido, preguntó cómo sabía eso: “él vive en la Nueva Anzures”, le dijo Marisol; aceptó hacer el cambio, muerto de la risa.
En total, trabajé en once de los libros de Fuentes, y sólo uno en reedición: la conmemorativa de los 50 años de La región más transparente, donde corregí algún anacronismo, más de una errata, y puse una mayúscula importantísima que faltaba desde la primera edición, y que subsiste en todas las ediciones del Fondo de Cultura Económica, en la de Planeta, en la de Aguilar y en la de Cátedra; por desgracia, pese a la edición de Alfaguara, el FCE y la Academia perpetraron los errores que nosotros, el equipo integrado por Ramón Córdoba, César Silva y yo, ya habíamos enmendado. Ni en El naranjo ni en La frontera de cristal me dieron crédito por mis correcciones, pero sí en La región más transparente, La Silla del Águila, Inquieta compañía, Todas las familias felices y La voluntad y la fortuna; después Alfaguara comenzó a omitir los créditos, pero a su editor, Ramón Córdoba, le debo haber colaborado en Adán en Edén, Carolina Grau, Federico en su balcón y en el único libro no narrativo, Personas. En todos hice señalamientos, y con orgullo declaro que la mayoría los aceptó Fuentes.
Pero eso es lo de menos; trabajar en esos once libros me dio el privilegio de comprender las entrañas de su obra; leer párrafo por párrafo me hizo entender sus siempre complejas estructuras, y disfrutar la riqueza de su lenguaje, el ritmo de la narración, el por qué de sus adjetivos, siempre inesperados; las citas que, dada su enorme cultura, aparecen escondidas en medio de episodios dramáticos; a qué se refería en realidad cuando describía una escena, quién era el verdadero protagonista de una anécdota que le achacaba a un personaje ficticio que repetía algo de la vida real.
En La Silla del Águila vi con claridad que detrás de la historia (que después la realidad hizo tragedia real en la política mexicana) estaba una lectura cuidadosa, muy inteligente y bien asimilada de Maquiavelo; con mis observaciones y correcciones, le envié a Marisol un comentario: este libro es Maquiavelo en novela; cuando Marisol se lo mostró a Fuentes aceptó el elogio, y después, cuando presentó la novela en Italia y en Inglaterra, repitió el comentario: Maquiavelo en novela.
La voluntad y la fortuna es otra lectura filosófica hecha novela: Schopenhauer, tanto en la observación de la vida, como en otros aspectos menos políticos pero no menos contundentes: la perversidad de la mujer; hay una escena que Fuentes toma de uno de los libros menos comprendidos de Schopenhauer, quien dice que uno de los momentos más angustiosos para un hombre es cuando se encuentra en medio de dos mujeres que se lo disputan; en la novela sucede algo basado en ello, y pese a que está narrado con humor, se ve también la angustia del protagonista.
(Hubo otro libro de Fuentes en que participé de manera parcial: de visita en el Fondo de Cultura Económica, Felipe Garrido me preguntó si tenía tiempo para corregir un libro: me entregó el original de Agua quemada; no toqué el texto, sólo la puntuación, para adecuarla al estilo editorial mexicano.)
Fruto también de sus lecturas inteligentísimas fue uno de sus libros más personales, Todas las familias felices; aunque sucede en México, no oculta su origen: las novelas de Tolstoi, con todo y la comicidad de algunos pasajes que narran la complejidad y contradicciones de las relaciones amorosas. Tolstoi, como se sabe, es uno de los más profundos pensadores del cristianismo.
Gustavo Sainz descalificó La Silla del Águila; dijo que Fuentes era incapaz de adivinar el futuro, que ponía situaciones y personajes del siglo XX en el primer cuarto del XXI; dijo que revelaba su falta de imaginación. Eso lo desmiente la habilidad para pronosticar situaciones que se dieron luego de que él las escribió: por ejemplo, antes de que comenzaran a aparecer decapitados en varios estados de la República, aparecieron en las novelas de Fuentes; el desvarío de ciertos políticos, Fuentes los adivinó y los ridiculizó meses antes de que se hicieran tan evidentes sus ambiciones; en Federico en su balcón, novela emergida de sus lecturas del siempre apasionante Nietzsche, Fuentes pronosticó la aparición de un movimiento estudiantil, pero diferente del de 1968, manipulado y manipulable, y con tendencias conservadoras e incluso reaccionarias; pero ni los críticos ni los políticos, ni menos aún los estudiantes, advirtieron ese pronóstico; es más, excepto José Emilio Pacheco, no aparecen los lectores de Fuentes por ningún lado.
Ramón Córdoba me pidió un texto para el tríptico publicitario de Personas; por desgracia, coincidió con su fallecimiento; las publicaciones mexicanas pidieron a la editorial algo para publicar; Ramón dio mi texto, que reprodujeron íntegro, como si fuera de ellos, varias revistas que, sin saberlo, rompieron su juramento de no publicar nada mío, je je.
Dice un amigo, del que no puedo revelar su nombre porque cualquier declaración suya se volvería oficial de la institución a la que pertenece, que Fuentes, con sus primeros libros, se puso al frente de la literatura mexicana; que con sus libros de los primeros años sesenta se puso al frente de la literatura hispanoamericana, y a partir de Terra Nostra se puso al parejo de la literatura universal; curiosamente, dejaron de leerlo en México, lo descalifican a priori, y lo culpan por no entenderlo; sus últimas novelas son ilegibles para muchos lectores que carecen de las claves para entenderlo; para hablar de él, han recurrido al anecdotario, a revelar intimidades, a decir que fueron sus amigos; la mayoría de quienes declararon a su muerte, sucedida hace un año (estaba en Los Ángeles, luego de mi fallida intervención en la Feria del Libro presidida por Marisol), los declarantes mostraron que se detuvieron en La muerte de Artemio Cruz, y algunos hasta lamentaron que haya seguido escribiendo sin repetirse; los más audaces mencionaron Cambio de piel, pero también demostraron que su lectura fue muy superficial.
El tiempo será testigo de que Fuentes se adelantó a su época, a sus contemporáneos, a sus lectores. Al releer La región más transparente, y al releer (en un viaje a Xalapa, de un tirón) La muerte de Artemio Cruz, veo que, inconscientemente, copié escenas suyas en uno de mis relatos, escrito todo con frases ajenas, saqueadas de cuentos, novelas, tiras cómicas, canciones, aunque la anécdota sea mía, totalmente original; estaba muy consciente de dónde había tomado cada frase, excepto esas dos, que pensaba originales: no, habían sobrevivido en mi subconsciente durante muchos años.
También al releer La región más transparente veo cuánto le deben autores que lo reconocen y otros que no lo aceptan, pero sin esa novela nuestra narrativa de los años sesenta, setenta y ochenta, hubiera sido otra muy distinta, y creo que peor. Así, también creo que la narrativa de los próximos 40 años estará basada en los libros más recientes de Fuentes, cuando se acaben los prejuicios (favorables o desfavorables) y lo leamos con la inocencia que requiere le buena lectura.
Termino como empecé, de presumido: tengo varias ediciones de La región más transparente: la primera, una de la Colección Popular, donde la leí por primera vez; la de Cátedra, malísima; la conmemorativa de los 40 años, la muy mala de la Academia de la Lengua, y la conmemorativa de los 50 años; tengo la primera edición de Las buenas conciencias, y la de Popular, donde la leí por primera; tengo la primera de La muerte de Artemio Cruz (y la sexta, en que la leí por primera y por segunda vez); tengo la primera de Aura, y la segunda, tan buscada como la primera, de Los días enmascarados; la primera de Cantar de ciegos, la cuarta de Cambio de piel, obsequio de Gustavo Sainz, y a partir de allí, todas son primeras ediciones, incluidas algunas no venales, y otras muy raras, como su libro sobre José Luis Cuevas; pude detectar que en la compilación de cuentos se colaron cuatro fragmentos de novela, y descubrí que me sabía (casi) de memoria esos capítulos, así como me sé de memoria Historia de cronopios y de famas, Historia universal de la infamia, Las batallas en el desierto, y las primeras versiones de los primeros libros de poesía de José Emilio Pacheco, y muchos poemarios completos, como Los versos del capitán; en cambio, con la edición conmemorativa de Aura descubrí que lo había leído mal, con premura, sin disfrutarlo.
Descubrí también que Carlos Fuentes es un autor que se disfruta en la juventud, pero mucho más en la madurez. Y añado que Fuentes me hizo entender mucho cine, que disfruto sus esporádicas apariciones en la pantalla, que su versión de una mala película como Tiempo de morir es disfrutable por sus diálogos, por sus guiños, por sus referencias a otras cintas, sobre todo westerns; y que su versión de El gallo de oro, con todo y sus fallas, es menos pretenciosa y más divertida que la de Ripstein. Y una petición: ¿alguien tiene que me venda, sin abusar, el libro de Fuentes sobre el 68?
Desde luego, agradezco a Marisol Schulz y a Ramón Córdoba (el Gran Dramón) haberme privilegiado al participar en tantos libros de Carlos Fuentes.
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Prisionero del ritmo del mar
Manuel Michel dice que Marilyn Monroe demostró que se podía desmentir el mito de que una actriz no debe dar la espalda a la cámara; no fue MM la primera en desafiar esa regla no escrita, aunque es de las más célebres. En algunas obras de teatro, o zarzuelas, o comedias ligeras, varias actrices bien dotadas hicieron números que, sin ser acrobáticos ni talentosos, hacían vibrar al auditorio: consistían en (La corte del faraón) empujar, de espaldas al público, una carriola; otro número célebre presentaba a una mujer que no hacía otra cosa que, de rodillas, trapear el piso. Uno puede entender el estremecimiento de Ignacio Manuel Altamirano, no tan seriecito, cuando contemplaba el entonces novedoso acto del más famoso fragmento de Orfeo en los infiernos, en que un grupo de bailarinas, simulando un incendio, levantan las piernas de manera acrobática, o mejor, cuando simulando una carrera, levantaban, dando la espalda al público, sus faldas de amplio vuelo y mostraban unos inusuales pantaloncitos con encajes y holanes. “Pantorrilludas”, las llamaba, sin que el adjetivo fuera despectivo.
El refrán de que hay mayor impulso en los pechos que fuerza en la tracción de una carreta tirada por bueyes es más certero en el caso de España y desde luego en Estados Unidos, porque en México sentimos más atracción por la zona del aguayón, característica destacada por Carlos Fuentes en La región más transparente, y en otras de sus obras. Es memorable también aquel cuento de Cristina Pacheco que relata cómo una mujer recupera la pasión perdida de su matrimonio gracias a unas pantaletas que resaltan, y crean ilusión, de unos glúteos redondos y firmes, y hasta presta la prenda para beneficiar a una amiga. Pero no abundan escenas semejantes en nuestra literatura, parece que los escritores son más timoratos, o incapaces de describir esa porción femenina sin caer en descripciones vulgares, ni tampoco hay originalidad. Vargas Llosa es inofensivo o simplemente descriptivo, y observa más esa parte en las adolescentes que en las maduras; Julio Cortázar prefiere la sutileza de las piernas; en una ocasión resalta el trasero de una tía del narrador de uno de sus relatos brevísimos, pero desdeña o ridiculiza los adjetivos y las metáforas, y prefiere apodar a ese personaje como “la culona”. García Márquez es más gracioso, pero se frena antes de que lo acusen de pervertido.
Nuestro cine ha sido más imaginativo y audaz: a sus cualidades histriónicas y su gracia para lo popular, hay que añadir que las escenas más llamativas que protagonizó María Victoria fueron en Los paquetes (las petacas) de Paquita, cuando conducía una bicicleta, y enloquecía tanto a los proletarios (un tendero, un lechero, un policía, un chofer, un mecánico) como a los ricos (su patrón, el socio cubano de éste) de la película, y desde luego al público masculino que acudía al Margo a verla más que a escucharla.
Aunque ya lo he señalado, no está por demás recordar que en Los hijos de María Morales, cuando el personaje de Infante conoce al que encarna Irma Dorantes, le mira el trasero para dar su visto bueno, y con doble sentido dice que la comida y ella, están buenas. El más elitista Jorge Negrete también da su aprobación, con un gesto afirmativo, al admirar el trasero de una extra, a la que intenta embriagar en Dos tipos de cuidado; cuando Carmelita González le cae de sorpresa en la kermesse Negrete le encarga a Infante que le cuide a la extra; infante acepta después de observarla con deleite, aunque otra lo está esperando; Negrete le advierte: mucho cuidado, porque capta la intención de “Pedro Malo”.
En Dos crímenes, José Carlos Ruiz pone en alerta a Damián Alcázar sobre la conducta de su sobrina Dolores Heredia: te está pasando las nalgas por las narices; en efecto, cada vez que está cerca se empina para que las admire, sin que él pueda hacer nada, pues siempre están acompañados. Sólo lo provoca.
Germán Valdés se detiene, sin importar la situación en la que se encuentre su personaje, a admirar el trasero de prácticamente todas sus alternantes, sean coestrellas, bailarinas o extras; repito el gesto que hace, con la expresión y con las manos, cuando habla de la inmensidad del ancho mar, mirando el trasero de una de las bailarinas en El mariachi desconocido, y está a punto de estropear el asalto a una casa, en silencio que parodia la muy larga escena de Rififí, por admirar el trasero de Sonia Furió que baja por la cuerda, vistiendo falda corta, en Rififí entre las mujeres.
Lilia Prado, de la que se dijo que tenía las mismas medidas que una miss Universo, pero con 20 centímetros menos de estatura, no disimuló el atractivo de sus caderas; ni el sutil Buñuel, que afirmaba que el erotismo estaba en la ropa y no sin ella, pudo resistir la tentación de mostrar muslos y caderas de Prado en dos cintas excitantes por ella, Subida al cielo, y más aún en La ilusión viaja en tranvía, donde hasta su hermano Fernando Soto se queda extasiado al ver su trasero en una falda entalladísima. Pero más admirables son las caderas de Prado en la escena inicial de Isla de lobos, donde el por lo regular ecuánime Roberto Gavaldón la pone, sollozando boca abajo, sobre una cama amplia; los sollozos provocan que el trasero se mueva con un ritmo que resta importancia al resto de la trama; también hay que recordar que esas caderas están a punto de romper la amistad entre Infante y Antonio Badú, cuando el primero la admira bailando rumba en un cabaret, donde se mueve con tanta enjundia que recibe el sobrenombre de “La Gela” (la gelatina, apodo que también recibió María Antonieta Pons, aunque más por lo poco firme que por lo rítmico de sus bailes).
Con la misma incitación al incesto, Isaura Espinoza aparece muy desnuda, mostrando glúteos muy firmes, y deja inmóvil y boquiaberto, paralizado (literalmente), al novio Eulalio González; lo pecaminoso es que su propio padre Eleazar García está a punto de caer en tentación y acariciar, o estrujar, o vapulear esas nalgas en una escena larguísima y con muchas tomas y muy variadas. Es tan larga la escena como la de Buscando a Mr. Goldbarg, en donde Diane Keaton está desnuda, en la cama, recostada de lado, y Richard Gere pone sus mejillas encima de sus nalgas: mira, cachete con cachete, dice; muchos insinúan que se tratan de las de una doble.
El trasero desnudo de Ofelia Medina hace que el espectador se desentienda del drama que vive su personaje, de prostituta barata pero ética, y al final, sus nalgas vestidas se mueven con ritmo para hacer olvidar el drama del novio muerto por la descomprensión en el fondo del mar, en Paraíso.
Esa escena de Medina subiendo unas largas escaleras moviendo las nalgas la recordé (aunque no la tenía muy olvidada) con el nuevo comercial de un perfume en el que Julia Roberts está vestida de blanco mientras todas las demás mujeres que aparecen andan de negro; para llamar la atención de los hombres se limita a subir unas escaleras; su vestido, muy entallado, se concentra en sus caderas, muy célebres; no hay hombre que deje de mirarla, aunque uno no se explica por qué ese bamboleo promueve un perfume.
En Bones, un programa donde las protagonistas son bellas, pero sobre todo inteligentes, recurren, aunque con más elegancia, a mostrar que lo cortés no quita lo caliente (frase usada por Juan Marsé), y ponen, sin que venga al caso, a la muy guapa Tamara Taylor a ver, de pie, de espaldas a la cámara, la pantalla gigantesca de una computadora; flexionada la pierna derecha, el contorno de los glúteos hace recordar que no por ser inteligente el personaje, es menos femenina y reclama su derecho a ser admirada.
Hay otro comercial que, si uno lo piensa, tiene mucho de perverso, no porque sea malo, digamos, admirar el trasero de Ana Serradilla, bastante reproducido en páginas de internet; es perverso porque Serradilla interpretó, en una cinta dizque de denuncia de la explotación sexual en la televisión, a un personaje, "Dianita la de las vueltecitas", cuya fama (en la cinta) se debe a que da vueltas para que los espectadores se deleiten al observar sus caderas; y en el comercial se da esas mismas vueltecitas; no se sabe si es un cereal, o qué, lo que promueve.
Salma Hayek ha tratado de probar que es actriz, pero aun en sus mejores películas llaman más la atención sus dotes naturales que las de actriz (hasta Penélope Cruz ha caído en la tentación de probar que la carne es más dura que débil, igual que Chelelo con Isaura Espinoza y, como un arzobispo mexicano célebre por varios motivos, entre ellos su humor, y la fotografía indiscreta que lo mostraba en un acto que afirma que no hay quien se libre del pecado de la carne). En Wild Wild West Kelvin Kline y Will Smith se solazan observando que su camisa desabrochada por detrás deja a la vista el “butt ckack”, o sea la rayita, y el prinjcipio de unos glúteos harto duros, durante varios segundos, haciéndose la inocente. Esa misma parte de Lori Singer la observa, pasmado, Tom Hanks en El hombre del zapato rojo. Singer, que se hizo famosa en Fama, aparece desnuda en casi todas las cintas que ha filmado, incluidos varios desnudos frontales, pero ninguno es tan excitante como esa pequeña rayita aquí, y que no pierde el glamur ni siquiera en las situaciones más cómicas.
Hay diferencias entre Singer y Hayek; la mexicana mide 1.57 y Singer 1.79 (¿para qué?). Dos de las actrices más famosas por su trasero descomunal son Eva Mendez y Jennifer Lopez, apenas más altas que Salma, lo cual favorece el volumen de su nalgatorio, además de que, como no son muy competentes en lo histriónico, recurren a mostrarse generosas con su exhibición, para que no nos fijemos en sus defectos; en una de sus últimas cintas, Parker, Lopez debe desnudarse para que vean que no trae armas; la cámara se detiene en sus nalgas, donde no podría esconder nada, aunque si lo ocultara, no lo advertirían. En días pasados públicos timoratos reclaman a Lopez que use un vestuario que resalta forma y volumen de sus nalgas; pero si no lo usa, se darán cuenta de lo mal que canta.
Mendez, en otra cinta de la que nunca me enteré de su título, es llevada dentro de la cajuela de un auto, y cuando lo abren, lo primero que se ve es su amplio trasero, que parece demasiado grande pero no deforme.
Pudiera parecer que, en el cine, la exhibición de traseros es similar a la muestra de pantaletas; hay sus diferencias, cada una con sus atractivos especiales; en Los cazadores del arca perdida Karen Black enseña calzones blancos, fugazmente, en dos escenas: cuando recoge, en cuclillas, unas armas para Indiana Jones; la otra es cuando la descuelgan al foso donde Jones está atrapado, asustado por las serpientes; tanto, que no se fija en Black, aunque sí lo disfruta el público; Black muestra el trasero desnudo, en movimiento, varios segundos, en Animal House, más para deleite del espectador que de los demás protagonistas.
Otras diferencias: en Jasón y los argonautas, también durante pocos segundos, se ven fugazmente las entonces inexistentes pantaletas de Jane Seymour; siempre se muestra elegante y refinada, incluso reputada como pintora; aun así, ha sido víctima de las cacerías de los paparazzi, y la han sorprendido al bajar de un automóvil (que es a lo que se dedican, profanando el honor de la realeza, pues la nueva princesa inglesa –así como su hermana pizpireta– son tan descuidadas como las actrices de Hollywood, aunque no tanto como las de Bollywood, que no sólo son más bellas, también más atrevidas pues no gustan de hacer publicidad a marcas de tarzaneras. Pero regresando a Seymour, gran parte de Lassiter la pasa en cama, y en una de esas escenas está boca abajo, desnuda, mostrando el trasero; en tanto, Tom Selleck, más en el papel de Magnum que en el de Pete Malloy, debe aplicarle un masaje en la espalda, pero no resiste la tentación de hacerlo más abajo, y hasta simula que le da un beso atrevido.
En una cinta divertida y semisubversiva (El primer robo a un tren), Leslie-Ann Down se queda en pantaletas y muestra un trasero amplio y atractivo, de espaldas al público aunque con un anacrnismo casi inadvertido; la trama sucede en 1885, cuando no existían esas prendas.
También hubo diferencias entre las muchas escenas en que Brigitte Bardot aparecía en bikini, para darle popularidad a esa prenda, que en El amor es mi oficio, donde aparece tapada con una sábana, pero atrás de ella se refleja en un espejo su trasero, en todo su esplendor.
El cine italiano también se detuvo en los glúteos de algunas actrices; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroiani descubre a la antes tímida y ahora desenvuelta Sophia Loren, en un autobús; la convence de que se quede, y se baja del camión por la ventanilla, armando un alboroto por lo prominente de su trasero, y en Un día especial debe cambiarse de ropa constantemente, y en una de ésas muestra las pantaletas muy bien llenas.
En las nuevas series policiales de la televisión estadounidense ya es común ver más la espalda de las actrices que observarlas de frente, y hacen caso omiso de las recomendaciones de tratar a las mujeres más por su talento que por su físico, y que tantas actrices y modelos se presten a ello, con un muy evidente orgullo por la admiración que provocan. Pero hay que tener cuidado: la misma Lopez, la misma Mendez, así como las hermanas Kardasian (que no ocultan su oficio, más bien lo muestran en público) usan prendas que, si se les observa, son antiestéticas: unas fajas que detienen lo que la edad tiende a expandir.
Aunque desde diferentes perspectivas, los críticos del cine mexicano valoraban algunas de las cintas de Carlos Enrique Taboada, por su buen manejo del misterio y lo sobrenatural; en Hasta el viento tiene miedo, y en Más negro que la noche, descuidando la trama, tiene escenas en las que enfoca la cámara más hacia los traseros de sus actrices (bien dotadas: buen gusto sí que tenía) que en los detalles terroríficos.
Y a propósito del respeto con que hay que tratar a quienes disienten de las mayorías, ¿serán castigados los que califiquen de manera explícitamente peyorativa a los nacidos en México, de sexo evidentemente masculino, y les espeten “macho mexicano”, más con enojo que con descripción?
Y hablando de quienes nos quieren gobernar, y les seguimos, les seguimos la corriente, ¿van a obligar a los restauranteros a que quiten las azucareras de sus mesas, porque el azúcar engorda y produce malos hábitos además de caries? Capaces son de decir que producen diabetes.
Al terminar la temporada 2012, el short stop de los Dodgers, Hanley Ramírez, sufrió una lesión que lo mantuvo inactivo la pretemporada, y regresó apenas hace poco al line-up, pero en su cuarto partido tuvo una nueva lesión que lo mandó a la lista de lesionados por 15 días; lo asombroso es que los cronistas, que repitieron la jugada en que se lastimó el tendón de la corva, no se fijaran que Ramírez, al dar la vuelta al cuadro, pisó la segunda base con el pie derecho; cualquiera que juegue o haya jugado beisbol sabe que al caer en ese error, se va a lesionar; o cuando menos se va a caer antes de llegar a la siguiente base.
Pero son demasiados los que se lesionan; tienen cerca de 15 centímetros más de estatura que sus antecesores en las Ligas Mayores, pero los cuidan como a nenitas (frase de “el doctor”); apenas pasan de los 100 o 110 lanzamientos, y los mandan a descansar. Cuando no ganaban tan bien, cuando tenían que agarrar chamba después de la serie mundial (vendiendo seguros, casi todos), aguantaban partidos de 15 entradas, o lanzaban dos juegos completos en un solo día, o relevaban tres días seguidos. En una temporada reciente algunos jugadores fueron colocados en las listas de lesionados por estornudar tan fuerte que se lesionaron la espalda, porque se pegaron con la puerta del autobús, o cargando un bebé.
En el blog anterior dediqué muchas flores a Carlos Fuentes: ahora vienen las macetas: desconocía el paisaje mexicano, nunca suceden sus tramas en el Metro o en sus alrededores, y a veces se le pierde algún personaje; algunos de sus cuentos están colocados en un sitio y una fecha tan determinada que el lector no puede colocarlos en otra época. Su peor defecto: como lector de literatura mexicana fue poco riguroso: fuera de su esplendorosa interpretación de la poesía de Octavio Paz, de su examen minucioso de la poesía mexicana hasta los años ochenta, y de su aguda percepción de la literatura juvenil de los años sesenta y setenta, parece haber leído sólo fragmentos, y en ellos había más buena fe que crítica. Si quienes recibieron sus elogios se dieran cuenta de lo mala, de lo superficial de su lectura, se pondrían a llorar, pero no de la emoción, sino del desengaño.
En 1883 los fanáticos de las Ligas Mayores recibían el apodo de “kranks”; el más famoso de ellos, un hombre llamado Arthur Dixley, era apodado “Hi Hi Dixley” porque cuando bateaban los de su equipo favorito, los animaba gritándole “Hi, Hi”. El dueño de los Cafés de San Luis (por causalidad tengo su nombre: Chris Von Der Ahe), llamó “fanáticos” a los seguidores de su equipo; pero fanático tiene una connotación peyorativa; en el DRAE lo menos fuerte que se les dice es que alguien está entusiasmado ciegamente por algo, y sus opiniones están sustentadas por la pasión y no por el raciocinio. El manager Ted Sullivan de los Cafés acuñó uno menos agresivo: fan; pero los fans nada tienen de pacíficos, aunque sea menor su furia que la del fanático. Por ello prefiero “forofo” (al margen, una historia conocida: el partidario más entusiasta de un equipo argentino tomo su nombre de Wikipedia; Manuel Reyes era quien inflaba los balones en el estadio donde jugaba el Boca Juniors, y se desbocaba con gritos entusiastas animando a su equipo; el público lo llamaba “el hincha”; cuando el entusiasmo se desbordaba, las tribunas, o quienes las ocupaban, fueron bautizadas con el nombre generalizado de “hinchas”, al principio sólo del Boca Junior; después, de cualquiera. Una deformación similar a la del señor Patiño que servía de comparsa al payaso estrella del circo de los Hermanos Bells; el nombre se generalizó para Marcelo Chávez, Viruta, Schillinsky, Susana Cabrera, Nacho Contla, “patiños” de Germán Valdés, Gaspar Henaine, y de Pompín Iglesias los dos últimos). Prefiero forofo, aunque ya fui amenazado si sigo usando el término.
El recuerdo de una anécdota contada por varios asistentes: cuando la Secretaría del Trabajo reconoció al Sindicato de Actores Independientes, el líder de la asociación, y quien había peleado como pocos por la dignidad de los actores, pidió silencio a la asamblea, jubilosa por el triunfo (que finalmente se perdió, aunque hayan ganado), que festejaba con grandes vivas: Silencio, decía en voz alta; silencio, gritaba; sólo se hizo el silencio cuando exclamó: lo he dicho en todos los tonos posibles: pero al silencio siguió una carcajada general y más estruendosa.
Intuyo que en Mil estudiantes y una muchacha (1941), como Marina Tamayo vive en una casa enfrente de la Universidad (bueno, de la Escuela de Derecho), cantan “Ana”, una canción de Alberto Domínguez que no está ni en Wikipedia ni en el exhaustivo cancionero que preparó Ramón Córdoba, pero que la escuché muchas veces en mi infancia. Encontré el DVD y, en efecto, la cantan estudiantes tan inverosímiles como Emilio Tuero, Julián Soler, Enrique Herrera y Manolo Fábregas, en una versión sin la picardía de la pieza original, en que un sacerdote le recrimina a Ana que pase toda la facultad por su ventana, y Ana contesta que no tiene la culpa de que la ventana esté tan baja: “pase usted y lo verá”. Lo importante es que, de manera imprevista, se exclama la frase: “Ahora lo comprendo todo”; esa misma frase la pronuncia, muy encanijado, David Silva en Campeón sin corona; más asombroso aún: la dice Darya Aleksandrovna en Anna Karenina (pág. 386, Alianza Editorial, traducción de Juan López- Morillas). ¿Quién será el forofo del cine mexicano: Tolstoi o López Morillas?
(La fotografía de Loren, y su comentario gráfico, están tomados de Vampiresas, Paul Flora, Hispano American Book Store, 1960, obsequio de mi muy recordado Edmundo Gabilondo; los fanáticos del cine mexicano, si lo son, saben quién fue.)
(La fotografía de Loren, y su comentario gráfico, están tomados de Vampiresas, Paul Flora, Hispano American Book Store, 1960, obsequio de mi muy recordado Edmundo Gabilondo; los fanáticos del cine mexicano, si lo son, saben quién fue.)
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Isabel del Puerto y Marilyn Monroe, una rivalidad
Un amigo de la preparatoria hasta hace poco guardaba las invitaciones a bodas hasta que pasaban nueve meses de la ceremonia, algo que a últimas fechas ha perdido chiste, porque es cada vez menor la edad en que los adolescentes comienzan a tener relaciones sexuales, y a hacer ostentación de ello. Es más, ni siquiera ocultan sus relaciones premaritales y hacen gala de un buen número de parejas antes de, como se decía, llegar al altar (en Los tres huastecos, cuando el teniente Víctor Andrade promete “llevarte al altar” a Toñita, y luego le aclara que a trapear, ¿está insinuando una prueba o ensayo, como también se le decía a la fornicación, o sea sexo extramarital?). El número de madres solteras va en aumento, y son protegidas por las leyes para que no las despidan de sus trabajos.
Una de las consecuencias de esto es que las cintas de Fernando de Fuentes ya sólo deben verse por sus méritos cinematográficos y no por las tramas, que parecen inocentes a los ojos de los espectadores actuales. Que Cruz salga tarde de la casa del patrón tal vez indigne a José Francisco, pero no sería objeto de chismorreo de todo Rancho Grande; la vecindad entera no tendría que atosigar a don Nicanor para que Clara y Julieta sean aceptadas de regreso, casadas por todas las leyes; doña Teresita no tiene que aconsejar a Esther para no dar disgustos a su mamá, ni Doña Bárbara estaría tan amargada; María Morales no estaría interesada en que sus hijos Pepe y Luis no se vean deshonrados por no aprovecharse de Gloria y María. (Si a alguien le molesta el “hubiera”, el “estaría”, pueden sustituirlos por “hubiese” o “tuviese”.)
Tampoco verán con los mismos ojos las tragedias de Alejandro Galindo, que no tendría por qué regañar a las adolescentes en peligro de perder la virtud, o a los jóvenes que se aprovechan del candor de sus enamoradas. En una de las cintas más emblemáticas de Galindo, Una familia de tantas, Maru sale del hogar paterno sola, porque se casará contra la voluntad de don Rodrigo, pero antes Estela, la mayor, abandona el hogar, y quién sabe cómo le vaya, porque don Rodrigo la sorprendió besándose con el novio (esa escena la recrea con igual dramatismo José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, sólo que es Héctor, el hermano mayor de Carlitos, quien sorprende a Isabel fajando con el novio).
Estela es interpretada, con convicción, por Isabel del Puerto; si hacemos caso de las filmografías oficiales, fue la primera de las trece cintas en que apareció. No tuvo papeles estelares, y más bien le tocó hacer de amante gozosa, de novia despechada o de infractora de la ley gracias a su belleza, que en su caso no aparentaba inocencia o inexperiencia; un tercer o cuarto o quinto crédito fue lo más que consiguió en 12 cintas de 1949 a 1950; algunas son notables: Una familia de tantas, Hay lugar para…dos, Confidencias de un ruletero, Matrimonio y mortaja, Rosauro Castro. La última que filmó en México fue El gendarme de la esquina, obra muy menor de Joaquín Pardavé, antes de participar en una cinta de Hollywood filmada aquí, Captain Scarlett (El capitán Escarlata), de Thomas Carr, y en la que alternó, en un quinto crédito, con Leonora Amar, Manolo Fábregas, Eduardo Noriega, Carlos Múzquiz y Jorge Treviño. Amar es la heroína del protagonista Richard Greene; a la cinta Leonald Maltin le da una estrella y media, aunque la califica de entretenida.
Una página de internet le atribuye a Del Puerto otras cuatro cintas, Mi madre querida, de René Cardona, y Nunca besaré tu boca; en la primera no le dieron crédito ni Emilio García Riera ni la base de datos del cine en internet; la segunda ni siquiera existe, al menos con ese nombre. Muchos años después de su retiro participó en dos cintas, en papeles pequeñísimos: Querida, encogí a los chicos (que no es de Woody Allen) y Gringo viejo.
Austriaca, de un belleza nada gélida aunque su voz se nota siempre artificial, no daba el tipo de mexicana excepto en esos papeles: hija rebelde en Una familia de tantas; mujer que va a romper con el amante cuando David Silva choca por ir fajando con Katy Jurado en Hay lugar para…dos; gansteresa (el vocablo es de Quino) en Confidencias de un ruletero; amante de Rosauro Castro quien prefiere a otra; gansteresa que enreda al hijo de Joaquín Pardavé en El gendarme de la esquina.
En especial llaman la atención dos breves escenas que conmocionaron a los cronistas de cine de aquellos finales de los años cuarenta: es la novia de Rafael Baledón en Matrimonio y mortaja, de Fernando Méndez; vive en Mazatlán, a donde pretenden ir Baledón y Fernando Soto para llevarle serenata, pero en la borrachera se equivocan, van a un pueblito distinto con nombre parecido, y por uno de los enredos típicos del cine mexicano, Baledón debe casarse con la modesta pero bonita Carmelita González; Domingo Soler le telefonea a Del Puerto, y ella, como está en Mazatlán y es frívola y ambiciosa (al menos lo es su madre, a quien le urge agenciarse los millones que heredará Baledón), aparece en traje de baño mostrando unos muslos tersos, duros y muy bien formados; en Entre abogados te veas, donde personifica a la amante del abogánster (así le dicen en los créditos a Armando Calvo), es cantante de cabaret, y se despoja de la bata en su camerino para entrar a la regadera, insinuando un desnudo nada procaz pero sí provocativo, y otro menos fugaz a través de la cortina del baño. En la primera pierde ante González, quien vence los resquemores de Baledón y conquista a un muy simpático Soler; en la segunda ella deja a Calvo con gran desenfado, sin preocuparse del qué dirán.
Es convincente y conmovedora cuando, hospitalizada por el accidente del Zócalo-Xochicalco y Anexas, las autoridades encuentran en su bolso la carta al amante, y con ello se descubre su infidelidad; oculta su identidad hasta que sabe que llevarán a don Gregorio para que se caree con los lesionados en el percance, y decide “disponer de su vida”, como le explica el médico al marido desolado y a los pequeños hijos cuando esperan, atónitos, visitar a su madre en la Cruz Roja, entonces en la colonia Roma (ni eso perturba tanto a David Silva como el niño que desea ser chofer pero está en peligro de perder los brazos); se le cree la desesperación de que se enteren de su condición de amante de un hombre malo.
Hizo pocos papeles, y luego desapareció, aunque sólo de las pantallas; como Jane Seymour, como Merle Oberon, tuvo otras actividades en las que destacó; según sus escuetos datos biográficos se dedicó a los bienes raíces, a la gastronomía (tuvo un restaurante de cierta fama en los años de esplendor de la Zona Rosa), publicó un libro de cuentos infantiles, otro de trama policial y una especie de autobiografía, ninguno de los cuales apareció en español y no se encuentran entre los ofrecimientos de Amazon, ni en la página que aglutina a las mejores librerías de lance del mundo. Otra de sus actividades fue el reportaje gráfico, con muchas colaboraciones para Time Life, además de trabajos publicitarios en Estados Unidos. Su nombre real es Elisabeth van Hortenau, nació en Viena en 1921, y era descendiente de la realeza austriaca; estudió actuación en Roma, emigró a Estados Unidos, donde tuvo algunas actuaciones en Broadway antes de llegar a México.
Más o menos por los mismos años comenzaba a figurar, en pequeños papeles no siempre lucidores, Norma Jean Baker, nombre ahora tan famoso como el que escogió para su carrera cinematográfica; Marilyn Monroe nació en 1926, pero muy joven realizó algunas cintas, la mayoría sin créditos, hasta que se dio a notar en La jungla de asfalto y All About Eve, y en 1952 apantalló en Monkey Business (Vitaminas para el amor, en México, Me siento rejuvenecer, en España), de Howard Hawks (quien la dirigiría en otras cintas notables: Historias de O’Henry, Los caballeros las prefieren rubias), con Cary Grant y Ginger Rogers. Ahora es considerada un icono de la actuación aunque no ganó Oscares pero sí Globos de Oro; es el mejor símbolo de la mujer inteligente que debe fingirse tonta o aturdida o distraída para que la tomen en cuenta.
¿Cuál es el paralelo entre estas dos bellas mujeres? Una, con una carrera trunca; la otra, con una vida trunca. El nexo no es cinematográfico.
Cuando ganó la presidencia de los Estados Unidos, John F. Kennedy tenía el prestigio de héroe de la Segunda Guerra Mundial; fue senador por su estado natal, Massachusetts, pero fue presidente por un azar del destino: su hermano mayor, Joseph, falleció en una acción de guerra, favorito de su padre, también en la política pero más en los negocios y en su gusto por las mujeres. Jack, hipocorístico familiar y entre cuates, fue dado de baja con honores de la marina estadounidense, y comenzó con cierta rapidez su carrera política, en remplazo de su hermano.
La familia Kennedy era rica y numerosa, y contaba con dos jefes: el patriarca Joseph, y su esposa Rose; el primer Kennedy, Patrick, había hecho su fortuna al amparo de los negocios en bienes raíces, terreno en que incursionó Joseph, pero éste la agrandó con importación de whiskey, algunos insinúan que clandestina; intentó triunfos en la política, pero sus simpatías hacia el nazismo lo excluyeron de la diplomacia, aunque batalló para llegar al poder mediante su hijo Joseph; al fallecimiento de éste, se enfocó en el carismático Jack.
Éste tuvo la simpatía de la juventud estadounidense, de los católicos, de los disidentes que le creyeron que buscaba un cambio (algunos rocanroleros pensaron que con su muerte se acababan las esperanzas), de las mujeres, quienes lo prefirieron por sobre el menos simpático Richard Nixon, vicepresidente en el último periodo de Dwigth Eisenhower. Lo ayudó la discreción, elegancia y belleza de Jacqueline, su no menos carismática esposa. Pero una de las hermanas de John, Patricia (la más bella de las hijas Kennedy) estaba casada con un actor secundario, Peter Lawford, cuyos mejores filmes son Easter Parade, Bodas reales, La rubia fenómeno, Éxodo. Pero como dicen todas sus biografías, fue más célebre por su amistad con El Clan que por sus actuaciones; el Clan, o Mafia, estaba integrado por, sobre todo, Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis y Joey Bishop; en Robin y sus siete Hoods (Gordon Douglas) aparecen casi todos, menos Lawford; hay muchas leyendas alrededor del grupo, que se dedicaban más a la pachanga que al arte, que probaban sustancias prohibidas o no recomendadas, que usaban su influencia para conseguirle trabajo a las actrices noveles, a cambio de algo así como el derecho de pernada; en algunas páginas de internet se dice que el presidente Kennedy salió beneficiado de la amistad de su cuñado con El Clan tanto en experiencias psicodélicas como en otras más carnales. Ahora ha salido a la luz que sufría una enfermedad que lo hacía tener excitaciones eróticas a cada rato, y en situaciones incómodas (para los demás), y que incluso don Joseph llegó a decir que lo mejor hubiera sido castrarlo de chiquillo, para evitar tantos problemas. Se dice en muchos lados que tuvo acercamientos del tercer tipo con Kim Novak, Angie Dickinson, Jayne Mansfield y desde luego con Marilyn Monroe (“creo que le mejoré la espalda”, dijo ella después de uno de sus encuentros; la lesión en la espalda la sufrió en la guerra); todas ellas, más otras becarias, se las presentó Sinatra. Sus biógrafos mencionan unos cuantos nombres: Judith Campbell, y Mary Meyer, quien lo inició, se dice, en el gusto por la canabis, cuando se encontraban en la Casa Blanca, y jugaban con la posibilidad de estar en onda cuando debiera decidir si apretar el botón que desatara la Tercera Guerra Mundial.
La más duradera de esas relaciones fue con Marilyn; sus admiradores no sabemos qué hacer cuando recrean aquella versión cachonda de “Happy Birthday, Mr. President”, vestida de manera poco adecuada para la Casa Blanca, y derritiéndose mientras la desentonaba (le puso más calidez que a “I wanna be love by you”, lo que ya es decir). Pero se dice que fue más obstinada que Monica Lewinsky con Clinton; que John, que sabía que le provocaría problemas, le pidió a su hermano Robert le hiciera el quite, y que éste le entró con ganas, perdonando la expresión. Y que después tampoco sabía cómo quitársela de encima, o de abajo, perdonando la expresión. Ya Norman Mailer, en Marilyn, habla del famoso helicóptero que aterrizó y horas después despegó del jardín de MM, horas antes de que la descubrieran muerta, según algunos por propia mano, y otros que con ayuda externa. La Casa Blanca, que protege el prestigio de sus ocupantes y ex ocupantes, no ha podido desmentir categóricamente esos rumores ni menos las afirmaciones (como tampoco los que se refieren a la salud de Nixon o de Reagan). Fontanarrosa, en uno de sus cartones sobre Boogie el Aceitoso, alguna vez insinuó que el asunto no terminó con la muerte de MM, sino con la de Lee Harvey Oswald y la de Jack Ruby, delante de las cámaras de televisión. La cuestión es que dicen que MM ya había perdido las proporciones y la mesura.
John F. Kennedy tuvo ejemplos a seguir, aunque fueran malos: su padre se encaprichó con una de las actrices más bellas, populares y adineradas de su época, Gloria Swanson, a la que engatusó ofreciéndole su asociación para producir películas, y aunque su romance fue intenso y productivo para ambos, al terminar ella había perdido cerca de un millón de dólares de la época, aunque tuvo regalos que con el tiempo llegaron a compensarla de su descalabro económico, y del moral, porque al marido, para que no estorbara, lo mandaron a dirigir empresas no muy productivas pero que lo mantenían entretenido, y luego se lo regresaron. Tales excesos los toleró Rose Kennedy porque dicen que el clan es firme, no llora ni hace dramas, aunque se sabe que una vez Jackie le dijo a Jack, un día que se encontró unas tarzaneras en la recámara presidencial: “Tú sabrás de quién son. No son de mi talla”.
En una de las mejores biografía del clan Kennedy (Los Kennedy, Peter Collier y David Horowitz, Tusquets, 1985) no se mencionan las andanzas de Jack antes de que fuera famoso, pero Elisabeth van Hortenau hace unos pocos años dijo que sí, que le constaban. En la página que la Wikipedia dedica a Isabel del Puerto, y donde está su filmografía dudosa, habla de tres matrimonios y tres hijos; el primero de sus matrimonios fue con un puertorriqueño que le dio su nombre artístico, y con quien vivió de 1940 a 1947; el segundo con Héctor Mendoza Orozco, su esposo de 1950 a 1956, y de quien se divorció, igual que del primero, y el tercero, Joe Oldhman Lanett, quien falleció luego de tres años de matrimonio. Esa página menciona dos hijos, Joe Charles y Katherina. Se habla de otro hijo, nacido en 1945, Antonio Miguel Bohler; el Bolher es de parte de la abuela materna, que fue quien lo crió.
Al parecer, John F. Kennedy e Isabel del Puerto (conocida ahora como Lisa Lanett en las páginas de internet donde se menciona el idilio) se encontraron varias veces, y pasaron algunos fines de semana, a ratos en Monterrey, a ratos en Cuba; fruto de esos pasajes nació Antonio; después de muchos años ella afirma que cuando le informó a Kennedy del embarazo él le ofreció matrimonio; no se efectuó, y el niño no llevó nunca su apellido, pero Kennedy cumplió pagando sus estudios y sus gustos.
“El hijo oculto de Kennedy”, le llaman en algunas páginas francesas de internet; en algunas páginas estadounidenses insisten en el origen de Antonio Miguel, ahora de 64 años, retirado de los negocios, padre de dos hijas. En los árboles genealógicos es notorio el parecido de Antonio Miguel con sus dos medio hermanos, aunque sus rasgos sea más finos. Su tío Ted guarda un silencio culpable.
En meses recientes se ha hablado de un posible embarazo de Marilyn, y que sindudamente fue causa de discusiones y desavenencias, y de lo mal que se llevaron al final. Si eso es cierto, habría que decir que el romance con Marilyn duró más tiempo, pero que Isabel del Puerto sí tuvo al hijo de Kennedy. ¿Lo supo la familia de él, intentaron que no lo tuviera, la convencieron de que guardara silencio? ¿Lo supieron sus compañeros en el cine mexicano?
¿Cómo pude confundir a Karen Black con Karen Allen? Ni de espaldas se parecen.
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El Tío Pepe y más de artistas perdidas
Todo empezó un viernes de 2000 o 2001; quedamos de vernos Miguel Capistrán y yo con Víctor Díaz Arciniega en La Bodeguita de en medio, pero estaba lleno, y muy ruidoso; ya había llegado Víctor y me propuso que nos fuéramos a la cantina de la esquina, El Tío Pepe; entramos y encontramos un local amplio, muy iluminado, y con el único ruido de las fichas de dominó golpeadas con fuerza, como es lo debido, en una sola mesa, aunque había cuatro o cinco mesas ocupadas. Sólo esperamos a Capistrán, quien pocas veces era puntual, para despreocuparnos.
Cuando a Víctor le aconsejaron que jugara dominó como terapia a sus muchas ocupaciones e investigaciones de Azuela y de los Contemporáneos, y Rafael Vargas también ansiaba jugar, tomamos como sede El Tío Pepe, en la esquina de Cozumel y Sinaloa, a la vuelta de donde estuvo la segunda sede de la casa de La Bandida. Al poco tiempo Rafael dejó de asistir, pero seguíamos jugando a veces dominadas, a veces rondas completas, pero se sumaron a la tertulia Juan José Utrilla y Marco Antonio Pulido, y los asistentes éramos más de los cuatro necesarios para una ronda, y la tertulia renunció al dominó y nos quedábamos de ver sólo para platicar, además de que ni Marco es aficionado al dominó y a Capistrán no le interesaba, lo que hacía los juegos desesperadamente divertidos, menos para sus compañeros de mano.
Un día cometí una de mis erratas habituales al afirmar que “Luces en el puerto” lo cantaba un trío distinto de Los Diamantes, y Salvador González me mandó una rectificación a El Financiero, que reproduje en mi siguiente colaboración; volvió a escribirme: durante años mandaba cartas a las redacciones comentando errores u omisiones, y nadie, ni siquiera Víctor Roura, enmendaban sus errores; yo era el primero; además, mencionaba mis libros y otras colaboraciones desde principios de los años setenta y hasta de las hojitas parroquiales que me invitaban a colaborar. Después de un breve intercambio de escritos decidí invitarlo al Tío Pepe, para conocernos; al poco se incorporó a las tertulias, en las que alguna vez llegamos a ser cerca de 20; un día cambiamos de sede, a un cantina irlandesa donde vendían una cerveza sabrosísima, pero en donde a partir de las seis de la tarde empezaba la música que hacía imposible platicar; también a veces nos veíamos en La Caminera, aunque tenían orquesta escandalosa o, si no había clientela, ponían el tocadiscos de tal manera que ni podíamos charlar ni menos jugar dominó; las meseras, en hot pants, llegaban a interrumpir las pláticas; así, Jorge Córdova dejó de platicarme varios planes distraído por esas meseras.
Alguna vez fuimos al Seps de Tamaulipas, pero ese día el tránsito femenino fue mínimo: un par de promotoras de refrescos.
Así que lo habitual era El Tío Pepe, donde cada viernes nos veíamos y platicábamos hasta que avisaban que iban a cerrar; caminábamos al Metro Sevilla, o a Chapultepec, donde salían los peseros para la Anzures; no faltaba quien llevara auto y me daba un aventón, y no faltó quien fue atrapado por el alcoholímetro, o chocó a dos calles de la cantina; alguna vez tuvimos la mala suerte de que la tertulia cayera en 14 de febrero, y estaba atiborrada de parejas que abandonaron el lugar a las seis, y ellos regresaron a las 7, pero ya con la esposa; en otra única ocasión unas mujeres alquilaron a un trío y se pasaron tres horas cantando, según ellas, y más bien ofendiendo a Bach.
Cuando me jubilé pensé que nos veríamos más veces, pero la tertulia fue decayendo, y con Marco Antonio Pulido comenzamos a vernos en mi casa, a razón de que mis teleles cardiacos me impiden beber más de dos cervezas, y la dictadura de la próstata me hace acudir al baño cada media hora; Salvador González, el otro contertulio más frecuente, ha vivido dolorosos tropiezos que lo hicieron ausentarse, por lo que dejamos de asistir al Tío Pepe; fue Diego el que siguió asistiendo, pero no con la frecuencia de antes. Me avisaba: “ayer cené en El Tío Pepe”; “el sábado comí en el Tío Pepe”, porque además de cantina, se comían unas quesadillas y unas tortas realmente apetecibles; Toño Sandoval llegaba a comer, casi abstemio como es.
En El Tío Pepe adquirí una amistad para toda la vida, la de Salvador González (allí nació, indirectamente, gracias a él, México y el beisbol, de Diego y mío, que los cretinos leen al revés, La historia del beisbol en México, que es precisamente de lo que no se trata). En El Tío Pepe nos enterábamos de fallecimientos dolorosos, como el de mi muy querida amiga Alba Rojo, y el de Emilio García Riera. En sus mesas vi por última vez a Miguel Capistrán, suspendida nuestra amistad por culpa de la editorial Océano; allí vi por última vez a mi amigo desde 1965, Paco Alvarado, antes de que cayera en la ruina y fuera rescatado por Marco Jiménez. Allí continué mi amistad con Marco Antonio Pulido que lleva 28 años de soportarme.
Hace unos días me atreví a escribirle a Salvador Mendiola; luego de 40 años de amistad y de casi 20 de no vernos, vencí mi temor: su rigor, su despiadada crítica, su iconoclasia me aterraban; luego de ver sus juicios demoledores contra Monsiváis, contra Jaime Sabines, contra los muchos a los que se les lee sin crítica, me daban, me dan pavor, pero retó a sus muchos lectores a que dijeran cuándo dijo Juárez su famosa frase; aunque sé que no es cierto, le escribí que fue una arenga antes de la invasión de los franceses, casi en vísperas de la Batalla de Puebla; es falso, pero tiene el aval del cine, de la única cinta dirigida por Álvaro Gálvez y Fuentes quien llevó como asistente a Ismael Rodríguez, éste en su primer encuentro con Pedro Infante (a instancias de Ota); Salvador dio por buena mi respuesta y surgió la pregunta: cuándo nos vemos: lo cité en El Tío Pepe (mi casa, antes de ser visitada, debe ser escombrada para hacer huequitos entre los libros y los discos que atiborran y estorban por todos lados; sólo Víctor Díaz Arciniega vence esos obstáculos porque encuentra tesoros que a mí se me esconden, y Marco Antonio Pulido).
Pero llegué y vi cerrada Don Quijote, cantina siempre ruidosa, siempre atiborrada (enfrente de donde vivía Alexandro –Jodorowsky– con Dennisse, a quienes Paco Alvarado y yo visitábamos más por verla a ella que por hablar con él) estaba cerrada, pintarrajeada, que quiere decir en manos de los anónimos que se apoderan de los espacios abandonados; allí me dejó el taxi, caminé una calle, bajo la amenaza de la lluvia que pasaba a ser oscura luego de ser rubia, y llegué a verificar mis temores: también está cerrado El Tío Pepe, con basura acumulada en ambas puertas, la de Cozumel y la de Sinaloa; Salvador llegó, acompañado de Adela, y vimos que tampoco La Bodeguita estaba accesible, y que La Casa de la Paz, sede de varios de los éxitos de Alexandro, está cerrada. ¿Podría alguien explicarme la muerte del Quijote y de El Tío Pepe por la nazi ley contra el tabaco? ¿Ha crecido la delincuencia por la zona?
Nos fuimos a otro lugar, y sostuvimos una charla en la que recuperamos años de pláticas perdidas, hablamos de los amigos a los que ya no veremos, como Luis Guillermo Piazza, Ota, la muy querida Alba, don Aurelio Garzón del Camino (el mejor traductor que ha vivido en México); de otros amigos a los que no hemos visto, como Agustín, Sainz, reafirmamos nuestras admiraciones contundentes (Castellanos, Pacheco, Álvaro Carrillo, Zaid), nuestro rechazo a muchos escritores admirados porque quienes los admiran no los leen, y se quedaron pendientes otros temas; intentaré en la siguiente recrear esa plática; seguramente Salvador lo hará con mayor eficacia y buena degustación. Ahora quería sólo hablar de El Tío Pepe con añoranza y melancolía. En esas tertulias llegaron a ir Mario Magallón, Ramón Córdoba, Víctor Kuri (quien nos aburrió un día hablando de cómics gore), Julieta y Toño, Celina Yamashiro, Pepe Nava. El día que nos fuimos al Seps habíamos 15, que la memoria borra. Muchos, fueron sólo una vez, la mayoría dos veces. Los constantes: Marco, Juan José, Salvador, Víctor y yo.
¿Qué le vas a pedir a los Reyes?, preguntaban a los hombres mayores en los años cincuenta y sesenta, no a los niños: “Teresita”, era la respuesta. Los Hermanos Reyes formaban una miniorquesta en la que tocaban guitarras y violines, tal vez un bajo. Uno de ellos, quien se alineaba a la derecha, solía decirle a su hermana Teresa algo así como “hay que lucirse ante tantos cuñados”, en los teatros en donde se presentaban. Eran famosas sus intervenciones en la televisión, sobre todo en Max Factor Hollywood, o Max Factor las estrellas y usted.
Se le recuerda por usar un vestido entallado, similar al de María Victoria, que resaltaba sus caderas, sus piernas largas, y su andar despacio y cadencioso; no siempre aparecía, y los hermanos cantaban y actuaban, se hacían los graciosos; no tocaban mal, y por el contrario, lo hacían con cierta gracia, sobre todo algunas canciones cómicas como “Pobre Tom” (pobre Tom, pobre Tom, pobre tonto pobre tonto pobre Tom) con estilo ranchero, y “Pancho López” (nació en Chihuahua en 906, en un petate, bajo un ciprés), que cantaba las glorias de un acelerado al que su papá lo dejaba fumar y se emborrachaba con puro mezcal; no sólo esas fantasías musicales cómicas, también cantaban otras de tipo sentimental, o le entraban a los ritmos de moda; hay un video que circula en youtube donde se les ve cantando y actuando un chachachá famoso, “Maletero”, vestidos de rancheros; Teresita es la voz principal, los hermanos hacen coros; dos detalles resaltan: uno de los violinistas, en el puente más largo, deja de tocar la melodía para tocar varios compases del Bolero de Maurice Ravel, de manera sorprendente; no tiene la maestría de Frank Zappa en su versión de la pieza más célebre o más conocida de Ravel, pero no desentona, y encaja a la perfección, lo cual hace que reafirme mi creencia de que la música popular más influida por la música sinfónica es la tropical, que hace recordar muchas de características y variantes sobre todo de los músicos impresionistas (y de otros: hay que escuchar los danzones que hizo Acerina basados en óperas –dos de Rigoleto, nada menos, y de La flauta mágica– más otro que desciende del Cascanueces). El otro es Teresita, con pantalón vaquero poco usual en las mujeres de esa época, camisa vaquera, y moviéndose con ritmo, pese a que su especialidad eran los boleros, y que su gesto era serio, adusto, gracias a sus facciones no muy finas y su gesto duro; era muy atractiva, más guapa que bella. Cantaba con estilo, su dicción era perfecta y su tesitura le daba facilidad para entonar con elegancia cualquier canción; perdía algo de encanto cuando sonreía, y su gesto era enigmático.
Sus éxitos fueron en el teatro (Lírico, Iris) y en la televisión; con sus hermanos apareció en unas cuantas cintas a partir de 1950 hasta 1960: La hija de la otra, Mujeres de teatro, Amor de locura, Música de siempre (donde tocan “Maletero”), Piernas de oro, Pistolas de oro, Flor de canela y Revólver en guardia; como se ve, puras intervenciones musicales en medio de dramas, como espectáculos de cabaret con canciones de moda. Aunque la gente suele recordarlos, no han permanecido mucho porque hacían versiones de éxitos de otros, con arreglos muy parecidos a los originales; no recuerdo que tuvieran piezas propias, aunque lo que los distinguía era su sentido del humor, y la sensualidad de Teresita, quien aparece muy atractiva en las portadas de los discos. En una de sus intervenciones fílmicas cantan “Dos horas de balazos” y por una vez usa falda corta, que no deja ver más que un poco más arriba de las rodillas, que para la época era mucho; a juzgar por esas escenas, no había motivo para que siempre usara vestidos tan largos.
No tuvo más papeles que algún diálogo incidental. En los programas dejaba que los hermanos cantaran una o dos canciones, y aparecía al final. En su programa más duradero, Max Factor las estrellas y usted aparecían con frecuencia. El conductor era uno de aquellos pioneros de la televisión que abarcaba varios programas, Carlos Amador: Hitazo Royal (para recordar la popularidad del beisbol, tan perdida ahora) y uno terrible, Reina por un día, donde se exhibía la pobreza de la gente que iba a pedir trabajo, máquinas de coser, y otras necesidades por el estilo.
Amador es responsable de algunas de las películas más cursis de la historia del cine mexicano: Cri Cri el grillito cantor, La edad de la inocencia; se dice que era dueño del cine Arcadia, en el que duró más de un año El último cuplé; más difícil de rastrear es su carrera como productor de teatro, pero en aquellos años cincuenta y sesenta estuvo muy activo, y no sólo en el plano público: casó dos veces con Marga López, y una con Teresita Reyes. Es lástima que no la haya puesto a actuar, pues pese a su gesto adusto, podría haber tenido intervenciones simpáticas.
En Max Factor las estrellas y usted intervenían otros cantantes de calidad, pero de popularidad menor a la merecida, como Verónica Loyo, de quien hablaré después; ahora trato de acordarme de Rebeca, Rebeca López, la modelo que era la cara de los productos para maquillaje; la imagen que retengo es de una rubia de mediana edad, siempre sonriente, pero no me explico por qué era tan popular entre los amos de casa, que llegaban temprano los viernes para ver el programa, por ella y por Teresita. Tuvo dos intervenciones menores en el cine de los sesenta, Semáforo en rojo, y Cucurrucucú Paloma; ninguna, memorable. Ahora es imposible recordar el ,porqué de su popularidad.
Yasiel Puig, dicen los scouts de los propios Dodgers, debutó y se vio como un fenómeno del beisbol; hizo recordar a peloteros como José Canseco y como Reggie Jackson, de los que se decía que eran los más valiosos porque cuando no ayudaban a su equipo, ayudaban al contrincante; ahora, dicen los scouts, se ve como lo que es, un novato con ciertas cualidades pero con varios defectos; nos hicieron favor de transmitir un juego donde se estrelló contra la barda al perseguir, de la peor manera, una línea hacia el jardín derecho; no la atrapó, se vio torpe y lento, y matateneó la pelota cuando la alcanzó; los anotadores lo salvaron de cargarle un error porque los Rockies no anotaron en esa entrada; de cualquier manera lleva tres errores en 46 juegos, más otros tres, cuando menos, que no le han contado; los villamelones, algunos de ellos cobran por escribir de lo que no saben, querían que lo mandaran al Juego de Estrellas; los expertos, más sensatos, se abstuvieron; dicen que ante los números impresionantes de Puig (que bateaba arriba de .400 en más de 30 juegos –ya cayó a .360– y los de Hainley Ramírez, también cerca de .400),se ha perdido de vista la labor de Adrián González, el verdadero sostén del equipo, que se mantiene sano y constante, y encabeza a los Dodgers en hits, dobles, cuadrangulares y carreras producidas. Ramírez ha cometido cinco errores en 36 juegos. Puig hace recordar cuando los equipos mandaban al jardín derecho a los peores fildeadores, perto también allí hace daño.
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Más del Tío Pepe y otras desapariciones; Beatles, disco a disco
Al hablar del Tío Pepe omití algunos detalles importantes: los tres meseros eran amables, no interrumpían las pláticas, sabían desde la tercera visita de los asistentes cuáles eran sus bebidas favoritas (Marco Antonio Pulido primero un tequila y después Coronas; Juan José Utrilla tequila, Coronas y a veces algún ron; Salvador, Coronas; Miguel Capistrán, sus infaltables Camparis, nunca más de cinco; la única vez que lo cambió por vino lo pagamos caro todos; Víctor Kuri, Coronas; Víctor Díaz Arciniega cambiaba de cerveza dependiendo del clima; yo primero Negra Modelo, hasta que llevaron Pacífico, que tomé siempre en micheladas –¿así que yo soy el responsable?, preguntó Utrilla la primera vez que pidió una michelada–; Diego, Corona –una por sesión). Pero había otros elementos: el dueño estaba, casi siempre, en el rincón de la cantina, con dominó ruidoso pero divertido; se acercaba a saludar, pero nunca importunaba ni llamaba la atención a los meseros, quienes siempre estaban al pendiente e incluso conocían nuestro ritmo, ni presionaban; uno de los meseros, que ya se sabía nuestro ritmo, nos tenía reservadas dos mesas al centro, para ver quiénes entraban, porque muchos que fueron por primera vez la confundían con El Quijote; cuando entró la nazi ley que impide fumar en público, nos reservaron mesas al fondo; todos los viernes, alrededor de las cinco en punto de la tarde, nos esperaba en la entrada, e iba por la bebida preferida de quienes llegábamos, en el orden que llegábamos. Nunca nos transó con la cuenta, aunque una vez alguno de los de la caja quiso hackearse una tarjeta de crédito, pero el banco lo bloqueó; como no nos constaba que hubiera sido allí, no lo denunciamos, pero comenzamos a pagar en efectivo.
Casi siempre la botana consistía en uno, dos o tres platos de cacahuates; cuando entraba la noche llevaban chicharrones, que tenían bastante grasa; los sábados después de la tertulia eran incómodos porque la cerveza y el aceite no se llevan. No sé qué eran mejores, las tortas o las quesadillas, pero en más de una ocasión guardamos silencio varios minutos por comer para restaurar energías.
Antes de las tertulias me reunía con Marco Antonio Pulido y con Juan José Utrilla en El Grano de Oro, en la Narvarte, a una cuadrota de la Comercial de Pilares; al principio, por comodidad, pedíamos un kilo de carnitas para los tres; después, por más comodidad, una orden (poco más de un cuarto de kilo) para cada uno; allí tomábamos dos cervezas, y nos trasladábamos al Sanborns de División del Norte, por el pasaje del Metro, sin tener que cruzar División; allí seguíamos con cervezas, hasta que el cantante interrumpía, a las siete en punto, destrozando las canciones de Álvaro Carrillo; a veces aguantábamos, y a veces las aguantábamos cambiando la tercera cerveza por una cuba libre (que ya no se llaman así) hasta que descubrí que cuando me daba el aire era como si tomara cuatro o cinco veces más. En un par de ocasiones se nos unió Gerardo de la Torre, para hablar de beisbol y, con Utrilla, de sus experiencias en el Hipódromo, que para ser justos, eran las anécdotas preferidas por todos los asistentes de las diversas tertulias, y lamentamos que Juan José las guarde celosamente.
Por motivos de trabajo y con el pretexto de ajustar cuentas, mis comidas de trabajo con Ramón Córdoba eran en El Grano de Oro; allí le conté la anécdota de la secretaria que le hizo una pregunta no capciosa, inocente, a Arturo Serrano acerca de Robinson Crusoe, y que Ramón utilizó en su novela; en El Grano de Oro se la revertí; hace unos meses quedamos de vernos allí, para hablar de los libros de Carlos Fuentes, y encontramos que estaba cerrado, sin letrero que hablara de remodelación, cambio de sede, ni nada. En el otro Grano de Oro pregunté por el destino de la original y sólo me enteré de que el dueño, casi sin advertir, decidió cerrar, sin dar oportunidad a los empleados a que la compraran y la continuaran. Ese local es famoso entre los fanáticos del cine mexicano, que lo usó como una de las taquerías de Tacos al carbón, una de las más divertidas cintas de la tercera época de Alejandro Galindo, en donde Vicente Fernández tiene una amante en cada taquería; en ella Victorino es uno de los meseros. Al cerrar de esa manera se perdió uno de los lugares donde podían comerse carnitas sin necesidad de aplicarse la vacuna triple. Y al parecer, El Tío Pepe cerró también de manera imprevista.
Un amigo enfermó de resfriado, y sus diligentes trabajadoras le aplicaron cuanta medicina tuvieron en mente; cuando lo supe insinué que dejaran de ver Dr. House, que va de uno a otro remedio, hasta los caseros, para salvar a los pacientes; pero no se toma en cuenta que en la trama pasan varios días y pueden ensayarse muchos tratamientos, incluidas las oraciones religiosas; pero en un solo día intoxican al más resistente de los enfermos. La desaparición de una niña en su propio hogar indignó a los cotidianos de las redes sociales, que exclamaban que los buenos detectives solucionaban casos más complicados en una hora. La televisión deforma hábitos, ritmo de vida, costumbres, a tal grado que las familias latinoamericanas consideran un lujo tener seis libros no escolares en sus casas; no sabemos leer, y nos asombramos de algunos giros; lo más extraño es que los mismos estadounidenses, que cuando menos cuidan el lenguaje y las formas, acaban de estrenar dos series televisivas: The Killing y The Following. ¿Cómo lo traducen? Son gerundios, y los gerundios, al menos en español, deben ir acompañados de verbo: “está lloviendo”; el verbo puede estar implícito; algunos escritores, quien sabe por qué en especial los colonialistas, gustaban de empezar frases con gerundios: “En comenzando el día”; o los lúdicos: "Desnudando a la doncella”. Pero al agregar el artículo, ¿qué hacemos?: ¿Los asesinandos?, ¿Los siguiendos?
A mediados de 1962 Adolfo Bioy Casares decía que el futbol había desvirtuado uno de los principales objetivos del deporte, que es el de enseñar a la gente a saber perder; en el beisbol el equipo que más juegos ha ganado en una temporada, los Indios de Cleveland (111 en 154 partidos) tuvieron un porcentaje de .721 en triunfos y derrotas, es decir, 28 por ciento de derrotas. Cuando no se sabe perder no se sabe ganar; pero ya no es privativo del futbol soccer, que por algo se llama soccer; para ganar, los ciclistas toman esteroides; para ganar, los integrantes del futbol (americano) toman esteroides; para ganar (dinero), los beisbolistas toman esteroides. Algunos cínicos los justifican: lo hacen para estar en mejor forma; no consideran que lo hacen sacando ventaja a sus competidores; es como ligarse a una mujer haciendo chismes del pretendiente que desconoce que se ven a escondidas. Tiene razón Jack Clark: qué asco McGwire, qué asco Sosa, qué asco Palmeiro, qué asco Clemens, qué asco Álex Rodríguez; afirma que Alberto Pujols tiene números similares a los de Stan Musial con ayuda de esteroides; sólo que por decirlo ya lo corrieron de la chamba.
*No es necesario acudir a todos los antecedentes, porque ellos lo contaron con prodigalidad: Chuck Berry, Gene Vincent, Elvis Presley, Bill Halley, Fats Domino, Little Richard, Carl Perkins y hasta Peggy Lee. Tal vez, Buddy Holly el principal, porque de él tomaron nombre, actitud y deseos de experimentar.
Aunque cuando aparecieron los tres discos dobles de Anthologyescuchamos las versiones que no llegaron a los acetatos, y hay muestras de lo que hicieron cuando adolescentes-niños, el primer trabajo discográfico de Beatles fue su colaboración con Tony Sheridan en Hamburgo, dirigidos y producidos por un músico muy profesional, Bert Kaempfer, aquel que sonó mucho en los años sesenta con “Ritmo africano”, “Rosas rojas para una dama triste”, “Ojos españoles”. Sheridan, británico, tenía mucho éxito en los clubes hamburgueses, que fue cuna de gran parte de la música de esos años. Kaempfer quiso aprovechar ese éxito, y pensó que los Beatles eran el conjunto de Sheridan, porque así se acostumbraba: un cantante con un conjunto de respaldo (Gerry & the Peacemaker, Freddy & the Dreamers, Gene Vincent & the Blue Caps, Buddy Holly & the Crikets). Ésa fue una de las audacias de Beatles: eran un conjunto que se alternaban cantando, y en que todos tocaban para todos.
Esa colaboración resultó brillante y decisiva: Kaempfer firmó al conjunto por tres años, y grabaron Tony Sheridan with the Beatles, aunque cuando ellos fueron muy populares cambiaron el nombre por The Early Tapes of The Beatles, The Beatles with Tony Sheridan, Tony Sheridan and the Beat Brothers (no se sabe quiénes eran los integrantes de este conjunto). Circuló como LP desde que se hicieron populares en Estados Unidos, aunque hasta 1984 apareció el compacto, que no mejora la calidad del sonido del acetato; también circuló en México un EP con “My Bonnie”, “Why”, “Cry for a Shadow” y “The Saint”, aunque hubo otra versión que en vez de “Why” incluía “Sweet Georgia Brown”, y otra en que incluía “Ain’t she’s sweet?”, que fue la primera canción comercial en que canta John Lennon.
El disco muestra algunas de sus cualidades, pero no todas: por lo regular el acompañamiento que le hacen a Sheridan es más que correcto, a ratos excelente: una magnífica guitarra rítmica de Lennon, aunque a veces pierde el paso, y a veces entabla un diálogo muy entusiasta con Harrison; por su parte, éste comienza por establecer su estilo: su guitarra solista se destaca por las notas agudas, con las cuerdas más altas, muy limpia y bien fraseada, excepto en “My Bonnie”, donde toca con las cuerdas bajas. Sobre todo, se muestra muy disciplinado: sólo en algunas partes de algunas piezas se desata y como que improvisa; “Cry for a Shadow” , que es instrumental, le permite lucirse; por lo general toca en los puentes algunas partes no muy sobresalientes en cuanto a improvisación, pues siguen el estilo de Elvis Presley, de quien Sheridan sigue el ejemplo: cambios de tono de bajo a barítono (“Nobody’s Child”); en algunas piezas Harrison puntea el final de cada verso (“Let´s Dance”, “Why”); en algún puente (“Sweet Georgia Brown”) toca alternando frases con Lennon, quien suele rematar las piezas con un rasgueo, como si fuera su firma.
Quien se ve más aventajado es Paul McCartney, que se sale de la función tradicional del bajo en el rock por esa época, y retoma el que juega en el jazz: improvisa, más que marcar el ritmo (la base rítmica: en el rock, se le llama “guitar bass”) traza una melodía alterna con dos o tres notas por verso, y da el paso a la guitarra solista. Por su parte, Pete Best cumple de manera más que adecuada con la batería, y se limita a establecer el ritmo de la pieza; a ratos, como en “Cry for a Shadow” toca algún redoble, pero de inmediato se disciplina.
Lo más sobresaliente del conjunto en este disco es su labor en los coros; en muchas de las piezas de todos sus discos posteriores cantan segunda o tercera voz, a veces las voces secundarias contestan un verso del solista, a veces lo contradicen (ya lo iremos oyendo), pero la mayoría de las veces los coros lo forman sin palabras, como en casi todo este disco, en que sólo cantan con palabras en “My Bonnie”, completando los versos de Sheridan.
Como dato curioso, “Sweet Georgia Brown” fue grabada meses después que las otras piezas; casi todo el disco se grabó entre el 21 y el 23 de junio de 1961, excepto ésta, en diciembre, cuando los Beatles estaban por recuperar el contrato que los obligaba a tocar a la sombra de Tony Sheridan (éste nunca quedó resentido; hay testimonios de que se parrandeó varas veces con ellos y tuvo amistad cercana con los cuatro, pero la historia lo opacó). Curiosamente, con las mismas pistas, Sheridan regrabó la pieza, por su cuenta, y modificó uno de los cuartetos para sustituirlo por uno que hace alusión al cabello largo del cuarteto, y al club que ya habían formado sus admiradoras en Liverpool. Esta regrabación es la que se encuentra en los discos que circulan, incluida la versión de lujo aparecida hace poco más de un año. La versión original sin la mención a las greñas sólo se incluyó en los EP alemanes; cuando llegó a México ya estaba la pieza sustituta.
Regreso a los coros: pocos conjuntos han cantado mejor las segunda y tercera voces que los Beatles, sobre todo en el rock; si hubiera un equivalente mexicano, podría mencionarse a Pedro Vargas, quien le hizo segunda hasta a Agustín Lara, que no tenía voz; y en el rock, lo más próximo es Paul Simon, quien no tenía mejor voz que Art Garfunkel, pero sí lo suficiente como para acometer la primera en alguna de las mejores canciones del dueto.
Los coros que le hacen los Beatles a Sheridan son excelentes, vigorosos, suenan irónicos, y los acompañan con aplausos, que después usaron sobre todo en sus primeros discos, y que le dieron gran dinamismo a sus canciones más vitales. En “Cry for a Shadow” gritan de entusiasmo, pero se oyen muy lejanos. Esos gritos los usaron también en otras piezas posteriores, como “Yellow Submarine”.
Dieron un paso atrás con la sesión para Decca; en los años ochenta la disquera dejó que aparecieran discos pirata con esa sesión, que no es mala, pero, como se sabe, Decca prefirió contratar a otro conjunto, Brian Poole & The Tremeloes, en vez de a los Beatles; entonces no había tantos lugares para los rocanroleros. Esos discos pirata los controlaba la disquera, si no, cómo se explica uno que no incluyeran en esos acetatos (y después en los muchos discos compactos) tres canciones de la autoría de McCartney-Lennon, como firmaban al principio: “Loved of the Love”, “Like Dreamers” Do” y “Hello Litlle Girl”. Del disco y de esas tres piezas hablaremos en la siguiente. Sólo hay que agregar que dos de las piezas fueron retomadas por alguno de ellos después: “Nobody’s Child” lo grabó Harrison con los Travellin’ Willbury en un disco con ese nombre, y “Ya Ya” lo grabó Lennon, con el seudónimo de Dad, en Walls and Bridges.
(Respuesta de Salvador Mendiola):
** En uno de estos constantes eventos públicos que se realizan en esta ciudad, donde igual se idolatra como religión que se estudia con rigor académico la obra y vida de los Beatles, Enrique Rojas, el creador e impulsor del programa de radio La Hora de los Beatles en Radio Éxitos AM, primero, y luego en Radio Universal FM, me informó, para mi sorpresa, que, fuera de Inglaterra y los EUA, México es el país donde más información se produce a diario sobre los cuatro Fabs de Liverpool y el único donde diario se transmiten programas de radio sobre ellos y sus discos. Eso me agrada lo mismo que me llama la atención, porque cuando empecé a seguirlos y admirarlos, hace medio siglo, hubo un momento donde imaginé y deseé que fueran inmortales y que su fama no dejara de crecer año con año, hasta que los volviéramos muy nuestros y muy mexicanos. Y así ya fue. Hoy entiendo que los Beatles envuelven mi vida por completo y forman una parte fundamental de la historia de la segunda mitad del siglo XX, con todo y que creo haberme alejado del fanatismo y la devoción con que se les recuerda, por eso me da un gran gusto beatlemaniaco ingresar de esta forma en tu información sobre sus discos, Eduardo Mejía.
De ese LP, titulado My Bonnie, que en realidad son muchos sencillos que grabaron con Tony Sheridan y con la producción de Bert Kaempfer, lo primero que escucho como algo notable es la ausencia de George Martin, el artista que les encontró el tono y sentido mágico, el técnico que fue capaz de darles el sonido y la forma con que ahora más les recordamos. Se nota, entonces, la intención de producir varios sencillos con su lado A, no hay ninguna intención clara de construir un LP. Escucho esas doce canciones base como grabadas al alto vacío, sin el cuerpo real de los Beatles, algo que resultó más vacío en el fallido intento de grabar para Decca. También siento que Kaempfer y ellos quisieron trabajar como si fueran The Shadows de Cliff Richards, de allí la presencia de la rola instrumental y guitarrera: “Cry for a shadow”, donde el mismo título revela esa intención. Otra cosa que me llama la atención es la forma como no tocan igual que el grupo que acompañó al primer Elvis Presley, aunque Tony Sheridan lo quiera imitar mucho, ellos intentan marcar su diferencia, la diferencia de Hamburgo, algo que Kaempfer sí les sabe aprovechar y por eso resultan perdurables la mayoría de esas grabaciones, lograron hacer que no fueran copias ni covers simples, trataron de hacer presente su propio estilo. Aunque entonces es evidente que les falta el grado de rebeldes sin causa que lograban en sus presentaciones en vivo. Imposible agregar más que no sea copia de lo que tú ya sabiamente escribiste.
En las primeras influencias creo que hay que considerar las de Gene Vincent y Eddie Cochran; ambos estuvieron un rato en Inglaterra durante los cincuentas y afectaron mucho a lo que vendría a ser en los sesentas el rock inglés, sobre todo porque llevaron la idea de las improvisaciones y de la seria recuperación del blues, algo que afectó en diagonal a los Beatles, por lo de su estancia en Hamburgo. Pero cuando regresaron a Liverpool ésa era la tendencia de sus camaradas y competidores.
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Seísmos y autobiografías
No había pasado ni un mes que colocaron vigas en el departamento de Tenayo, cuando el temblor de 1957; es posible que, de no haber hecho eso, podría haber habido algunos daños serios; lo sintieron mis padres, pero no nosotros, profundamente dormidos; dijeron que la cuna de Marcela, entonces la menor, se desplazaba de un lado para otro. Por entonces se determinaba la duración de los seísmos, y ahora omiten darla, porque desde que comienza el movimiento hasta que lo empezamos a sentir pasa un buen rato; y cuando termina lo seguimos viendo, porque los objetos colgantes continúan con la inercia, y uno lo siente aunque ya no sea perceptible más que para los muy sensibles sismógrafos (pero el péndulo sigue oscilando).
Supongo que cuando se originó aquel temblor aún se encontraban algunos trabajadores en los periódicos, porque en las noticias matutinas alcanzó a aparecer en los diarios, que encabezaron (Novedades, al que estábamos suscritos) con una palabra: “Terremoto”; poco a poco se fue enterando la gente de aquellos efectos: ¡”se cayó el Ángel” (durante mucho tiempo el impacto fue tremendo, tanto el de la caída –¡aplastó un auto que pasaba en esos momentos!– comentaba la gente; varios meses más tarde lo relacionaban con uno de los comerciales más memorables de nuestros publicistas: “¿Por qué se cayó el Ángel? Porque le gritaron ‘baja, es algo importante’” “Y cuando cantaron ‘y retiemble en sus centros la tierra’ el Ángel dijo ‘n’hombre, no la amuelen, ¿otra vez?’”); “se cayó el edificio de Cantinflas”.
No lo sentí; ni siquiera lo oí, aunque mis padres aseguraban que las puertas se habían cerrado de tan violentos que fueron los movimientos.
En 1964 hubo otro seísmo bastante fuerte; en pláticas telefónicas, Pacheco recuerda que se suscitó el día de las elecciones presidenciales de Gustavo Díaz Ordaz, o sea el primer domingo de julio; recuerdo, en cambio, que en pleno “refrigerio” (como se le llamaba al descanso más largo entre clases), en la secundaria 12, varias de las compañeras comenzaron a gritar, y una de ellas se hincó a rezar; estábamos en el patio, a cielo abierto, así que no hubo necesidad de desalojar las aulas; algunas maestras se mostraron nerviosas, pero no en pánico; el maestro Ceniceros hizo algunas bromas; no lo sentí, pero vi el efecto en las más sensibles de las compañeras; tampoco lo sintieron Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Porfirio Martínez, Maximino Ortega Aguirre, José de Jesús González Pérez ni otros amigos. Tampoco lo comentamos demasiado, y no recuerdo que haya habido efectos desastrosos.
Sentí, con fuerza, los de 1979, y casi todos los posteriores, siempre y cuando fueran mayores de 3.9 grados Richter. Escribo esto a 72 horas del seísmo de 6.0 grados Richter que se registró el miércoles 21; es decir, cuando pasó el plazo del peligro inminente de una réplica mayor. Y después de tantos años creo que tiembla incluso cuando pasan los tractocamiones enfrente de la casa (ilegalmente, porque tienen prohibido pasar por los pasos elevados, pero ni hacen caso ni se lo impiden los encargados de vigilar que se cumplan las leyes y los reglamentos), no sentí más que un leve jalón en la silla; vi que se movía el péndulo, pero pude caminar sin trastabillar, ni se cayeron los diccionarios que apenas caben en el librero, ni los volúmenes de cómics que están en los plúteos más altos de los libreros más altos. Ni Lourdes ni María José lo sintieron, ni tampoco Diego, y cuando les avisé que temblaba me mandaron callar. En efecto, sonó la alarma que diligentemente pone el gobierno a disposición de quienes tengan un teléfono celular con ciertas características; el mío debe estar atrasado porque desde que lo activó María José, ha registrado tres seísmos: uno de ellos no lo sintieron más que las autoridades que reaccionaron con su acostumbrado pánico, y los otros dos, cuando ya habían terminado. La réplica de 5.0 no la sentí, menos, aunque sí vi el péndulo. Escribo: “sin público, para qué ponerme histérico”. Me responde Luis Zapata: “con público o sin público, yo sí me pongo histérico”.
No hablo de los que sí he sentido, excepto de uno, en las viejas oficinas del Fondo de Cultura Económica, porque se me ocurrió, en esos precisos momentos, preguntarle a Rafael Vargas si recordaba al menos tres obras literarias que mencionaran temblores: nervioso, me acusó de querer ridiculizarlo ante las secretarias de Jaime García Terrés, más ecuánimes que nosotros. Y en su momento, escribí la angustia vivida primero unas horas, y luego días, del terremoto en Chile, porque allá estaba Diego, y que me comentaron con solidaridad y aplomo algunos amigos, como José Emilio Pacheco y Marisol Schulz.
Lo que me asombra es el desconocimiento de muchos de mis amigos, o por lo menos de mis contactos en redes sociales; en el de junio, reclamaron con vehemencia la intervención de comisiones que sancionaran al Servicio Sismológico porque calificaron muy bajo a ese sorpresivo seísmo que no pudieron alertar las alarmas porque el epicentro fue muy cerca de la capital, y tuvo características diferentes: “lo sentí como de 6.5”, dijeron algunos, y vi que no saben las diferencias entre intensidad y magnitud, ni las diferencias entre los provocados en profundidades grandes o los superficiales, y las áreas afectadas. Lo más grave es la ignorancia de los dizque intelectuales.
*Comenzaba a leer; la revista Mañana (creo que era Mañana) publicó un reportaje sobre la Mafia; en la portada estaban Alexandro Jodorowsky, Carlos Monsiváis, Luis Guillermo Piazza; no recuerdo a los otros dos o tres; no recuerdo el tono del reportaje, sólo que era a propósito de las entonces muy recientes autobiografías precoces, y que al final, Piazza, que era quien tenía auto, le daría aventón a sus amigos para acercarlos a la Zona Rosa.
Las autobiografías (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos) se publicaron entre 1966 y 1967; según algunos testimonios, fueron ideadas por don Rafael Giménez Siles a raíz del ciclo Los Narradores Ante el Público, que comenzó en 1965, continuó en 1966, se saltó 1967 y concluyó en 1968; por los acontecimientos de ese año (los estudiantes no rompíamos vidrios ni impedíamos el paso ni destruíamos propiedades federales ni particulares, recuerda Luis González de Alba en su facebook), las conferencias dictadas en el tercer ciclo ya no se publicaron, como las otras dos, en colaboración de la sede, el Instituto Nacional de Bellas Artes, con la Editorial (Joaquín Mortiz, cuál otra); asistí entonces a ese tercer ciclo, aunque no a todas; recuerdo la de María Luisa Mendoza, divertidísima, aunque Héctor Azar (después, uno de mis mejores amigos) regañó casi en público a la China; la de Elena Poniatowska, también muy divertida; la de Fernando del Paso, quien nos hizo creer que su relato era autobiográfico y no un fragmento de Palinuro de México, y la de José Agustín, el 13 de septiembre, que no dictó y en cambio nos invitó a que nos sumáramos a la muy memorable Manifestación del Silencio.
A los dos primeros ciclos no pude asistir, no estaba en edad, y conocía apenas la obra de los narradores; después memoricé casi todas las conferencias, sobre todo las de 1965 (a veces creo que siguen siendo los mismos, que no cambiaron; pocos siguen siendo los mismos). Con el paso de los años veo que no retengo más que frases, o fragmentos largos, pero he olvidado algunas de las intervenciones; que me cuesta trabajo reconocer a los personajes aludidos por los conferenciantes si no los mencionan por su nombre. Por motivos de trabajo releí una de esas conferencias, y me piqué y releí todo el primer tomo. Mientras pasaba las páginas recordaba y reordenaba esas frases (algunas las atribuía a otro), reviví la atmósfera de la primera vez que leí esas conferencias; los libros, encuadernados en pasta dura, tuve que volver a encuadernarlos porque desbaraté las ediciones de tanto manosearlas; tengo varias de esas conferencias con dedicatorias (Arreola, Galindo, Leñero, García Ponce, Melo, De la Colina, Monsiváis, Pacheco) (también algunas de la segunda serie: Valadés, Ayala Anguiano, Sainz, sin contar con que el primer ejemplar de esa edición se lo quedó Arturo Luciano, igual que las cartas de Van Gogh a su hermano Theo). Fui y soy amigo de muchos de ellos, de los participantes de los tres ciclos; he sido a veces infiel a esa amistad, nunca ingrato ni traidor, aunque alguno de ellos lo haya sido conmigo. Mi mayor perturbación en esa relectura: no he reconocido la generosidad de muchos de ellos; no siempre públicamente, no siempre en privado. Me llega la hora de ir reconociéndolos, y lo haré aunque a alguno no le guste que balconee su ayuda, su impulso, sus alientos a mis empeños, su crítica más generosa cuanto más rigurosa. Aunque haya habido algunos desacuerdos o encuentros de malas razones, no dejaré de reconocer lo que hicieron por mí. Y lo extenderé a muchos que no fueron parte de esos narradores ante el público.
A raíz de ese ciclo, don Rafael Giménez Siles invitó a algunos de los participantes, sobre todo a los de menor edad, a que ampliaran esa conferencia a 60 cuartillas, y apareció la serie; ya había leído a algunos de ellos; a muchos, en la Biblioteca Nacional, entonces en Isabel la Católica y República de Uruguay, porque era pobre, tan pobre como ahora (sólo que ahora mis prioridades son los libros y, al contrario de lo que dicen los clásicos, después las de vivir y comer).
La autobiografía de Salvador Elizondo salió de la librería El Caballito, antecedente de la Librería del Sótano; pagué los otros libros, no ése. Cuando Gerardo López Gallo me contó que El Caballito había quebrado, me sentí culpable: esos 12 pesos que costaban esos libros deben haber contribuido, aunque en escala menor, a esa quiebra, y aunque esa quiebra haya derivado en la Del Sótano, que sigo añorando y que, en mi memoria, está entre mis favoritas de entonces y de siempre (ésa, no la actual).
En la tercera de forros anunciaban a los participantes: Gustavo Sainz, Juan García Ponce, Elizondo, Carlos Monsiváis, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, José de la Colina, Homero Aridjis, José Agustín, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Marco Antonio Montes de Oca: ni De la Colina ni Pacheco ni Aridjis habían aceptado la invitación; Pacheco me dijo que, en Los Narradores Ante el Público no había mencionado a las dos personas a quienes más debía en su oficio de escritor, y no se lo perdonaba, y que no volvería a hablar de su vida para no omitir nombres importantes para él; además, siguió, algunos de los que se confesaban ocultaban sus vicios, escondían sus pecados, no se atrevían a sincerarse.
La colección incluyó a Raúl Navarrete, quien nada tenía que ver con estos escritores, aunque algún parecido lo acercaba a Tomás Mojarro; Eduardo Lizalde, en otra editorial, hizo también un recuento autobiográfico muy cercano a las memorias de Montes de Oca; las de Marco Antonio las leí de manera tardía, y más porque me entusiasma su poesía que porque su vida y su generación me sirvieran de ejemplo literario, como el caso de otros, como Monsiváis y Sainz.
Las de Monsiváis y de Agustín merecieron reedición, aunque el tiraje de 2,000 ejemplares fuera mayor al esperado por don Rafael. García Ponce y Elizondo las reeditaron en otras editoriales, y García Ponce en efecto amplió su conferencia de Bellas Artes, aunque con variaciones significativas; Montes de Oca la incluyó en la primera edición de su poesía completa. José Agustín y Pitol hicieron continuaciones, aunque Pitol casi desmintió la de Empresas Editoriales. Leñero la rehízo aportando datos que no estaban en la primera, y abandonó el estilo experimental de aquélla, que carece de puntos y aparte y juega con estructura, lenguaje y cronología.
Ahora no podría decir cuál me gustó más en mis 18 años, y apenas unos cuantos como lector, sólo digo que me impresionaron, les creí, y los envidié. Las he releído varias veces, muchas más que las conferencias de Los Narradores Ante el Público, y en ellas encuentro claves para los libros de sus autores, claves que revelaron, creo, sin advertirlo. Tengo autografiadas las de Sainz (quien hizo también otra versión, muy divertida, en la segunda serie de Los Narradores), García Ponce, Elizondo, Monsiváis, Melo, Leñero, Agustín (dos veces) y Pitol, quien dijo que se asombraba que tuviera esa edición.
Silvia Molina, en la UNAM, retomó el proyecto, y ha publicado algunas autobiografías de otros escritores; las ediciones son difíciles de encontrar, y no tienen la misma frescura ni la inocencia de las que fueron escritas cuando sus autores tenían entre 20 y 35 años. Yo me quedé con la mía, inédita.
*En varias sesiones, con el apoyo de un grupo más o menos heterogéneo (Pablo Arriero, Paco Huerta, Perla Oropeza) dirigí las sesiones en las que elaboramos el manual de estilo de El Financiero; me abstuve de poner a su consideración el empleo de “le” y “les”; casi llego a los golpes con Víctor Roura, quien en su inflexibilidad moral no admite ni las reglas más estrictas, porque quise corregir el párrafo de un colaborador suyo, que decía más o menos: “[una profesora] le enseñaba”, y agregaba: “no español, se dice ‘les enseñaba’”. Roura no quiso oír las explicaciones gramaticales, y se empeñó en que apareciera “les”; sospecho que tampoco hubiera entendido; el plural es en el sujeto, no en el complemento: [nosotros] les enseñamos; [yo] le dije [a ustedes]. No he encontrado libros mexicanos, y menos escritores mexicanos, que utilicen bien esta parte delicada y por lo regular mal usada. Sólo algunos cuantos lo usan bien. Claro que la explicación es difícil, por eso se la robo a Francisco Elorriaga, otro no tan frecuente de las tertulias del Tío Pepe: “ese ‘lo’ y ese ‘los’ con el ‘se’ antepuesto son muy latosos y extraños. El pronombre ‘se’ en estos casos no es reflexivo (se bañó, se cambió), sino un dativo (complemento indirecto) del pronombre personal cuya forma latina ‘illis’ quedó en ‘les’. Para evitar la cacofonía: ‘les lo dije’ quedó, por rara evolución, en el ‘se’ actual. Entonces, ‘yo se los dije’ o ‘yo se los advierto’ (formas discordantes) se emplean en lugar de ‘yo se lo dije’ o ‘yo se lo advierto’, que serían las correctas o como dicen los gramáticos, formas concordantes. Otra detalle es confundir el ‘le’ (indirecto) con el ‘lo’(directo). ‘Le llaman por teléfono’ por ‘Lo llaman por teléfono’. ‘Le revisó el doctor’ por ‘Lo revisó el doctor’, aunque está bien ‘le revisó el hígado el doctor’". ¿Pero cómo, repito, se le explica a los correctores, cuadrados y cuyas únicas lecturas son los libros que corrigen, pero no entienden? Otra batalla perdida.
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Crujir los esqueletos en pareja; amistades literarias
En su ensayo “El poema como caminata”, Hugo J. Verani cita a Octavio Paz, hablando de Ramón López Velarde: “se ve a sí mismo caminando por una calleja y hablando a solas”. Me temo que Paz y López Velarde no se refieren a lo mismo; Xavier Villaurrutia habla de la poesía en términos más cercanos a lo que se refiere Paz: “eres la compañía con quien a solas, de pronto, hablo”, y Paz tiene muchos versos sobre la pertinencia de la primera persona como objeto de un poema, pero pocas veces en términos autobiográficos (aunque cuando los son, nadie más intenso que él).
López Velarde, en cambio, habla de sí mismo, aunque no relata su vida, pero sí sus pensamientos y sus sensaciones. En uno de sus más conocidos poemas, “Mi prima Águeda”, habla de su prima con unas palabras inequívocas: “a ella la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”. Águeda le causaba escalofríos ignotos. Claro, era un párvulo que conocía la O por lo redondo, y carecía de Baudelaire, de rima y de olfato; Paz recordaba que Villaurrutia se mostraba molesto, y Paz se solidariza con él, cuando Ortiz de Montellano insinuó que “olfato” correspondía a malicia. Pero no estaba tan errado; López Velarde no sólo es un poeta tocado profundamente por el erotismo; Paz, en su ensayo “El camino de la pasión” (en Cuadrivio) acepta el erotismo y la muerte como los extremos de la poesía de RLV, aunque discrepa del absolutismo de esos conceptos; otros, el mismo Villaurrutia, ven otras características: el pecado, más que el erotismo, y la contención, el sentimiento de culpa, aunque termina siendo derrotado por lo pecaminoso.
Para afirmar esto tengo en la mente muchas imágenes de López Velarde; en “El retorno maléfico” encuentro algunas muy bellas: cuando abre el portón de la casa, “los dos púdicos medallones de yeso” remiten a los pechos femeninos, a los que se refiere con más claridad en un verso que eluden quienes abordan La Suave Patria: “quieren morir tu ánima y tu estilo, / cual muriéndose van las cantadoras / que en las ferias, con el bravío pecho / empitonando la camisa, han hecho, / la lujuria y el ritmo de las horas.” Ni modo de disfrazar que se refiere a los pezones mostrados con la arrogancia de esa lujuria, no con el erotismo sutil que se esconde detrás de la blusa corrida hasta la oreja (no me imagino, en cambio, qué quiere decir “corrida”: ¿cerrada, subida, apretada?); en “Ser una casta pequeñez” es también muy elocuente: “Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos / te diría quererte más allá / de las torres gemelas” y luego se queja de haber crecido y no recibir más besos cándidos que ahora son inaccesibles “a mi experiencia licenciosa y fúnebre”.
Cuando se refieren al amor que sentía por Fuensanta, parienta política mayor que él, y de la que se enamoró de una manera dizque platónica, se olvidan de cuando menos un poema: en “Cuaresmal” le afirma: “Fuensanta: al amor aventurero / de cálidas mujeres, azafatas / súbditas de la carne, te prefiero / por la frescura de tus manos gratas.” No hay metáforas al hablar de las súbditas de la carne, como sí las hay en “Nuestras vidas son péndulos”: “E ignoraba la niña / que al quejarse de tedio / conmigo, se quejaba / con un péndulo.” Metáfora, pero elocuente, como elocuente es la excitación de quien confiesa que no sabe si está presa su devoción en la alta locura del primer teólogo que soñó con la primera infanta “o si, atávicamente, soy un árabe sin cuitas / que siempre está de vuelta de la cruel continencia / del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes, / las halla a todas bellas y a todas favoritas.”
(A propósito, Manuel Maples Arce contaba que se reunía los domingos con López Velarde para ir a la iglesia de La Sagrada Familia, para trabar contacto con las humildes azafatas que salían de misa para llevarlas al parque cercano… hasta allí llega la confesión de Maples Arce.)
También es directo cuando se queja de un amor fallido: “Y pensar que pudimos, / en una onda secreta / de embriaguez, deslizarnos, / valsando un vals in fin, por el planeta…” (bella metáfora de un acto sexual), y directo cuando se queja: “Prolóngase tu doncellez / como una vacua intriga de ajedrez. // Torneada como una reina / de cedro, ningún jaque te despeina. // Mis peones tantálicos / al rondarte a deshora, / fracasad en sus ímpetus vandálicos. // La lámpara sonroja tu balcón; / despilfarras el tiempo y la emoción. // […] Las monedas excomulgadas / de nuestro adulto corazón / caen al vacío, con / lúgubre opacidad, cual si cayera / una irreparable sordera…”
Otra escena de autoerotismo está en La Suave Patria de manera directa: “¿Quién, en la noche que asusta a la rana / no miró, antes de saber del vicio / del brazo de su novia / la galana pólvora de los fuegos de artificio?”. (No hablo de la “exquisita partitura del íntimo decoro” porque ya Huberto Batis lo explicitó con su picardía característica. Tampoco insisto en que “el amor amoroso de las parejas pares” no es un juego de palabras.) La queja más directa es la que comparte con Cuauhtémoc, pues al recuento de sus tragedias (“la piragua prisionera, el azoro de tus crías, la Malinche, los ídolos a nado, el sollozar de tus mitologías”) que resumen la caída de Tenochtitlan (en su Antología del Modernismo, las notas de Pacheco a este fragmento son de una belleza y una contundencia insuperables), pone la que a López Velarde le parece la mayor: “y por encima, haberte desatado del pecho de la emperatriz”, de cuyo nombre la historia se ha olvidado, pero que don Ramón cree que era la gran pasión del Águila que Embiste en Picada.
Es de suponer que los escritores tienen mayor información que el resto de la gente por el hecho de que leen, si no más, cuando menos con atención superior; hay ejemplos de que hablamos sin saber: un autor, reputado como uno de los mejores conocedores del erotismo, dice, en boca del protagonista de su más reciente novela: estoy bien del corazón, por lo que puedo tomar dos viagras al día (gloso, no cito), en un intento de advertirle que tendrán muchos actos sexuales en cada sesión.
El autor desconoce que este medicamento y otros similares fueron desarrollados por lo que en ciencia se llama Serendipia, o sea que buscando un objetivo se encuentra otro; así, quienes pretendían encontrar un medicamento vasodilatador que ayudara a quienes sufren de hipertensión, descubrieron que estos pacientes de pronto tenían un inesperado estímulo sexual que, pese a su enfermedad, y muchos a su mayor edad, tenían un vigor como en su juventud. El desarrollo de esta llamada milagrosa pastilla azul renovó la actividad sexual de muchos, quienes sin la orientación médica han acudido a ella para satisfacción propia y de sus parejas, estables o de un instante; no se alarmaron cuando aparecieron noticias de que, como el personaje de una serie televisiva, algunos habían fallecido en plena actividad sexual, lo que calificaron como la más placentera de las muertes.
El personaje de esta novela cree que si no está enfermo del corazón puede consumirla, y desconoce que no sólo se padece de hipertensión (cierto, es lo más común, por aquello del sedentarismo, el tabaquismo, la falta de ejercicio, el consumo de sal más allá de los siete gramos necesarios para no decaer); igual de grave es la hipotensión, o sea la presión baja constante (o repentina, pero ésta se combate en cuanto pasa el susto), lo que antes se remediaba con Coramina (según el cine mexicano; ya no está de moda en México, pero es muy utilizada para combatir la fatiga, o el decaimiento por el mal de altura o los viajes en avión en personas muy sensibles, muy popular en Suramérica), o más actualmente por el AS Cor. Quien está normal del corazón, es decir, sin arterías o venas tapadas, con la presión entre 110/70 o 120/80, sufrirá una baja de presión con las medicinas contra la falta de erección; si se toma dos al día sufrirá una baja muy sensible de la presión, lo que combinada con el ajetreo, las contorsiones, los peligrosos malabares, puede resultar si no fatal, cuando menos peligroso. Si no, es potencial víctima de priapismo, incómodo, además de riesgoso. Sindudamente, el personaje no consultó a una cardióloga rigurosa.
La primera serie de Los Narradores Ante el Público tuvo 20 participantes; conocí o conozco a la mayoría, aunque no con todos he tenido la misma amistad; haré el recuento de mis agradecimientos según el orden en que dictaron su conferencia, el mismo en que están en el volumen publicado en el libro de Joaquín Mortiz; nunca vi, aunque leí todas las semanas, a Rafael Solana; a Juan Rulfo lo saludamos Paco Alvarado y yo, en una exposición en Bellas Artes, el mismo día en que le entregaron el Premio Nacional de Ciencias y Artes (ese mismo día conocimos a Juan García Ponce). Nos atrevimos a acercarnos y, muy amablemente, nos dio su número telefónico, y charló un poco; nunca nos atrevimos a llamarle. A Juan José Arreola lo conocí en la preparatoria 9, en 1968, en una serie de conferencias; emocionó a quienes lo escuchamos; me firmó la edición conjunta de Confabulario y Varia Invención, y el fragmento correspondiente a su conferencia en Los Narradores; a Ricardo Garibay lo conocí en el Canal 11, un día que irrumpió en el programa de Sergio Romano, diciendo que lo amenazaba de muerte el gobernador de Guerrero por Acapulco, que estaba por aparecer; luego se sumó a la plática; por esas fechas llevaba a En mangas de camisa alguna edición rara; ese día llevaba un cuento infantil de Faulkner, editado por Lumen: “no lea a autores extranjeros”, me dijo, tajante, casi a gritos; el programa estaba por terminar, y Sergio nos conminó a que la siguiente semana debatiéramos sobre literatura colonizada, y lecturas extranjeras; el debate fue amistoso, pese al tono agresivo de Garibay, a sus frases fulminantes; me atreví a decirle que, en su conferencia de Los Narradores, había hablado de la influencia de Proust, Joyce, Faulkner en su obra, y me dio la razón cuando terminé diciendo que era más colonizante leer a Corín Tellado que a Faulkner; me agradeció mi nota sobre su reciente Verde Mayra, aunque no había sido elogiosa, y al terminar el programa me ofreció amistoso su mano, y me dijo que el tono agresivo era sólo una pose ante las cámaras. Pero no tuve oportunidad de tratarlo posteriormente. Rogelio Carvajal me pidió que prologara el volumen de sus crónicas en la edición de las obras completas; allí expresé mi admiración no incondicional por su obra literaria.
El siguiente conferencista fue Luis Spota; amigo de mi tío Ramón Berumen, lo conocí gracias a mi muy recordado amigo Sotero Garciarreyes, en sus oficinas en El Heraldo de México; desde luego, lo había leído, en especial Casi el paraíso, que sigo estimando una de las novelas más legibles y mejor narradas de la literatura mexicana; sus otras obras las había leído con prejuicios y sin atención, pero me puse a leerlo, pude ver dos cintas que había dirigido, y me concedió una entrevista que ocupó varias páginas en la revista Él, que dirigía James R. Fortson, otro amigo entrañable que no me corría cuando iba a sus oficinas en la colonia Cuauhtémoc, a quitarle el tiempo a Alfonso Rodríguez, a Jaime Reyes, a Javier Rábago Palafox y Abel Ramos.
Spota me preguntó si escribía; le llevé dos cuentos, “Croniquita” y “And Then I’ll Go Spoil it All by Say Something Stupid Like I Love You” (José Emilio Pacheco me corrigió: es saying, gerundio; si alguna vez lo reedito lo corregiré); los publicó el 9 y el 23 de enero de 1972 en El Heraldo Cultural, suplemento que dirigía, y donde publicaban Pacheco, José de la Colina, Huberto Batis, Juan Miguel de Mora, José Antonio Alcaraz, y después coincidí en sus páginas con Marco Antonio Campos, quien desde entonces deslumbraba con su cultura, y desde entonces me reprochaba mi afición por la televisión y por el mal cine, gustos que ahora compartimos, y llevamos más de cuarenta años de lecturas críticas, y a quien le debo haber participado en tantas mesas redondas, y haber coordinado una serie de conferencias y mesas redondas sobre literatura policial, y un homenaje a Sergio Galindo.
Pero ése no fue el único privilegio, sino que por varios años Spota me ofreció sus páginas para escribir de libros, cine, acontecimientos culturales; me pidió que mandara dos notas semanales, me inventó varios seudónimos, como Agustín González (en homenaje a un cronista deportivo, me dijo Spota, refiriéndose a González Escopeta), Diego Eguiluz, y otros menos rastreables; aunque no pagaban mucho, esos honorarios me ayudaron cada semana a acabalar los ingresos; también en esas páginas conocí a Óscar Wong, a Rafael Ramírez Heredia, quien me concedió su amistad duradera hasta su partida; conocí a Fernando del Moral, a Lucy Macías; gracias a ese suplemento conocí a Ricardo Anguia, un excelente pintor; Jorge Mejía Prieto, quien me hizo la primera entrevista, y Elda Peralta, con su seudónimo de Ellú Martí, hizo la primera reseña de mi primera novela, Háganme lugar. Por algunas notas publicadas en el suplemento recibí llamadas de Jaime Labastida, Carlos Monsiváis, Juan Bañuelos, Manuel Gutiérrez Oropeza, Lourdes Guerrero, Guillermo Ochoa, y me incluyeron varias editoriales en sus envíos de libros para reseñar.
Por El Heraldo Cultural conocí a Edmundo Gabilondo, primo de Cri-Cri y coleccionista de cine, quien me honró con su amistad varios años, y quien me mostró una cantidad impresionante de cine mexicano mudo, y documental; vi escenas de La Decena Trágica, y la primera película a colores, de 1908, y me obsequió una buena cantidad de libros y revistas de cine, como la colección casi completa de las ediciones de cine de la UNAM, entre ellas el segundo libro de Salvador Elizondo, sobre Luchino Visconti.
Sobre todo, las muchas horas que me dedicó Spota para hablar de libros, de sus novelas, y su amistad, que conservo aunque falleció muy joven hace muchos años. Muchas anécdotas divertidas, y otras no tanto, que muestran la hipocresía e ingratitud que le tuvieron muchos de sus colaboradores. Le tengo un agradecimiento que, como siempre pasa, no le externé de manera personal, sino hasta la última vez que nos vimos, y cuando me dijo que cada semana me seguía leyendo, aunque ya no existía su suplemento. Tengo todos sus libros (menos su obra de teatro y su biografía de Miguel Alemán) dedicados, y me aguantó críticas que le hice, siempre de buena voluntad, aunque no siempre elogiosas. Al releerlo, reconozco que tres de sus novelas deberán ser incluidas entre las mejores que se hayan escrito en México: Casi el paraíso, Lo de antes y Palabras mayores.
¿Por qué uno es forofo de Tsvetlana Pironkova, si pierde en la primera ronda del Abierto estadounidense?
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Moviientos y represiones; Cabezas trocadas; Sergio Galindo
Gustavo Sainz estaba por salir de México, becado por un año; las circunstancias las ha narrado en diferentes lugares; fui a verlo dos días antes de su viaje, y me dedicó su Autobiografía precoz, en forma espiral, como acostumbraba: “esperando que sobreviva”, puso al final. Casi no pasó; tres días después salía de la Prepa 9, Pedro de Alba, en Insurgentes Norte; iba a la mitad del anchísimo camellón cuando llegaron, con ferocidad, dos camiones, nuevos, como los que iban de la Villa a Clasa; de él bajaron unos golpeadores, se dijo que acarreados por la CTM, y comenzaron a dar de macanazos a los que encontraron a su paso; fui uno de ellos; uno me golpeó, varias veces, y cuando se fue a perseguir a alguien más, lo relevó otro; en la cara, en la cabeza, muchos en la espalda; quien los controlaba, una persona mayor que veía con placidez los golpes, ordenó: “ya dejen a ése”; alcancé a recoger un libro,Men and Mouses, de Steinbeck. Primero me fui caminando a casa de Sara y Marialex, a quienes no encontré, y luego llegué a casa de Ana Elda, donde su madre me puso hielo en la cabeza; cuando se me pasó el mareo ya me fui a la casa de Mario Magallón, y no salí de ella hasta que se me había quitado el dolor.
Por ello, no fui a Tlatelolco; participé en muchos actos, asistí, casi siempre como testigo, a la mayoría de las manifestaciones, sobre todo a la Manifestación del Silencio; habíamos ido varios amigos a la conferencia Los Narradores Ante el Público, de José Agustín, quien se abstuvo de dictar su charla e invitó a la gente a que se sumara a la manifestación; en ella me topé con mi maestra de Literatura en la secundaria; vimos a una muchacha desmayada en brazos de algunos de los compañeros.
He reconstruido el Movimiento gracias a varios libros, sobre todo al de Ramírez, publicado por Era, que relata día a día desde el inicio hasta que el Consejo Nacional de Huelga lo declaró concluido; vi a muchos escritores que eran miembros de la coalición de maestros e intelectuales, allí conocí a José Revueltas, y hablé muchas veces con Carlos Monsiváis. He platicado con muchos de los que participaron como organizadores, como líderes, he leído casi todo lo que se publicó; quien pueda seguir la cronología sabe que en muchos asaltos a escuelas (la Prepa de San Ildefonso, la Voca 7, Santo Tomás) hubo muertos, y muchísimos heridos; en Tlatelolco hubo muertos, lo que reconoció incluso Gustavo Díaz Ordaz, confeso de todas esas acciones; la cifra varía de un medio a otro, de los veintitantos que dijo la prensa mexicana, a los miles que dijeron algunos corresponsales, y los cientos que alcanzaron a calcular quienes se salvaron de la cárcel o del hospital; Sotero Garciarreyes me hizo una relatoría espeluznante que traté de recrear en una entrevista que no alcanzó a salir en Audacia, pero que Sainz utilizó un par de años después en Siete, y con la que terminamos Sainz y yo nuestra autobiografía a cuatro dedos.
Hubo héroes discretos; uno de ellos: en las conferencias de Los Narradores Ante el Público casi todos manifestaban su apoyo al Movimiento; y cuando los granaderos correteaban a los manifestantes, o a cualquiera que trajera largo el cabello (era un delito no declarado pero perseguido), muchos entraron al Palacio de Bellas Artes, con la anuencia de los vigilantes, que en cambio impedían el paso a los gendarmes; en el INBA trabajaban muchos intelectuales, quienes sin miedo alguno (y hay relatos de que amenazaban en las oficinas públicas si no hacían patente su apoyo al gobierno –que era sinónimo de intransigencia–, cuando menos con despedirlo) firmaron un pliego de apoyo a los estudiantes, sin que hubiera ninguna medida de represión, ni siquiera una llamada de atención. Quienes vivieron eso saben que las amenazas eran reales, y que esas actitudes eran un reto que de seguro vieron mal en el gobierno, aunque no de parte del secretario de Educación, Agustín Yáñez. Él y José Luis Martínez, más los firmantes, dieron una muestra de valentía poco usual entre empleados gubernamentales.
Hay bastantes libros sobre el Movimiento, muchos buenos, otros no tanto, todos emotivos; algunos exageran, todos hablan desde su perspectiva, y varían poco o mucho. Lo único que sé de cierto es que ni el recién fallecido Tomás Cabeza de Vaca, ni mi admirado Luis González de Alba, ni Marcelino Perelló, ninguno de los líderes; ni los ya fallecidos Eli de Gortari, Heberto Castillo, ni los que firmaron manifiestos; ni los que fueron perseguidos; mucho menos los heridos, las familias, las centenares o miles de familias que perdieron un hijo durante esos meses de julio a diciembre de 1968, de haber estado en sus manos, hubieran preferido que las cosas fueran como fueron. Todos hubieran deseado que no hubiera habido el movimiento; es decir, que la policía no golpeara a los estudiantes de las Vocas 2 y 5, que no entraran los granaderos a la Preparatoria, que no vejaran a alumnos y maestros, que no hubiera habido necesidad de la Manifestación del Rector, ni la del Silencio, que no hubiera habido represión. No dudo que algún loco viera la oportunidad de colocarse en algún partido político, o algunos que se sintieron héroes de historieta o de película mala, o los que iban a las Manifestaciones a echar relajo. Todos hubiéramos deseado que los cambios consecuencia del Movimiento se dieran sin necesidad de víctimas, de muertos, de presos, de heridos, de perseguidos.
No entiendo a los que claman que hay represión cuando impiden que unos cuantos violentos (a lo mejor son miles, pero son minoría) secuestren calles, bloqueen territorios públicos, destruyan propiedades ajenas; ¿se quieren sentir héroes, víctimas, perseguidos, cuando toleran la violencia, las amenazas de sus miembros, cuando humillan a la ciudadanía, cuando quieren poner de rodillas (y con algunos lo hacen) a las autoridades, cuando no hay ni una mínima parte de los golpeados como hace 45 años; se sienten ofendidos cuando se les refuta sus argumentos, que plantean sin coherencia, sin congruencia, cuando son incapaces de desmentir a quienes los acusan de vender, heredar, legar plazas (conozco a gente que tiene cuatro plazas, lo que es absolutamente imposible de cumplir), de negarse a evaluaciones, cuando todos somos evaluados a diario en nuestro trabajo, cuando no se nos tolera, en términos burocráticos, más de tres errores de consideración, y sólo uno grave? Se llaman lesionados cuando se les advierte que en sus escritos hay solecismos, faltas de ortografía, de sintaxis; cuando desconocen el valor de la historia; cuando violan leyes y reglamentos y amenazan con amenazarnos por protestar contra sus actos. No entiendo a los que se enojan porque refutamos sus acciones, ni menos a los que quieren ser mártires, pero no están dispuestos a sufrir las agresiones a quienes las vivieron (los golpes que me dieron fueron dolorosos, pero nada comparable a lo que sufrieron otros, los torturados, los que vivieron simulacros de fusilamiento, las compañeras que fueron violadas, los que padecieron prisión) en 1929, en 1952, en 1958-59, en 1965, en 1968, en 1971, y cuando escuchan a los granaderos golpear sus escudos, se aterran y se dicen mártires.
He visto no sé cuántas veces The Man Who Shot Liberty Valance; es una de mis cintas favoritas de uno de mis directores favoritos, pero no la entendí cabalmente hasta la penúltima vez, en que Lourdes me hizo ver la similitud con una de nuestras novelas favoritas de uno de nuestros autores favoritos: Las cabezas trocadas, de Thomas Mann. En la novela el conflicto se desata cuando una mujer, profundamente enamorada de su esposo, conoce al mejor amigo de éste; en uno admira la inteligencia, la prudencia, la sensatez, el amor que le da; en otro, la belleza física, la fortaleza, la lealtad, la capacidad de admirar; el amigo se enamora de la esposa de su mejor amigo, y ella de él; no deja de amar a su esposo, pero los deseos son los deseos, aunque la fidelidad es la fidelidad; el esposo, como es obvio, se da cuenta del deseo que surge entre los dos seres que más ama, y en un viaje, al encontrar una especie de capilla en una ermita, pide a sus acompañantes que le permitan entrar a rezar a la deidad femenina que la preside (los personajes son hindúes); solo, se siente mal por estorbar el amor que, de manera tan impetuosa pero tan pura, ha surgido entre su esposa y su mejor amigo; no le queda más remedio que quitarse de en medio, y se decapita; al ver su tardanza, su amigo entra a buscarlo, y al encontrarse ante un cadáver, admite su culpa, el amor que no le estaba permitido, se siente traidor e infiel, y culpable de la muerte del amigo al que ama, y decide decapitarse; la mujer se desespera y entra a ver la causa de la tardanza de los hombres, y al verlos decapitados, decide hacer lo mismo que ellos, sólo que la diosa, harta de tanto suicidio, se le aparece, la regaña, le advierte que no tolerará un suicidio más, y le permite enmendar los hechos; puede pegar las cabezas en sus respectivos cuerpos, y la diosa se encargará de regresarle la vida; sólo le aconseja que no vaya, en su precipitación, a pegar las cabezas al revés, viendo a sus espaldas; y por cuidarse de eso, lo hace mal: la cabeza del intelectual esposo en el cuerpo atlético del amigo, y la cabeza bella del amigo, en el cuerpo delicado del esposo.
A Vera Miles no se le da la facultad de intercambiar cuerpos y dejar al inteligente, tímido, delicado James Stewart en el cuerpo del intrépido, vital, vigoroso y hábil John Wayne, y al revés; en uno ama la decisión, la voluntad, la idea del progreso y de combatir el mal por medio de la inteligencia, la legalidad; en otro, la valentía, la puntería perfecta, la capacidad de combatir la brutalidad por medio de la brutalidad. ¿A quién escoge? Cualquier decisión es buena, y mala al mismo tiempo. James Stewart, representante del progreso, años después rinde homenaje al espíritu indomable de John Wayne, que hizo posible que llegara una civilización que respetaba pero no entendía; Stewart sabe, también, los sentimientos encontrados y confusos de Vera Miles, y la deja sufrir a solas, respetando ese dolor por lo que pudo haber sido y no fue.
Los siguientes en la lista de Los Narradores Ante el Público fueron Rosario Castellanos y Sergio Galindo; a ella la traté muy poco, un par de veces, y me obsequió un relato para publicarlo en la revista Creación, que intentaba hacer con Jaime Gallegos, Javier Guzmán y César Jurado Lima, y que no apareció hasta que me quité de en medio, aunque colaboré en creo que todos sus números; ninguno de ellos creyó que en realidad fuera de ella el relato que entregué, y con todo y que eran más organizados que yo, lo extraviaron. Castellanos me compensó, muchos años después, al permitirme encontrar el manuscrito de su Rito de iniciación y de algunos ensayos. Por ellos, soy más conocido en el extranjero que aquí.
A Sergio Galindo lo conocí por Gustavo Sainz, en las oficinas de Nazas, y cuando le llevaba portadas de SepSetenta para su aprobación, me incitaba a charlar, a hablar de literatura, me obsequió sus libros, analizó varias de sus novelas favoritas y me explicó por qué lo eran, me hizo analizar otras; me invita a visitarlo y charlábamos y charlábamos; cuando Gustavo dio por finalizada la aventura de Equipo Creativo, Sergio, subdirector de Bellas Artes, me invitó a trabajar en el Instituto y me hizo responsable del área de las publicaciones del Departamento de Difusión; allí conocí a Jesús Luis Benítez, Aurelio González, Alejandro Ariceaga, Efrén Gutiérrez, Salvador Camelo, Roberto Fernández Iglesias.
Allí nos conocimos Lourdes y yo.
Después de Bellas Artes le seguía telefoneando, fui de los amigos que no dejó de serlo cuando él dejó de ser director del INBA, y con mucha frecuencia lo veíamos en su casa (cuando le llevamos la invitación a la boda nos dio un ejemplar de La comparsa, que acababa de reeditarse; Lourdes lo guardó en el abrigo, que fue la última vez que usó, y estuvo guardado en esa bolsa un par de años); lo visitábamos cuando sus enfermedades, y cuando lo nombraron de nuevo director de la Editorial de la Universidad Veracruzana me llamó para que me encargara de la edición y supervisión de sus ediciones, nuevas y reimpresiones. Al margen del trabajo, cada mes comíamos con Felipe Garrido y nos leíamos lo que habíamos en el lapso transcurrido; allí Sergio ensayaba relatos y novelas que quedaron truncas, y Felipe nos leyó todo su La urna y otras historias de amor, a la fecha su libro que prefiero.
En la oficina en Las Lomas, donde trabajé al lado de su hija Ana Mónica, Arturo Serrano y Javier Parlange hicimos cerca de 40 libros (entre ellos reeditamos Polvos de arroz, El Norte, los cuentos de José de la Colina), pero sobre todo, en los ratos libres, compartimos lecturas; gracias a él leímos a E.M. Forster, Evelyn Waugh, Émile Zola, Umberto Eco, y por nosotros leyó a Doris Lessing, Peter Handke, Henrich Böll, y unas novelas de Forster que él desconocía; compartimos decenas de novelas policiales (presumía de su mala memoria, por lo que podía releer varias de ellas sin recordar quién era el asesino), y le conseguí un ejemplar de la que se convirtió en su policial favorita, Cara descubierta, de Joe Gores. Leí antes que nadie sus últimas novelas, y me publicó una noveleta, Una ola que se estrella contra las rocas.
Antes de trabajar con él, apadrinó a mi hija María José, y me hizo conocer a varios escritores que admiré antes de tratarlos: Emilio Carballido, entre otros. Nos hizo sus invitados especiales en sus fiestas de Navidad y Año Nuevo, y comíamos en su casa con bastante frecuencia. Me reveló indiscreciones y entretelones del mundo intelectual. Entre las muchas aventuras literarias, destaco una: cuando los organizadores impugnaron nuestra preferencia por El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, nos empecinamos en que se le declarara triunfadora del Premio Grijalbo-El Heraldo; si yo renunciaba como jurado, hubiera habido un escándalo que en poco tiempo se olvidaría; su renuncia, que anunció, hubiera sido catastrófica: “si me escogieron por decente, están equivocados”, y se moría de la risa porque lo consideraban decente, sólo porque se vestía con elegancia y sobriedad.
Una anécdota: me contó que su padre lo sorprendió leyendo una novela pornográfica, y lo reprendió: “no por leerla, sino por pendejo: me dio a leer a los clásicos, mucho más pornográficos pero bien escritos”. Me alegra, me enorgullece, haber estado junto a él en momentos muy difíciles, en varios aspectos, haberle sido útil, tanto en su vida privada como en la literaria. Fui confidente único de dos o tres secretos suyos. Mi estancia en la editorial se cuenta entre mis momentos más felices de mi vida laboral.
La enfermedad de Sergio lo alejó de la ciudad, y no volví a verlo; tardísimo me enteré de su partida, que aún me duele. Le debo muchas cosas que no podré pagarle, más que reconociéndolo.
Me llega un libro para completar El Librero, y luego de ojearlo lo dejé en la mesa donde están los pendientes; cuando fui a buscarlo para leerlo y hacer la nota, no lo encontré; revolvimos las recámaras, la habitación, todos los libreros, todos los sitios a donde pudo haber caminado; recordé el ensayo de Juan García Ponce sobre los libros prestados; luego de tres días desesperantes me convencí de que lo había puesto en un paquete de libros que regresaría al periódico, y fui a comprarlo a la Rosario Castellanos, pero el viernes 5 cerraron a mediodía; el sábado 6 no lo encontraron aunque su página de internet asegura que sí lo tenían; le escribí al editor, quien con amabilidad me ofreció un ejemplar; tres días después de que entregué la nota encontramos el libro escondido en una chamarra que no me había puesto en más de un mes. Fuimos de librerías y nos topamos, jubilosos, con el primer libro de Kazantzakis, y un tomo de cuentos de Robert Graves. Sin pensarlo, los compramos, sobre todo porque estaban muy baratos. Si lo hubiéramos pensado nos hubiéramos abstenido; ambos los teníamos; como consuelo, el de Graves tiene otro título, pero recordamos que ya habíamos leído los cuentos. Help!
Pese a la muerte de Johnny Laboriel, continúa la caravana que presenta a los que en los años sesenta hicieron furor con sus versiones en español de los éxitos de grupos, conjuntos y cantantes estadounidenses. En esta semana comienza algo parecido en Inglaterra, una gira que concluirá en enero, sólo que los integrantes de esa caravana son Gerry and the Pacemaker, The Searchers, Brian Poole and the Hawkes (Brian Poole era el cantante y líder de The Tremelous, el conjunto que se quedó con el contrato de Decca, venciendo a otros candidatos, como The Beatles), The Zombies, The Animals, The Yardbirds, Maggie Bell y Spencer Davis (sin Steve Winwood); no todos traen a los integrantes originales, pero un alto porcentaje es de quienes formaron esos grupos. Y por otro lado, también por esas fechas, Eric Clapton, que inició su carrera muy poco después que Angélica María, sigue presentándose con éxito, sólo que no por lana, sino por mantenerse en forma.
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