Quantcast
Channel: errataspuntocom
Viewing all 106 articles
Browse latest View live

Moda, modismo o caló

$
0
0
Jorge García-Robles relacionó, en su condensada presentación del Diccionario de modismos mexicanos (como dije, empezamos tarde, hablamos tal vez demasiado tiempo, viniera o no al caso), que hay mucha relación entre los modismos y la moda. De ésta, comentó que a lo largo del tiempo hemos adoptado vestimenta más cómoda, más libre y más erótica; que lo que hacemos al regresar del trabajo es aflojarnos la corbata y desabotonarnos la camisa luego de quitarnos el saco. Como he usado corbata dos veces en los últimos 39 años (algunas de las que tengo ni las estrené), no sé si quitársela sea liberador, en términos sociológicos (Sergio Galindo y Felipe Garrido escogían, para nuestras comidas mensuales, restaurantes donde se supone que la formalidad exigía el uso de la corbata, pero nunca me doblegaron, ni siquiera cuando mis modelos de informalidad, Gustavo Sainz y Gabriel García Márquez, claudicaron y la usaron pese a que se notaba que estaban incómodos). Me parece que es muy pobre la libertad y la comodidad que dependa del uso de una prenda, no la uso porque nunca me la han exigido en ninguno de los trabajos que tuve, pero sobre todo porque no sé conducir automóvil.
Discrepo de Jorge en lo que respecta a la comodidad, elegancia y erotismo de la ropa actual; no puedo creer que pensemos que sea más cómodo usar de cinco a ocho prendas en vez de una sola, como hace tres mil años; que creamos que los pantalones sean más cómodos que las mallas y que las camisas que faldas o jubones; la moda de hace unos 25 años de los jeans strecht, que desapareció por incómoda y porque los médicos alertaron de las enfermedades que podían contraerse a causa de ellos, se usaba para resaltar las, como dice Les Luthier, las diferencias sociales, y olvidamos que las mallas de hace apenas unos 500 años tenían ese motivo y ese pretexto, y hasta usaban unos postizos para hacer creer a las pretendidas que, de conceder y ceder, ya llevaban un beneficio extra, de satisfacción garantizada.
Hace unos años apareció un Manifiesto Machista Leninista, que casi todos quienes lo conocieron lo aceptaron sin casi oposición; entre lo que proponía el manifiesto era la libertad de la que carece el género masculino, o si se tiene es motivo de sospecha, como el derecho a llorar, a depender, a ser protegido; y entre otros deseos, estaba el de orinar sentados; pero las mujeres que lo conocieron se preguntaron cómo era que los hombres pedían eso, que para ellas es tan incómodo; y aunque hay un ensayo que exalta ese acto en las mujeres, escrito con picardía y sabiduría por Andrés de Luna (“Ríos dorados”, en Erótica, Grijalbo, 1990, pp. 157-170), no hay tanto erotismo como pudiera pensarse; y aunque Buñuel llama la atención a que la sensualidad está bajo las faldas, no sin ellas (y aunque al respecto hay algún escrito delicioso de José de la Colina), no deja de haber erotismo en el desnudo, siempre que no sea sórdido. Y desde luego, aunque los pantaloncitos ahora nos parecen burdos, toscos, no revelaban lo que las tangas, hilos G, hilos dentales: celulitis, imperfecciones en las redondeces, estrías, ausencia de redondeces (¿remedio para la inevitable celulitis? La dio Guillermo Ochoa: apagar la luz).
La invención de los pantaloncitos, que dieron origen a los bloomers, a las pantaletas que, según la forma y el tamaño se han llamado también bikini, tanga, panties, tarzaneras, calzones, fue todo un acontecimiento, que relata con delicia el libro Piel de ángel, de Lola Gavarrón, Tusquets, 1982 (me consta que lo compró, aunque no sé si lo leyó, Guillermo Samperio), pero que las prendas actuales no han superado; eran preferibles los 8½ de Peter Pan al hilo dental y, sobre todo, debo suponer que más cómodas, aunque no me atrevo a hacer una encuesta por precaución a que me acusen de acoso. ¿Y las minifaldas actuales son más sensuales que las de los años sesenta y setenta? Son más pudorosas, más tímidas, más hipócritas. No puedo creer que las mal llamadas pantimedias sean más eróticas que las medias (medias mallas) y el liguero (Jorge debe recordar un chiste: “de haber sabido que eras virgen te hubiera dedicado más tiempo. De haber sabido que me dedicarías más tiempo me hubiera quitado las pantimedias”). Los pantalones para mujeres que resaltan e inventan redondeces (como en aquel delicioso relato de Cristina Pacheco) luego conducen a la desilusión.
Y en términos menos frívolos, ¿de verdad somos más libres, más auténticos, más eróticos que en otras épocas, como en el esplendor de Grecia, de Roma, sólo por mencionar las más celebradas, pero no únicas etapas históricas en que ha habido mucha libertad, más erotismo? ¿Ha habido mejores épocas que otras? ¿Los escotes en la Francia del siglo XVIII, rememoradas de manera inolvidable por Lyssette Anthony, son menos eróticos que las actuales blusas a medio abotonar pero que dejan ver los incómodos brassieres? Ni siquiera los adelantos científicos o tecnológicos hacen que una era sea mejor que la otra; tal vez sólo los que atañen a la medicina, que aumentaron la esperanza de vida, que hicieron menos asombrosos los casos de edad avanzada, y sobre todo de productividad en edades que antes eran inútiles e improductivas, aunque también hicieron más evidentes las iniquidades y las injusticias sociales. Los automóviles trajeron comodidad, pero también catástrofes ambientales y ecológicas.

¿Tiene algo que ver la moda con los modismos? Me parece que nada; un modismo, en términos lingüísticos, no es un lenguaje cifrado, sólo es una característica de ciertas expresiones usadas en regiones, países o zonas geográficas, cuyo significado no puede deducirse por las palabras que la forman (DRAE). Tampoco tienen que ver con cuestiones etimológicas.
No es el caso del caló, que por lo regular es una deformación de las expresiones comunes; el famoso “mano” es apócope de hermano, o una metáfora que diría que esa persona es tan importante para nosotros como una mano (en Perú, el “mano” es “pata”, según se deduce de la prosa de Vargas Llosa; o sea, parte de uno); igual, “cuate” significa que ese amigo es como si fuera nuestro hermano; la expresión “¡la neta!” sólo simplificaba “la verdad neta”; “chicho”, “chiro” o “chido” no se derivan de nada conocido, aunque García-Robles insinúa que “chiro” pudiera derivar de “chingón”; “grillo” se le llama al político, o aspirante, que hace maniobras para hacerse de poder, para derrotar a un contrincante por medios poco adecuados, o a los condóminos que se ponen de acuerdo para hacer cosas indebidas (legal o moralmente), o a los vecinos que influyen en delegados para obtener más beneficios; ¿por qué se les dice grillos? García-Robles llama así a quienes son hábiles para persuadir, y grilla a la política de bajo nivel. No da una etimología ni la deriva de nada, aunque se dice que es por el ruido sórdido que hacen los politiqueros, pero que no tienen nada que ver con los insectos; su Diccionario no incluye el término que se usaba de principios a mediados del siglo XX, “tenebra”, mucho más enfático y elocuente y que no necesita explicación; grilla sería un modismo, tenebra algo perteneciente al caló, o al habla cotidiana.
Decirle “güey” a alguien no es decirle “cornudo” (este término sí deriva no de una etimología sino de una imagen: es común, entre los grupos relajientos, que cuando se toman una fotografía, alguien le “ponga cuernos” a otro, que por lo regular no lo advierte; así, el cónyuge engañado es como el que le ponen cuernos en una fotografía; nada tiene que ver con la explicación que da García-Robles, que habla de la promiscuidad de los animales que tienen cuernos; esa explicación nada tiene que ver con la del marido engañado; antes al contrario, habla de la mujer a la que el marido engaña, como la explicación de "de chivo los tamales"; ¿y si es ella la que engaña?); por cierto, desde hace tiempo nadie dice “le puso los cuernos”, sino “el cuerno”, expresión que no recogió Jorge.
Y por cierto, “echar relajo” no sólo es hacer desorden, es relajar una situación mediante actos provocativos, que tienen la consigna de relajar o rebajar una autoridad (Jorge Portilla).

Muchas expresiones se le escaparon, igual que a Concepción Company Company, a Guido Gómez de Silva, a Héctor Manjarrez; hubo en los comentarios alguna afirmación, de que los modismos no llegaban a los diccionarios normativos, lo que es comprensible, pero algunos se cuelan a los diccionarios de uso; no es comprensible que no lleguen a los de caló.

Afirmó Jorge en su exposición que los modismos están prohibidos en las escuelas, lo que me parece falso; no conozco maestros que se abstengan de pronunciar coloquialismos ni modismos, aunque escaseen en los libros de texto; es inevitable. Muy probablemente me perdí por tratar de averiguar cuáles premios otorga el Colegio Nacional, según afirmación temeraria de Samperio (lo entiendo: hace algunos años me confesó que un día su cerebro hizo un ruido extraño y mandó a la papelera de reciclaje casi toda la información que había acumulado a lo largo del tiempo; su confesión fue porque había olvidado el nombre de la novia de Superratón) y cuáles son los emolumentos de la Academia Mexicana de la Lengua, de lo que se quejó. Me perdí pero alcancé a oír que los modismos, y desde luego las palabrotas (expresiones dichas con la intención de ofender), están proscritas de los medios masivos de difusión.

Carlos Monsiváis, en un largo ensayo recogido en Escenas de pudor y liviandad ("Mexicanerías: El albur", pp. 301-308; Grijalbo, 1988), acota cuándo llegaron a los medios impresos (periódicos, porque a las revistas literarias y a los suplementos culturales fueron llegando poco a poco; aún recuerdo el pasmo que me provocó leer el famoso fragmento de De perfil publicado por La Cultura en México, en 1965); en la televisión el honor le correspondió a Enrique Álvarez Félix quien pronunció un “cabrón” (no a un cornudo, sino a un abusivo) en 1972. Claro, no cuentan las “pendejuelas” de Isela Vega en entrevista con Zabludovsky, ni el “no, si me chingó rebonito” del Toluco López el 7 de mayo de 1955, cuando Paco Malgesto le preguntó si era cierto que Fili Nava carecía de poder en los puños (en radio, Malgesto también fue víctima de otro deportista, Porfirio Remigio, ciclista con una pierna más corta que venció en una Vuelta de la Juventud, en 1964; cuando Malgesto le preguntó cuáles rivales –italianos, franceses, belgas– eran más peligrosos, respondió lo que ahora es célebre: “Pa’ mí, Paquito, que todos son ojetes”) ni el “ahí viene otra vez ese güey” de Jorge Sony Alarcón, sin saber que tenía abierto el micrófono. Es cierto que hay un reglamento que prohíbe el uso de las malas palabras en esos medios, radio y televisión; también que hace mucho hacen caso omiso de esa reglamentación; aunque no lo dice con todas sus letras, pero Eugenio Derbez tiene una muletilla, ¡ca…! que la termina claramente con “on”; Adal Ramones güeyea a muchos de sus invitados, y las molestísimas interrupciones con bips en el cine de ficheras desde hace meses las quitaron y se escuchan las palabrotas sin ninguna censura; no son los únicos, abundan quienes violan el reglamento de tal manera que el año pasado la Secretaría de Gobernación amenazó con aplicarlo si no se contenían, sin que alguien hiciera caso (hay quien afirma que Manuel Valdés sufrió prisión por haber llamado presidente bombero a Benito Juárez; falso, sólo estuvo suspendido una semana, más otra después, por alterar el nombre de la esposa); el famoso “no me pendejees” de Víctor Trujillo a un destacado perredista no es una excepción, como me dijo García-Robles; durante los Juegos Panamericanos hubo un cronista que se la pasó exclamando palabrotas y a quien debían haberlo sancionado doblemente, no por las palabrotas sino por su ineptitud para narrar deportes y por su ineptitud para pronunciar chingaderas.
Mucho me temo que García-Robles, para completar y ampliar su por otra parte bastante buen diccionario, debe salir a la calle, ir a las cantinas, ver (cuando menos escuchar) televisión, platicar con maestros, leer otros diccionarios. Bastaría con charlar con Salvador González para darse una empapada del buen uso de modismos y coloquialismos.

Por confirmar algún dato, releí partes de libros de un académico: no entiende cuándo se acentúa “cuándo”, acentúa “aún” aun cuando no venga al caso; hace que sus personajes se sienten en las mesas, aunque presumen de que son cultos y elegantes, no patanes, e ignora lo más elemental de la gramática, osease el sujeto, verbo y complemento, cuyo orden rompe, pero por incompetencia e ignorancia, no por experimentación. No es el único: veo un título: “Calumnias infundadas”. ¿Habrá calumnias que no sean infundadas? Como dice el mexicano más sabio: me gusta difamar, pero soy incapaz de calumniar.

¿Hay cine mexicano?

$
0
0
Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano, declaraba que le gustaría encontrar en nuestra cinematografía algo que, Buñuel aparte, valiera la pena; cuando Emilio García Riera comenzó a publicar la Historia documental del cine mexicano (la de Ediciones Era), se dijo que estaba haciendo la historia de un cine que no tenía historia.
Eso parece injusto; los ocho tomos en que María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco recopilan todos los estrenos en México desde los años diez hasta 1989 dan buena cuenta de las muchas películas mexicanas que arrasaban en taquilla, más otras muchas que duraban apenas la semana de estreno, pero que con el tiempo fueron ganando en todo y las fuimos revalorando. Hay listas que enumeran las cien mejores de todos los tiempos (pasados), aunque los críticos se empeñen, o se hayan empeñado, en exigir que fueran mejores; en los años cincuenta y sesenta un grupo de fanáticos del cine, reunidos alrededor de una publicación mítica, Nuevo Cine (que el Fondo de Cultura Económica iba a reeditar en los años noventa, proyecto que quedó trunco), emprendieron una fiera batalla contra una industria anquilosada, que impedía el ingreso de nuevos directores, guionistas, productores, actores, para la renovación de ese cine. Batalla gracias a la cual, en palabras de García Riera, el cine mexicano siguió siendo igual de malo que antes.
Hubo logros: la colección Cuadernos de Cine, dirigida por Manuel Barbachano Ponce, editada por la UNAM, y donde Emilio García Riera habló del cine checoslovaco; Jorge Ayala Blanco del norteamericano, Salvador Elizondo, de Luchino Visconti, Juan Manuel Torres, de las divas; Francisco Pina, del cine japonés; Manuel Michel, del cine francés, más algunas de sus críticas, y Manuel Durán, de Marilyn Monroe; José de la Colina, del cine italiano; Nancy Cárdenas del cine polaco; Eduardo Lizalde un raro tomo sobre Luis Buñuel, además del clásico libro de José Revueltas sobre los problemas del cine. Casi al mismo tiempo, la benemérita Era publicaba guiones de Bergman, de Buñuel, de Truffaut, y hasta los guiones de Rulfo.
Muchos escritores han hecho crítica o reseña cinematográfica: además de De la Colina, lo hicieron Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Martín Luis Guzmán, Jaime Torres Bodet, Carlos Fuentes; Carlos Monsiváis tuvo un programa radiofónico memorable, El cine y la crítica (que merecería la recuperación en discos compactos, o los guiones, que deben andar en algunos archivos), y otros más colaboraron haciendo guiones; los concursos de los años sesenta dieron como resultado Los Caifanes, Un alma pura, Tajimara, con intervenciones de Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, el propio Fuentes, y algunos más, entre ellos Salvador Novo, quien hizo guiones rescatables, entre los que se cuentan las primeras cintas propiamente de Cantinflas, y José Revueltas, Mauricio Magdaleno y otros, con buenos y malos filmes.

¿Cuál ha sido el resultado? Con cierto humor, García Riera pone bajas calificaciones a la mayoría de las películas que reseñó en las dos ediciones de la Historia documental del cine mexicano; para él, y con razón, muchas sólo valen por el humor involuntario, por las fallas, los equívocos (no las llamadas comedias, desde luego, que muchas veces resultan patéticas y aburridas). Los galanes no lo son, las bellas sólo son bellas, la música es inadecuada, los directores echan a perder buenos guiones y los guionistas desperdician buenos argumentos, nadie sabe usar smoking, pocos actores son elegantes. Sobresalen algunos actores, y algunos directores, más con buenas etapas que con buenas carreras.
García Riera, sin embargo, atenuó sus críticas en libros dedicados a cineastas en particular: Fernando Méndez, Julio Bracho, Miguel Zacarías, Emilio Fernández, los hermanos Soler, y dedicó un libro a Silvia Pinal, más por su simpatía, belleza y espontaneidad que por eficacia dramática, aunque tiene muchas buenas actuaciones. Otro, a Tin Tan, bastante menor porque no actualizó ni aumentó sus comentarios, y pareciera que no volvió a ver las cintas, porque repite, en el mejor de los casos, lo que incluyó en las dos ediciones de su Historia documental… Algunos de sus seguidores y discípulos dedicaron otros volúmenes a directores, actores o géneros.
García Riera hace recuentos, y en la llamada Época de Oro se filmaban más de 150 películas al año, y poco a poco fue decayendo la industria, hasta casi desaparecer; en el más reciente de sus libros, La justeza del cine mexicano, Ayala Blanco da cuenta de una buena cantidad de películas que quién sabe dónde vio, porque salas cinematográficas ya no hay, ni proliferan los cineclubes como los que fundaban José Luis González, Barbachano Ponce, Isaac Arriaga y otros mártires; las que se estrenan duran unos días y hay que esperar años para que las transmitan por televisión; han cerrado los cines, los convierten en templos o devienen en basureros; en 1967 pude ver TAMI Show en el recorrido que seguían las películas entonces: del cine Orfeón pasaban al Cosmos luego al Sonora y luego al Tepeyac, a la vuelta de mi casa. Casi el mismo orden, pero comenzando en el Roble, seguí Nevada Smith. Nunca fui al cine De la Villa, a donde sí iba Isaac Arriaga (por motivos no cinematográficos), pero muchas veces fui al Lindavista, que era donde terminaban las películas que se estrenaban en el Alameda; en el Variedades se estrenaban las mexicanas, donde Alejandro del Valle y yo vimos , el domingo 16 de noviembre, Dile que la quiero, dos días después de su estreno, y silbé con todos cuando César Costa duda en entrar al billar a enfrentar a su hermano Héctor Gómez.

Durante mucho tiempo coincidí con la opinión de muchos, de que a Jorge Ayala Banco no le gustaba el cine mexicano; la opinión es, como se sabe, producto de las sensaciones, de las impresiones, de la ignorancia, no del juicio; disfruté sus reseñas y sus críticas, y me hizo ver con más cuidado cintas que me gustaban, pero que eran producto sólo de un argumento atractivo, la presencia de alguna actriz bella, detalles de la dirección que me pasaban de noche; hubo cosas que no le aguanté, y otras en las que no coincidí, pero casi siempre le di la razón; disfruté mucho más cuando sus críticas pasaban, reescritas, a los libros; me acostumbré a su adjetivación, que muchas veces derivaba de juegos de palabras casi siempre de mala leche, y me hizo sentir mal cuando despedazó alguna cinta que me había gustado; no supe qué le vio a muchas que él aprobaba, como Todo por nada, o Hasta el viento tiene miedo (Norma Lazareno, y ya; bueno, casi todas las demás actrices); en su libro sobre cine estadounidense me sentí reconfortado por la coincidencia de muchas cintas que otros ignoraban y le agradecí sus palabras acerca de Un tiro en la noche, una de mis favoritas de todos los tiempos y que no me canso de ver cuando menos una vez al año.
Por eso me entusiasmó que reaparecieran sus libros, La justeza del cine mexicano en especial, donde, sin perder su habitual nivel de exigencia, hace ver que el cine mexicano todavía tiene vida, pese a que los mejores artesanos se han ido a Estados Unidos a hacer talacha, a que los actores están más estereotipados que nunca, a que los productores cada vez se interesan menos en el cine y más en la ya también inexistente taquilla, a que las televisoras filman para aprovechar la popularidad de actores de sus cadenas, sin importar si saben o no actuar, y al poco cuidado que ponen en la edición, el sonido pésimo (en muy pocas cintas coinciden el movimiento de los labios con el sonido cuando hay canciones; particularmente grave, cómo salen algunas escenas de Los Caifanes, de Ya sé quién eres, de San Simón de los Magueyes, pero hay muchas más, y en las recientes, ni se diga), las historias incoherentes.

Quise verificar cuántas de las películas mexicanas consideradas, en la página Películas del cine mexicano en internet, que su vez las tomó de la revista Somos, que hizo una encuesta con varios cinéfilos, están incluidas en Clasic Movie Guide, donde Leonard Maltin hace una síntesis mínima, y califica más de diez mil películas, desde los días del cine mudo hasta 1965, muchas de ellas excluidas de su guía anual, pero consideradas clásicas (tiene otro libro, que se antoja mucho, dedicado a las matinés, y otro al cine animado); el resultado es terrible: para coraje de muchos, no está La vida no vale nada (bueno, tampoco en la de la página mexicana), ni El compadre Mendoza ni, horror, ¡Vámonos con Pancho Villa!, considerada la mejor película mexicana de la historia; para molestia de quienes la consideran una película perfecta, Escuela de vagabundos no merece la atención de Maltin, ni Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Los tres García o Los tres huastecos; mucho menos Tizoc, para berrinche del Idolito. No están El rey del barrio ni Calabacitas tiernas, las dos mejores de Germán Valdés según Somos, ni ¡Ay amor, cómo me has puesto! o El revoltoso, tan buenas como las otras.
Están varias de Buñuel, no todas bien calificadas, por cierto: a Ensayo de un crimen (“muy dialogada”) la califica de obra menor; está de acuerdo con el director en que Una mujer sin amor es su peor película, pero califica más bajo aún a La joven; están casi todas sus cintas, menos Gran casino ni La hija del engaño; con ello confirmaría el temor de Ayala Blanco de que, fuera de Buñuel, casi nada queda del cine mexicano.
¿Casi nada? Hay algunas que sí menciona: por ejemplo, La perla, de Emilio Fernández, pero no Los hermanos Del Hierro; no está La mujer del puerto (sí, en cambio, La mujer de la playa, lástima que no sea mexicana); también The Torch (¿La antorcha? ¿Qué tiene que ver?), la versión en inglés de Enamorada, las dos de Emilio Fernández, pero la segunda sólo está referida, no incluida; El vampiro, de Fernando Méndez, y su secuela, El ataúd del vampiro; pese a su prestigio internacional, Maltin no es tan elogioso como muchos críticos mexicanos; resalta la comicidad involuntaria aunque reconoce que tienen buena atmósfera y elogia la fotografía, pero es inmisericorde: a la primera le da estrella y media, y dos a la secuela.
En cambio, incluye con más entusiasmo Face of the Screaming Werewolf, que al parecer no se exhibió en México; chance sea la peor película de Gilberto Martínez Solares, y también parece que es una alteración de La casa del terror, también de Martínez Solares; es despectivo con Rosita Arenas, a la que sólo le dice Rosa, no menciona a Yolanda Varela ni a Tin Tan, los estrellas de la original; resalta que como a Lon Chaney no pueden resucitarlo como momia, lo hacen como hombre lobo; la calificación (Bomb) no basta: le aplica el adjetivo “a total stinker” (“una verdadera mamada”).
A Rosita Arenas le dice Rosita en La maldición de la momia azteca, mejor calificada (una estrella y media), pero con un despectivo “cheap and droning” (¿chafa, podríamos decir?).
Lástima que no haya incluido Dos criados malcriados, Limosneros con garrote, Huevos rancheros o Santo en la invasión de los marcianos; sería divertido ver su calificación. ¿Se atrevería a hacer un tomo dedicado sólo al cine mexicano?

¿En qué se parecen Emilio Tuero y Humphrey Bogart?

Cuando alguien diga “di lo que pienses, sin temor”, no hay que creerle, lo dicen para que uno los apapache; y cuando se les corrige, se enojan y nos borran de su lista de amigos, aunque hayan pedido la corrección (y aunque la lista de amistades sólo sea de facebook), sólo porque uno les explica la diferencia entre veniste y viniste. (Bueno, hay académicos que tampoco la saben.)

Ya viene la pretemporada; no sé cómo hemos podido aguantar tres meses sin beisbol.

Homenaje a Pierre Menard

$
0
0
En más de uno de los muchos libros sobre Beatles en general y John Lennon en particular, se relata un hecho curioso: Lennon y McCartney, que hacían excelentes canciones sobre enamoramientos, ilusiones y noviazgos no muy audaces, de pronto escucharon con atención las canciones de Bob Dylan, y comenzó su transformación: sus piezas se fueron haciendo más íntimas, los problemas eran más profundos, así como la visión de la vida; de ser alegres y triunfadores pasaron a ser pesimistas, “losers”, más intelectuales; Dylan conoció las nuevas canciones, pensó que qué buenos e inteligentes eran, y se hizo aún más profundo, más poético, siguiéndolos; cuando se conocieron, e intercambiaron opiniones, Dylan se dio cuenta que, a través de ellos, se influyó a sí mismo.

Pueden tomarse dos novelas clásicas, de las obras cumbres del siglo XIX: Madame Bovary, de Flaubert y Anna Karenina, de Tolstoi; las dos hablan de la infidelidad femenina, de una mujer que, de manera involuntaria, se entrega a una pasión que las hace sentir distintas, que las hace ver a sus maridos como si fueran aburridos, mientras que los amantes las encienden, las transfiguran, las emocionan. Otras dos novelas: La cartuja de Parma, de Stendhal, y La educación sentimental, de Flaubert, que coinciden en los enamoramientos juveniles, el aprendizaje del amor, el dolor de crecer y dejar atrás la infancia feliz.
¿Alguien podría decir que, aunque una se haya escrito antes que las otras, se trata de plagios?
Ya lo dijo Tito Monterroso: sólo hay tres temas en la literatura: “el amor, la muerte y las moscas”; de allí en adelante, todo es variante: celos, traición, felicidad, infelicidad; también se dice que ya todo está escrito desde la época dorada de Grecia, y si no, Shakespeare agotó las variantes de esos tres temas; su contemporáneo Miguel de Cervantes también trató, en mayor o menor medida, casi todos estos temas y sus posibles variantes con una visión diferente, y si se trata de eso, ya para qué escribir, si todo está dicho.
También es cierto que hay autores que inciden de manera definitiva en el gusto, la formación de los lectores, y que a muchos de ellos, a partir de ciertas obras, les da por escribir, y pocas veces se alejan de sus modelos iniciales, a los que añaden algunos más; si uno se basa en el currículum que Carlos Fuentes ha añadido en algunos de sus libros, pero que está muy detallado en Perspectivas mexicanas desde París (la larga entrevista que sostuvo con James R. Fortson), puede observarse que se ha dejado influir por los autores que ha leído en diferentes etapas de su vida: John Dos Passos, Faulkner, Goytisolo, y la poderosísima presencia de Cortázar, quien dejó una huella profunda en sus lectores, aunque se ha diluido a últimas fechas (uno pensaría que las nuevas generaciones ya no lo leen, que no es políticamente correcto).
Desde la aparición de La región más transparente se dijo que se dejaban ver grumos de sus lecturas, y que siguiendo esos grumos, Gustavo Sainz incurrió en el fanatismo de algunos autores clave (los fatigó, como decía Borges); aunque fuera cierto que esa primera novela de Fuentes es producto de muchas lecturas inteligentes, más la visión política y sociológica, enriquecida por filósofos, sociólogos, políticos, también es cierto que influyó a un número altísimo de escritores no sólo mexicanos, que siguieron sus huellas, aunque con su sello personal; y uno de esos autores, José Agustín, cuyo De perfil debe mucho a La región más transparente, es responsable (indirecto) del nacimiento de otra generación, no mucho más joven, a la literatura (Juan Villoro, por ejemplo).

La revista Uncut pidió hace unos meses a Pete Townshend que detallara cuáles eran las influencias que lo llevaron a escribir Tommy, una de las piezas fundamentales del rock; el resultado fue asombroso: un disco con piezas de The Pretty Things, Mose Allison, Jimi Hendrix, Zombies, Eddie Cochran, The Creations, Muddy Waters, Nirvana, Procul Harum, Max Miller, The Kinks y Keith West; el único evidente era Sonny Boy Williamson. Sólo Townshend podría descifrar en dónde estaban esas influencias; el número más reciente de esa revista enumera las influencias sobre Beatles meses antes de que se hicieran famosos fuera de Liverpool, donde ya eran celebridades: Chuck Berry, Chan Romero, Carl Perkins, Fats Waller, Little Richard, Roy Lee Johnson, Teddy Bears, Eddie Fontaine, Gene Vincent, Ray Charles, Olympics, Elvis Presley y Peggy Lee, de cuyas creaciones hicieron versiones respetuosas pero con añadidos, enriquecimientos, variantes; una de sus primeras piezas, “Words of Love”, de Buddy Holly, la tocaron igual que él, nota por nota, excepto por un detalle: que cantan Lennon, McCartney y Harrison, todos en segunda voz, como dejando en claro que sólo Holly podía hacer esa excelente (y al parecer sencilla, pero no) primera voz.
Una de las piezas que trae este disco, “Be-Bop-A-Lula”, de Vincent, la cantó Lennon imitando esa versión original, en el célebre Rock 'N' Roll, uno de sus discos como solistas, casi, y es importante ese casi, sin variantes (además de que le da el crédito correspondiente).
Sólo los autores (escritores, pensadores, músicos, pintores, incluso los directores de orquesta) saben en su intimidad cuánto le deben a sus semejantes; algunos de ellos, sus contemporáneos; en la primera de sus autobiografías, Sergio Pitol declara que sin la guía, la ayuda y la crítica de Carlos Monsiváis (menor que él) no hubiera escrito su primer cuento, ni los que le siguieron; al final de ese escrito incluye de nuevo a Monsiváis en la lista de los autores que lo han modificado; Monsiváis, en su autobiografía, también enlista sus influencias y sus preferencias, no todas literarias. Son muchísimas.
Muchas veces los autores no son tan conscientes de sus influencias, y de pronto se sorprenden al encontrar en sus obras huellas de lecturas muy lejanas; fiel a sus fuentes, José Emilio Pacheco, en un poema del más reciente de sus poemarios, recuerda un ensayo grácil pero hondo de Alfonso Reyes que en una sola línea describe el tormento de afeitarse todos los días. Carlos Fuentes no deja de citar a sus clásicos, no siempre de manera evidente.

De nuevo citemos a Tito Monterroso: describe las consecuencias de descubrir a Borges; es imposible ignorarlo, y pocos se resisten a seguirlo; hay que descubrir entonces que es imposible copiarlo, o mejor, inútil, aunque la tentación sea grande: “Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente.” (¿se fijaron en las comillas? Movimiento perpetuo, Joaquín Mortiz, pág. 57, primera edición.)
Borges tiene varias obras maestras; una de ellas es “Pierre Menard, autor del Qujote”, (Ficciones), en la que un hombre descubre que para hacer un Quijote distinto hay que trasladar al papel, palabra por palabra, lo que escribió Cervantes, y aunque sean las mismas palabras, es otro, diferente; entre las consecuencias de descubrir a Borges, dice Monterroso: “Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica)” (¿se fijaron en las comillas?).

En su autobiografía, Juan Vicente Melo relata que en el suplemento de un periódico veracruzano, incluía, cuando lo dirigió, “algún cuento o una crítica de José de la Colina, unos poemas de Francisco Cervantes, un plagio de Gustavo Sainz, un ensayo de Carlos Valdés…”; en esos años, principios de los sesenta, acusaron a Sainz de presentar con su nombre relatos de autores poco conocidos en México, a los que tenía acceso mediante revistas extranjeras, y a Gazapo lo califica Melo de “parodia”. Luis Guillermo Piazza en La mafia hace menciones a plagios o parecidos de diferentes autores; Fuentes también a cada rato es acusado de plancharse Aura, y después Diana o la cazadora solitaria, aunque jurídicamente se demostró que no podía tratarse de un plagio. En su autobiografía (primera) Pitol dice que no puede inventar ni una situación ni una cara, que todo lo toma de la realidad, y no por eso la realidad lo ha acusado de plagiario.
Pocas ideas son totalmente originales; si se revisa un buen manual de filosofía se verá que cada pensador importante es producto de lo que otros pensaron antes que él, sólo aporta una nueva visión, un nuevo ángulo, o desmiente o reafirma lo que aseveró algún otro; Emma Bovary y Anna Karenina sufren las mismas penalidades, sólo diferenciadas por la visión de la vida que tenían sus creadores; así, muchas novelas se parecen a otras, aunque no sean exactamente iguales; incluso alguna puede ser motor de arranque de otra.
Sin embargo, Por vivir en quinto patio sólo se diferencia de Play it again, Sam en el ámbito en que se desarrollan la historias, la personalidad de los personajes, y que los fantasmas que le enseñan a seducir mujeres uno es el galán más recio, incorruptible (aunque sea villano) y rudo del cine estadounidense, y Emilio Tuero es un cantante que impostaba la voz, que era duro, o mejor, tieso, sin flexibilidad, como actor; de allí en fuera, todo en la novela de Sealtiel Alatriste es diferente de la obra de Woody Allen; todo es diferente menos el motivo, el pretexto, la trama, el desarrollo y el final; asombra que en medio de tantos ataques por unos párrafos calcados de otros autores, nadie se haya fijado en las coincidencias de esta novela con la obra de teatro, y después, mucho después, película, curiosamente no dirigida por Allen.
Asombra que los lectores no se hayan dado cuenta de otras coincidencias, de autores mejores y más prestigiados que Alatriste; por ejemplo, y van varias veces que lo digo, y corro el riesgo de no entrecomillar mis propias palabras, las coincidencias en estructura, ritmo, desarrollo y desenlace entre Decadencia y caída, de Evelyn Waugh, y Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia; por su parte, éste ha sido imitado pero por gente de calidad muy inferior a la suya, que por otra parte demostró ser un devorador de la novela inglesa de la primera mitad del siglo XX. Otros han encontrado más coincidencias aún entre Maten al león con Merienda de negros, también de Waugh; pero bueno, Waugh es contagioso, no hay manera de eludirlo si se le lee bien; no es de extrañar que William Boyd no busque esconder su admiración por él y por la forma de estructurar sus historias, resaltando lo absurdo de la realidad y cómo se presenta de manera brutal en la vida de los hombres. Las coincidencias de Ibargüengoitia no le quitan gracia, elegancia y su humor contundente y desacralizador. Pero una cosa es influencia y otra plagio.
(El Murciélago Velásquez, magnífico luchador que se convirtió en argumentista, usó la misma trama, casi los mismos diálogos, para dos películas distintas, una con luchadores y otra con luchadoras; ni Emilio García Riera en la Historia documental del cine mexicano ni Pepe Navar y compañeros en ¡Quiero ver sangre! acotan esas coincidencias, exactamente con el mismo final; pero el Murciélago no se iba a denunciar a sí mismo como plagiario.)

Rosario Castellanos no pudo evitar a Oscar Wilde, sólo lo transformó: en vez de “Sin embargo –Y escuchen bien todos!– / Todos los hombres matan lo que aman: /Unos con una mirada de odio, /Otros con una palabra acariciadora; / El cobarde con un beso, / El valiente con la espada. / Unos matan su amor cuando son jóvenes, / Otros cuando ya son viejos, / Unos lo ahogan con las manos de la lujuria, / Otros con las manos del oro; / Los más compasivos se sirven de un cuchillo, / Del cuchillo que mata sin agonía. / El amor de unos es demasiado corto, / Demasiado largo el de otros; / Unos venden y otros compran; / Unos hacen lo que deben hacer con lágrimas, / Otros sin un solo suspiro; / Pues todos los hombres matan lo que aman, / Aunque no todos tengan que morir por ello.” (fragmento de “La balada de la cárcel de Reading”), Castellanos escribió: “Matamos lo que amamos, / lo demás no ha estado vivo nunca”.

Cuando vino Vargas Llosa a México, promoviendo Pantaleón y las visitadoras, en 1973, se hizo una pequeña tertulia; alguno de los asistentes (¿Carlos Pellicer, Ernesto Mejía Sánchez, Manuel Mejía Valera?) dijo que México se estaba convirtiendo en “La ciudad y los premios”. Se quedó corto; es abrumador leer las solapas o las cuartas de forros de los nuevos libros y encontrar con que los autores tienen más premios que títulos; antes, los escritores con ambiciones literarias rehuían los certámenes locales de poesía, los Juegos Florales, las Flores (más bellas del ejido); eran los editores quienes enviaban los libros a concursos prestigiosos; ante el cúmulo de premios, que algunos parecen inventados, uno se pregunta si no será la causa de la proliferación de libros, de autores que publican uno o dos títulos por año y sólo para ganar premios; como dijo Gaspar Aguilera Díaz, al referirse a Julio Cortázar, mucho menos pretencioso que muchísimos autores muy inferiores a él, que “los honores deshonran, los prestigios desprestigian”, sólo sobrevive la obra. Claro, hay autores que prestigian a los premios que se merecen, pero otros los devalúan.

Murió Gary Carter, supercatcher, a los 57 años; de los últimos que no escondía la manita, y de los últimos que jugaba por placer. Se retiró Tim Wakefield, luego de casi 20 años en las Mayores, con una marca increíble: 200 ganados, 180 perdidos, 4.41 de carreras limpias; ¿lo incluirán en el Salón de la Fama?

¿Copia, plagio, influencia?

$
0
0
1) Cuando Gabriel García Márquez rompió el silencio literario que se había impuesto mientras Augusto Pinochet detentara (es decir, usurpara) el poder en Chile, se creó una gran expectativa por esa nueva novela que todos deseaban leer luego de Cien años de soledad (El otoño del patriarca fue un paréntesis; aunque es una novela impecable, tiene el defecto de no ser tan legible como Cien años, aunque ambas son iguales de complejas). Cuando apareció la Crónica de una muerte anunciada, breve pero de gran intensidad, tuvo muchísimos lectores encantados por esa anécdota tan estremecedora, la muerte de un hombre a manos de sus cuñados, a causa del honor, de la adolescencia apresurada de la esposa, y del deshonor, nada raros en el ámbito descrito, ni en esa época, ni en otras más recientes.
Las historias aledañas (cuando el propio García Márquez conoce a Mercedes; los bailes, el ambiente de alegría, los nubarrones que opacan la felicidad colectiva) son tan fascinantes como la historia principal, que a ratos pierde importancia hasta volver con la contundencia que conlleva un asesinato; y en medio de esa celebración, que se prolongó por mucho tiempo, el propio García Márquez tuvo a bien callarnos la boca al revelar, en uno de sus artículos semanales, que se trataba de una novela basada en tema (no trama ni anécdota), estructura, desarrollo y final, con muchos de los detalles que nos habían asombrado, en Los idus de marzo, de Thorton Wilder, una de las novelas más importantes del siglo XX, y que se supone todo mundo conocía. Con maldad, nos demostró lo malo que somos como lectores, que a pesar de que en las páginas de García Márquez estaban los mismos elementos que en las de Wilder, no pudimos verlos, no supimos leerlos, sólo porque la anécdota es otra, y otros los personajes.
2) Malcolm Lowry escribió varias obras maestras; una de ellas, Bajo el volcán, considerada una de las diez mejores novelas del siglo XX, lo hizo dudar, porque Charles R. Jackson había publicado poco antes The Lost Weekend, novela en la que se basó Billy Wilder para hacer una excelente cinta con Ray Milland y Jane Wymann (primera esposa de su tercer esposo, Ronald Reagan, que dicen que tenía problemas parecidos a los del personaje de esta película), acerca de los sufrimientos de un alcohólico (y biografía de Andrés Soler en El Ceniciento, según presume él mismo); aunque es lo mismo, desde luego no es lo mismo. Pero Lowry no dejó de atormentarse, pensándose plagiario, y más cundo estaba escribiendo Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, según deduce Douglas Day.
Hay muchos más ejemplos de parecidos no siempre confesados; el cine mexicano ha sido pródigo en esos casos: Tal para cual, de Rogelio González, se basa en lo básico en La importancia de ser honrado, de Oscar Wilde (título raro, pero que le plagio descaradamente a Tito Monterroso, tan plagiado él, de su ensayo “Sobre la traducción de algunos títulos” [La palabra mágica, Ediciones Era, 1983, p. 92]; El criado malcriado es copia de ¡Qué hombre tan sin embargo! que es copia de Escuela de vagabundos que es copia de My man Godfrey (y mientras más recientes eran las copias, más iban bajando de calidad); en Ustedes los ricos, como recalcó Emilio García Riera, fue famosa la escena de que Chachita se cortaba el pelo para comprar una cadena para el reloj del Atita que vendió su reloj para comprar unas peinetas para la cabellera de Chachita, que está en un cuento de O’Henry, “El presente de Reyes Magos” (O’Henry, Cuentos, traducción de Edith Zilli, Emecé, 1982) (sólo que a Chachita le crecerá el cabello y el Atita no recuperará su reloj); el cuento, “The Gift of the Magi”, fue filmada pocos años después de que Ismael Rodríguez hizo Ustedes los ricos, por Henry King, en uno de los cortos de O’Henry Full House, Lágrimas y risas en español, estrenada el 4 de marzo de 1953 en el cine Olimpia (datos tomados impunemente de Cartelera cinematográfica 1950-1959, María Luisa Amador, Jorge Ayala Blanco, CUEC, 1985; por cierto, en el cuento filmado por Howard Hawks en esa cinta, aparece una mujer cuando los delincuentes preguntan por una dirección, y los parientes la obligan a entrar a la casa; no encuentro en los créditos de la cinta el nombre de la actriz; ¿alguien lo sabe? Y no es para lo que Billy Cristal pregunta el nombre de una antigua maestra).
No siempre hay plagios, puede haber coincidencias (como dice Gabriel Zaid), puede flotar la misma idea por diferentes ámbitos; en la música, por ejemplo Debussy y Ravel (son dos, se toman juntos –comercial de Alka Seltzer de los años setenta; por desgracia desconozco el nombre del copy al que cito; seguro lo saben Raúl Renán y Miguel Capistrán, que saben todo), en la pintura, Klee, Miró, Kandisky, Rivera, tienen tantos parecidos que asombran.
La música se presta a buenos ejemplos: ya lo he dicho, pero no me voy a acusar de autoplagio porque también está en alguno de los muchos libros acerca de Beatles, que “Because” no es la única referencia explícita de Lennon al “Claro de luna” de Beethoven, porque también usa varios acordes del primer movimiento de esa sonata para los cuartetos segundo, cuarto y sexto de “And I love her”, y que copió toda la estructura del primer movimiento del Concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky para uno de sus rocks más ricos (en instrumentación, en desarrollo, y en el duelo de guitarras entre él y Harrison). Pero no sólo Lennon tomó prestados acordes, notas y armonías de Beethoven; Beethoven mismo tiene partes de su Sonata para violín en La mayor, Op. 12 núm 12 que se parece mucho a un aria de El barbero de Sevilla de Rossini que tiene mucho parecido con Las bodas de Fígaro de Mozart.
Lennon no sólo tomó algunos acordes o notas, también dos versos de una canción de Elvis Presley, “Babe, let’s play house” (“I’d rather see you dead, little girl, that you´ll be with another man”) para empezar una de las canciones más dramáticas de Beatles, “Run for you life”, que todos opinan que no es de sus mejores canciones, pero sí de las más sinceras, y muchos de los que han escrito sobre los ingleses no se fijaron en esos versos que son exactamente iguales, pero que desde luego no toman como plagio, sino como homenaje (chin, ya me autoplagié –y también a José Agustín) (¿Cardoso en Gulevandia se parece más a Aída de Verdi o a Norma de Bellini?).
No fueron esos versos los únicos que Lennon usó como cita, o autocita: en “Glass Onion” cita “Lady Maddona”, “A Fool on the Hill” y “I am the Walrus”, y en “I know (I know)” cita todo un verso de “Getting Better”; de esas cuatro citas, dos son de canciones suyas y dos de Paul.
En una película malísima pero muy divertida, El charro y la dama, Pedro Armendáriz (quien canta en ésa dos versos de “Ah que la coneja”), luego de darle unas cuantas nalgadas a Rosita Quintana, le ordena que le sirva café (igual que lo hizo Silvia Pinal a Pedro Infante en El inocente, quemándose al agarrar una cafetera caliente, sólo para demostrar que es una de esas mujeres modernas que no saben nada de quehaceres de su casa), y cita “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido”, y remata: “yo también tengo mi cultura, no se crea”; cualquiera diría que está citando unas líneas célebres de Miguel de Cervantes Saavedra, del segundo capítulo de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, “Don Quijote en la venta”: “Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino: / doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino”, pero los desocupados lectores de Martín de Riquer saben que Cervantes estaba citando “Nunca fuera caballero / De damas tan bien servido / Como fuera Lanzarote / Cuando de Bretaña vino, / Que dueñas curaban dél, / Doncellas de su rocino” (y siguen otros versos que no citan ni Cervantes ni De Riquer: “esa dueña Quintañona / ésa le escanciaba el vino / la linda reina Ginebra / se lo acostaba consigo…”, pero ya se sabe que Cervantes hacía muchas citas sin entrecomillar ni identificar a los autores, pero daba por hecho que sus desocupados lectores leían tanto como él y tomaban las citas como broma o como homenaje, no como plagio. (Uno de los escritores mexicanos más cultos me recriminó que atribuyera los versos a Armendáriz, pero Armendáriz también los dijo.)
Bueno para citar era Tito Monterroso: uno nunca termina de identificar todas las citas textuales, deformadas, contradichas, que están en Lo demás es silencio, donde casi en cada párrafo hay alguna cita y uno podrá identificar alguna, pero no todas; sólo recientemente, al releer su autobiografía (o una de sus autobiografías) me cayó el veinte que cuando la esposa de Eduardo Torres cuenta que los amigos de su marido le preguntan si fue la semana anterior cuando un escritor la tuvo en sus piernas, es cita del propio Monterroso, pues su familia había tenido amistad con Porfirio Barba-Jacob, quien lo había cargado cuando Tito era niño, y que sus amigos malvados le preguntaban si había sido hacía poco (dada la “orientación sexual” de Barba-Jacob, era un chiste malintencionado).
(En “Sinfonía concluida” hay hartas referencias, algunas identificables, como una de Arquímedes, pero otras no tanto, como una de Bach, Mendelssohn y Joyce; sólo una es directa, además de que una de las citas de Eduardo Torres asegura que la obra más acabada es la Sinfonía inconclusa; uno se pierde entre tanta cita escondida, disfrazada, encubierta, esbozada.)
Y si de referencias o atribuciones se trata, ¿cuánto quedaría de The Naked Lunch si se suprimieran las referencias y parodias?

A veces los lectores le atinan al encontrar el origen de un título; casi todos los libros de Monsiváis están tomados de alguna de sus muchas obras favoritas, literarias o de la cultura popular; hay satisfacción al encontrar las citas de Vallejo, Cernuda, Reyes, entre otros, en los poemas (y en los cuentos) de José Emilio Pacheco; Paz puso en cursivas y entrecomillas un verso de Rubén Darío, y sus lectores sabían a quién citaba aunque no lo mencionara.
En otro ámbito, Germán Valdés en sus mejores cintas menciona a Pedro Infante, a Paul Muni, a Pedro Armendáriz, a Dolores del Río (parodia a María Félix), a Lui Même, en el colmo de la coquetería (parafraseo a García Riera, sin entrecomillarlo –y a Tito Monterroso).
Y ya que se mencionó aunque sea de paso a Burroughs, ¿qué sería, sin él, Allan Ginsberg, y sin ellos, qué serían Bob Dylan, Lou Reed, Joni Mitchell, Patti Smith? Y eso que son diferentes entre sí.

Confieso que he citado: uno de mis relatos sobrevivientes tiene una anécdota plagiada de la realidad, sólo que no lo sabía; lo escribí sin saber siquiera que acababa de vivir lo mismo una amiga, pero no me lo confesó; al leerlo en público, un conocido me increpó: ¿por qué cuentas lo que le pasó a mi hermana? Aunque la anécdota es literariamente original, casi cada frase está tomada de un cuento, un poema, un cómic, una canción, sólo adecuada para que funcione para narrar esa historia; en ningún caso es cita literal, sólo la idea.
Una de mis novelas (olvidables) tiene la misma estructura, el mismo desarrollo y el mismo final que una de las obras (menores) de uno de los escritores más destacados del boom; pero a orgullo tengo decir que mi novela se adelantó casi 20 años a la suya.
La novela que escribí a cuatro dedos con Gustavo Sainz tiene un experimento suyo en estructura, lenguaje, puntuación; aunque parece que mis capítulos son más lineales, cada uno es homenaje o parodia de alguno de los muchísimos escritores a los que admiro; como nadie me ha acusado de plagiario, no revelo cuáles son los homenajeados.
Y el primer cuento que me publicaron mis cuates de Tlamatini le impresionó tanto a una de las escritoras mexicanas más reputadas, que tomó la anécdota para hacer uno similar, mejor que el mío; muchos años después Víctor Roura me pidió un cuento, a mí, que estoy retirado de la narrativa, pero se me ocurrió reescribir ese mi primer cuento; y qué les cuento, que la dama plagiaria se tomó a ofensa, porque pensó que la había plagiado; lo malo fue que ese primer cuento apareció con seudónimo (no es la única mexicana que ha tomado textos míos y publicado con su nombre –otra es muy conocida, pero como es muy conocida, “mejor no les doy su nombre”).

Lo malo no es hacer algo con tema o tratamiento o estilo al de obras anteriores; a veces sucede que uno no las conoce y no sólo por incultura, pues es imposible leer todo lo que aparece; leer 260 libros al año deja a quien pueda hacerlo con un rezago de 99.94 por ciento anual, y sólo de lo publicado en español; bueno o malo, algo de lo publicado debe ser original, y sin saberlo lo estaríamos copiando, por no hablar de todo lo que se ha escrito y publicado en todos los años anteriores, con un porcentaje de obras buenas que han pasado al olvido, injustamente. Lo malo no está en decir lo que otros dijeron antes, sino hacerlo sin copiar, sin calcar, sin aportar puntos de vista diferentes. Salvándose de la mediocridad, pues.

El escritor que no escribe, y temas afines

$
0
0
Al rastrear a un escritor que se la pasó poniendo mensajes ocultos, o guiños, o citas, a lo largo de toda su obra (sin entrecomillar; lástima, ya es muy tarde para que lo usen como escudo) me reencontré con que a pesar de que él proclamó la existencia tan sólo de tres temas (el amor, la muerte y las moscas), abordó con mucha insistencia otro: la del escritor que no escribe.
Fue el principal responsable de que le persiguiera el estigma de ser una persona divertida; uno de sus últimos títulos aludía a que él, y su obra, en realidad escondían a una persona triste. Era una antología del cuento triste, y en ella estaba incluido un relato suyo que hizo reír a todos sus lectores. Es cierto que la carcajada es efímera mientras más estruendosa, que los chistes se hacen monótonos y aburridos, y muy pocos se reciclan, además de que esconden rencores, odios, complejos y venganzas. La sonrisa es más perdurable, y no siempre, más bien casi nunca) la producen las cosas divertidas.
Él, inteligente y culto, respondía incluso las preguntas más sencillas con alguna cita de Cervantes o de Shakespeare o de Flaubert o de Alfonso Reyes, y su interlocutor no siempre lo descubría; así, una broma compartida se convertía, de manera involuntaria, en una manera de descubrir que el interlocutor no estaba a su altura ni tenía su misma erudición. Pasó a convertirse en chistoso. Su propia vida lo propiciaba: durante su juventud y su madurez tradujo, corrigió y enmendó centenares de libros; como hombre inteligente y culto, prefería la corrección de galeras, particularmente ardua, aunque sus patrones opinaban que sus mejores trabajos consistían más en encontrar errores históricos, corregir datos equívocos, enderezar una traducción mal hecha, que en encontrar erratas, traslapes y acentos mal colocados, que con frecuencia se le pasaban. Y ya maduro, luego de pasar por varios trabajos rutinarios y acabalar con chambitas editoriales, o dirigir talleres pese a que creía que la literatura se hace en silencio y en soledad, de pronto sus libros (escasos y breves) comenzaron a ser publicados y reeditados en muchos lados, se le dieron reconocimientos que no buscaba, y tranquilidad económica. Pero extrañaba la rudeza de las galeras (que por algo se llaman así), el cotejo contra un original caótico y mal escrito para ponerlo en español correcto y así hacer creer al autor corregido que sí sabía escribir. Y se presentaba en las editoriales que antes le daban chamba y que le publicaron sus libros; se alegraban de verlo, casi tanto o más que antes; festejaban su arribo y esperaban que llegara con un nuevo manuscrito que, desde ya, sabían que estaba bien, que no necesitaban mandarlo a dictamen, que sería un placer publicarlo, con el atractivo extra de que se vendería mucho mejor que antes, pues ya era famoso. Pero al preguntar el motivo de su visita, contestaba que iba a ver si había alguna chambita, algunas “carnitas” como le decía a las galeras, de algún libro que no urgiera mucho porque tampoco quería trabajar de prisa; los antiguos patrones y ahora editores soltaban la carcajada, y él se reía, triste porque en efecto quería llevarse unas pocas decenas de páginas para corregirlas en un par de semanas, y tenía que reírse para que sus editores no se sintieran ofendidos de que ellos se rieran y él no. Pero en realidad añoraba los días en que se ganaba la vida leyendo.

Me topo, sorpresivamente, con un libro atractivo: La biblioteca de los libros perdidos; en otro lugar lo comentaré con más calma; aquí, en privado, lamento que el autor se refiera a algunos cuantos casos de pérdidas lamentables: los manuscritos que fueron devorados por el fuego (Lowry, Joyce) o peor, de los que se rescató parte sólo de esos manuscritos y que se publicaron así, fragmentados, incompletos, inconclusos, sólo para que el lector lamente lo que se ha perdido; los extraviados en taxis, en trenes, en estaciones de trenes, en hoteles no siempre de buena categoría; los manuscritos despedazados por los propios autores o por terceras manos misericordiosas. Lamento que el autor, un alemán casi joven especialista en literatura anglosajona que ha publicado un par de biografías (Melville, Mary Shelley) y una compilación de anécdotas literarias que se antojan, porque éste lo hizo muy bien; por desgracia, el mundo hispano está lejos de los intereses de Alexander Pechmann, el autor, pues sólo cita, a propósito de nada, a Jorge Luis Borges y a Enrique Vila-Matas, y desconoce el caso de la primera novela de José Revueltas, un atado de cuartillas que se perdió para siempre en un taxi, y que Revueltas, entre desconsolado y con alivio, no pudo rehacer nunca (digo que con alivio porque pese a todo, nunca estuvo seguro de sí mismo, y escribir era un acto creador, pero angustioso); no menciona el caso de La cordillera, la novela de Juan Rulfo que todos esperaban que superaría el Pedro Páramo que había asombrado a los lectores de 1955, y que Rulfo nunca terminó, y de la que se publicaron algunos adelantos y fragmentos que no estaban cuajados; o la novela de Fausto Vega que se perdió en una inundación y que provocó el silencio literario de su autor; o la sequía de Sergio Galindo que entre La comparsa y Los dos Ángeles (con la irrupción, tímida, de El hombre de los hongos y Este laberinto de hombres), produjo media docena de empiezos esperanzadores de novelas que se quedaron truncas; las novelas anunciadas que nunca se completaron y que llegaron a ser legendarias entre los amigos de los autores (varias de Cabrera Infante, anunciadas aunque negadas por él, que achacaba el anuncio a sus editores), los libros prometidos por Carlos Monsiváis (un ensayo de los Hermanos Marx, una biografía de Carlos Pellicer, una semblanza del cine mexicano, su estética de la naquiza y no el fragmento que publicó, una novela de la que leyó un fragmento en público), la novela inconclusa de Salvador Novo (o al revés, sus memorias que nada añaden a su gloria literaria).
Más desconsolador aún, la novela que se perdió en un apagón, cuando las computadoras no tenían disco duro, y el autor no había guardado el texto (“salvado”, un término más adecuado para el caso); Pechmann habla de un libro que se perdió entre miles de páginas impresas de otros libros, en los talleres de una editorial descuidada; no sé del caso de ningún manuscrito que se haya perdido en el escritorio de Bernardo Giner de los Ríos o en el de Felipe Garrido, porque ambos tenían la costumbre de empezar el año escombrando sus escritorios (Bernardo encontró en una ocasión tres tipómetros, varias cajetillas de cigarros, un contrato, cuando menos cuatro agendas) y así los libros sólo se postergaban, pero nunca se perdieron; se perdió una obra a cargo de Felipe Garrido, pero no fue su culpa, sólo se revolvió con otros libros que llegaron al taller el mismo día y con la misma urgencia; cuando lo encontraron ya había pasado la urgencia; hay un caso triste de que un autor joven recibió la noticia de que su primera novela estaba aceptada, y le dieron un plazo muy razonable para que apareciera; así, dio su segundo título a otra editorial, que no corrió, hizo el trabajo a pausas, para que apareciera un par de meses después que la primera, para que los lectores apreciaran su tacto, su ingenio, el dominio de su lenguaje; pero la primera novela se atoró en el escritorio del editor, que sólo se apresuró a publicarla cuando vio en las librerías la segunda novela del joven, al que los lectores no apreciaron sus adelantos porque desconocían la primera novela que a partir de entonces fue la segunda. O el libro de cuentos aceptado y que se perdió junto con otros volúmenes aceptados en el camino a Xalapa, aunque sí aparecieron las cajas con los libros rechazados; el cuentista, desde luego, no tenía copias. O la novela que apareció 20 años después, y que se publicó sin la anuencia de la autora, que ya había decidido que nunca sería escritora, y nunca más volvió a escribir.
Entre los casos que cita Pechmann están los de los autores que se hicieron célebres porque prometían pero no cumplieron, los que asombraban a sus contertulios, los corregían, los orientaban, los criticaban, y los hacían pensar que cuando él se decidiera a terminar la novela que contaba que escribiría algún día, despedazaría el panorama literario, pero nunca publicó nada; así hay muchos casos en la literatura mexicana del siglo XX, e incluso del siglo XIX; Francisco Cervantes aseguraba que “cada profesorcito tiene sus seis libritos”; menos de ésos, condenan a su autor a ser un eterno aspirante, de los que hay muchos en nuestra literatura, aunque preferibles a los que publican uno o dos libros por año.

Hay un caso no muy conocido pero cierto: un famoso escritor que entonces no era famoso y asistía a una tertulia, en donde contaba lo que había escrito en la semana, y tenía deslumbrados a sus amigos; la novela, compleja y divertida, prometía ser obra definitiva y definitoria de la literatura contemporánea; cuando apareció cumplió con esas expectativas, pero desilusionó a sus contertulios, porque el autor, supersticioso, se negaba a hablar de la obra que estaba escribiendo porque podía cebársele; así, inventaba cada semana otra novela, distinta, caótica, entretenida, divertida; no es que les disgustara el resultado, pero habían oído otra diferente; ni el autor ni los otros tertulianos sabían que entre los asistentes se encontraba un célebre corrector, de memoria prodigiosa, que sabía de la superstición de su amigo, y precavido, transcribía cada semana lo que el escritor contaba, y así, existe una versión paralela de esa novela, resguardada por los sobrevivientes de esa tertulia, para publicarla sólo para los que están en el secreto; tal vez algún día se dé a conocer esa novela secreta que dictó, sin saberlo, ese escritor bromista.

Iba a hablar del escritor que no escribe; no es un autor frustrado, no es un incompetente, no es alguien que carezca de habilidad narrativa (por no hablar de los que hablan mejor de lo que escriben), no les falta imaginación, dominan la técnica y tienen una cultura amplísima; conocen los secretos de la escritura y los de otras actividades que pueden darles temas atractivos; han llevado una vida llena de sobresaltos, han amado (y sido amados) a mujeres bellas, inalcanzables; guardan en silencio amoríos escandalosos de los que nadie se enteró, y con sólo contar parte de ellos tienen para escribir historias estremecedoras, fulgurantes, llenas de erotismo y, si quisieran, de vulgaridad estrujante. Pero algo les impide escribir; Tito Monterroso cuenta de varios casos en todos sus libros: no es la flojera sino la erudición y el exceso de crítica (también tema de Vicente Leñero) lo que los paraliza; no es miedo, pero sí algo parecido.

Pechmann habla con sensibilidad de Emily Dickinson, la poetisa más importante de Estados Unidos, quien en vida publicó un puñado de poemas por lo regular editados (arreglados) por sus editores; sólo después de fallecida la conocieron y la reconocieron; por desgracia Pechmann no habla de un caso paralelo, el de Josefa Murillo, casi contemporánea de Dickinson; tampoco salió de su tierra (Tlacotalpan; hoy Agustín Lara, su paisano, es más famoso que ella) ni pudo estudiar lo que quiso, y escribió a contracorriente, a escondidas, y, peor, llena de compromisos que sus conocidos le asestaban (tarjetas, saludos, poemas de ocasión); así y todo, y con temas y tratamiento y estilo muy parecido al de Dickinson, su obra es de las más importantes de nuestras letras.

Se destapa un caso vergonzoso: Santos de Nueva Orleans, uno de los equipos más importantes de los últimos años de la NFL, recompensaba a sus jugadores que lesionaban a los contrincantes más peligroso; coaches, coordinadores, jugadores, estaban en esta artimaña: tacleaban por debajo de la cintura, daban golpes fuera de tiempo, los atacaban cuando había terminado la jugada y no estaban preparados para recibir el golpe (el castigo, es el término de la jerga de este deporte); así, con la complacencia de los jueces, precipitaron el retiro de Brett Favre,dejaron a varios sin terminar una temporada a causa de las lesiones, y pusieron en peligro su carrera y, peor, su vida. Los responsables se dicen arrepentidos. ¿Las sanciones económicas serán las adecuadas, con eso se terminará esa artimaña? ¿De verdad es tan importante ser campeón que a los jugadores no les importa el destino de sus contrincantes?
Hace unos días se supo que el equipo argentino de futbol había corrompido a sus rivales en la semifinal de la llamada copa del mundo, en 1978, el equipo peruano, que aceptó, de manera inesperada, seis goles que permitieron a los argentinos disputar la final; desde entonces se sospechó algo, y de allí la negativa de los futbolistas holandeses a participar en la ceremonia de premiación; las autoridades del futbol anunciaron que desconocerían ese título, y despojarían a los argentinos de ese campeonato; los diarios mexicanos callaron la noticia; no es de extrañar que la gente se conforme y que digan que no tiene caso el castigo después de 34 años; no es de extrañar, entonces, tanta corrupción, tanta gente que se marea de poder con un puestecito de morondanga, por un pinche premiecito o un nombramiento de nada.

En www.lospinos12, cada semana una colaboración sobre los intelectuales en el poder.

Shakespeare, Cervantes y Cri-Cri

$
0
0
En Desconsideraciones, Juan García Ponce lamenta que un episodio narrado por George D. Painter se haya quedado a medias; es decir, que en la breve plática entre Marcel Proust y James Joyce se limitara a decir uno al otro que no se habían leído; hubiera sido muy divertido saber qué opinaban de la obra del otro, ambos tan importantes y tan diferentes. Harold Bloom es un poco más explícito: a Joyce no le impresionaba Proust, y éste no sabía nada de aquél, y se concretaron a presumir sus enfermedades.
Se sospecha en cambio que Shakespeare leyó a Cervantes y éste leyó algo del inglés; la directora española Inés París, en su séptima película (Miguel y Willie), no sólo discurre que se leyeron, sino que se conocieron, que vivieron aventuras más al modo de Cervantes, y que se disputaron los amores (¿o el amor?) de una bella Elena (no podía llamarse de otra manera).
Ambos eran cultos, conocían y respetaban lo que hacían sus competidores, inclusive sus rivales, y a veces se aprovechaban de lo que hacían otros; se sabe mucho de sus vidas, pero ignoramos mucho más, al grado de que Stephen Marlowe escribió una novela divertida y disparatada, llena de suposiciones e inventos, pero posiblemente real, sobre la vida y la muerte de Cervantes, basada sobre todo en sucesos narrados en las Novelas Ejemplares, en La Galatea, en El Quijote y en Los trabajos de Persiles y Segismunda; de otro lado, sabemos que nada sabemos de Shakespeare, y se inventa que era su hermana la que escribió sus obras (como María Teresa Lara escribiría, se dice, las canciones de su hermano Agustín), que no escribió parte de sus obras sino que las tomaba de otro (Piazza hace divertidas fantasías al respecto), las reescribía sin entrecomillar y como era más famoso se llevó la fama y la fortuna que correspondían a Marlowe (no a Stephen, quien falleció hace unos pocos años) o a Bacon; algunos malvados lo sitúan, sin razón, en la misma taberna en donde se suscitó la reyerta donde murió Marlowe.
Marlowe influyó en Shakespeare y éste en su rival; así como Lennon tiene una canción que empieza con los versos con los que termina una canción de Elvis (sin entrecomillar), así Shakespeare escribió un poema que dice “Live with me, and be my love, / And we will all the pleasures prove / That hills and valleys, dales and fields, / And all the craggy mountains yields. // There will we sit upon the rocks, / And see the shepherds feed their flocks, / By shallow rivers, by whose falls / Melodious birds sing madrigals. // There will I make thee a bed of roses, / With a thousand fragants poisies, / A cap of flowers, and a kirtle / Embroider’s all with leaves of myrtle. // A belt of straw and ivy buds, / With coral claps and amber studs/ And if these pleasures may thee move, / Then live with me and be my love”; por casualidad, un poema de Marlowe dice “Come live with me, and be my love / And we will all the pleasures prove / That valleys, groves, hills, and fields, / Woods or steepy mountain yields. // And we will sit upon the rocks, / Seeing the shepherds feed their flocks, / By shallow rivers to whose falls / Melodious birds sing madrigals. // And I will make thee beds of roses / And a thousand fragrant posies, / A cap of flowers, and a kirtle / Embroidered all with leaves of myrtle; // A gown made of the finest wool / Which from our pretty lambs we pull; / Fair lined slippers for the cold, / With buckles of the purest gold; // A belt of straw and ivy buds, / With coral clasps and amber studs: / And if these pleasures may thee move, / Come live with me and be my love. // The shepherds' swains shall dance and sing / For thy delight each May morning: / If these delights thy mind may move, / Then live with me and be my love”.
En Shakespeare in love aparece un personaje interpretando a Marlowe, pero como en ella actúa Gwyneth Paltrow, ¿alguien se fija en Marlowe?

Hablaba de Cervantes y de Shakespeare; quiso la casualidad de que murieran en la misma fecha aunque no en el mismo día; de eso se aprovecha la industria del libro para conmemorar esa fecha como el día mundial del libro. Si la divertida película de París fuera cierta, confirmaría que ambos tenían mucho sentido del humor; ambos escribieron tragedias, pero sus tragedias no siempre son tan trágicas como se quiere suponer.
Veamos dos de las obras de Shakespeare: Romeo y Julieta y Antonio y Cleopatra; la primera se llama Romeo y Julieta pero en la edición de la UNAM, con prefacio, traducción y notas de Mª Enriqueta González Padilla se llama La tragedia de Romeo y Julieta (Nuestros Clásicos 85); la segunda se llama Antonio y Cleopatra y en la edición de la UNAM, con traducción, prólogo y notas también de Mª Enriqueta González Padilla se titula La tragedia de Antonio y Cleopatra (Nuestros clásicos, 96).
Para la primera, tomo la traducción de Pablo Neruda (disponible en Losada y también en las ediciones de Gandhi, muy barata); de todas las versiones cinematográficas la más cercana en espíritu es West Side Story. Con una coreografía alegre y vertiginosa que se detiene abruptamente para mostrar y demostrar el súbito enamoramiento de los dos personajes que, en un diálogo de gran intensidad, descubren su amor y lo expresan con ideas nuevas y renovadoras, con imágenes insólitas y audaces (más ella: él es más bien un pazguato y sólo reacciona a las propuestas de ella); tanto amor no puede ser satisfecho más que con una entrega plena, que llevan a cabo; en la traducción de Neruda, antes de que conozca a Romeo, Julieta mantiene un diálogo con su nodriza lleno de picardía, casi obsceno; realizada la entrega, no les queda más que perpetuarla o dejarla como símbolo de lo que pasa cuando se interpone la intransigencia; pero sucede que no hay intransigencia, que las familias estaban dispuestas a ceder, sólo que una muerte inoportuna imposibilita las reconciliaciones y dejan a la pareja sin otro recurso que fingirse cadáveres y huir, pero malos entendidos y además inoportunos crean la confusión que los conduce a la muerte de ambos. De no ser por esas muertes pudieron haberse casado y ser felices (por un tiempo).
Fuera de esas circunstancias la obra es muy feliz, muy alegre, pero en el espectador, y en el lector, queda el prejuicio de que se trata de una tragedia y están predispuestos a sufrir por el desencuentro de los muchachos, aunque se olvidan que al contrario de muchísimas parejas enamoradas hasta las narices (en la literatura, en el cine y en la vida real) que se quedan con las ganas de “llevar su amor hasta sus últimas consecuencias” (siempre quise plagiar esta frase) (¿no es más trágico que se les haga a parejas jariosas y no a parejas enamoradas –y de allí tanta soledad arrepentida?), Romeo y Julieta sí la hacen.
Antonio y Cleopatra tienen más interés en llevar su amor hasta los últimos extremos que en cumplir con su destino como gobernantes; Cleopatra es más burlona que comprometida, y le preocupa más ser paseada por Roma como prisionera, que lo que piense Antonio; le tiende varias trampas en las que él cae con facilidad, y de nuevo un equívoco provoca que mueran, y lo peor, que mueran separados; la verdadera tragedia no está en la muerte sino en la desincronización de sus pasiones.
Bloom resalta que Shakespeare es el único escritor que maneja la comedia y la tragedia con la misma eficacia (como actor, en México el único que lo consigue siempre es Andrés Soler), y que ha influido en todos los escritores sobresalientes después de él (y puede que en los de antes de él, se llega a insinuar), que a veces su influencia es tan inoportuna que impide que sus seguidores sean mejores; por ejemplo, La cartuja de Parma de Stendhal sería muy superior si no rindiera tanto homenaje a Romeo y Julieta, dice.

Cervantes, por el contrario, es tomado como un escritor más eficaz en la comedia que en la tragedia; El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha es uno de los libros más divertidos que se han escrito, sin que para ello se aproveche de situaciones cómicas, y cuando son grotescas son para resaltar lo exagerado de las pretensiones de sus personajes; lo mismo sucede con la mayoría de sus Novelas Ejemplares y con Persiles y Segismunda. Pero por más felices que sean sus finales, o mejor, sus resoluciones, antes de que se resuelvan son verdaderas tragedias. Uno de los elementos del humor es la exageración, y Cervantes lo hace con maestría: sus personajes quedan en situaciones límite, y sus soluciones no suelen ser las mejores. Pero como dice Alberto Maguel en Lecturas sobre la lectura, la que fracasa es la realidad, no los personajes de Cervantes (como casi todos los lectores de Cervantes, Maguel prefiere El Quijote; Cervantes prefería La Galatea y Los trabajos de Persiles y Segismunda).

¿Cuál sería la diferencia entre las tragedias de Shakespeare y las de Cervantes? Un punto de vista, nada más, un enfoque diferente para observar la realidad. Para Shakespeare, incluso en sus comedias más felices, la casualidad, el destino, determina el de sus personajes, y pasan de la plenitud al desencanto, del triunfo a la derrota, de la felicidad al desamor o la infelicidad. Para Cervantes la tragedia es, como descubrió Alfonso Reyes, una obra en la que ambas partes tienen razón; en casi todas las proezas, incumplidas, del Quijote, se enfrenta con gente que está convencida de la utilidad de lo que hace, de que está haciendo lo correcto, de que admira lo que debe admirarse, y cuando se le refuta, cuando el Quijote los reta, cuando afirma que están haciendo algo indebido, se asombran o simplemente se ríen; él mismo se convence de que la mujer a la que admira es la más bella que puede encontrar, y para otros no es más que una mujer vulgar, llena de defectos o de carencias; bendito sea Dios que hay ganchos que en cualquier clavo se atoran, dice un refrán que usaba Salvador Novo con alguna frecuencia; siempre hay un roto para un descocido, dice otro refrán. Pero más allá de frases y refranes, la vida está llena de esas situaciones; no siempre hay igualdad de circunstancias en esos casos, a veces sólo es que alguien quiere aprovecharse y sacar ventaja de los demás sin importar la injusticia, la iniquidad y lo ilegal, pero en otras ocasiones la competencia es pareja, pero no todos tienen la misma oportunidad de conseguir lo que desean.
Francisco Gabilondo Soler escribió una canción magistral (entre muchas), “El jicote aguamielero”, en la que el personaje se enamora de la reina de las abejas, y con toda su pasión se presenta al panal a declararle su amor; ella, quien ni siquiera lo recibe, reacciona con arrogancia; cómo se atreve ese plebe a pretenderla, es la reina por bonita y un jicote aguamielero no cuadra con su amor; aunque él se retuerce de dolor se indigna, pues según las leyes del país, aquí todos son iguales.
A menos que uno sea amigo de la reina de las abejas, o del jicote aguamielero, no tiene a quien darle la razón; ella la tiene: si es bella, si todos la consienten y la apapachan, se siente con derecho a que su pretendejo sea igual de bello, con su mismo estrato socioeconómico, con su mismo comportamiento soberbio; pero él también la tiene: si ha oído que ante Dios y ante los hombres (más aún, ante el Diablo) todos somos iguales, ¿por qué no aspirar a tener el amor de la mujer que uno cree que es la más bella, aunque las diferencias económicas sean significativas, porque la sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo? Si uno es amigo de la reina de las abejas le dará la razón: quién se cree ése; si uno es amigo del jicote aguamielero pensará que ella quién se cree, y hasta nos tomaremos unas copas con él para hablar mal de ella, y de todas las abejas, de paso.
Esa situación se describe con maestría en los capítulos XII y XIII del Quijote, en que Grisóstomo, en vez de ir a beber con su amigo Ambrosio a causa de que la pastora Marcela no le correspondía, decide darse muerte por propia voluntad, y todos los pastores y demás culpan a Marcela por ingrata, la hacen responsable de la determinación del joven que accedió a descender de su nivel socioeconómico nomás por estar al parejo de ella, y ni aun así porque, dice ella, quién le ordena amar a quien le ama, qué culpa tiene ella; Don Quijote tiene que darle la razón, así como antes se la había dado a él.

Shakespeare y Cervantes no sólo escribieron con maestría, también con audacia; ambos hicieron el mismo experimento, no superado siquiera cuando entre los años cincuenta a ochenta del siglo XX muchos escritores se empeñaron, con resultados extraordinarios, a romper estructuras, modificar el lenguaje, quebrantar la cronología y la sintaxis, a hacer largas novelas que relatan apenas unos instantes o al revés; a intercambiar puntos de vista, a dar pluralidad a las voces, hacer novelas corales o poemas inusitados; Don Quijote de la Mancha, se ha dicho bastantes veces, es la novela dentro de la novela, con distintos narradores aunque parezca uno, y con muchas variantes en cuanto a los puntos de vista, las opiniones, las múltiples posibilidades de cada situación; Hamlet, el teatro dentro del teatro, ofrece, dentro de la pluralidad de voces y de personajes, un solo punto de vista, pero que resume todas las posibles variantes. La única diferencia entre ambos escritores es su visión de la tragedia. Pero los dos tienen razón. (Y en las obras de ambos hay muchísimas citas de escritores de la Antigüedad y de muchos contemporáneos.)

Jorge Ibargüengoitia es hijo de la literatura inglesa, y la adoptó, como hizo casi toda su generación. Y cuando un efecto le gustaba, lo usó varias veces; en “Falta de espíritu scout”, de La ley de Herodes, un grupo de boys scout presentan un baile que ensayan muchas veces, pero con música y en una tarima; al momento de la presentación no tienen música lo que provoca una desincronización espantosa; lo único bueno es que tampoco tienen tarima, y levantan tal polvareda que nadie se da cuenta del desastre; una situación parecida tiene lugar en Los relámpagos de agosto (esto está resaltado en Los relámpagos de agosto y El atentado, edición crítica de Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega); pero hay otra coincidencia entre su libro para niños El niño Triclinio y la bella Dorotea y un par de escenas de Estas ruinas que ves: en ambos, el personaje espía por la ventana a una mujer bella cuando se desnuda.

Víctor Díaz Arciniega me regaló esta anécdota sobre influencias y plagios: caminaba Manuel M. Ponce por las calles de Veracruz cuando escuchó que un cilindrero tocaba, desafinado, “Estrellita”; no resistió la tentación y fue a reclamarle; ante las protestas del cilindrero se presentó como el autor de la canción, y procedieron a afinar el instrumento para que se escuchara como era debido; pocos meses después regresó a Veracruz y pasó por donde estaba el cilindrero, que tocaba la pieza de manera correcta, pero tenía un letrero al lado: “Discípulo de Manuel M. Ponce”.
Una pianista, de la que no puedo decir su nombre, contó en una comida a la que asistí, y a su misma mesa, que fue a dar un concierto a provincia; al mandar su currículum, resaltó que era discípula de la excelente Angélica Morales; cuando llegó se enteró de que se habían agotado los boletos, y que había gran expectación por verla; como no suele haber mucho público interesado en la música de concierto, se sintió halagada, pero también extrañada; le dio más risa que decepción cuando vio que el cartel la presentaba como discípula de Angélica María.

Ya viene el beisbol. Hay expectación por el cubano Céspedes; no sé por qué uno se acuerda del caso del Jungla Salinas (cátcher de los Tigres de México en los años cincuenta).

¿Nos puede dar su secreto? Epistolario Reyes-Paz

$
0
0
¿Puede haber competencia en poesía? Si fuera así, ¿cuáles serían los lineamientos, las coordenadas, los criterios que debían tomarse en cuenta? Si Jaime Sabines es, en apariencia, lo opuesto a Octavio Paz, ¿significa que uno es bueno y el otro malo? Es claro que para los fanáticos de uno, el otro es un poeta menor, o sobrevalorado. ¿Eso significaría que los seguidores o discípulos de uno u otro son menos bueno que su modelo? Me parece que el opuesto a Paz es Rubén Bonifaz Nuño: sus temas, sus fuentes, su cercanía al lenguaje popular o, mejor, cotidiano; su desparpajo, la manera en que los personajes de sus poemas se enamoran con tanta intensidad, y rompen con tanto odio para reconciliarse más enamorados aún, es completamente distinta de cómo viven los personajes de Paz el amor (los ve cuando ya están enamorados, un instante que dura toda una eternidad y que cambia el mundo, aunque el lector sólo viva ese instante único e irrepetible); las citas de Paz provienen de la Edad de Oro, y lo acercan a ella; las citas de Bonifaz Nuño vienen de Catulo en su fase más resentida, o de José Alfredo Jiménez (Albur de amor y Una pulsera para Lucía Méndez no desmienten la cercanía de José Alfredo, ni en su vertiente de amor feliz o de amor desdichado; El manto y la corona enuncia versos felices de boleros, de chachachás, y hace mención de las canciones de amor de un cancionero que se sube a un camión a prolongar el amor del protagonista de ese poema): ¿cómo preferir a uno sobre otro? Alfonso Reyes es un caso incómodo en nuestra literatura: tiene hallazgos formales que no pueden ignorarse; el lenguaje es tan flexible cuando cita a los clásicos que cuando se acerca al habla cotidiana; trata los temas más difíciles con una sencillez inteligente, y los hace comprensibles (como cuando explica la teoría de la relatividad, que no entiende pero hace que el lector la entienda); es tan claro que parece simple, y se le perdona esa sencillez por el simple hecho de que sus ensayos, artículos, resúmenes, críticas, reseñas, están escritos en la mejor prosa en nuestro idioma, Borges incluido (y reconocido por él). Por ello, no insistimos en su profundidad, en su gracia, en que la belleza de su prosa es natural, pero trabajada, pulida, pensada, labrada (su generación es privilegiada: él, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, por no hablar de los proscritos, escribían como se les pegaba la gana; Vasconcelos también, pero da la impresión de que no quiere ser exquisito, antes al contrario, quiere imponer la fuerza de su lenguaje, y sus fallas, sus “descuidos”, parecen premeditados). Como poeta no recibe el reconocimiento que merece; escrita su poesía con tanta pulcritud como la que emplea en su prosa, es un aventurado que explora caminos poco conocidos, pero no le damos el título de experimentador, ni en lo formal ni en lo sensorial; sin embargo, su poesía erótica es tan erótica como la de Efrén Rebolledo o la de Renato Leduc; más atrevida que la de poetas actuales que hacen del acto sexual su único tema, pero no recurre a elementos gráficos que no estimulan, más bien empobrecen; describe con tanta elegancia los actos más perversos que los hace refinados, representativos del amor y no del instinto, sin dejar de lado el placer. Lo dije en otro lado (y se me cita sin citarme), tiene tanta habilidad que sus poemas parecen ejercicios, juegos literarios, no poesía (en México la poesía inteligente es relegada; incluso muchos poetas prefieren la poesía intensa que la inteligente, y en efecto, mucha de nuestra buena poesía prefiere ser sincera que inteligente); tiene más lectores de su prosa que de su poesía. Octavio Paz como lector no tiene fronteras, sabe leer de todo, incluido lo opuesto a él; sin embargo, al describir la poesía de Alfonso Reyes llega a decir que una muestra de que es poeta, por la cantidad de poemas que escribió. Y cuando busca su reflejo, su opuesto, su antónimo, menciona a Luis G. Urbina, no a Ramón López Velarde, su verdadero antípoda, como han demostrado José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid. Fuimos otra vez a la llamada feria del libro del Auditorio Nacional; aunque no todas las editoriales cumplen con el límite más alto anunciado, es una oportunidad para encontrar títulos que no llegaron a las librerías, o que se ha quedado embodegados por diversas razones; no podemos dejar de comprar en Anagrama, aunque la mayoría de los ejemplares está sucio o maltratado, o en Tusquets, aunque todos los ejemplares estén nuevecitos, como si nunca los hubieran mandado a librerías. En el stand del Fondo de Cultura Económica compré cinco títulos de Pellicer, en una colección muy bella, pequeños, elegantes, muy bien editados; desde luego, los tenía en las ediciones de Letras Mexicanas, y en la Poesía completa (que no es completa) y muchos en Material poético (busqué el libro que leyó López Obrador, Poemas, pero no existe); incluso, de algunos de ellos tengo esas rarísimas primeras ediciones, no muy bellas, nada elegantes, pero sí raras. Y compré dos epistolarios de Alfonso Reyes, quien cuando no creaba, de cualquier manera escribía su diario ejemplar, y cartas generosas y bellas. Uno de esos epistolarios es con Octavio Paz; si me gustaran las etiquetas tendría que decir que es el encuentro de los dos máximos escritores mexicanos, uno en la poesía, otro en la prosa; uno, recipiendario del premio Nobel de Literatura; el otro no lo recibió, aunque lo merecía; el epistolario dista mucho de ser lo que uno espera; es revelador, eso sí. En él encontramos a un Octavio Paz consciente de que tiene un interlocutor de prestigio internacional, con influencias decisivas, y una generosidad, valga la repetición, decisiva para muchos escritores mexicanos que se vieron beneficiados por ella. Paz había publicado algunos libros de poemas, elogiados por lectores tan importantes como Jorge Cuesta, y ya había llamado la atención internacional con más de un poema, cuando comenzó a intercambiar cartas con Alfonso Reyes; el apoyo que le da éste es muy importante, tanto en la vida cotidiana como en su labor literaria. En la primera lo aconseja, lo ayuda a subsistir en la burocracia diplomática, habla por él para que le aumenten de categoría, lo recomienda para que lo trasladen a ciudades menos hostiles, y cuando ya está en México y no acabala con su sueldo, le consigue una beca en El Colegio de México para que termine de escribir uno de sus libros más importantes, El arco y la lira; la beca, de 600 pesos mensuales, originalmente por un año, se prolonga casi seis años, cuando Daniel Cosío Villegas la suspende, así como muchas otras que recibían varios escritores, todos ellos de renombre actual. Los 7,200 pesos que Paz recibía anualmente significarían aproximadamente 21,500 pesos actuales, sin tomar en cuenta los tres ceros que suprimieron los gobernantes en los años noventa; ciertamente se podía comprar mucho más con siete mil pesos de entonces que con 21,500 de ahora; un departamento en Polanco se rentaba en poco más de 500 pesos mensuales, y en las colonias Estrella o Industrial no pasaban de 300; el boleto del cine Roble, recién inaugurado, costaba cinco pesos, más uno de las palomitas; ahora cuesta 50 pesos, y 15 de las palomitas (además de los tres ceros); hay que añadir que el dólar valía 8.50 y fue hasta 1954 en que pasó a valer 12.50 y ahora está en 13.00 (más los tres ceros, o sea 13,000 pesos de 1951). Reyes lo recomienda, pide que no lo abandonen cuando Elena Garro sufre una enfermedad dolorosa, y viven en un cuarto de hotel en un Tokio que no le agrada a Paz, aunque sí los campos japoneses. La otra ayuda es mayor: Paz le envía a Reyes sus poemas y le cuenta que el libro, breve pero estupendo, estuvo un año en manos de José Bianco para su posible publicación en Sur (donde Villaurrutia había publicado Nostalgia de la muerte); desilusionado, le pide consejo a Reyes, quien luego de algunas indecisiones sobre la editorial más adecuada, da instrucciones para que lo incluyan en Tezontle; Paz sabe que esa pequeña editorial que lo mismo pertenece al Fondo de Cultura Económica que al Colegio de México, necesita de la contribución de los autores; Reyes lo confirma pero lo tranquiliza: no es necesario que desembolse los 1,750 pesos que le corresponderían sino hasta que esté editado el volumen: lo encarga a los expertos Joaquín Díez-Canedo y Francisco Giner de los Ríos, y los apremia; aparece menos de un año después (un año era lo que tardaban los libros en nacer: había que marcarlo, mandarlo al linotipo, corregir galeras, formarlo, corregir páginas, volver a leerlo, y mandarlo a la imprenta, a las rotativas, donde se imprimía pliego por pliego; una etapa mucho antes de los libros por computadora que se tardan apenas unos meses, y que no igualan la belleza –más que en ciertos casos, y con mucha lentitud— de los libros antiguos), y le da la noticia que más tranquilidad le proporciona: no tiene que pagar nada, El Colegio asume todos los gastos. Con la vanidad del editor, Reyes se queda con el primer ejemplar, lo disfruta, le encuentra todas las virtudes de ese libro que Paz considera es su primera obra verdadera, no tanteos, como cree que son Raíz del hombre, Luna silvestre, Bajo tu clara sobra, Entre la piedra y la flor (que Reyes le chulea mucho, y que Paz vuelve a intentarlo muchos años después) y sobre todo A la orilla del mundo, un compendio de lo que Paz considera lo mejor que ha hecho. Esa primera edición de Libertad bajo palabra lo hace sentir orgulloso de su obra, y el verdadero arranque de su trayectoria poética. Reyes le envía ese ejemplar, y a vuelta de correo los doce que le corresponden; Paz ya es conocido en París, tiene amistades que le piden ejemplares, y solicita a Reyes le envíen otros 20, a cargo de posibles regalías. Reyes no sólo es decisivo para la publicación de Libertad bajo palabra; a lo largo de varios meses le envía ensayos sobre poesía; desde el principio, ambos saben que formarán un libro; Paz calcula que tendrá unas 150 páginas; después ya anda arriba de las 300; Reyes, con paciencia, espera a que lo dé por concluido, y sin muchas negociaciones, y con la petición expresa de Paz, lo incluye en el catálogo del Fondo de Cultura Económica; se trata de El arco y la lira, uno de los libros fundamentales de Paz, y de la literatura mexicana; el libro corregido por Jorge Hernández Campos, agradece a Reyes el estímulo doble: los libros del propio Reyes sobre el tema (literatura, poética) más la generosidad de la lectura; también, al Colegio de México el apoyo que le dio mientras lo preparaba (la becada mencionada). Termina con estas palabras: “La ayuda del Colegio de México, finalmente, dio libertad a mis ocios y a mi posibilidad de ocuparlos en redactar estas páginas. Gracias, pues, a don Alfonso y al Colegio”. El libro, de 1956, tardó un poco menos de diez años en agotar sus tres mil ejemplares; la segunda edición elimina ese agradecimiento, no así el reconocimiento al estímulo de Reyes. Tres libros más de poesía de Paz aparecen en esa etapa: ¿Águila o sol? (que comenta mucho, pero sin hablar de gestiones), Semillas para un himno (al que catalogan como “folleto”) y Piedra de sol, poema cumbre no sólo de Paz, sino de toda la poesía en español. Esta última, apenas referida en una invitación a la presentación del libro. Hay, sin embargo, otra gestión de Reyes fundamental: algunos artículos de Paz aparecidos en el periódico Novedades, que van dando forma a un libro totalmente distinto, pero que es tal vez su obra más conocida: El laberinto de la soledad (en las cartas, ambos ponen todas las iniciales en mayúsculas); Reyes lo comenta con entusiasmo, pero apenas participa, como sí lo hace con los otros dos; pero Paz le pide que interceda por él con Jesús Silva Herzog, director de Cuadernos Americanos, del que Reyes forma parte de su consejo; Reyes no titubea, y no tarda mucho en convencer a Silva Herzog, pese a los problemas económicos de la publicación (problemas de los que no está exento Tezontle), más otros de salud. Sin embargo, aparece con puntualidad. Y lo envía a Cuadernos Americanos a petición expresa de Reyes, quien lo recomienda en una sesión de la junta directiva. En él, Paz no agradece la ayuda de Reyes, pero le dedica varias páginas. Paz menciona muchas veces a don Alfonso Reyes a lo largo de toda su obra; la mayoría, de refilón, como referencia; cuando habla directamente de él lo hace con justicia, pero sin pasión; dice que es frío, que no tiene pasión, que a ratos es preferible la prosa atropellada de Vasconcelos, apasionada, a la equilibrada de Reyes; lo acusa de carecer de autocrítica, y de cierto distanciamiento del país, aunque lo defiende cuando los demás lo atacan por acercarse a temas griegos, y celebra su traducción de la Ilíada, aunque lo hace con más entusiasmo en sus cartas. Reyes declaró alguna vez que después del 9 de febrero de 1913 nunca volvió a ser feliz; sus libros son felices, gratos, amables, risueños, y dejan siempre una sonrisa en el lector; Paz, aunque reconoce el humor, prefiere dos poemas en que apenas se ve esa sonrisa: “Yerbas del tarahumara” e Ifigenia cruel; son poemas que menciona con frecuencia, y ni una sola vez “Salambona”, que desmiente cualquier calificativo de frialdad y de poca pasión. Sólo menciona de paso el 9 de febrero. Hay sin embargo dos asuntos incómodos: al hablar de la poesía de Reyes en una antología preparada a disgusto por Paz, a petición de Jaime Torres Bodet, para la UNESCO, Paz dice que “Reyes no rompe con el modernismo; simplemente se aparta y tras una pausa… le da la espalda para siempre”. Con la gentileza que lo caracteriza, Reyes le pregunta: “Pero, ¿fui yo alguna vez ‘modernista’ autentico?”. Paz se turba y se disculpa: dice que se trata un párrafo mal redactado, pero aparece así también en Las peras del olmo, al que trata mal: libro mal cortado, mal pegado, mal corregido. Y vuelve a disculparse: dice que “el primer libro de poemas que publica Alfonso Reyes se llama Pausa”. “Ninguna –errata— me duele más que la que me hace decir que su primer libro es Pausa […] (A favor de la Imprenta Universitaria –una de cal, por las que van de arena— debo decir que acaso se trate de un error mecanográfico)”. Sin embargo, la errata (o error) aparece también en la segunda edición de Las peras del olmo, publicada por Seix-Barral, en 1971, y en el volumen IV de sus Obras Completas, por el Fondo de Cultura Económica (Edición de Autor –sic). La carta en la que se disculpa, agrega un párrafo incómodo para el admirador de Paz: “También debo pedirle perdón, a usted que es nuestro maestro, por varios pecados contra la pureza del lenguaje. Al releer este libraco he advertido con horror más de tres galicismos, anglicismos y otros disparates. Díganos cuál es su secreto para escribir bien.” La edición, preparada por el especialista Anthony Stanton, tiene varios errores: el mayor, decir que Manuel Tello era titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores cuando era subsecretario encargado del despacho. Empezó la temporada de beisbol, de una manera desordenada; en la primera jornada formal hubo tres blanqueadas (dos de ellas por 1-0); al día siguiente, en otra, que iba empatada hasta la octava entrada, cayó la primera carrera por un error del short stop que tenía todo para hacer un doble play; otros juegos, la mayoría, terminaron por diferencia de una carrera. ¿Seguirá reinando el pitcheo? En Internet pusieron un día varios videos en que un equipo, al verse beneficiado por errores arbitrales, tiran mal a propósito un penalty, o dejan que el contrario anote un gol para emparejar el marcador, o anotan autogoles para empatar el juego, sin que ningún jugador proteste. Y uno que siempre ha hablado mal del futbol porque los jugadores son tramposos, fingen que los lesionan, levantan las manitas como diciendo “yo no fui”; un ejemplo valioso ahora que en el futbol americano se valen de golpes ilícitos y mal intencionados, o que los beisbolistas toman “asteroides” (Niurka dixit) para sacar beneficios inicuos.

Desnudos en la lucha libre

$
0
0
En su libro sobre la lucha libre en el cine mexicano, Pepe Navar y cómplices ponen especial atención en una cinta que Emilio García Riera, en su Historia documental del cine mexicano (segunda edición, la de la Universidad de Guadalajara), califica de mala pero divertida: Santo en el tesoro de Drácula. No es que sea especialmente mala; excepto unas muy poquitas, las películas de luchadores son malas, y especialmente las del Santo: mal filmadas, mal actuadas, mal fotografiadas, mal dirigidas; aunque las escenas dentro del ring son monótonas pero lo más atractivo para el público, las rodean de una trama policial, de un drama familiar o, ya en los años sesenta y setenta, con algo de ciencia ficción bastante desproporcionada, pero los productores apelaban a la credibilidad del público. Santo en el tesoro de Drácula, que además de ponerle una voz nada común a Santo (anodina, poco sonora, muy diferente de la de Víctor Alcocer), lo presenta como un científico capaz de hacer que alguien viaje al pasado; García Riera ve un parecido, o una calca, de un programa de televisión popular por las fechas en que se filmó la cinta, El túnel del tiempo, en donde James Darren y Robert Colbert en cada episodio iban a un sitio y una fecha decisivas en la historia de la humanidad (eran dos científicos pero con buena suerte para las aventuras y para las mujeres, aunque no pudieron ligarse, hasta donde recuerdo, a otra científica, interpretada por Lee Meriwether, infaltable por cierto en otras muchas series televisivas, como Mis adorables sobrinos, Barnaby Jones y como Lily Munster, pero en The Munster today, no la famosa The Family Munster); incluso, con la misma rueda que al girar produce efectos psicodélicos que se veía cuando los gringos iban a una época indefinida. Santo es tan hombre de ciencia como ellos, pero más altruista; su máquina del tiempo le sirve no sólo para ir al pasado, sino para apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula para repartirlo entre los pobres del mundo; contrario a los protagonistas de la serie televisiva, viajar al pasado es una tarea femenina porque, afirma Santo, las mujeres resisten cuatro veces más (no dice qué). Lo curioso de todo es la fama del filme: Nelson Carro (El cine de luchadores), Navar y cómplices, y García Riera, afirman que las fotografías que muestran a varias mujeres desnudas delante de Aldo Monti, no en su papel de galán televisivo (antes de Mauricio Garcés como fotógrafo de Estudio Ponds, cuando puso de moda su “arrooozz”) sino de vampiro muy maquillado (para verse pálido, pero también con rímel); se dijo siempre que eran escenas filmadas fuera de México o cuando menos para su exhibición fuera de México. El domingo 15 se exhibieron dos cintas de luchadores, con desnudos, o casi, femeninos; antes de las 22 horas, La horripilante bestia humana, en la que José Elías Moreno es un científico que reta las leyes universales al intentar volver a la vida a su hijo fallecido; eso es pretexto para que Gina Moret y alguna otra muestren los pechos desnudos; la copia exhibida omite esas escenas, pero a cambio es generosa mostrando las pantaletas (“grannies”, les dicen ahora, comparadas con las tangas actuales) de una extra a la que la bestia horripilante le sube el vestido en dos ocasiones mientras forcejea con ella, y de Norma Lazareno, quien en vez de huir del monstruo a bordo de su auto, se pone a correr, con chicos taconzotes, en un parque lleno de desniveles, se tropieza de manera no muy elegante pero tampoco convincente, rueda y el vestido se le sube hasta la cintura, dejando ver unas pantaletas negras más cercanas al bikini que no se acababa de poner de moda en ese 1968 de muchas minifaldas pero ropa interior no enorme, pedro no el chikini que puso de moda Borola Tacuche de Burrón. Lazareno, al contrario de la extra, no ve demasiado ultrajado su pudor, porque quien la encuentra es Armando Silvestre, quien de cualquier manera iba a casarse con ella. Más injustificados son los desnudos en Santo en el tesoro de Drácula; ocho jóvenes medio tapadas con batas semiabiertas presentan a dos nuevas discípulas, acostadas boca arriba, tapadas de la cintura para abajo; exuberantes, se dejan manosear los pechos por el poco hábil Monti, quien sólo las soba y apachurra en vez de acariciarlas; ellas, sin excitarse, se ponen de pie y se unen a las otras, quienes se quitan las batas y quedan desnudas; pese a que están de frente no se les nota el vello púbico, por la lejanía de la cámara o porque están depiladas; se ponen de espaldas; no se divulgan los nombres de las vampiras (que no vampiresas) excepto de dos: Sonia Aguilar y Paulette; una de las diez tiene pechos bellos y glúteos armoniosos; las demás están pasadas de peso, las nalgas caídas o muy redondas o muy planas; es tan injustificada la escena como la pocos años después filmada en Bellas de noche, en la que Rafael Inclán paga sus emolumentos a varias ficheras totalmente desnudas, pero poco bellas. Monti manosea, apachurra y succiona los pechos de dos estrellas, Gina Moret y Noelia Noel durante más de cinco minutos; no hay muchas posibilidades de que sean dobles, porque se ven al mismo tiempo rostro y pechos, más bellos que los de las extras, y en dos ocasiones; Monti no necesita hipnotizarlas, están dispuestas a ser fajadas por él antes incluso que le muerda el cuello. (En las cintas clásicas de vampiros, Nosferatu, Drácula y otras, se insiste en el erotismo del personaje, de la seducción y la metáfora de la mordida como sustitución del coito; se pone especial énfasis en la versión en español de Drácula, por la belleza de las actrices, más eróticas que las actrices gringas, como acota Leonard Maltin.) Aparte de lo absurdo de la trama, hay un error grave: en una escena del pasado, a principios del siglo XIX, se ve a Noel en una cama, con negligé transparente, y brasier y pantaletas blancas, prendas que en esa época no existían (como se sabe, sólo a finales de ese siglo comenzaron a usarse esas prendas). Lo curioso es que, cuestionados sobre esos desnudos, Alberto Rojas (debutante en esa cinta, bastante menos gracioso que en otras cintas de otro género) negó que se hubieran filmado, y Aldo Monti, dijo que se le había olvidado si había habido desnudos, unos desnudos que difícilmente podría olvidar, puesto que participó en ellos con mucho vigor y dedicación. Otro dato curioso es que el padre de Noelia Noel en la cinta, Carlos Agosti, se llama César Sepúlveda, nombre de quien poco antes había dejado de ser director de la Facultad de Derecho de la UNAM, y que mientras lo era, estalló el conflicto que obligó al doctor Ignacio Chávez, rector de la UNAM, a presentar su renuncia. No escaseaban los desnudos en el cine mexicano, ni menos en el estadounidense, e incluso en el inglés. Más hermoso que excitante fue el desnudo de Heidy Lamarr en Éxtasis, en unos cuantos segundos, y se vislumbra el vello púbico; más visible fue el vello púbico de Jane Birkin en Blow-Up; Lamarr, conocida como “La Mujer más Bella del Cine”, fue choteada por Groucho Marx cuando dijo que, de Dalila, tenía menos pechos que Sansón, Victor Mature. Eran más frecuentes las escenas donde las actrices mostraban los pechos, las piernas o los glúteos; ya se habían admirado los desnudos de Brigitte Bardot, de Gina Lollobrigida (fugaz, pero pleno), Sophia Loren mucho antes de que llegara la fiebre de desnudos a México, luego de la primera etapa de los desnudos inmóviles de Amanda del Llano, Ana Luisa Peluffo, Aída Araceli, Columba Domínguez, Kitty de Hoyos, Rosario Durcal, o los no tan famosos pero lucidores de unas anónimas en Rosalba y los Llaveros, o de Ánimas Trujano; ya en las películas del Concurso Cinematográfico hay discretos desnudos de Gloria Leticia Ortiz, Julissa, Pilar Pellicer, y comenzaba a lucirse Isela Vega. Para la época de las dos cintas que vi este domingo hay desnudos de Libertad Leblanc, Norma Lazareno, Ofelia Medina (uno muy bello en Paraíso, de espaldas), Ana Martin (de espaldas, en Trío, Cuarteto, y años después uno frontal, nada impúdico, muy verosímil, en Cadena perpetua), y hasta uno discreto pero innegable de Angélica María en El cuerpazo del delito; y sin pretextos artísticos, de muchas más, sin contar los casi desnudos de Elsa Aguirre, Silvia Pinal, Elsa Cárdenas, Zulma Fayad, Maura Monti, Bárbara Ángeli, Fanny Cano y muchas otras, hasta llegar a los años setenta, en que el cine de ficheras prodigó desnudos sin pretextos pero sin belleza, más que algunas cuantas, y culminar con los desnudos elegantes y excitantes de Blanca Guerra en Estas ruinas que ves (pero también los muy procaces de Burdel y de Chile picante). No era raro ver desnudos, aunque sí en el cine de luchadores; ¿sería por el público que asistía a ver esas cintas? Santo en el tesoro de Drácula se estrenó con autorización A, es decir, para niños, adolescentes y adultos, lo que vemos ahora como muy atrevido, porque aunque pasó sin desnudos, de cualquier manera Aldo Monti se faja sabroso a las vampiras y a las aspirantes a serlo, aun con los pechos cubiertos. ¿Habrán hecho las escenas para exportación y las púdicas para las salas mexicanas? Si fue así, de cualquier manera eran escenas atrevidas, además de suponer al público mexicano con menos criterio que el de países supuestamente menos adelantados, o más dependientes. Las escenas más atrevidas de La horripilante bestia humana no fueron exhibidas, y se ven en algunos stills reproducidos en el libro de García Riera; fueron, además, ridículas las escenas con que las sustituyeron, porque Gina Moret, supuestamente inconsciente, se tapa los pechos desnudos para que no los contemplemos. Y en Santo en el tesoro de Drácula, las escenas con las vampiras mostrando nalgas y pechos salen sobrando; en cambio, cuando se faja a Moret y a Noel, son imprescindibles, y ridículas si las actrices no están desnudas. Al revisar los escritos de la crítica, no sólo sobre estas escenas sino en general sobre los desnudos en el cine, llego a la conclusión de que los críticos o los comentaristas, más que gusto por el cine, tienen gusto por la belleza femenina. En la segunda edición de su Historia documental del cine mexicano hay menos crítica, hay más entusiasmo, y unan insistencia en muchas actrices bellas, además de más humor; en su De la pantalla a la TV García Riera acota cuanta actriz aparece encuerada en una cinta, por insignificante que sea la cinta o el desnudo; José de la Colina, por poner sólo un ejemplo (de muchos que abundan en su blog), al hablar de Cantando en la lluvia llama más la atención del color de las tarzaneras de Debbie Reynolds al terminar “Good Morning” (que nunca he podido atisbar, aunque reproduzca la escena cuadro por cuadro) y las piernas de Cyd Charise, que en otros aspectos de la cinta; Jorge Ayala Blanco, en su más reciente libro sobre el cine mexicano es menos rudo si la película criticada está beneficiada por la presencia de una actriz bella. ¿Es necesario recalcar que G. Caín se fijaba en la presencia masculina y le daba mucha importancia, que se desvanecía ante la aparición de cualquier actriz, por poco competente que fuera? ¿Y es necesario recordar que Manuel Michel y Juan Manuel Torres escribieron libros memorables sobre actrices, y que intentaron rendirle homenajes en sus cintas? No sé nada de cine, pero sí de la belleza femenina. *Mis amigos literatos no me reprochan que añada comentarios oportunos de beisbol o de otro deporte, sólo piden que los identifique de alguna manera, para no crearles visiones extrañas, como la de Octavio Paz y Alfonso Reyes en el círculo de espera (desde luego, en la misma novena). *Casi todos los días de la incipiente temporada, excepto la del domingo, ha habido blanqueadas; ya el lunes 16 hubo un 1-0 contra los supuestamente poderosos Medias Rojas, ya abstemios. *¿Y qué tal si hubiera aceptado la oferta generosa para participar en una empresa editorial boyante, ahora que está implicada en uno de lo peores casos de corrupción de la cultura en México? Y eso que sólo han investigado una parte, no toda la historia.

Erotismo en el cine mexicano

$
0
0
A propósito de las encueradas en dos cintas con un mínimo argumento sobre lucha libre (en Santo en el tesoro de Drácula, para dirimir un conflicto de intereses al apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula –Santo, para beneficiar a los pobres del mundo; los villanos, para beneficiarse ellos, que le proponen a Santo se vayan mita y mita—, establecen que lo resolverán en un ring; ésa es la única lucha en la cinta (Santo derrota a su adversario); en La horripilante bestia humana, Norma Lazareno, Gina Moret y algunas extras enseñan más fuera del ring, donde pelean vestidas con unos trajes incomodísimos), pregunta Francisco Elorriaga cuál sería la película más sexy-erótica del cine mexicano; además de que sólo soy un aficionado pero no experto en nuestro cine, y que no he visto todas las que se han filmado, creo que hay más bien escenas que cintas eróticas; en algunas, ni siquiera ha habido desnudos, y en otras, apenas se han insinuado. Por ejemplo, en El niño y el muro, sin que muestre nada de su muy sensual cuerpo, Yolanda Varela con puros gestos insinúa un orgasmo que escandalizó a la gente en los años sesenta; la corretiza que le pone Jorge Negrete a Raquel Rojas en Cuando viajan las estrellas es bastante excitante, aunque sólo se vean parte de los muslos (eso sí, de bailarina de flamenco) de la estrella, y las piernas tambaleantes de Negrete, vestido, que cuando la alcanza decide mejor ser caballeroso (¿o estaba muy cansado?). En casi todas sus cintas de los años cincuenta y sesenta Silvia Pinal francamente provocó estremecimientos masculinos, sin que haya necesitado de ningún desnudo (los que hizo no fueron ni sensuales ni eróticos); con Pedro Infante, cantando unas rondas infantiles, estremece al auditorio, y más cuando se levanta la falda y se la pone como mantón en la cabeza, sin que se dé la vuelta en beneficio del espectador; en todas sus comedias de los años sesenta está a punto de mostrar las tarzaneras, pero se queda a unos milímetros; en ¡Viva el amor! baila un cancán inolvidable, aunque no conmueva mucho al ya acabadón Emilio Tuero. El faje que le ponen Fernando Soler y Manuel Medel, simulando ser médicos, a la sirvienta de la casa de Blanca de Castejón en ¡Qué hombre tan simpático!, sin que le toquen ninguna parte pudenda ni le quiten el vestido (tal vez porque los interrumpe Rafael Banquells) es bastante atrevido, sobre todo para 1943. Elsa Aguirre fue pródiga mostrando las piernas, y de pronto algún escote y siempre fue cuando menos provocativa; no lo fue, en cambio, cuando mostró las pantarraf (De noche vienes, El cuerpazo del delito); Infante la interrumpe en uno de los más nerviosos streap tease del cine mexicano, y sólo se queda en brasier y panties, cuando él la detiene. Excepto las escenas filmadas por Sasha Montenegro e Isela Vega, por lo regular el cine de ficheras mostró mucho pecho, demasiadas nalgas e incluso bastante vello púbico, pero no quiere decir que haya erotismo, sensualidad ni belleza en esos desnudos; aquéllas, más Pilar Pellicer, Alma Delfina y una que otra más, eran más bellas que buenotas, y sacaron provecho de esas características; Pellicer hizo un desnudo fugaz, excitante, en Las visitaciones del diablo, y otro, no por cómico menos atractivo, en Los amantes fríos; pero más que el desnudo, nada despreciable, eran excitantes sus movimientos cuando calentaba el atole para su compadre Toño Zamora (soplando al brasero), mientras dizque velan a Alejandro Suárez (Marco Pulido recuerda una escena más audaz en el teatro, cuando una mujer no hace más que trapear el piso, mientras el público masculino aullaba; en la española Las Leandras una actriz excita al auditorio con un acto más púdico y simple: empuja una carreola). Con pretexto o sin él, Julissa hizo desnudos muy bellos, aunque en alguno lo despojaba del erotismo que debe acompañarlo, al hacer movimientos bruscos y usar un lenguaje desinhibido y desalentador; su compañera en una de esas cintas, Alma Muriel, hizo algunos desnudos memorables por la belleza de su cuerpo, no por el gesto lejano y sufrido. El de Arabella Arbenz en Un alma pura es más frío que bello, y nada excitante. En Trío Cuarteto Ana Martin sale desnuda del lecho que comparte con Pedro Armendáriz, de una manera tan natural y tan fugaz que el espectador apenas tiene tiempo de admirarla, sin sentir ninguna reacción; al final de la cinta, en cambio, Armendáriz decide que, aun contra su voluntad, Martin debe acostarse con varios amigos de él; no se ve lo que le hacen, pero se escuchan sus quejas, sus lamentos y sus gritos hasta que, con el último sucesor, en cambio, gime de placer y se escucha una risa saludable, mientras el rostro de Armendáriz se descompone, y el espectador se queda con las ganas de que se hubieran filmado esas escenas. En cambio su desnudo frontal en Cadena perpetua no hace pensar en el presente sino en el pasado inmediato; en esa cinta Pellicer hace un desnudo bello pero fugaz, y Angélica Chaín, el más natural, erótico y estético de los muchos desnudos que hizo para el cine mexicano. Una de las cintas más eróticas del cine mexicano, El vuelo de la cigüeña, contiene muchos desnudos de Rosalía Valdés y de José Alonso, y varios semidesnudos de Pedro Armendáriz (uno parcial de Lilí Garza) y desaprovechan en cambio a Elizabeth Aguilar, que poco antes (o poco después) posó sin chones (según expresión de Vicente Vila en Siempre!) para Playboy; lo más erótico, en cambio, es la naturalidad de los desnudos de Valdés, quien sin tapujos se quita la ropa, se muestra de frente y de espaldas, faja con Alonso en la cama, en escenarios naturales, y en el Metro, delante de muchos pasajeros que se hacen disimulados; Tere Álvarez protagoniza un desnudo procaz, abierto, en un baile salvaje y violento en Adriana del Río, actriz, de Alberto Bojórquez, pero lo censuraron y quedó sólo la parte vulgar; Tina Romero, quien se desnudó en varias cintas, se ve más excitante cuando muestra las panties en Lo mejor de Teresa, mientras bebe cerveza en casa de una amiga (en la vida real repitieron la escena tantas veces que las actrices sufrieron una alteración embriagadora, pues no bebían sidral, era cerveza); Blanca Baldó y Ana Martin (mucho más la primera) salen muy desnudas en Ángela Morante, ¿crimen o suicidio, pero la cinta es bastante floja y, descontextualizados, los desnudos pierden su fuerza; José Estrada hizo mejores escenas eróticas, sin necesidad de desnudar a las actrices; en Para servir a usted, el espectador se excita tanto como Héctor Suárez ante la desfachatez de Claudia Islas, quien apenas aparece en pantaletas en una escena breve y sorpresiva. Julián Pastor, el responsable de los desnudos en El vuelo de la cigüeña, encueró también a Blanca Guerra y a Grace Renat en Estas ruinas que ves; de los de la primera ya hablé en la anterior, y Renat, que aparece totalmente desnuda en una cama, dispuesta a la entrega, es más atrevida en otra escena en la que, sin calzones, se agacha y muestra los glúteos al espectador y a Rafael Banquells y a Jorge Patiño, quienes le ponen sabor a la escena, mucho más que ella (la completa Guillermo Orea cuando, briago, se queja: “¿por qué no me dijeron que le estaban viendo las nalgas a Sarita?”); esa escena es inútil, en la cinta y en la novela; pero Renat tampoco aparece sensual cuando Orea la manosea al mostrarle una baraja con posiciones sexuales diversas. A principios de los setenta hubo expectación por un desnudo que protagonizaría Rosalba Brambila en El rincón de las vírgenes, cuando sale huyendo sin ropa de la cama de Alfonso Arau, y en efecto, está sin ropa, pero en una toma lejana, y parcial; se ven fugazmente sus pechos y sus piernas, pero nada más, aunque la escena se congela; hay más audacia momentos antes, cuando está en la cama, sin ropa, y se estira, agachada; el público no ve nada, pero no pudieron evitar la mirada concentrada de Arau en el trasero de Brambila (por esa época también apareció en una obra de teatro, donde no se desnudaba, pero mostraba unas pantaletas azules que hacían que el público pidiera un encoré). Meche Carreño hizo muchos desnudos para varias cintas de Juan Manuel Torres, y algunos son muy naturales, pero su desnudo más total lo hizo en La Choca, una de las últimas cintas de Emilio Fernández; al principio aparece surgiendo y sumergiéndose en un río, con tomas muy cercanas en donde se aprecia toda su sensualidad, famosa desde que apareció en monokini en las páginas de Cine Mundial; toda la cinta gira en torno a la violencia y al erotismo. Los desnudos estáticos de mediados de los cincuenta causaron expectación; no han perdido inocencia ni, en su caso, vulgaridad; estaban fuera de lugar, eran innecesarios, y sólo disfrutables por la belleza de las protagonistas; pero Kitty de Hoyos no era bella, sólo exuberante (su rostro parece descompuesto); Amanda del Llano ya no era la belleza deslumbrante de 15 años antes; sólo Columba Domínguez y Ana Luisa Peluffo eran atractivas, pero, inmóviles, no lo eran tanto. Por esas mismas fechas, muchas escenas de Sonia Furió excitaban más al espectador que las de aquéllas. En Dos crímenes, un personaje le dice al protagonista principal: “esa muchacha te anda poniendo las nalgas en las narices”, y el protagonista demuestra una excitación sólo notable por un ligero temblor en las manos. Ésa es la sensación que han dejado alguno de los mejores desnudos y algunas de las escenas eróticas que han abundado en el cine mexicano. Faltan muchas, pero en tal desorden que la memoria se llena de muchas escenas que pugnan por aparecer, pero no todas valen la pena. Hay que mencionar, sin embargo, unas excepciones: en El tercer hombre, cuando muy entrada la película aparece Harry (Orson Welles), tiene lugar una de las escenas más impactantes del cine; algo similar pasa cuando, en La comezón del séptimo año Tommy Ewell abre la puerta a la muy distraída y caótica Marilyn Monroe, quien hace una aparición deslumbrante, por desgracia fugaz y sin la atmósfera adecuada que rodea a la de Welles; pero la escena de las rejillas del Metro, aunque nunca se le ven las pantarraf, es una de las más perdurables del cine, y en la vida real provocó la ira y los celos de Joe DiMaggio, y en poco tiempo el divorcio. Así, una actriz desperdiciada, Maribel Fernández, en varias películas insignificantes, intrascendentes y mal hechas, deja al espectador con ese leve temblor en las manos sin que muestre la ropa íntima más que en una escena nada erótica, sino cómica; pero su desparpajo, su desenvoltura y la manera tan natural de exclamar vulgaridades, obscenidades o incluso de insinuarlas la hacen excitante. Excitante es una escena con dos estrellas has been en los años setenta: un escote de Marga López y una exhibición de piernas de María Elena Marqués (¿o es al revés: las piernas de López y los pechos de Marqués?) en ¿Qué hacemos con papá? agarran descuidado al espectador, pero no provocan reacción en Arturo de Córdova. Y otra excepción: en una cinta regular pero intensa de Luis Alcoriza, Los jóvenes, aunque es mucho más audaz y sensual Tere Velásquez, una muy guapa Adriana Roel aparece, con inocencia no exenta de sensualidad, en ropa interior; y en esa misma cinta, una de las más guapas y más desperdiciadas actrices, Dacia González, protagoniza una escena inquietante, cuando le bajan el cierre al vestido y muestra parte de la ropa íntima; aunque todos se ríen, estoy seguro que muchos de los actores que estaban allí quedaron excitados, como lo están quienes ven a González en Tiburoneros interpretando a una joven salvaje e incivilizada pero muy sensual (con pantaletas negras, por entonces, el colmo de la provocación). Y es recomendable ver la escena del faje en la Alameda entre Angélica María (mostrando chones) y Fernando Luján cuando ruedan en la hierba en Cinco de chocolate y uno de fresa. Y hablando de reacciones, son preferibles las de Joaquín Pardavé o de Carlos Riquelme a las de Andrés García, Jorge Rivero, Eduardo Lizalde o Jorge Negrete. Mis padrinos Marco Antonio Pulido y Marco Antonio Campos, de raigambre voyerista como todo cinéfilo que se respete, reclaman que no haya acompañado las reflexiones sobre las encueradas y los luchadores, con algunas fotografías; las que hay son malas y, supongo, tienen créditos y derechos reservados; pero les presumo que tengo una de Maribel Fernández pero no es publicable, no por pornográfica, sino por cuestión de derechos. En Midnight in Paris, el protagonista conoce al joven Luis Buñuel y le sugiere el guión de El ángel exterminador; Buñuel pregunta repetidamente “¿pero por qué no pueden salir?”; tarda más de 30 años en filmar la cinta, pero no la resuelve del todo; para poder abandonar la sala de la mansión en la que están encerrados, los personajes deben estar en la misma posición que al principio, y así se rompe el encanto o maleficio; pero la solución es falsa, porque para entonces ya han muerto dos de los invitados, por lo que es imposible que estén igual que al principio. *Ya hubo un juego perfecto en las Mayores, con la pequeña ayuda del ampáyer que cantó strike cuando era un wild pitch, y del bateador, que no corrió a la primera aunque era base por bolas y el lanzamiento se le pasó al receptor; pero no ha habido día en que haya cuando menos una blanqueada; y aunque es mucho adivinar, qué horrible deben estarlo pasando los fanáticos de Alberto Pujols, con 19 juegos sin cuadrangular, con 11 ponches y sólo 16 hits en 75 turnos; ¿es sólo un slump (el más largo de su carrera) o los Cardenales tenían razón en no ofrecerle las millonadas que pedía? Ya está en la edad en que comienzan a endurecerse los huesos y en tardarse un segundo más en sacar el bat, y tres segundos más en correr de home a primera.

Detectives, tenistas, violinistas

$
0
0
A principios de los años noventa dos mujeres se dieron un beso en la boca en un programa de la televisión estadounidense (una de ellas, Mariel Hemingway; lo vimos por Cablevisión); era la máxima audacia que se habían permitido, aunque muchas actrices aparecían en ropa íntima, o en traje de baño, para mostrar las piernas o los escotes, pero sin llegar a los desnudos; éstos podían admirarse en algunas cintas que se transmitían en la noche muy noche, a riesgo de que algunos se sintieran ofendidos y protestaran en diarios y revistas, alegando que había niños que podían perturbarse (creo que “perturbarse”) con esos desnudos. La exhibición de una cinta de Godard, Pret a Porter, en la que hay un largo desfile no de modas, sino de desnudos, indignó a mucha fente; a unos, por los desnudos; a otros, por lo malo de la película. En otras, pese a lo restringido de la televisión por cable, cortaban los desnudos de Hair, pese a lo breve, inocentes y bellos. Las encueradas del cine mexicano, antes escamoteadas por la televisión que cortaban las escenas que los contenían en la mayoría de las cintas exhibidas incluso en horarios para adultos (mutilaban cuando iban a enseñar, o ponían beeps cuando decían una palabra altisonante, aunque dejaban los albures, es de suponerse que porque no los entendían), ahora aparecen con un hartazgo molesto, porque no todos esos desnudos son buenos y porque las actrices son feas. Sorprende que en las series estadounidenses haya desnudos; en algunas dejaban pasar lo que como metáfora llaman “descuidos”; uno memorable de Helen Hunt cuando era bella y abría las piernas más de lo aconsejado; otros en Three’s Company que ni molestaban ni excitaban; en alguno, sorpresivo, Lindsay Wagner, al tiempo que reflexionaba (“a ver qué tan biónica soy”) se lanzaba desde un piso alto y su vestido, ampón, dejaba al descubierto piernas y pantaletas; en otro, Stephanie Power caía en un hoyo, sin ningún decoro, de lo que se aprovechaba para escapar de sus perseguidores, porque ellos se paralizaban; era más frecuente que el vestido de alguna actriz se atorara en el elevador, o en la portezuela del auto que arrancaba, y se los arrancaban, pero iban preparadas con ropa íntima elegante y opaca, además de que alguien, galante, las tapaba con su abrigo o su saco. Han aparecido otras audacias: en Friends más de una vez cayó la toalla con que se cubría Jennifer Aniston y por un segundo se aprecia lo que llaman “butt crack”, o el perfil de los pechos; ella y Lisa Kudrow son víctimas, en esa serie, de un ataque que en el cine es especialista Sandra Bullock, el “ass grab”, que quiere decir que les rozan, soban, pellizcan o les aprietan los glúteos (no han revelado cuántas veces ensayan esas escenas); en Married with children, Katty Sagal sufrió el agarrón de parte de su suegro (ficticio), pero duró lo que tardaron en subir los tres (¿o cinco?) escalones de la escenografía y se congeló la imagen; no dio muestras de sorpresa ni de enojo, mucho menos de molestia en lo que creo fue la primera escena de ese tipo. En una escena reciente de SCI (o una de sus variantes), el actor invitado Robert Wagner lleva la mano izquierda hacia el amplio trasero de Pablo de Cote (chaparra y bien formada), pero no llega al toqueteo, porque uno de los actores le reprocha el gesto, pero más que para mostrar el carácter despreocupado y donjuanesco del personaje, lo más probable es que los productores hayan recurrido a ese truco para que el espectador se fije en esa parte del cuerpo de De Cote, seguramente porque le darán más relevancia a su papel en el futuro inmediato. Cada vez las series son más audaces; los protagonistas tienen relaciones ilícitas aun cuando son compañeros de trabajo y son jefe y subordinada; hay –muy políticamente correcto— personajes homosexuales, aunque cada vez más entre mujeres que entre hombres, a los que los retratan como escandalosos, exagerados e inmorales; los adulterios no tienen la justificación de las películas mexicanas de los años cincuenta (la impotencia del marido –La Diana Cazadora, debido a un accidente, no a la inflamación de la próstata o a la sobremanipulación—, descubrir su amasiato, o por sacrificio para sacarlo o para salvarlo de la cárcel); a veces, ni siquiera por venganza, y desde luego no tienen consecuencias morales o, peor, sociales. En un capítulo reciente, sospechando que un paciente sufre de escasez de deseo por causas no orgánicas, varios médicos hacen que una aprendiz de médica se agache resaltando su trasero, a lo que se presta en una acción más allá de su deber, con los resultados previstos: no hay reacción del paciente, sí del televidente (en ese programa ensayan tantas medicinas y tantas curas para enfermos con malestares indefinidos, que si fuera real, el pobre fallecería intoxicado, y dejando a los parientes con un cuentón impagable). Los protagonistas, además de las tramas semipoliciales, viven unos dramas bárbaros de su vida íntima. En otra serie, donde se hace apología del delito sólo porque el delincuente tiene un físico agradable y se viste para excitar a las mujeres, hay una detective de color (negro) sumamente guapa, a la que a últimas fechas han disminuido su participación seguro porque se irá a otra serie donde se aproveche más su belleza. Marsha Thomason (intérprete más de series televisivas que de cine) ya fue estrella de Vegas, donde seguramente dio de qué hablar. En ésta, para apaciguar a sus compañeros, a los héroes, a los villanos y a los espectadores, la han puesto con una novia; eso no sería lo malo, si no lo poco que la destacan, o por no opacar a otras actrices no tan espectaculares, o porque su capacidad histriónica es opacada por su físico. En otra serie más reciente, Homeland, los productores sorprendieron a los televidentes al poner a la muy bella Morena Baccarin simulando un acto sexual, desnuda de la cintura para arriba; repitió el desnudo en el tercer capítulo, y ya no ha necesitado más, porque la serie la verán en espera de que vuelva a lucirse, y si no, cuando salga en DVD a la venta. No es la única que se encuera en ese programa, otras dos actrices se quitan el sostén, y una de ellas sale en pantarraf después de entregarse, faltando a la ética, con el sospechoso al que investiga. Las detectives de las series estadounidenses no son las únicas que insinúan que son buenas para la investigación (hay una que quiere hacer creer lo que decían los desmemoriados: que la memoria es la inteligencia de los pendejos, aunque ignoran que la memoria es uno de los cinco componentes de la inteligencia; lo malo es que no recuerdo cuáles son los otros cuatro elementos ni quién afirma eso), además de bonitas y deseables. En los canales deportivos hay que estar al pendientes de los juegos de volibol femenil, sobre todo los de las representantes de Brasil contra las de Cuba (no el playero, cuyos trajes, aunque muy reveladores, son antiestéticos y antieróticos), y los juegos de tenis, no los varoniles, sino en los que se lucen las rusas, y otras europeas; ver un juego entre Ana Ivanovic contra Maria Sharapova permite el eclecticismo: una morena que disfruta el juego, que se contonea cuando gana un punto, que parece ronronear cuando va a lanzar un saque, y del otro lado de la red un rostro impávido (o lleno de tensión, pero que no se deforma por los gestos), los brinquitos que le sirven para destensarse pero que ponen tensos a los espectadores, y las posturas que toma al esperar un saque, porque nunca le han llamado la atención por poner nerviosos a jueces, público y camarógrafos con sus escotes; en las conferencias de prensa, en cambio, deja mudos a los entrevistadores porque en la Rusia donde creció (y creció a lo bruto) no le enseñaron cómo deben sentarse las señoritas. No son las únicas atractivas del tenis; para quienes gustan de lo exuberante pueden ver a Serena Williams, a quien con frecuencia se le olvida ponerse algo bajo la falda, o con ropa que le estimula el punto G; también está la muy fina pero extrovertida Carolina Woznianky, quien a falta de un busto tan desproporcionado como el de Serena, se pone toallas para simularlo mientras baila sin ritmo pero con atrevimiento; hay otras, más finas, estilizadas y elegantes (aunque no ganan muchos juegos): María Kirilenko, por ejemplo, o Tzvetana Pironkova, que parece antropóloga de película de Harrison Ford, o Daniela Hantuchova, que tiene piernas más largas y bien formadas que las de cualquiera actriz, o la Mishinska, lamentablemente retirada pero que ganaba todas las bolas difíciles, siempre que quien arbitrara fuera hombre; Elena Medienteva que hace encelarse a las modelos, y casi todas las competidoras (exceptuando a las Williams y a las chinas) son bellas, esbeltas y con piernas hermosas; su único defecto es su estatura, porque ya no son como Gigi Fernández, o Mary Joe Fernández, que apenas rebasaban el 1.60 0 no lo rebasaban, pero eran vitales, pícaras, coquetas y muy hermosas; fuera de la contemplación estética, ¿cuál puede ser el atractivo de Sharapova, que mide 1.83? (lo que debe costar su ropa). Y eso que ya se retiraron jugadoras que eran admiradas no por su juego, sino por su vestimenta: Martina Hingis, quien jugaba con cacheteros que dejaban sus glúteos a la vista, o Ana Kournikova, quien bendito sea Dios ya se retiró porque era vergonzoso “irle” a la que seguro iba a perder, porque era mala, pero muy vistosa (ha ganado mucho más modelando que en el tenis); o Stephie Graff, quien tenía el mejor revés del tenis; o Mary Pierce, con un cuerpo de modelo que hacía palidecer a las modelos (y a Roberto Alomar, a quien le hizo bajar su juego casi tanto como Marilyn Monroe a Joe DiMaggio). Ivanovic, la más pícara, está cerca del incómodo 1.80, que casi todas rozan o lo sobrepasan; y todas, vestidas de civil, son mucho más atractivas que cuando juegan tenis, aunque muchas de ellas usan unas licras que, con el sudor, exponen a la vista de todos sus partes más íntimas. Y hablando de deportes, las comentaristas de los programas deportivos transmitidos por televisión no saben nada de deportes, pero usan ropa entallada y breve, y cruzan y descruzan las piernas, con lo que no sólo perturban a los espectadores, sino a sus compañeros (porque dicen tantas barbaridades que sólo perturbados pueden ser tan ignorantes –síscierto, diría Ceballos). Acabo de leer un libro de Eusebio Ruvalcaba donde hace una amable mención de una recomendación que le hice: Beber un cáliz, de Ricardo Garibay, uno de los más hondos pesares por la ausencia del padre, él, que recuerda con tanta pasión al suyo, uno de los grandes violinistas mexicanos, igualado sólo, dicen las leyendas, por Silvestre Revueltas. No dudo que a Eusebio le guste la música, pero discrepo de sus gustos; no de las obras que menciona y en las que me lleva mucha ventaja, sino en las violinistas preferidas; menciona a Juli Fisher, Akiro Suwanai, quien debe tener mucho éxito si todo lo hace con la lentitud con que toca el concierto para violín de Beethoven, y a una a la que nunca he oído (aunque sí visto), pero sus referencias no son buenas, excepto por la exuberancia de su cuerpo, que le valió ser portada de (self) Play boy (aunque por sus características parece más para Penthouse) Linda Brava, que presume su cuerpo ampliamente en sus páginas de internet, y que recuerda, por su indumentaria y su ritmo, más a Olga Breeskin que a Vanessa Mae. Desde luego, insiste en Mutter. Discrepo: aunque sigo con la duda de cuál es el mejor intérprete de Beethoven, Yehudi Menuhin dirigido por Wilhelm Furtwängler, o David Oistrach con Rozhdestvensky (la mayoría de las veces, prefiero a Oistrach en el concierto de Brahms –y el doble, también de Brahms), caigo rendido con las audacias de las jóvenes y muy bellas violinistas: Lisa Balishvilli, quien alcanza agudos semejantes a los de Oistrach en su célebre versión del concierto para gato y orquesta; la inventiva Hillary Hann, quien le da nueva vida al concierto y lo acerca a la sensibilidad del jazz; Janine Jansen, quien empleó técnica de rock para su versión del concierto de Beethoven, pues combina las cadenzas clásicas y conocidas, con otras poco interpretadas, y lo hace como hicieron Lennon y McCartney: sobregrabándolas para que las oigamos al mismo tiempo; la muy divertida Patricia Kopatchinkaja (cuando vino a México, hace poco, se quitó los zapatos para tocar con más comodidad), quien tiene una versión extravagante: transcribe para el violín las cadenzas que reescribió Beethoven para la versión para piano de su único concierto de violín, lo cual es una innovación muy digna de escucharse; o la muy delicada e inteligente Stephanie Chase, quien, al contrario, lo toca cual lo escribió Beethoven, sin la marcialidad con la que ya nos acostumbramos a oírlo, con sutileza pero sin perder vigor. O la frágil Soyaka Shouji, y la ágil Anabella Steinbacher. Y todas estas violinistas son bellas, o cuando menos saben posar; son elegantes, finas, y sin la incomodidad de la estatura de las tenistas de moda. Y eso que no habla de las trompetistas (sin alburear, por favor) Tine Thing Helseth o a Alison Balsom, a las que hay que oír con los ojos cerrados para apreciar bien la música. O a Anna Netbreko, quien cuando le aplauden se emociona y brinca dando vueltas, con lo que le aplauden más. *Ya hubo un segundo juego sin hit ni carrera en las Mayores, y eso que apenas han rebasado la sexta parte de la campaña; otros juegos de uno o dos hits abundan, y casi a diario hay blanqueadas; Adrian González batea apenas arriba del .270 y Pujols, quien ya lleva un jonrón en 112 turnos, apenas está abajito de .200; con que no se les ocurra bajar otra vez la lomita… *Alterna a la Feria de Minería hay una Feria del Libro de Ocasión, donde a veces se consiguen libros buenos y agotados, las más de las veces carísimos, porque abusan de las manías de los bibliómanos; este año imprimieron un folleto para anunciarse, y, como siempre, incluyeron escritos interesantes; uno de ellos, de Herman Bellinghausen lleno de inexactitudes; por ejemplo, afirma que Álvaro Obregón le recitaba fragmentos de la Suave Patria al propio López Velarde, a quien no conoció; se la recitó completa a Vasconcelos, cuando éste fue a comunicarle el fallecimiento del jerezano; fue a José Rubén Romero a quien le recitó un poema completo, y lo acusó de plagio; sólo después le aclaró la broma: se lo sabía de memoria, pese a que había sido poco publicado; dice inexactitudes respecto de Gustavo Díaz Ordaz (Torres Bodet no fue funcionario en su sexenio), y se sabe que era un lector ávido, lo mismo que Luis Echeverría, Adolfo López Mateos, Carlos Salinas de Gortari, y antes lo habían sido Sebastián Lerdo de Tejada y Benito Juárez; una biografía reciente aclara que Plutarco Elías Calles estaba leyendo Mi lucha, de Hitler, como es sabido, cuando fue desterrado por Cárdenas, pero que en su mesa de noche tenía también El capital, de Marx, y La vida inútil de Pito Pérez, del muy leído José Rubén Romero. Es hasta fechas recientes que se ha visto que no hace falta ser lector para ser presidente, y además, que ser lector no asegura a nadie que se sea buen presidente, ni buenos periodistas.

Avatares de un viaje incómodo

$
0
0
Hace unos meses me reuní con Marisol Schulz, en uno de sus raros viajes al DF; somos amigos desde hace muchos años, y es una de esas amistades que se conservan a pesar de los trabajos; la conocí cuando me comisionaron en el Fondo de Cultura Económica para la Colección Puebla, en coedición con el CIESAS; aunque acudió mucha gente, la chamba nos la repartimos ella y yo, los únicos que no teníamos interés político en el proyecto; publicamos varios títulos, y fue un placer colaborar con ella; no desecho a los autores, que me ayudaron a deshacerme del prejuicio de que los antropólogos tienen una redacción ingrata y sólo un enfoque, para su profesión pero también para la vida; hablar con un sabio humilde pese a su sabiduría, como Luis Reyes García, es uno de los privilegios mayores que he tenido en la más dura de mis profesiones, la de editar libros; también era un reto tratar con Keiko Yoneda, por su timidez injustificada tomando en cuenta su erudición y su inteligencia, además de que todos los otros editores, sobre todo Marco Pulido y Víctor Kuri, se morían –casi— de envidia. Tratar con Marisol era como tratar con Gloria Carmona; Gloria y yo, al parejo, nos hicimos bromas suicidas cuando editamos el epistolario de Carlos Chávez, mal leído porque no han aprovechado todas las claves reveladas de la política mexicana en los años cincuenta, además de la buena prosa, y muchas infidencias de personajes ilustres; en esas páginas (con un formato singular en la industria editorial, para evitarnos problemas pero también con ánimo renovador) se encuentran algunas de las poco conocidas maledicencias de Carlos Pellicer; o la pugna entre caballeros sostenida por José Gorostiza y Chávez; retradujimos cartas de eminencias del mundo de la música, para que quedaran en español, pero respetamos un par de cartas de Salvador Novo en inglés (imposible tratar de imitar su español monumental) y que completan el episodio de su viaje a Italia e Inglaterra en el tomo correspondiente al sexenio de Miguel Alemán; con toda intención incluimos una carta llena de erratas, justificadas, y que todos quienes intervinieron en el proceso quisieron corregir y luego enmendar sus correcciones; cuando trabajábamos en el tomo nos tardábamos mucho porque nos poníamos a jugar trivia con los nombres de funcionarios menores en los gobiernos de los años treinta a cincuenta, o con el nombre de quien se recibió de médico y de abogado el mismo día, cuando estaba cumpliendo 19 años, y que fue paseado en hombros por la mañana y por la tarde por sus compañeros de ambas carreras. Gloria, aunque tímida, es una deliciosa compañera de tertulias, además de que sabe de música tanto como los músicos; a ella se debe el rescate memorable de Pedro y el lobo dirigida por Chávez y relatada por Pellicer. Con Marisol, hablar de erratas, correcciones, cajas y callejones era interrumpir una deliciosa y apasionada charla sobre literatura. La perdí de vista una temporada, cuando de pronto me llamó; ya no estaba en el CIESAS ni yo en el Fondo; me invitó a colaborar en su nueva chamba, como editora en Alfaguara; no mencionaré qué libros enmendamos (en los colofones están los créditos), a quiénes pusimos en español, a qué autores descubrí por ella; sólo diré dos chambas específicas: puse en mexicano decenas de refranes de un libro lleno de refranes españoles que poco decían al lector mexicano; la otra fue que me dio el privilegio de leer antes que la mayoría de los lectores a Carlos Fuentes en varios de sus libros más recientes, privilegio triple por muchas razones. Aunque intentábamos comer juntos una vez al año, no siempre pudimos hacerlo, pero estuvimos cercanos en muchos de los acontecimientos personales que nos importaban; fue la primera jefa de Diego, y fue la presentadora –junto a Marco Pulido y Marco Antonio Campos— del libro que escribimos Diego y yo sobre beisbol, y del que ya he hablado en estas páginas; su texto es una maravilla, y más si se toma en cuenta que nunca ha ido a un juego de beisbol (ni a la lucha libre; es la única de sus amigas a las que Diego no ha convencido de esas aficiones tan extrañas). En una ocasión accedió a acompañarnos en el Taller de Lectura e impresionó a los asistentes por su soltura, su humor, su profesionalismo, sus anécdotas, la sencillez con la que explicó los secretos más recónditos e inexplicables del oficio de editor; y cuando la visitaba en Alfaguara nuestras carcajadas intrigaban a sus compañeros de trabajo, carcajadas compartidas con Ramón Córdoba. Un día me llegó el rumor: luego de muchos años, Marisol sale de Alfaguara, y se me hizo inconcebible pensar en esa editorial y no asociarla con ella, con su rigor, su sensibilidad para publicar textos herméticos y que los convirtiera en hermosos. Luego se acomodó el mundo: se fue a dirigir la Feria del Libro en Español, en Los Ángeles; como muchas de las grandes figuras del mundo editorial mexicano, cambió de un aspecto a otro en este complicado mundo del libro. Ya habían pasado los primeros días de la primera edición de esa feria, con el éxito previsto, y en uno de sus raros viajes nos fuimos a tomar unas cervezas a la cantina donde había jurado no ir porque allí, decía, se juntaban editores, pero sólo del género masculino (ella tenía su propia tertulia, con puras editoras); para evitarle incomodidades no le avisé a nadie, a cambio de presumirlo después (cuando visitó mi Taller la presenté diciendo que una semana antes había comido con Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Saramago, ella sola). Y entre las muchas cosas que contamos aparecieron temas que le parecieron dignos de que se convirtieran en ponencias; una de ellas sería un diálogo entre ella y yo donde revelaríamos los avatares sufridos al editar algunos de los libros más importantes, sin mencionar nombres, sólo las anécdotas; fue imposible; otro era poner al alcance de los asistentes muchos de los aspectos invisibles que hacen de Las batallas en el desierto uno de los libros más importantes de la literatura contemporánea: sus fuentes, sus influencias, las citas que han pasado inadvertidas para los lectores. Éste fue el motivo para invitarme a la segunda edición de la Feria; con la irresponsabilidad de no recordar la “Ley Puga” (nunca hay que aceptar nada después de la segunda cerveza) acordamos que estaría en Los Ángeles tres días de mayo. Pese a los esfuerzos de Marisol, sufrió la Feria lo que en el beisbol se llama sophomore: tras un brillante debut, un segundo año difícil porque ya no se es novato pero aún no se tiene la suficiente experiencia, y los pitchers tiran lanzamientos rebuscados, ya conocen las carencias o problemas con ciertas pitcheadas, y los rivales ya conocen saben sus habilidades, por lo que son más fáciles de dominar. Aunque Marisol había dado instrucciones para que me giraran la invitación, las cartas, la agenda, sus asistentes hicieron lo posible para que me llegara todo con retraso: había un vuelo prácticamente reservado para los invitados, pero ante la carencia de información, opté por irme por mi cuenta, porque además irían conmigo cuatro personas (para asegurar que hubiera cuando menos seis en el salón donde hablaría); reservamos habitaciones en un hotel inadecuado (el Clown Plaza más cercano al aeropuerto) y decidí ir aun sin invitación; Marisol insistió: no me debía dar por desinvitado, contaban con mi ponencia y con mi presencia. Por mi amistad con ella acepté (la amistad es uno de los valores en los que creo y seguiré creyendo, aunque también creo en lo que dice José Emilio Pacheco: en la infancia y en la adolescencia se crean amistades que en adelante se dedica uno a ir perdiendo); fue un error; la invitación formal, la agenda, las instrucciones, me llegaron menos de una semana antes del viaje; yo pagué avión y estancia (como dije, iban cuatro personas conmigo, que irían a mi ponencia y luego nos dedicaríamos a visitar librerías y tiendas de discos, y los lugares que deben conocerse sin caer en los lugares comunes del turismo), y sólo hubo una invitación, a un coctel vespertino después de la inauguración. En esa inauguración vi a amigos con los que había perdido el contacto hacía tiempo, particularmente Myriam Moscona, Xavier Velasco, Alberto Ruy Sánchez, Enrique Krauze, Jorge F. Hernández, Joaquín Díez-Canedo, Cristóbal Pera, quien me ofreció su estand como si fuera mi casa; todos fueron cálidos y amistosos. Mi ponencia fue un éxito pese a mi mala dicción y a la descortesía de la Feria; no tuvo muchos asistentes, y en realidad se salió más de la mitad de los que habían entrado, pero se quedaron los inteligentes; me pidieron que estuviera media hora antes de mi presentación, pero sólo para que me indicaran la ubicación del salón; supongo que temían que no lo encontrara pese al letrero que lo presidía; nadie me presentó, nadie probó que el micrófono funcionara, nadie invitó a los visitantes a que entraran; en cambio dos veces interrumpieron la plática cuando con micrófono abierto invitaron a que fueran a otra sala a ver a alguien más popular, un best-seller; la única presencia de alguien de la feria fue la de quien puso un letrerito en la mesa para decirme que me quedaban cinco minutos de tiempo. Nadie se disculpó de las interrupciones ni de las desatenciones, ni de quienes estaban obligados a asistir, lo habían prometido, y se perdieron esa plática. Estuve a punto de interrumpir la charla porque nada me obligaba: pagué mi transporte, mi estancia y mis comidas. No lo hice en atención a los pocos que se quedaron, escucharon y preguntaron (por cierto, por la muina no les regalé un ejemplar de mi Promesa matrimonial; si me escriben y me dan sus señas, se los envío). Luego del fracaso (por los escasos asistentes) y del triunfo, ya sólo me quedé a comprarle un libro a Nahúm y nos salimos para no regresar (es impresionante verlo entrar a una librería; a sus ocho años es todo un connaissieur). Pedí que me apartaran dos boletos para un concierto (nunca que me los obsequiaran) y pese a las instrucciones de Marisol, no lo hicieron, aunque sabían dónde me hospedaba, y tenían nuestros números telefónicos. Lo único que nos proporcionaron fue transporte por día y medio, una persona amabilísima como casi todos los latinos, y que sólo nos permitió que le invitáramos un desayuno a un lugar donde no es tan mala la comida como en el Clown Plaza, pero que explica la obesidad estadounidense; a todos los platillos, muy bien servidos, le agregaban un par de hot-cakes. No dejo de quejarme de la ciudad de México: es inhóspita, caótica, inicua (y muchas veces inocua), amenazante, snob, de tránsito difícil (y ahora más, y tengo razones para sospechar que las obras que hacen que un trayecto que consumía siete minutos hoy desperdicie media hora, por lo que ya no puedo ir a comprar tamales si no es en fin de semana, van a concluirse hasta mucho después de las elecciones, y además no servirán para remediar el tránsito, sí para hacerlo más arduo e inhumano), corrupta, ruidosa, a ratos violenta, por lo regular agresiva; hay grandes tramos en donde reina la suciedad, y es rehén de cuidacoches, de estacionadores, peligrosa para cruzar avenidas y hay algunas calles en las que resulta más adecuado cruzar a la mitad que en las esquinas (Mariano Escobedo, por ejemplo; y en muchos puentes, donde además de presencia de asaltantes, se notan frágiles, llenos de cuarteaduras, se estremecen al paso de tractocamiones como en seísmos de más de 4.3 grados Richter –tractocamiones cuyo paso por esas calles está prohibido por un reglamento de tránsito que pocos respetan; entre ellos, no las autoridades), con ciclistas que hacen valer sus derechos transitando por banquetas, en sentido contrario e invadiendo zonas peatonales; con motociclistas que creen que un carril tiene dos carriles, y que no tienen por qué respetar los altos ni mucho menos las preventivas, y que agreden a los peatones; con basura en muchas esquinas, sobre todo en zonas supuestamente residenciales (excepto donde ponen imágenes religiosas); está llena de malos olores, no sólo de fritangas sino de abandono, no a tierra mojada sino a lodo encharcado; hay agua estancada por muchos lados, tanto que ya anda por acá el mosco causante del dengue; mal iluminada, desorganizada; pocos caminan confiados, casi todos miran con recelo sobre todo a las autoridades, a los choferes de los funcionarios que se siguen estacionando en doble o triple fila; y sobre todo a los funcionarios y aspirantes a los funcionarios; y para acabarla, como se ve en facebook, ya es una ciudad intolerante, no se respetan las ideas ajenas y sólo se aceptan las sumisas; cualquier crítica, cualquier juicio, es atacado con violencia, y la disidencia es causa de rupturas amistosas y familiares; una ciudad que amenaza con estallar en unos cuantas semanas (por no hablar de quienes manejan camionetas, porque piensan que eso les da inmunidad para infringir reglamentos y volar leyes). Y pese a todo, es una ciudad más habitable que Los Ángeles; siempre se dijo que Cuba desperdiciaría todo lo ganado en la Revolución el día que los ciudadanos aceptaran propinas por hacer su trabajo; en Los Ángeles exigen propinas del 20 por ciento aunque cobren 240 dólares por unos cuantos kilómetros y poco más de una hora de servicios; los restaurantes, malo y caros, cobran doble propina, una incluida en la cuenta y otra insinuada como el mensajero que le lleva recados a Cruz Treviño Martínez de la Garza; el transporte es un desastre, lento y agresivo, y su única ventaja es que excepto los turistas mexicanos, sí respetan las señales de un tránsito más organizado, porque aunque hay vuelta a la izquierda, la hacen por carriles específicos y no en los de alta velocidad, como en el DF desde que lo gobierna el PRD (bueno, no con Cárdenas); las zonas turísticas están llenas de limosneros con garrote y disfrazados, y los comercios, de empleados arrogantes; como no es un lugar que dependa en un gran porcentaje del turismo, no le importan los turistas, que deben arreglarse trayectos y travesías por su cuenta; es una ciudad hecha para el automóvil, e ir a cualquier lugar consume más de media hora (es la consecuencia de los dobles y triples pisos, y para allá vamos); excepto esas zonas turísticas es una ciudad sin vida, con calles solitarias, y a la que no le importan los demás; no hay equipos de beisbol que no sean Dodgers o Angelinos; nada interesan Gigantes de San Francisco, Atléticos de Oakland o Padres de San Diego, aunque sean californianos, mucho menos Medias Blancas de Chicago o, peor aún, Vikingos de Minnesota. Alguna vez Reyes dijo que a California se iba a californicar; lo único es que andan las mujeres en shorts que más bien parecen tarzaneras de mezclilla y en minifaldas como las de los años setenta en México; lo demás se ve asexuado, muy poco sensual. Soy injusto: son apreciaciones de alguien a quien le afectó el clima y anduvo con resfriado la mitad del viaje, y con sólo cinco días para observarla, y además agraviado por una Feria del Libro sólo atenta con las celebridades. El único consuelo fueron dos librerías, organizadas de tal manera que se puede ver lo que interesa sin ensuciarse, sin perder el tiempo, y con una buena oferta en todos los rubros, una, y la otra especializada en libros de cine, en la que había pocas novedades, pero muchos títulos harto interesantes, y las tiendas de discos, en donde si uno no encuentra algo, es porque ya no existe. Claro, me enteré de que ya salió Soberbia en DVD cuando venía de regreso de uno de mis viajes menos placenteros; si no hubiera sido por la compañía… En mi último día en California me enteré del fallecimiento de Carlos Fuentes, inexplicable por su vigor, su fortaleza, su vitalidad, su entereza; inexplicable porque teniendo médico de cabecera no se enteraron de su hemorragia, agravada por el tratamiento de cardiópata; inexplicable por su juventud; no me he repuesto ni me repongo de la actitud de las autoridades ni de las palabras irresponsables vertidas por los ansiosos de protagonismo. Ni menos aún de lo mal que se le ha leído, lo cual se deduce por las tonterías y declaraciones de quienes lo han leído tan mal (o no lo han leído, mejor dicho; y peor, que me citan sin saberlo).

Laurel & Hardy & women

$
0
0
Un personaje de dibujos animados, con la muy sensual voz de Katherine Turner, responde con una frase contundente cuando le preguntan por qué anda con otro personaje, desparpajado, sin glamour, sin físico espectacular ni beneficiado por la fortuna: “Porque me hace reír”. En Annie Hall, la protagonista menciona con arrobo las cualidades amatorias de un antiguo novio, y cuando Alvy Woody Allen) lo conoce y lo encuentra chaparro, clavo, con vestimenta convencional y gesto apacible, no puede entender el gesto de ella, como añorando las sesiones eróticas que había tenido con él: “¿ése, ése?”, se pregunta, confundido. El humor es una cualidad en las relaciones amorosas, y no necesariamente porque supla otras; y el cine es un ejemplo: Germán Valdés antepone su gracia a otras cualidades de las que carece: no es fuerte y musculoso como Wolf Ruvinskis ni agraciado como Ramón Sánchez o Tito Novaro, pero se queda con Silvia Pinal, Gloria Mange, Rosa de Castilla, Rebeca Iturbide, Alicia Caro, ya se sabe que por culpa del guión, pero al espectador no le queda alguna duda de que así sería también en la realidad. Una de las características de Valdés es que es un besucón; corre la leyenda de que en las escenas de besos (que entonces se daban con los labios cerrados), él las besaba en realidad, de lengüita, como se dice; si lo hacía, el director cortaba y hacía que besara como era lo correcto en esa época, porque nunca se ve en la pantalla que haya hecho eso, pero algunas de sus coestrellas, como Meche Barba, aseguraba que era un mandado. Los hermanos Marx eran unos mandados; no todos: ni Zeppo ni Gummo, que sabían cantar y bailar, pero los otros tres se abalanzaban sobre las mujeres, las asediaban, física e intelectualmente; antes que se den cuenta tienen encima la pierna de Harpo quien las observa con mirada torva, sin parpadear siquiera, con una sonrisa amenazante e insinuante; es peor Chico, que se les pega sin que puedan eludirlo, y sin despegar su mirada que descarga sobre sus cuerpos, no importa si son feas, aunque parecen poner más empeño si son guapas; no es raro que en las cintas de ellos, ellas estén siempre corriendo, eludiéndolos, aunque el conflicto se enfoque en otro asunto. Groucho es más persistente: las estafa, hace que lo inviten a cenar y las deja por otras, les asesta la cuenta, las hace firmar contratos inicuos, anda tras su fortuna pero también tras de sus cuerpos, y aunque también las observa como lo hacen sus hermanos, las envuelve con sus palabras enredadas, con juegos verbales complejos, contradictorios, enigmáticos y no carentes de un sentido sexual inconfundible. Aun los peores cómicos del cine estadounidense andan detrás de las coestrellas, y por lo regular con fortuna; a veces se insinúa un triángulo (Dorothy Lamour, Bing Crosby, Bob Hope), y en algunas cintas es inevitable pensar que aunque el final diga una cosa, la historia prosigue pero con relaciones más abiertas, como la entrevista en Three Little Words entre Red Skelton, Fred Astaire y Vera Allen; en ¡Qué hombre tan simpático! Gloria Marín podrá ser novia del calavera Rafael Banquells, pero sus ratos libres los aprovechará con Fernando Soler, quien ya se metió en otro triángulo, con Carlos Orellana y Blanca de Castejón (con ésta, por conveniencia). Es muy sabido que en una de las cintas más célebres, Singin’ in the Rain, Gene Kelly se quejaba de la ineptitud de Debbie Reynolds, que la hacía ensayar y repetir las escenas muchas veces, y que estuvo a punto de hacer que la despidieran, con lo que se hubiera roto la fórmula que la hizo una de las mejores obras del cinematógrafo; un año después, en I Love Melvin, de Don Weis, ella baila, al lado de Donald O’Connors, con más soltura, gracia y flexibilidad que en su papel de Katty, y muestra con generosidad las piernas y las grannies pero sin ser nunca vulgar; en Singin’ in the Rain las oculta lo más que puede; ¿se sentía más cómoda con O’Connors que con Kelly? Aquél tenía más gracia que éste, y bailaban con la misma habilidad. Insisto: puede ser que por las bondades del guión, los cómicos, que tienen físico menos agraciado que los galanes, se quedan con las mujeres más guapas, y con un futuro más halagador que aquéllos. También, por cuestiones de guión, sus galanteos suelen parecer más inocentes, aunque en realidad no lo sean; los Marx son todo menos sutiles; pero los que azoran porque en unos cuantos momentos despedazan la sutileza, son Oliver Hardy y Stan Laurel. Éste, sobre todo. En el viaje a Los Ángeles pude adquirir The Essential Collection of Laurel & Hardy; son casi todas sus cintas habladas (de algunas se hicieron dos versiones, muda y hablada); faltan las mudas y algunas que están en otras colecciones, todas ellas de seis o más rollos, y omiten las que sus fanáticos omitimos: Atoll K, The Bullfighter, que quién sabe por qué hicieron. Las mudas deben andar por allí, pero no las encontré en las tiendas grandes, algunas muy ordenadas y otras tan desordenadas como Gandhi o El Sótano (aunque con menos polvo). Ya había visto anunciada la colección, pero al precio se sumaba una cantidad muy alta por el envío, y pedí el más barato, con la consecuencia de que Amazon no hace el seguimiento además de que se tardan casi un mes en llegar; pero no llegó; Amazon asumió la pérdida y yo el berrinche; allá me costó diez dólares menos, y pude revisar que no vinieran pegados los discos, que era una queja constante entre algunos de los compradores, y que como venían pegados, terminaban quemando el reproductor (del DVD, nomás del DVD). En poco más de una semana vi todos los filmes de dos o tres rollos; excepto uno, conocía todos; me falta conseguir los nueve que contienen las cintas mudas, con el agravante de que casi todas contienen uno o dos o tres cortos en donde actúa uno de los dos, o a veces los dos, pero no con sus personajes de Laurel & Hardy, y a veces como apariciones incidentales. Tanto William K. Everson (The Films of Laurel and Hardy, 1974) como John McCabe (Mr Laurel & Mr. Hardy, 1966 –en la portada no está el título, solo las palabras Mr. Y las fotografías) insisten en que los filmes sonoros, con sus excepciones, son de menor calidad que las cintas mudas; pero las filmografías son confusas y, como dije, enredadas; en las tiendas de DVD sólo existe una caja con tres discos, y ninguna de las cintas es de la pareja; en Gandhi venden una caja con algunas de las mejores cintas, sobre todo A Chump At Oxford, pero dobladas por Polo Ortín. Aunque me falta ver las cintas de seis o más rollos, puedo hablar de algunas de las características de la pareja; nada sé de cine, y hay muchas cosas que ignoro: qué tanta participación tenían en los guiones, en las ideas, si los directores dirigían o simplemente organizaban; es de suponer que muchos de los que participaban con ellos eran más amigos que colegas, y que se divertían tanto como ellos al filmar estas cintas; Charlie Hall, el genial James Finlayson (a quien nombran dueño de un banco en una de las obras en las que no aparece), Walter Lang (el de aspecto más fiero) y Edgar Kennedy, además de Mae Busch, Thelma Todd y Anita Garvin, más muchas otras figuras. Por lo tanto, hablaré sólo de algunos detalles, que tienen que ver con su relación con las mujeres: en The Second Hundred Years deben pintar postes, y por aparente distracción Mr. Laurel pasa la brocha por los glúteos de Dorothy Coburn, ante la mirada persistente de Mr. Hardy; en Hats Off se detienen a observar como Dorothy Coburn se levanta la falda más allá de la rodilla para acomodarse una media, y a consecuencia de ello les despedazan un mueble que andan cargando; en From Soup to Nuts, Mr. Laurel pisa la falda de Anita Garvin, y ella queda en fondo transparente (lo harán con otras actrices); al final, Mr. Laurel queda recompensado en los brazos de la muy hermosa y frágil Edna Marion; en Their Purple Moment, Helen Gilmore y Dorothea Wilbert aparecen como vendedoras de cigarros, con unas faldas tan cortas que parecen de principios de los años sesenta; en We Faw Down son sorprendidos en una mentira por sus esposas Vivien Oakland y Bess Flowers, quienes los persigue a balazos de escopeta y les dicen infieles, y de los edificios salen de las ventanas muchos hombres, algunos poniéndose los pantalones, obviamente sospechosos de adulterio en casas ajenas. En Double Whoopee pisan el vestido de Jean Harlow, quien queda en fondo corto mostrando las piernas que la convirtieron en una de las primeras celebridades del cine, por su belleza y sensualidad; conscientemente o sin querer, se burlan de la autoridad representada por Charlie Hall; en Berth Marks arman un desastre en el que todos los pasajeros masculinos de un tren se rompen la ropa, todo porque, de manera involuntaria, descorren una cortina y se ve, durante menos de un segundo, a Paulette Godard en ropa íntima; en Men O´War protagonizan una confusión con las coquetas Ann Cornwall y Gloria Greer, pues ellas pierden un guante, pero Pete Gordon, momentos antes pierde unos calzones que lleva de una lavandería; mientras ellas hablan de la blancura de la prenda, la que lavan con gasolina, que se ajustan a su piel pero a veces les quedan un poco flojas y que pierden constantemente, ellos creen que hablan de los calzones; es la famosa cinta donde sólo tienen 15 centavos para cuatro sodas, y donde Mr. Laurel se bebe toda la soda de su vaso alegando que su mitad era la que estaba hasta abajo; en Be Big tienen una de las escenas más audaces que pasó inadvertida por la frescura que la hacen: van a ir a un viaje con sus esposas, Mrs. Laurel (Anita Garvin) y Mrs. Hardy (Isabella Keith) pero les hablan de su club y finge Mr. Hardy una súbita jaqueca; el viaje de ellas se frustra y los sorprenden en la mentira (es impresionante la cantidad de argumentos semejantes que los Picapiedra toman deliberadamente de los filmes de Laurel & Hardy); pero antes, cuando ellas se van, se despiden con un beso en los labios (no en la boca); Mrs. Laurel besa a Mr. Laurel, y Mrs. Hardy a a Mr. Hardy y a Mr. Laurel; en Another Fine Mess, Mr. Laurel, vestido de mucama, permite los arrumacos de Thelma Todd; en Chickens Come Home, Mae Busch, bella pero que lo disimulaba, luego de un forcejeo deja descubiertas las piernas, que tapa al bajarse la falda con un gesto instintivo; en Unaccustomed as We Are, Mr. Hardy invita a comer a Mr. Laurel, pero Mrs. Hardy (Mae Busch) se niega a cocinar para un extraño y se va; una vecina, Thelma Todd, esposa de un policía celoso, se acomide a ayudarlos pero en una de sus frecuentes torpezas Mr. Laurel le empapa el vestido; Todd se despoja de él, y queda en fondo dejando sus bellísimas piernas al descubierto, en una de las escenas más audaces de la época; como regresa Mrs. Hardy la esconden en un baúl que llevan a la casa de ella, pero la intempestiva llegada de Mr. Kennedy (Edgar Kennedy) hace que siga escondida, sólo para escuchar las indiscreciones de Mr. Kennedy quien habla de sus escapadas con mujeres guapas. Todd sale del baúl mostrando la plenitud de su belleza. (Poco después, Thelma Todd apareció muerta en el garaje de su casa, aparentemente intoxicada con monóxido de carbono, pero la ropa estaba rota, con huellas de violencia; nunca se solucionó su muerte.) En Our Wife, a causa del bizco Ben Turpin, en vez de casarse con Dulcy (Babe London), a quien rapta porque el padre, James Finlayson, se opone a la boda, Mr. Hardy contrae matrimonio con Mr. Laurel. En Beau Hunks ambos se inscriben en la legión extranjera a causa de la desilusión amorosa de Mr. Hardy; pero tanto el comandante Charles Middleton y el enemigo James W. Horne están en la guerra a causa de la misma mujer que Mr. Hardy, de la que sólo se ve la fotografía, Jean Harlow. En Scram (como después en Them Thar Hills) una accidental sustitución de alcohol en una jarra de agua hace que Vivien Oakland se embriague; ella, en camisón, deja ver parte de sus pechos (y la aureola del pezón izquierdo), y la acomete una explosión de carcajadas (como sustitución del acto sexual) que hace enfurecer al marido Richard Cramer. En Midnight Patrol el ladrón Bob Kortman, ante la amenaza de Mr. Laurel de que a la siguiente vez que intenten robar la patrulla que tripulan Laurel y Hardy, hace gesto de “ay, tú la traes”, que Mr. Laurel comienza a hacer, pero se contiene. En Tit for Tat (tat es embarrado; tit es revancha, pero también teta) por accidente Mr. Laurel entra a la casa de Charle Hall por la ventana, y Hall lo ve bajar del brazo de Mrs. Hall, Mae Busch); en The Fixer Uppers, la desilusionada Mae Busch muestra cómo besa, y da un largo beso a Mr. Laurel, quien al terminar cae desmayado sobre un sillón; recuperado, besa a Busch, quien cae desmayada antes de que llegue su esposo, quien la sorprende besando a Mr. Hardy. En Way Out West, además de coquetear con la coqueta Vivien Oakland, esposa del sheriff cornudo Stanley Fields, se arrebatan un papel testamentario entre Mr. Hardy, Mr. Laurel, James Finlayson y la muy sensual villana Sharon Lynn, quien acomete a cosquillas contra Mr. Laurel, en una más gráfica representación del acto sexual, ante el que se rinde Mr. Laurel. Tantas escenas no pueden ser casuales; se ha hablado mucho del caos que representan, de todo lo despedazan, de que en ese sentido, de la falta de respeto por las propiedades, son unos auténticos anarquistas; que se burlan de las autoridades, que rompen la ley voluntaria o involuntariamente, que después de ellos no hay gobernantes que repongan el orden (sólo hay que imaginar a cualquiera de nuestros candidatos presidenciales tratando de convencerlos de que le dieran sus votos; en fin, los candidatos tienen algunos asesores que son malos imitadores de Mr. Laurel y Mr. Hardy); a esas cualidades hay que agregar las que señalé, y de su gusto por las mujeres. Y me falta ver las cintas largas. *Ya hubo un tercer juego sin hit en las Mayores, cuando apenas ha pasado la tercera parte de la temporada; y fue el primero en la historia de los Mets, que han tenido pitchers como Tom Seaver, Jerry Koosman, Nolan Ryan, Dave Cone, Dwight Gooden, Frank Viola, y otros, que sí tiraron sin hits y hasta perfectos, pero con otros uniformes; y a cambio de tantos juegos que los umpires han echado a perder, ahora un umpire ayudó a Jonathan Sánchez al cantar como foul un batazo que pegó en la línea de foul, jugada que, por regla, es fair ball. De cualquier manera, hay mucho pitcheo y cada vez menos bateo. *Dice Andrés Manuel López Obrador (o dicen que dijo) que seis años no son suficientes para cambiar al país. Los porfiristas pensaban lo mismo, y terminado su primer cuatrienio, encargado a Manuel González (más o menos más de lo mismo) vieron que Díaz sí necesitaba más tiempo. Y de allí se siguió pa lante. *Cuando la racha de temblores y secuelas en marzo y abril, comencé a oír más radio que discos, que de cualquier manera al poco de oírlos descubro que me faltan muchos y que ya escuché demasiado los que tengo; pero en Opus 94, en uno de los temblores que se sintió más fuerte, la locutora dijo: está temblando, los dejo con la música y nos salimos de la cabina; en Radio Universal un locutor dio la alarma, recomendó que no hay que correr, no hay que gritar, no hay que empujar ni votar por un candidato específico, pero no había sismo en esos momentos; Radio Universal programa tan pocas canciones que uno escucha todas en día y medio; quise volver a oír “yo te agradezco con toda el alma tu noble (¿o doble?) esfuerzo”, en la voz de Eva Garza, o “el diablo se fue a pasear” con los Bribones; ambas canciones fuera de las antologías disponibles en las escasas tiendas de discos; luego de años de no sintonizar El Fonógrafo encuentro que la música ligada a mi recuerdo es la de los Locos del Ritmo, Mayté Gaos, Angélica María, Leo Dan, “hoy corté una flor, y llovía llovía”, Raphael, Palito Ortega (cuando era político exitoso en Argentina, Enrique Guzmán decía que “estaba muy bien parado”); cuando pusieron algo con Luis Miguel renuncié: me hicieron sentir más viejo. (Las fotografías fueron tomadas de los libros citados, y no contienen a qué archivo personal pertenecen; de cualquier manera, son sin fines de lucro.)

Los directores y el erotismo: Hitchcock y Hawks

$
0
0
Dicen los cinéfilos que es mucho más excitante una mujer vestida que una desnuda, o que el erotismo está bajo las faldas, no sin ellas; los cineastas, muchos de los mejores, se pasaron la vida demostrando que esas aseveraciones son ciertas. Varios cinéfilos rindieron culto a actrices (de los actores sensuales que hablen otros) a las que los espectadores no le encontraban atractivo; ante la afirmación de que Audrey Hepburn era demasiado delgada, Juan José Utrilla hacía ver que tenía unos muslos nada delgados y sí rotundos y bellos; a su casi tocaya Katherine Hepburn la tachaban de fea, pero Howard Hawks destacó su belleza al combinarla con su simpatía y su vigor incansables, y George Stevens, George Cuckor, Sidney Lumet, Stanley Kramer y otros resaltaron su elegancia y su inteligencia, elementos más eróticos que la voluptuosidad. Muchos directores evidenciaron la sensualidad de algunas actrices hasta hacer que el espectador la advirtiera, sin necesidad de que expusieran su cuerpo, y si lo hacían, era con pudor pero también con picardía. Se sabe que Alfred Hitchcock era fanático de las mujeres, y por la frecuencia con que aparecían en sus cintas, que le gustaban las rubias delgadas, elegantes y distantes. Afirman que se enamoraba de sus protagonistas (aunque no sostenía romances con ellas) y que las protegía en tomas audaces; en su larga filmografía no se atrevió a mostrarlas en ropa íntima más que en dos de sus películas, entre las más célebres, por cierto. EnLa ventana indiscreta observa a Georgine Darcy hacer gimnasia en sostén y pantaletas, en una escena muy breve pero no desprovista de humor, y en The Lady Vanishes, cuando la muy joven y pícara Margaret Lockwood se baja de una litera en el tren donde sucede toda la acción, se alcanza a ver su pantaleta blanca (está vestida con un camisón corto); es tan breve la escena que sólo se confirma con las nuevas tecnologías, cuando se puede congelar la acción. Trabajó con infinidad de actrices muy bellas, y a todas las hizo ver muy sensuales; existe la anécdota de que cuando filmaban Náufragos, técnicos y visitantes se asomaban a ver el trabajo de Tallulah Bankhead, entonces de esplendorosos 42 años, que mucho antes de Marilyn Monroe gustaba de no usar ropa interior; aunque las escenas se prestaban a mostrar las piernas tanto de ella como de Mary Anderson, Hitchcock las cuidó muchísimo, pero el espectador advierte la atmósfera de erotismo insinuada por el naufragio y la convivencia de los personajes. Una de las actrices más bellas de la época, y de muchas épocas, Kim Novak, interpreta su papel más atrevido, pero no en términos de atracción sexual, sino de perversión y de maldad, en Vértigo (De entre los muertos, dice García Riera); en realidad, los personajes masculinos se meten en problemas, son acusados de crímenes que no cometieron, y son atrapados (o se escapan apenas) a causa de las mujeres; pero no son víctimas, van gustosos hacia ellas; en el caso de Vértigo, James Stewart, quien sufre de acrofobia, se ve en una situación mortal a causa de la mirada de Novak. Ella, quien hizo varias cintas notables (El hombre del brazo de oro, Me enamoré de una bruja, Servidumbre humana, Kiss me, Stupid), nunca se vio tan sensual como en Vértigo (y casi, en Kiss me, Stupid, bajo el mando de otro erotómano, Billy Wilder, y en Molly Flanders); es enigmática, misteriosa, y presagia peligros insalvables. Otra rubia, Grace Kelly, es la protagonista de To Catch a Thief, y Cary Grant, pudiendo salvarse, casi cae en las garras de la justicia nomás por ir a verla; y aunque se besan, la escena parece más la promesa que el hecho mismo. Ya en Vértigo Novak y Stewart se dieron un beso apasionado, y eso que no permitía la censura en esos gloriosos e ingeniosos años cincuenta, que los besos duraran mucho, ni que se dieran con los labios abiertos. Aunque para besos, el que se dan en Notorious Cary Grant e Ingrid Bergman, que para muchos fue el más largo de la historia del cine, hasta esos momentos. Pese a que un teléfono timbra, ellos caminan hacia el teléfono sin dejar de besarse. La descripción de cómo se filmó la escena está en el libro de Guillermo del Toro, Alfred Hitchcock, de donde he tomado los nombres de los actores, pero no el espíritu de la obra: me gusta más el cine de Hitchcock que a Del Toro. En Los pájaros, Hitchcock fue muy cuidadoso en varias escenas; en una, Suzanne Pleshette, atacada por las aves, está tirada en la calle, muerta; Rod Taylor, con todo y su pachorrudez y su pazguatez, va hacia ella y le tapa las piernas descubiertas cuando se le levantó la falda en la caída; su rival de amores, Tippi Hedred, pide que le cierren los ojos; tamaña delicadeza no está divorciada del erotismo que ronda en toda la película; y al final, cuando Hedren está ida, perturbada, cuidan que no muestre las piernas, muy bellas, y que atisba Sean Connery, sin lograr verla del todo, en la siguiente cinta de Hitchock, Marnie (es una ladrona, como la titularon en México Menchaca y Camacho). Aún más: en Psicosis tiene lugar una de las escenas más célebres de la historia del cine: el asesinato de Janet Leight en la regadera, a cuchilladas; se sabe que, aunque el espectador no la ve, la actriz estaba desnuda; de haber disfrazado ese desnudo no sería tan impactante ni se sentiría la impotencia para defenderse del ataque. Fue ése el único desnudo en la muy amplia filmografía de Alfred Hitchcock, y no se ve nada; muchos años después hubo una copia, un remake, una rehechura, con Anne Heche en el papel que hizo Leight en los años sesenta; Heche ha hecho desnudos en cuando menos diez películas, Leigth sólo hizo aquél; además de que el remake es malo, ningún espectador tiene escalofríos ante esa escena, ni la siente verosímil; a lo mejor si no se le viera nada… A Howard Hawks le gustaban las mujeres; tanto, que en sus películas ponen a prueba la amistad recia y viril de los protagonistas, no importa si son western o no. En Monkey Bussiness Ginger Rogers está cocinando pero por un descuido trae levantada la falda; por adelante la tapa el delantal, pero por atrás son visibles (apenas unos segundos, y de manera confusa, las pantaletas blancas –de otro color, en el cine, eran pecaminosas, además de que la cinta es en glorioso blanco y negro); en la cocina está Harvey Entlewist (protagonizado por Hugh Marlowe), antiguo novio de ella; el marido Cary Grant apenas puede taparla para que no la vea Harvey; ella se asombra y luego se asusta; la verdadera picardía está en Marilyn Monroe, torpe secretaria que apenas puede mecanografiar unas cuantas letras en una hora, pero es protegida por Charles Coburn; cuando Grant prueba el elíxir que rejuvenece a quien lo toma, vive con Monroe una serie de aventuras desenfrenadas que no pasan a más por la edad que adquieren ambos; es más erótica la adolescente en que se convierte Rogers; al final, Coburn, rejuvenecido, empapa a todos con un sifón, aunque es más certero con Monroe, a quien le dirige el chorro de agua hacia las nalgas, con la seria intención de que el espectador se fije en ellas, si es que no se había fijado ya (en México la cinta se llamó Vitaminas para el amor; en España, Me siento rejuvenecer). A Monroe vuelve a aprovecharla Hawks en una comedia deliciosa: Los caballeros las prefieren rubias, basada en una novela harto difícil de leer, de Anita Loos; la pone a rivalizar con la exuberante (adjetivo que sólo puede emplearse con ciertas plantas y ciertas mujeres; más raro, con ciertos libros) Jane Russell; Monroe es menos pechugona, tiene pantorrillas delgadas, muslos gruesos y caderas muy anchas; el rostro es asimétrico, canta mal y tiene que gemir para que no se noten sus defectos, pero pocas actrices han llenado la pantalla como ella, y su interpretación, con todo y sus defectos, de "Diamonds Are A girl's best friend" es emblemática (así y todo, hay un disco, con el título de la canción, donde se recopilan sus menos peores interpretaciones, excluida "Happy Birthday dear president", que sólo puede conseguirse en discos pirata: CEDAR, GFS261); en esta cinta hace el papel de una interesada que por ambiciosa por poco queda atrás en sus conquistas, pero finalmente triunfa; Jean Negulesco fue quien mejor la aprovechó en el cine, aunque es inolvidable la escena, dirigida por John Huston Misfits), donde juega con una raquetita en la que rebota una pequeña pelota; no importa cuántos golpes da, sino con qué ritmo lo hace, y cómo mueve los glúteos, para deleite de quienes la observan, y del espectador. Manuel Michel, en su libro sobre ella, dice que desmintió el mito de que las actrices no deben dar la espalda al espectador, ni en teatro ni menos en el cine --en High Society, Bing Crosby, cuando Grace se aleja de él dándole la espalda, le pregunta si ha adelgazado; con ello, uno se fija si de veras adelgazó; ella se detiene porque sabe que está (estamos) viéndole los glúteos. Hawks le sacó provecho a la inteligencia de Katherine Hepburn, quien decide conquistar al sabio distraído Cary Grant en Domando al bebé (La fiera de mi niña, como la llama G. Caín; La adorable revoltosa, la llama Emilio García Riera), y luego de que rompe el saco de Grant, a ella se le rompe por atrás el vestido; apenas se atisban las pantaletas, pero como están en una fiesta, el caballeroso Grant le tapa el trasero con su sombrero de copa, como pudo haberlo hecho con la mano; así, llaman más la atención de los invitados a la elegante fiesta donde sucede la escena; posteriormente, en la casa de la tía, Hepburn aparece brevemente con una bata abierta que permite observar sus piernas y, de nuevo, muy brevemente, las pantaletas; la escena, otra vez, es más divertida que erótica, pero perturba a Grant quien al final cae en sus garras (con gusto, eso sí). ¡Hatari! sucede en África; no hay villanos, y los héroes cazan animales, pero vivos, para un zoológico (lo cual produjo alivio en Nahúm, quien ha visto casi diez veces la cinta y temía que los cazaran para matarlos; está convencido de que los que están en Chapultepec los cazó John Wayne); aparece una fotógrafa, Elsa Martinelli (una de las actrices italianas más bellas), quien es torpe, causa problemas, no puede cumplir con su trabajo, pero es aceptada, y al final conquista al inconquistable Wayne; pero más que él, es Reed Buttons quien primero descubre sus cualidades: están por partir a una cacería, y ella va retrasada; se sube al vehículo de Pockets, en pantaletas negras, y es en el jeep donde se pone los pantalones; de manera previsible, Pockets la ve a ella, no el camino, y choca; pero la escena más perturbadora sucede cuando Michèle Girardon le pide a Chips que le suba el cierre del vestido; él no dice nada ni acusa ninguna reacción, pero cuando ella pide que alguien la acompañe al río a bañarse, Kurt está dispuesto a hacerlo y Chips hace trampa y se adelanta; luego le aclara a Wayne que el francés Kurt está interesado en ella; Wayne no entiende, hasta que Chips le dice que la vea; Wayne levanta la vista, la observa por primera vez en muchos años (ella es hija de un antiguo cazador, compañero de Wayne y muerto por un rinoceronte; ella se cría con el grupo, que la ve como hija), y exclama un "¡oh!" muy convincente; a lo largo de la cinta Chips y Kurt rivalizan por ella, pero es Pocket, muy mayor (iba a poner más mayor, como escriben ahora los españoles, Juan Marsé inclusive) quien la conquista. Antes de ¡Hatari! hay una cinta harto curiosa: Tierra de faraones, donde la muy sensual Joan Collins (quien fue sensual hasta más allá de sus 58 años, edad fuera del límite para el cine para esos menesteres) es castigada por ambiciosa, y aunque se queda con la fortuna del faraón asesinado, disfrutará de la riqueza encerrada en una pirámide. Así castiga el cine a las demasiado bellas. En Río Bravo y El Dorado una mujer es causa de problemas para los protagonistas; Angie Dickinson pone en peligro a John Wayne, quien casi es asesinado por ella; castigados los villanos, Wayne le pide que deje el pueblo pues la buscan en varios lados, acusada de delitos cometidos por su exmarido; la contratan en la cantina para cantar, pero lo hace tan mal que debe salir en mallas, mostrando las piernas; Wayne amenaza con arrestarla si se atreve a salir así en el escenario; al final, de la ventana de ella salen despedidas las mallas, que caen a los pies de Dean Martin y Walter Brenan, quienes se imaginan otra cosa (no dicen qué) y estallan en carcajadas; antes, Martin le recuerda a Wayne que él cayó en el vicio de la borrachera por culpa de una mujer, que llegó y se fue en una carreta, como Angie Dickinson. En El Dorado hay rivalidad entre Robert Mitchum (borracho a causa de una mujer) y Wayne, por Charlene Holt, quien también aparece con las piernas desnudas; muy a la irlandesa, Hawks resuelve el dilema no poniendo a los amigos a pelear por ella, más bien ella se va del pueblo (es lectura obligada el ensayo de José de la Colina sobre esta película, en Miradas al cine). Pero no son las únicas mujeres en las cintas de Hawks. De ellas hay bastante de qué hablar. *El miércoles tuvo lugar el quinto juego sin hit de la temporada, y segundo perfecto; todavía faltan cien juegos; sólo es de esperar que no cedan las autoridades de las Mayores y revivan la pelota viva para atraer de nuevo a los villamelones. El viernes hubo cinco blanqueadas. ¿Será que los managers conservan a los pitchers en la loma sólo si tienen chance de lanzar sin hit? No sólo en el beisbol, en casi todos los deportes, los atletas son más altos, más fuertes, más rápidos, consumen más esteroides y son más “nenas” (término que, contra lo políticamente correcto, ha puesto de moda “el doctor”). *¡Fui a Los Ángeles (de donde tienen el descaro de agradecerme la ayuda para que la feria resultara un éxito) y no busqué discos de Don Williams! *Me tomé una botella de vino con Marco Pulido, y no brindamos por el 16 de junio, que ahora se apropian los que no han leído a Joyce. Y por cierto, ¿alguien se interesa por la primera edición de Pomes Penyeach? Los ofrecen en sólo 1,200 euros. *Recuerdo vagamente el ámbito caldeado en las elecciones de 1952, donde vitorear a Adolfo Ruiz Cortines era exponerse a burlas; en 1970 en que votar por el PRI era traicionar el Movimiento de 1968; en 1976, cuando sólo había un candidato; en 1988, en que se tenía la certeza de que se acabaría con un PRI que era lo contrario de lo que había sido; en 2000, cuando para ser de izquierda había que votar por la derecha, y en ninguno de esos años recuerdo tanto odio, tanta intolerancia como ahora, ni tanta ingenuidad, ni tanto peligro como consecuencia de todo. Ni en una época en que expresar dudas motivara tantas amenazas.

Directores y erotismo: más de Howard Hawks y Wilder

$
0
0
Aunque dirigió varios melodramas, y algunas cintas francamente dramáticas, Howard Hawks hace que sus héroes, rudos y valientes, o sabios y aparentemente interesados sólo en sus actividades específicas, caigan rendidos ante mujeres cuya mayor cualidad aparente es la vitalidad, aunque en realidad son inteligentes que si bien no se avergüenzan de serlo, no gustan de presumirlo. En Bola de fuego, la aparentemente frívola Barbara Stanwyck, novia de un gánster harto simpático, conquista a ocho sabios (de diferentes materias) y los inmiscuye en sus problemas; por ella su intelectualidad se vuelve heroísmo y audacia, e incluso están dispuestos a cualquier sacrificio por ella; el por lo regular frío e insensible Gary Cooper se vuelve intrépido y se enfrenta a oponentes más diestros en el boxeo; gracias a ello, Stanwyck ya no duda en quedarse con él en vez de con Dana Andrews (García Riera en su libro sobre Howard Hawks insinúa que vence a Cooper como actor, y tiene razón); a su vez, los otros siete sabios (en geografía, en filología, en otras ciencias) vencen a los gánsters con inteligencia en vez de usar una fuerza de la que carecen. En The Big Sleep Lauren Bacall hace una villana extraordinaria que en muchas escenas hace tambalear al rudo Humphrey Bogart, en la versión cinematográfica de una de las mejores novelas de Raymond Chandler; Bogart, aunque es el mejor Philip Marlowe del cine, Bacall es el mejor personaje femenino de Chandler en el cine; la sensualidad que derrocha, impropia para la edad que tenía en la vida real, es de lo mejor de la cinta (nada qué ver, pero se cuenta que Hawks y William Faulkner, quienes trabajaron en el guión, se atoraron en una de las escenas: no entendían cómo la había resuelto Chandler, y decidieron escribirle preguntándole cómo debían escribirla; Chandler respondió que no había releído su libro y pidió unos días; cuando al fin contestó, confesó que no le había entendido, y los dejaba en libertad de escribirla como les pareciera; en otro lado, Faulkner contó una muy divertida historia de cómo lo habían contratado y despedido sin haber escrito una sola línea de una cinta que iba a ser dirigida por Hawks). En una de las comedias más divertidas de Hawks, His Girl Friday, Rosalind Russell reta a su arisco jefe Cary Grant, quien no acepta su renuncia al diario que él dirige, ni que se divorcien; entre ambos se burlan de Ralph Bellamy (aspirante a nuevo marido de Russell), y finalmente viven una aventura vertiginosa en la que tiene que ver un erotismo escondido, pero que se hace presente en varias ocasiones; Hawks se toma muy en serio el acto sexual, y sabe que es mejor mientras más divertido resulte; así, hace que el espectador se imagine escenas que no ve, pero que son tan reales que al final Russell decide no divorciarse de Grant y regresar con él, aunque tampoco renuncia a su independencia ni a su libertad. Y aunque The Outlaw no es estrictamente de Hawks (la firma, no se sabe si fraudulentamente, el productor y millonario Howard Hughes), en ella aparece una de las figuras más espectaculares de la historia del cine, el escote (sin nada debajo) de Jane Russell; García Riera supone que Hawks era más fino, pero cuando se descuidaba, dejaba ver, aunque fuera por instantes, la sensualidad de sus estrellas, como lo hace en The Ransom of the Red Chief, en una escena que ya he narrado y que no llamó la atención de los críticos: Fred Allen y Oscar Levant buscan una dirección en un pueblo semicivilizado; se detienen ante una casa y salen a orientarlos todos los habitantes, mayores y menores, y súbitamente surge una mujer joven, con la misma animalidad que Russell; nada dice, sólo se detiene en el quicio de la puerta, y llama la atención de todos; los familiares, con voz seca, le ordenan que vuelva a entrar a la casa; por desgracia no he encontrado el nombre de la actriz que se robaría el corto (20 minutos), si no fuera por la anécdota casi inverosímil, y por la presencia de Lee Arker y de Kathleen Freeman (la maestra de dicción de Lina Lamont en Singin’ in the Rain). Una de sus obras más significativas es El deporte favorito del hombre; aunque no está a la altura de sus grandes comedias, utiliza muchos de los elementos de algunas de sus mejores películas: Paula Prentiss habla sin parar como Katherine Hepburn cuando está aturdida, con lo cual aturde a Rock Hudson (quien hace una copia pálida y sobreactuada de Cary Grant); a Maria Perschy se le baja el cierre del vestido y deja ver las pantaletas (aunque por arriba) blanquísimas, y la espalda desnuda y bien formada (estaba de moda en esos principios de los años sesenta, tal vez por la espalda de Kim Novak, de Doris Day y en México de Silvia Pinal); Hudson la tapa de la misma manera, y caminan igual, que Grant y Hepburn en Domando al bebé, sólo que tienen un final diferente, porque se atora la corbata de Hudson en el cierre del vestido de Perschy, y lo descubre su prometida Charlene Holt; pero la escena es tan vertiginosa que no da lugar al erotismo, aunque sí a la contemplación, así sea momentánea, de la espalda y las tarzaneras de Perschy. Aunque en esa época Prentiss se ganó por esa cinta la fama de poseer las piernas más hermosas de Hollywood, y las exhibe de manera generosa (en shorts y en una falda cortísima con la que está a punto de mostrar las pantaletas) en varias ocasiones, la escena más audaz está a cargo de Holt, quien aparece de pie, con negligé que deja traslucir un brasier insinuante, y unas pantaletas nada breves, pero sí sus piernas largas y esbeltas, como le gustaban a Hawks, en una pose que imitaba la de Angie Dickinson en Río Bravo y que repitió Holt en El Dorado. Pero el tema que más repite es el del beso; Lauren Bacall le dice a Bogart, en Tener y no tener, que “es mejor cuando lo hacen los dos (besarse)”, en respuesta a un beso insípido de él; Dickinson le reprocha a John Wayne “es mucho mejor cuando no lo hace una sola” (antes él no había respondido); en El Dorado, Holt dice una variante de la frase de Dickinson (observaciones, en las dos primeras, de G. Caín); Prentiss primero besa a Hudson, pero él, inconsciente, no lo siente; luego él le da un beso rápido, y aunque a ella la conmociona, él lo hace sin ganas, por salir del paso; el tercer beso (como en El Mil Amores) es definitivo; ella queda trastornada y niega haber sentido placer, aunque al final ruega que vuelva a besarla. Resulta que sí hay un par de desnudos en una película de Hitchcock: en Frenesí se ven los pezones de Barbara Leight-Hunt, y pechos y nalgas de Anna Massey, pero dicen los expertos que, además de fugaces, los desnudos son de dos dobles (también muy apreciables, pero anónimas). Hitchcock le cuenta a François Truffaut en las largas y exhaustivas entrevistas que sostuvieron, que un amigo suyo puso en su buró o mesa de noche una libreta y un lápiz para apuntar un posible argumento que hubiera soñado, luego de tantos que no lograba recordar al despertar, y que sentía que eran mejores que los que se le ocurrían despierto y lúcido; una noche soñó una buena historia, se despertó, y apuntó su sueño; volvió a dormir, tranquilo y satisfecho, sólo que al despertar, ávido de leer lo que había escrito, se encontró con estas palabras: “boy meet a girl”. Ese amigo, del que delicadamente Hitchcock oculta el nombre, fue Billy Wilder, otro director subyugado por la belleza femenina: en primer lugar, es autor de una de las escenas más memorables de Marilyn Monroe, enLa comezón del séptimo año (La tentación vive arriba, dicen los Camacho y Menchaca españoles) cuando sale del cine con Tom Ewell, y parada sobre las rejillas del Metro, el viento sube su vestido; en Los Ángeles, dos Marilyn postizas usan un vestido blanco y pantaletas “grannies” del mismo modelo de las de Marilyn, aunque en la cinta nunca las muestra, pero hay decenas de fotografías donde sí se le ven (en la contraportada de la autobiografía de Wilder –Grijalbo, 1993—, Wilder admira las piernas de Monroe, pero ella detiene el vuelo del vestido, con lo que no se le ven las pantaletas, pero sí el principio de los glúteos); aprovechó la sensualidad de Monroe para varias escenas de gran picardía en Una Eva y dos Adanes (Algunos prefieren quemarse, mala traducción de G. Caín a Someone Like it Hot; aunque, peor, en España le dicen Con faldas y a lo loco), cuando suponiendo mujeres a Tony Curtis y a Jack Lemon, comparte cama con ellos, y se mueve de una manera no provocativa, porque no intenta provocarlos, pero deja ansiosos a los espectadores. En ambas Monroe se muestra simpática y desenvuelta y con una sensualidad natural y desarmante; Ewell, de quien la esposa se burla porque considera que no atrae a ninguna mujer, la conquista, sin seducirla, sin tener que fingir hazañas o cualidades que no tiene, sólo con amabilidad y plática amena; aunque sueña con tenerla, se conforma con pasearla, mantenerla contenta, y sólo debe resistir lo tentadora que es; en la segunda Curtis intenta conquistarla imitando a Cary Grant, pero ella prefiere también lo natural y no lo extravagante como podría pensarse dada la sensualidad que derrama en cada movimiento, en su tono de voz, en su versión de “I Wanna Be Loved by You” (con lo que disimula su carencia de entonación); esa sensualidad está contrastada con la comicidad de Joe Brown y de Lemon, quienes al final se llevan la película con las frases “I’m a man” y “Nobody’s perfect”. Con todo, no son las cintas donde hay más sensualidad; sin ocuparnos de todas sus cintas, y sin seguir un hilo cronológico, hay que destacar El apartamento y Kiss me, Stupid; en la primera Jack Lemon es explotado sobre todo por su jefe Fred McMurray, a quien debe prestar su departamento, en vista de su soltería y falta de conquistas y de compromisos, para que el patrón lleve a sus jóvenes amantes a refocilarse con ellas; una, interpretada por una muy joven y fresca Sherley MacLein, al sentirse utilizada por McMurray, intenta suicidarse; él ni siquiera se da cuenta, pero Lemon la salva y la rescata; pese a que por la época no se permitían situaciones que se daban en la vida real, Wilder no castiga a MacLein, aunque no es virgen y aunque ha sido amante de un conocido de Lemon, él la acoge, no le reprocha su pasado muy presente, ni la atosiga con reproches ni tiene intenciones de atormentarla con preguntas impertinentes (“¿y cómo era él, y en qué lugar se enamoró de ti?”, ni mucho menos “¿era mejor que yo?”); aparentemente el tema es la insubordinación de un apocado que se doblega ante sus superiores, pero queda más de manifiesto la libertad sexual, el amor desinteresado, y la ética y la moralidad; una frase de MacLein es memorable: “no hay que maquillarse si se sale –coge— con un casado”. El final sugiere un giro: ante las dudas de Lemon, MacLein toma la iniciativa y recupera su sexualidad rendida y apagada por la dominación bajo Murray: “Cállate y sube” (al departamento, y ya se sabe a qué). Kiss me, Stupid es un alegato contra la dominación masculina y contra los prejuicios sexuales; si en The Apartament la heroína no es virgen y aun así es aceptada, en Kiss me, Stupid no sólo se acepta, sino que se justifica el adulterio; el provinciano Ray Walton, fanático de Beethoven, quiere aprovechar la visita del famoso cantante Dean Martin para dar a conocer sus canciones; la peinadora-piruja Kim Novak anhela juntar una cantidad ridícula pero fuera de su alcance por sus bajos salarios, para irse del pueblo y montar un negocio honesto; Martin desea acostarse con la esposa de Walton, Felicia Farr de belleza discreta pero indudable; pudiera parecer que el tema es la moral flexible de Walton, quien no se detiene en ofrecer la esposa a Martin con tal de que éste escuche su música, y Novak, que aunque piruja tiene un sentido de la moral más noble y recto que el ofrecido Walton y el conquistador oportunista Martin; al final Martin, casi por casualidad, da a conocer la música de Walton, éste se hace famoso y ayuda a que Novak deje su vida de perdición y se vaya del pueblo a retomar su vida, y Farr, que en una escena muestra de manera casual las pantaletas, se acuesta con Martin, ni como venganza por la infidelidad de Walton, ni rendida ante el acoso de Martin, sino por puro placer; la cinta es de 1964, y asombra que no haya en ella moraleja, que la infidelidad de Farr no incida en su matrimonio ni sea juzgada por Martin (cuyos acostones no son ni siquiera por placer) o por Walton ni por el el guión ni por el director ni que éste deje espacio para que espectador juzgue a Farr ni a Wilder ni a Novak, cuando mucho a Martin y a Walton (quien tiene una actuación excelente, como casi todas las suyas, aunque por desgracia sea más recordado por Mi marciano favorito que por sus muchas cintas de calidad). Pero falta hablar mucho de varias cintas de Wilder, quien no tiene la merecida fama de erotómano que tienen otros directores de menor calidad y que más que eso, son obsesivos y obscenos. Como por ejemplo A Foreign Affair, que tiene uno de los mejores y más sugerentes finales de todo el cine que trate de guerras. *Luego de otro juego perfecto y de otro sin hit, ha habido tres juegos de un hit; en la semana hubo un día con cinco blanqueadas y cinco juegos que terminaron 2-1; según Diego, las Ligas Mayores no necesitaron elevar el montículo ni usan pelotas más pesadas y menos vivas (de hecho, hace poco un bateador conectó un jonrón aunque al batear soltó el bat); sólo ha habido mayor control en la vigilancia de atletas que ingieren esteroides o estimulantes. Y aquello de que el que la hace la paga parecer ser cierto sólo en ciertos programas televisivos, porque Roger Clemens fue exonerado (no ”inocente“, más bien “no culpable”) de las acusaciones de haber mentido al Senado cuando juró que no sabía que le inyectaban (a él y a su mujer) sustancias prohibidas que le ayudaron a sanar de lesiones y al mismo tiempo le dieron ventajas sobre otros competidores. El gobierno careció de argumentos para demostrar que sabía lo que le ponían y que aun así lo negó. Quedó libre de esos cargos. Lo que sin embargo quedó demostrado es que le inyectaron los estimulantes. Por el momento queda anulada la posibilidad de que ingrese al Salón de la Fama, aunque dijo, en momentos más apremiantes, que dicho Salón le importaba un carajo (traducción libre). *Por fin terminó Esposas audaces que nada tenían de desesperadas; termina con ello el mal ejemplo que daban sus personajes acerca de la hipocresía, el oportunismo, la sexualidad como arma y, peor, como chantaje; sobre todo, la tiranía de la fodonguez o de la chorcha y la curiosidad malsana; también, el mal ejemplo de que no importa qué tan malas sean las actuaciones: basta con enseñar y con insinuar que para triunfar (en la serie y en la vida) basta combinar la ropa interior. *Persiste el mal ejemplo: no hay que portarse bien, sólo convencer a los inocentes de que se es inocente. *Nada tiene que ver, pero qué bonita es la venganza cuando Dios nos la concede; yo sabía que en la revancha los tenía que hacer perder.

Billy Wilder, François Truffaut, directores que amaron a las mujeres

$
0
0
Humphrey Bogart era rudo, pero sincero; su sensibilidad lo hacía débil y frágil ante las mujeres que, por su facha, lo creían inmune; por su actitud sabían que podían seducirlo; en efecto lo seducían, pero de cualquier manera las apresaba y para consolarlas, afirmaba que las esperaría los 20 años que duraran en la prisión; o los seducían mujeres igual de rudas que él, con aire de cinismo que desenmascaraba su mal disimulada inocencia; besaba por igual a heroínas (pocas) que a villanas, o a las esposas de los socios a quienes coronaban la frente; después del beso quedaban lacias, lacias; en ocasiones el romance no era suyo, y hacía lo posible porque la heroína triunfara, pero aun así lo hacía desde lejos, sin que supiera nadie (y menos ella) de su ayuda, no fuera que se descubriera su “ternura”. Bajo las órdenes de Billy Wilder, en cambio, sucumbió ante la expresión inocente, angelical, casi infantil, de Audrey Hepburn; no podía haber mayor distancia entre ellos; excepto Pier Angeli, nadie tenía una expresión casi infantil, sin rasgos de travesura, que Hepburn; en su carrera interpretó papeles audaces, pero no en lo sensual, sino aventuras de espionaje o de asedio; sus coestrellas se enamoran de ella, pero no la seducen; una de las actrices más elegantes, mostró poco sus piernas: apenas algo de muslos en Cómo robar un millón de dólares; un poco más en Desayuno en Tiffany’s; atisbos en Funny Face; entre los cientos de fotografías que le tomaron durante su carrera hay algunas pocas en traje de baño; en ninguna de esas fotografías llaman más la atención que la finura del rostro, la elegancia de su figura, su caminar refinado, sus facciones elitistas; es literalmente la personificación de una princesa de cuentos de hadas; pocos se fijan en lo rotundo de sus muslos, probablemente porque lo delgado de su talle, de sus brazos, de su cintura, no prefiguran las piernas tan hermosas que muestra, por una vez con picardía, aunque muy brevemente, en Sabrina. Aunque los galanes con los que uno la asocia son finos o refinados (Cary Grant, Gregory Peck, Fred Astaire, Rex Harrison), se necesitaba que fuera seducida y disputada por actores menos identificados con la elegancia que con la perversión, como William Holden y Bogart, precisamente en Sabrina, una comedia aparentemente de alta sociedad que se involucra con las clases bajas, sin que corra peligro la cenicienta del caso. Sin embargo, sus piernas son objeto de un comentario entre Holden y Bogart, que las califican de magníficas. Wilder consideraba que Hepburn era una “dama sin partes pudendas”, que “en vez de pecho tenía corazón”, y en vez de “hacer el amor, soñaba con él”. No así sus galanes, pero no se atreven a manchar su pensamiento considerándola presa sexual; en Arianna, en cambio, Wilder la hace fingir que es perversa, y para atraer a un hombre, presume de haber conquistado a muchos. Gary Cooper, el galán, se lo cree, no así el espectador. El caso es que Billy Wilder fue el único que la utilizó como objeto sexual, aunque en historias inocentes y con final feliz; en los argumentos, Hepburn no desata bajas pasiones, pero sí en el espectador, el auténtico erotómano, el que no se fija ni en su delgadez, su elegancia, su sofisticación, su elitismo, su lejanía; él rinde culto a sus piernas, tan poco vistas que son más deseadas. Pamela Tiffin, una altísima pero refinada adolescente, protagonizó su tercera película, bajo las órdenes de Billy Wilder; aunque después actuó con otro erotómano, como Dino Risi; aunque hizo un desnudo discreto en alguna cinta europea, y sale muy encuerada ya mas grandecita en El vikingo que vino del sur, y hace un trío muy divertido con la recatada, o casi, Carol Linley (de las primeras famosas en aparecer en (self)Play boy–como le llama Mad a la revista para caballeros, como le dicen en las secciones de espectáculos, o le decían, antes que proliferaran las que desvisten a las actricitas mexicanas), la más exhibicionista Ann Magrett, que sale en calzones un buen rato, Tiffin nunca se vio tan atractiva, aun sin mostrar más que parte de sus muslos en One-Two-Three; no logra opacar a James Cagney en uno de sus no muy numerosos papeles cómicos: Tiffin, en minifalda de los principios de los sesenta, distrae la atención lo suficiente como para darle chiste a una película que se burla de todos los clichés políticos de la época, con todo y travestismo que ridiculiza a la guerra fría. Tiffin, poco después, baila sin mucha gracia algo a go go y, como dice Ibargüengoitia de uno de sus personajes en Dos crímenes, le pasea las nalgas por las narices a Paul Newman en una cinta basada en Ross McDonald. Pero aunque enseñe poco, dirigida por Wilder es mucho más excitante que en cualquier otra cinta. ¿Y Fred McMurray puede ser imaginado como alguien diferente a Mis tres hijos, anodino programa televisivo de los años cincuenta? ¿O como alguien distinto al moralista de El milagro de las campanas? Sólo como papá sorprendente, o como un profesor distraído que inventa una boligoma que hace volar a su chiti chiti bang bang (como le decían los cursis a sus carcachas). De pronto es malditillo, pero su papel más intenso lo hace para Billy Wilder en Double Indemnity, donde con todo y su seriedad es seducido, llevado por el mal camino, corrompido, por Barbara Stanwyick, quien lo convence de que altere un seguro para cobrar doble prima por el asesinato de su marido; con lo último que le queda, McMurray la asesina mientras la besa con pasión; sólo así se libera de una mujer imposible de resistir, o easy to love. Wilder es autor de varias obras maestras, como The Lost Weekend (la autobiografía de Andrés Soler, dice en El Ceniciento), Sunset Boulevard, sobre la decadencia de una seductora que se niega a envejecer; Testigo de cargo, de las pocas cintas de juicio que evade los lugares comunes, y que deja la duda de si se cumple o no con la justicia; Irma la Dulce, que otra vez quebranta la moral estadounidense; la divertidísima Vida privada de Sherlock Holmes. Pero la que prefiero por sobre éstas es A Foreign Affair; filmada sólo tres años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, lleva como coestelar a Millard Mitchell, el amigo de James Stewart en Winchester 73; el productor cinematográfico en Singin’ in the Rain, el comisario de The Gunfighter; y a la ya en decadencia Jean Arthur. Con cerca de 50 filmes mudos, y una de las primeras Calamity Jean del cine (trivia: otras fueron la legendaria Francis Farmer, Ivonne de Carlo –la señora de Herman Monster—, Doris Day, Stefanie Power, Kim Darby, Carol Burnett, Jane Birkin, Catherine O’Hara –la mamá de mi pobre angelito—, Anjelica Huston, Ellen Barkin, y fuera del cine, una editora mexicana), y dirigida por Howard Hawks y por Fritz Lang, hace un papel muy divertido, de diputada que audita a un oficial del ejército estadounidense, enamorada de él (un poco expresivo John Lund), a su vez seducido por una alemana, Marlene Dietrich, quien utiliza muchas armas seductoras para evitar ser encarcelada por nazi, y perseguida por colaborar con los norteamericanos. Dietrich está muy divertida, canta y baila no sólo con gracia sino también con sensualidad más natural que en casi cualquiera de sus cintas más célebres; le enseña a Arthur cómo seducir a los hombres, y la hace estallar en berrinches muy espontáneos; al final, Mitchell logra aprehender a Dietrich, se hace de la vista gorda ante la debilidad de Arthur, y perdona a Lund, con tal de que se aleje de la peligrosa alemana; aunque Dietrich está muy vestida comparada con cintas donde muestra sus piernas legendarias, Mitchell debe encargar a dos soldados a que la custodien a la cárcel, luego de resistir su intento de seducirlo; precavido, envía a otros dos soldados para evitar que aquéllos liberen a Dietrich, y luego a otros dos que cuiden a los primeros cuatro. Arthur, desabrida, atenta a las lecciones involuntarias de Dietrich, de pronto se destapa y logra seducir a Lund, e incluso a alborotar a varios soldados en un bar. Y esa desfachatez y ligereza la pueden lograr bajo la mirada de Wilder, un hombre que amó a las mujeres. Al releer las pláticas que sostuvieron Alfred Hitchcock y François Truffaut cuando revisaron cada cinta que hizo el primero, es notorio que el francés tomó muchas ideas del inglés; La noche americana, por ejemplo, se la dictó Hitchcock completita, no sólo le da la idea sino muchas soluciones, y le permite la libertad de descuidar las cámaras y los micrófonos. Sobre todo, la posibilidad de contar varias historias al mismo tiempo, que no tuvieran que ver con la cinta sino con la filmación; una de ellas es la relación entre Jacqueline Bisset y Jean-Pierre Leáud cuando éste, dolido como estaba de las mujeres porque su amante lo dejó, quiere abandonar la filmación; ella accede a fornicar con él, y éste, fuera de sí (cualquiera y no) telefonea al esposo de Bisset para contarle todo; en otras escenas se ve cómo las mujeres, mucho más libres que los hombres, aceptan tener relaciones sexuales ante el azoro y casi la negativa de ellos. Las mujeres dominan el ámbito, las escenas, llevan el ritmo, la alegría, y entristecen al espectador cuando se deprimen; transmiten sus sentimientos, y dejan ver su belleza en esplendor al despojarse de la blusa con naturalidad aunque, hay que admitirlo, sin coquetería. Bisset, de las más bellas y elegantes actrices de los años setenta, no hizo muchos desnudos; en algunas cintas parece que se le ven los glúteos, pero los conocedores afirman que son de una doble; lo más excitante fue en The Deep, donde usaba una camiseta y nada debajo para andar buceando y se le transparentaban los pezones de botón para abrochar el paraíso (Tomás Segovia); en ésta, Truffaut le rinde honores al mostrarla sin vulgaridad, al igual que los pechos de Nathalie Baye en una escena muy divertida, y además filmada con cierta lejanía, pero no con frialdad. En casi todas (no se dice que todas por El niño salvaje y por La piel dura–aunque hay aquí una escena sorprendente y sorpresiva, donde los niños le ven las pantaletas a una joven madre que se inclina para acomodar la carreola donde lleva a un bebé, y que Woody Allen rememora en Radio Days) sus cintas, Truffaut pone a los hombres a los pies de las mujeres, incluso en La piel suave, en la que el protagonista se debate entre dos amores sin quedarse con ninguno, y es asesinado por una de ellas. El más claro ejemplo es La sirena de Mississipi, en la que Jean Paul Belmondo pierde todo por Catherine Deneuve: riqueza, prestigio, su fábrica, su casa, pone en riesgo su libertad y se convierte en un fugitivo; al final acepta que ella lo asesine, y sólo pide que lo haga de un jalón, no lentamente como lo estaba haciendo: “Amada de tal modo, no puedo soportarlo”, exclama ella, toda malvada, le perdona la vida y huyen, lo que no garantiza que se haya arrepentido totalmente. Se sospecha que ella mató a la novia desconocida de Belmondo, se apodera de su dinero poco a poco, se deja ver en la compañía de otro hombre, y despierta los celos y el odio de Belmont, aunque al poco le perdona todo, asesina al detective al que contrata para localizarla cuando ella se va con toda su fortuna (por darle firma en la cuenta de la empresa), se convierte en un paria, todo por la belleza de una mujer llena de maldad a causa de la pobreza, sometida y explotada por otro hombre, pero llena de una sensualidad que provoca un accidente cuando, en plena carretera, se despoja de la blusa y deja al aire sus pechos privilegiados, aunque, como en La noche americana, es una escena filmada de lejos y con humor; más erotismo hay en una escena en que Belmondo llega al departamento en París, y ella con gran rapidez se viste para que él la desvista; el final no lo vemos, pero se intuye en la atmósfera densa y llena se sexualidad. Historia de bajas pasiones irrefrenables, es también la historia del amor loco extremo, en donde un hombre arriesga todo por una mujer. Pero al hablar de Truffaut y las mujeres hay que revisar, así sea superficialmente, toda su filmografía. *Ya hubo un día sin blanqueadas en las Mayores; Adrián González se está reponiendo, pero sigue en seis cuadrangulares; difícilmente llegará a 20 en la temporada; debutó un joven jalisciense con Baltimore, Miguel González, y ya obtuvo su primera victoria; mientras, Alfredo Aceves va casi igual que hace dos años, pero al revés: 0-7, aunque con 17 salvados. *Una serie televisiva pretende relatar la vida cotidiana de las azafatas a principios de los años sesenta; aunque recrean con cierta verosimilitud la vestimenta femenina, se equivocan con la masculina; en esa época ni siquiera los burócratas combinarían traje café con camisa azul; se decía que las azafatas, que andaban por todos lados sin nadie que las cuidara, eran propensas al intercambio sexual sin compromiso, promiscuo y con audacias que no practicaban las señitos decentes; la serie es aburrida como para seguir sus peripecias y ver si insisten en ese lugar común, pero hay un detalle que desbarata todo sentido de credibilidad: la estrella de la serie es Christine Ricci, la Melina de La familia Adams en su versión cinematográfica; Ricci se ha desnudado, poco o mucho, en una docena de cintas, ha mostrado mucho pecho, algo de tambochas y hasta vello público; inhibida no es, pero hay un detalle que, repito, no es creíble: Ricci mide 1.55, y en esa época exigían que las azafatas midieran cuando menos 1.62. No entiendo para qué: ¿para alcanzar con facilidad las puertas de los compartimentos de los aviones? No sé, pero no admitían a las chaparras. *Y mientras, arrecian los ataques racistas, se insulta a quien piensa diferente; ya llegaron a los ataques físicos, y los personales cada vez son más horrísonos. ¿Seguirá la Marcha sobre Roma? ¿Resucitará “El llorón de Icamole”? *Mi amigo y editor Hugo García Michel dice que este proceso le ha ayudado a depurar su lista de amigos; pocos respetan las decisiones de los otros, pocos aceptan y dan explicaciones. “Soy enemigo acérrimo de todo fanatismo” (Mario Magallón), pero ante tanta intolerancia y tanta proclividad a la corrupción mientras tachan de corruptos a los insumisos, no me duele perder amistades que pensé durarían el resto de mi vida. ¿Valdrá la pena el sacrificio al que están empujando a los que ni siquiera pudieron votar por no tener la edad reglamentaria? Y los que los están empujando, ¿asumirán su responsabilidad? Aunque la ley exige secrecía en cuanto a votaciones, aclaro que no voté por ninguno de los que dijeron que hay inequidad, que la votación fue inequitativa; eso me confirma que ninguno de ellos sabe leer; si supieran, dirían que hubo iniquidad, que fue inicua. Pero es mucho pedir. *Las redes sociales encubren la necesidad de la gente para expresar sus ideas, o repetir sin saberlo las ideas de otros; no tendrían necesidad si tuvieran amigos no imaginarios. Lo peor de todo es que más que la falta de ideas descaran su ausencia de ortografía y de sintaxis.
*Otra semanita espantosa, pero ya pasó. *En la fotografía, Billy Wilder en una posición privilegiada para observar muslos y glúteos de Marilyn Monroe en La comezón del séptimo año.

Las mujeres de Truffaut (y algunas de Ford)

$
0
0
A Truffaut le gustaban las mujeres, pero no las exhibía; la mayoría de los desnudos que aparecen en sus cintas son delicados y bellos, y aunque pudiera habérselos ahorrado, no son gratuitos, y sí en cambio bastante naturales; tampoco significa que no contengan erotismo, pero carecen de la vulgaridad que contienen los desnudos de algunos otros directores; por ejemplo, lo que hay en las cintas de Blake Edwards pueden ser cachondos, pero no de buen gusto: hay algunos no malos, como el de la anónima mesera con los glúteos descubiertos, admirada en silencio cómplice por Jack Lemmon y Jack Klugman en un coctel; o los upskirts ingeniosos en The Party (La fiesta inolvidable, o El guateque, según los españoles) y en La maldición de la Pantera Rosa; pero es muy reprobable el famoso desnudo de Julie Andrews en SOB, y los muchos inútiles aunque de actrices muy hermosas en 10. Regresando a Truffaut, los no muy abundantes desnudos en sus cintas son respetuosos, además de proporcionar inquietud, una de las maneras elegantes del erotismo: en Disparen sobre el pianista, Michèle Mercier aparece con los pechos desnudos, en una escena “after sex”, mientras que Charles Aznavour, por el contrario, se tapa el pecho con las sábanas; en esa época, 1960, las escenas de cama eran al revés: aunque se insinuara que estaban desnudas, las mujeres se tapaban con la sábana mientras que los actores mostraban el pecho; Mercier está muy bella, muy desinhibida, sin un pudor falso después de haberse entregado. Marie Dubois, con tanta carga erótica como Mercier, se hace amante de Aznavour, y muere sacrificándose por él, quien seguirá con su destino de pianista en bares de mala suerte, rindiéndole homenaje. Jules et Jim tiene una carga subversiva respaldada por el erotismo y las ansias de libertad representados ambos por Jeanne Moreau, que contagia a Oskar Werner y a Henri Serre, quienes parecen más comparsas de ella que entes independientes; viven una historia de amor y sexo muy atrevida para la época narrada, y también para la que fue filmada; Moreau, muy salvaje en otras cintas, se ve muy hermosa y delicada, además de insinuante, en ésta. Se ve salvaje, pero no primitiva, en La novia vestía de negro, basada en una muy emocionante y muy triste novela de William Irish (novelas suyas, que ocupan doce tomos en Ediciones Acervo, más otro tomo en Aguilar, y cuatro tomos de relatos en Alianza Editorial; le gustaba lo negro: Miedo negro, Telón negro, Rendez-vous en negro), la muestra violenta, pero con razón; y en una escena sacada de contexto, pero que define muy bien a la protagonista, se mira en un espejo con los pechos descubiertos; no excita, incita. Las dos muy bellas actrices de Las dos inglesas y el continente, en la cinta hermanas y ambas enamoradas de Jean-Pierre Léaud (Kika Markham y Stacey Tendeter) se desnudan ambas con mucha delicadeza y pudor, y aunque juran que no lo harán, ambas tienen relaciones sexuales con Léaud, un artista inmaduro, y más inmaduro como hombre, pero que tampoco las presiona para que cedan; las circunstancias los van empujando hacia la cama (como decía Ibargüengoitia), los tres se enamoran entre sí, pero como sucede con muchas de las cintas de Truffaut, el amor no se les da, o se precipita cuando todo parece que va a resultar favorable; como en todas sus cintas, no hay vulgaridad, aunque sea una historia trillada (en cualquier otro director) la de un hombre que se enamora de dos mujeres, las consigue, pero sólo de manera momentánea y fugaz; incluso celebra cuando alguna de ellas conquista a otro hombre, aunque no deja de sentir celos. La trágica belleza de Isabelle Adjani sirve de escenografía a la Historia de Adele H, la dramática vida de la hija de Victor Hugo, y aunque no haya erotismo como trasfondo, se narra de nuevo la relación enloquecedora de un amor no correspondido, que es uno de los temas frecuentes de Truffaut, y aunque no haya desnudos, Adjani hace si no que desaparezca la respiración, cuando menos que cambie su ritmo durante unos segundos, sólo para corroborar que la perfección no existe (excepto en la cinematografía). El hombre que amó a las mujeres tuvo su remake en el cine de Blake Edwards; mientras que la versión de Truffaut es la de un hombre que arriesga su vida con tal de contemplar la belleza femenina en su esplendor, la versión de Edwards es la del que pierde la vida por tratar de lograr lo que se denomina “butt grab”, o tortear en mal español pero muy descriptivo. En esa cinta se hace evidente que a Truffaut le gustaban las mujeres de pechos bellos, no muy grandes, mejor si pequeños, pero firmes, bien sostenidos, y mejor si están libres (como en novelas y cuentos de Juan García Ponce); se hace evidente porque sólo en ésta se muestran las piernas femeninas en plenitud; antes, sólo para excitar al macho, como lo hace Françoise Dorlec al mostrar los muslos, sólo a la altura de las ligas, y las muchas actrices de El hombre que amo…; la versión de Edwards, más vulgar, tiene la rara característica de mostrar fea a la antes atractiva y graciosa Shelley Long. La mujer de al lado es otra muestra de amor loco, aquel que desafía costumbres, conveniencias y que, para conseguir al objeto del deseo, no le importa ir incluso contra la voluntad de ese objeto deseado, y en ésta, es la mujer la que insiste en recobrar un amor apasionado que anda todo alborotado pero que ya pasó, aunque para ello arriesgue su matrimonio y el del hombre al que desea; y como la historia está narrada desde un punto de vista imparcial pero no objetivo, ese amor no conduce más que a la muerte, como en todo amor romántico. Hay otros amores en Truffaut, más inocentes, en apariencia, pero más duraderos: los que vive Antoine Doilel, en Antoine y Colette, La hora del amor, Domicilio conyugal y en cierta forma, en Los 400 golpes, que aunque ve ajeno el erotismo, lo entiende y lo anhela; en las otras historias de este personaje hay tentaciones, besos robados (“El primer beso siempre es robado”, dice Ramón Gómez de la Serna, pero las mujeres, que no son afectas a Don Ramón, dicen que siempre saben cuándo van a ser besadas), tentaleos torpes, erotismo apresurado, y las protagonistas exóticas que aparecen para romper la paz conyugal; en Domicilio conyugal tiene lugar una de las escenas más intimidantes, grotescas, pero al mismo tiempo terribles, de la filmografía de Truffaut: cuando Antoine se encapricha de Kyoko (¿es vulgar decir que se encula?, tal vez, pero es la palabra más exacta para describir cuando un hombre se encapricha por el deseo por alguien, y una vez satisfecho, comienza a verle todos los defectos, sus intransigencias, su deseo de ser amada y no deseada), Christine, viendo en peligro su matrimonio, se disfraza de geisha y lo espera sumisa cuando él regresa a su casa; la escena parece cómica, pero la cámara se acerca a Christine y la muestra con las lágrimas corriendo por sus mejillas (no como en el cine mexicano, que las lágrimas se quedan a media mejilla y no siguen corriendo; ¿serán artificiales incluso las de Libertad Lamarque, a la que también le quedan las lágrimas a media mejilla?). Es difícil abarcar todos los aspectos del cine de Truffaut; sólo intenté ver, de manera superflua, su amor por las mujeres: quedan para otra ocasión, o para un mejor lugar, sus muchas referencias (aunque no resisto la tentación de citar algunas muy evidentes; el homenaje a Jacques Tati en Domicilio conyugal; los homenajes a Hitchcock en La noche americana y La novia vestía de negro; a Sacha Guitry en La piel dura, a su amigo antípoda Jean-Luc Goddard; a Nicholas Ray, a Orson Welles, a Buñuel), sus guiños, sus obsesiones más allá del amor, sus citas literarias, su pasión por el cine, que va más allá del cine. Otro de los muchos ídolos de Truffaut, y de toda la nueva ola francesa (que cimbró al cine mundial de finales de los cincuenta a mediados de los setenta) fue John Ford; los hombres recios y rectos, la amistad resuelta a punta de chingadazos, las situaciones límite que los héroes enfrentan sin vacilar, e incluso con humor, parece dejar en un segundo plano a las mujeres, pero es sólo en apariencia; si no, ¿cuál es la verdadera rivalidad entre James Stewart, John Wayne y Lee Marvin, sino el amor de Vera Mills, delicada y muy femenina, pero también muy decidida y muy valerosa? ¿Y por qué esa historia, de una de las mejores cintas de todo el cine mundial –The man who shot Liberty Valance— está contada por el ganador, el que se queda con la dama, pero que rinde homenaje al que dejó que se la quitaran? ¿O qué historia de amor puede ser más trágica que la que no se narra, apenas se insinúa, en The Seacher, mal llamada Más corazón que odio en México y peor en España, Los centauros del desierto? En ella, John Wayne, enamorado en secreto de su cuñada Vera Mills, se mete por años a buscar a su sobrina raptada, y no la mata aunque ya sea más india que cuáquera, sólo porque se parece a Mills. Es una historia conmovedora de un amor imposible, pero más real que la consumación que consiguió otro; y ella sabrá que quien más la ama, apenas se atreve a desearla, y nunca será suya, ni la hará suya. Hay muchas otras mujeres en el cine de John Ford, aparentemente poblado sólo por hombres y ocasionalmente por alguna mujer. En la siguiente veremos algunas. *En Pack of Your Trouble, en México El abuelo de la criatura, Mr. Laurel y Mr. Hardy recogen a la hija de su amigo Eddie, muerto en la guerra y abandonada por la madre, y se dedican a buscar al abuelo de la criatura, un tal Mr. Smith; como siempre, se meten en líos de comisaría, roban un banco y causan equívocos; en uno de ellos irrumpen en la antigua casa de los Smith verdaderos, cuando Eddie, el hijo del nuevo propietario de la casa, está a punto de casarse; es un bobalicón torpe, pero novio de la hermosa Muriel Evans; la irrupción hace que la boda se cancele cuando creen a Eddie el padre de la criatura; al suspenderse la ceremonia, la agradecida y, repito, muy hermosa Evans, le da un prolongadísimo beso a Mr. Laurel, de más de diez segundos, demasiado para la época; Laurel parece no reaccionar, pero sin cambiar su expresión deja a Mr. Hardy el directorio telefónico que anda cargando, y va tras Evans; Mr. Hardy lo detiene. En Our Relations, Mr. Laurel vuelve a besar a su esposa, la bella Betty Healy, a la espontánea Alice Cook, y a Daphne Pollard, Mrs. Hardy en la película, donde además varias bailarinas muestran sus piernas mientras bailan, y se desarrolla una historia muy enredada y divertida entre los mellizos Laurel y los mellizos Hardy, que involucran a dos aventureras guapas, pero que muy comedidamente no avanzan en sus intenciones eróticas. Stan Laurel era un besucón al que nadie creía capaz de esas audacias. *En cada Feria de Minería nos acercamos a la escuálida mesa donde están los representantes de la Orquesta Sinfónica de Minería, a quienes lanzamos nuestras opiniones, que escuchan con respeto; por lo regular compramos los discos que han aparecido en el intervalo entre feria y feria, y le preguntamos cuándo tocarían Le Boeuf sur le toit, de Darius Milhaud, una de nuestras piezas favoritas, y más desde que leímos en Novo y en Chávez cómo se molestaba la gente cada vez que Chávez la ponía con la Sinfónica Nacional; también, como si ellos tuvieran la culpa o alguna responsabilidad, cuándo programarían la Conga del Fuego Nuevo, de Márquez, porque pensamos que es una obra ideal para una orquesta como la de Minería, cuyos integrantes disfrutan lo que interpretan; Dudamel ya echó a perder la pieza de Márquez con la Simón Bolívar, pero está disponible la excelente versión con la Orquesta Sinfónica Juvenil del estado de Veracruz, dirigida por Antonio Tornero. Nada más de imaginar a la flautista María Esther García Salinas encantada (bajo el encanto, para aclarar la frase que ha perdido sentido) bailando casi sin darse cuenta, o a la timbalista Gaby (no necesita apellido) tocar sus instrumentos con delicadeza aunque parece más bien con garbo y energía, eran suficientes motivos para querer verla en vivo y al día siguiente en la repetición por el 411. No han tocado la obra de Márquez, aunque sí una versión muy buena del Danzón 2, que no es nuestro favorito, preferimos el 5 y el 8; pero el sábado y ayer domingo tocaron Le Boeuf…; nuestros amigos músicos opinan que Carlos Miguel Prieto no sabe dirigir, pero que los músicos lo respetan y hacen como que lo obedecen, cuando en realidad obedecen su entusiasmo, su vigor, su alegría; José Areán es mas músico, pero transmite menos entusiasmo; desde los primeros compases extrañamos la rapidez con que la toca Leonard Bernstein con la Orchestra National de France (tenemos tres versiones, una de ellas en vivo, tan contagiosa que Bernstein se la pasa bailando, y al terminar, antes que agradecer los aplausos corre a abrazar a la concertino; entusiasmo musical más que erótico, aunque ella es –o era, la filmación es de hace cuando menos 20 años, y también que las mujeres guapas no envejecen— bastante atractiva. Areán bailó todo el tiempo, pero desconectado de lo que dirigía, porque aunque cada nota se oía con claridad y se distinguían todos los instrumentos (la orquesta toca con mucha elegancia y son excelentes músicos, casi podría decir que cada uno es solista y principal), faltaba la energía de la pieza, que enfureció a sus primeros escuchas por lo atrevido, lo experimental, la ejecución simultánea de melodías diferentes, disonantes incluso; faltó el humor, elemento primordial de Milhaud; no bailó Gaby, aunque eso lo suponemos porque nunca la enfocaron, aunque sí a las otras percusiones; no bailó María Esther, entre otras cosas porque no estuvo; la suplió una joven a la que el pánico no opacó su calidad de instrumentista, pues se nota su calidad, pero sí escondió sus gestos, y mostró sus rasgos, pero no su expresión. No creo que le hayan prohibido bailar; integrantes de otras orquestas protestan porque sus compañeros en temporada normal no bailan con sus orquestas pero sí con Minería; y de cualquier manera algún violista y un clarinetista bailaron, sin advertirlo, cuando tocaron La Vals (para el orquesta) de Ravel. Simplemente creemos que no bailaron porque lo que tocaron, aunque eran las notas de Milhaud, en las partituras no estaban las otras notas, las secretas, las que hacen que los músicos se entusiasmen y contagien al público. A lo mejor si la hubiera dirigido Prieto, hubiera estado tan bien como estuvo el resto del programa. *Ya despertó Adrián González; en los últimos diez juegos batea para .447, con tres cuadrangulares, ocho producidas y .770 de sluggin; pero para los fanáticos del beisbol la mejor noticia es el buen desempeño de Luis Cruz como short stop de los Dodgers; aunque su promedio es de .250 (ideal para alguien en esa posición) fildea con mucha seguridad, buenas manos y mejor brazo; lo vimos en la televisión (ahora que aún podemos verla) conectar su primer cuadrangular de su carrera en las Mayores; estaba tan emocionado que no dejó de presumirlo con cada uno de sus compañeros en el dugout, quienes ya no le hacían caso; parecía Red Buttons en Hatari!, más en la escena donde está orgulloso de que funcionara su trampa con la que atrapó a cientos de monos, que en la que choca por estar viéndole las piernas desnudas a Elsa Martinelli.

Paz y gratificación: las mujeres de Ford (y de Allen)

$
0
0
Aunque los héroes de John Ford son hombres recios, que enfrentan las adversidades con toda calma, las mujeres de sus cintas no son bravías, no desatan bajas pasiones, no parecen ser objetos del deseo, pero representan la recompensa luego de una batalla, una guerra, o toda una vida de sacrificios y retos. Claro que hay excepciones: Dallas (Claire Trevor), la heroína de La diligencia, pese a su pasado (o por ello) (magnificado por Maupassant) causa grandes alborotos, despierta los deseos de varios, y finalmente es el premio que se lleva el también proscrito Ringo (John Wayne); ambos están si no fuera de la ley, sí de las buenas costumbres, son unos parias en comparación con los demás pasajeros, y hacen una de las parejas más memorables de cualquier western (¿Howard Hawks le puso Dallas a Elsa Martinelli en Hatari en honor a Ford y a Trevor?). Dorothy Lamour, más vestida que de costumbre, es una metáfora de las pasiones contenidas, o al revés, el huracán de Huracán es una metáfora de lo que siente John Hall, y Mary Astor, la paz que encontrará cuando se calmen los vientos huracanados. Maureen O’Hara es la promesa que se alcanzará cuando se descubra que la esperanza es el presente, no el futuro, de ¡Qué verde era mi valle!; en El camino del tabaco una subtrama parece encaminarse hacia la sexualidad, y tiene una de las pocas escenas donde una heroína de Ford muestra las piernas sin que sea en una carrerita: Ellie May Lester alborota al por lo regular ecuánime Walter Bond; en Mi adorada Clementina, o La pasión de los fuertes, el héroe Henry Fonda (Wyatt Earp) tiene en casa su recompensa natural en los brazos de Clementina (Cathy Downs), pero el antihéroe Victor Mature (Doc Hollyday) hace honor a su condición de paria y se refugia entre las piernas torneadas (aunque escamoteadas al espectador) de Linda Darnell (actriz que tuvo un final trágico), Chihuahua para sus compañeros de la lucha contra los Clanton. En El fugitivo, la menos buena de las obras de Ford según una legión de admiradores, está basada en una de las novelas mayores de Graham Greene, El poder y la gloria; aunque la cinta carezca del áurea de fatalidad de la novela, los personajes son otra vez unos parias, unos perseguidos: el sacerdote alcohólico Henry Fonda, quien vive un romance a todas luces prohibido con Dolores del Río; ambos, perseguidos en un Tabasco dominado por el anticlerical gobierno (de Tomás Garrido Canabal), y finalmente redimidos por su fe; en Fuerte Apache el drama es otro: Wayne se niega a victimizar a los apaches, pero su jefe Henry Fonda, más cuadrado, ordena una matanza que se convierte en masacre contra los soldados; hay sin embargo presencias femeninas: una adolescente Shirley Temple, quien en una escena muy divertida explica por qué se llama Filadelfia; en otra, los presos Victor McLaglen y Pedro Armendáriz son excarcelados para que lleven serenata a las señoras esposas de los comandantes del fuerte donde viven; fueron encarcelados por cumplir al pie de la letra la orden de Wayne cuando decomisan un contrabando de bebidas alcoholicas: “acaben con el whisky” (no está por demás estar de acuerdo con lo que dice Carlos Fuentes de Armendáriz en su reciente Personas: que es el mejor actor mexicano, aunque no por las cintas que prefiere Fuentes, sino por ésta y por From Rusia with Love; en ambas tiene escenas donde opaca a los protagonistas; en la segunda, en unos cuantos minutos borra a Sean Connery por completo; en la de Ford escenifica, y dice la leyenda que sin extras, cómo domar caballos salvajes). Armendáriz también aparece en Los tres padrinos, donde no hay mujeres importantes, excepto la moribunda y bella madre abandonada y recién parida a quien le hacen la promesa de que salvarán a su hijo, cosa que hacen a costa del sacrificio de la vida de Armendáriz y Harry Carey Jr. En Río Grande, otra cinta del ejército estadounidense, y en La legión invencible, las mujeres maduras o, mejor dicho, respetables, Maureen O’Hara y Joanne Dru, son obstáculo para que cumplan con sus deberes los héroes John Wayne y John Wayne, una porque se opone a que su hijo Claude Jarman Jr. sufra los rigores del ejército y clama por que lo haga Wayne orgullo de su nepotismo; la otra porque quiere apresurar la jubilación del mayor Wayne, y cobre una pensión a la que tiene derecho sin que le quiten impuestos. El hombre quieto presenta un Wayne asesino involuntario (lo que se describe en una escena muy breve), enamora a la arisca Maureen O´Hara, sólo que el cuñado Victor McLaglen se opone a que se casen mientras él permanezca soltero, por aquello de hermano saltado… y los malvados del pueblo le hacen creer que tiene chance con la viuda Sara (Mildred Natdwick), de lo que se desengaña el mismo día del matrimonio de Wayne con O’Hara, y aunque no puede deshacer la boda, se niega a entregarle al cuñado la dote respectiva, y O’Hara no quiere cumplir con sus deberes conyugales mientras no sea una mujer completa, es decir, con su dote; la cinta tiene una de las escenas más picaras del cine; Wayne, enfurecido con O’Hara, la arroja sobre la cama, que se rompe; al día siguiente los vecinos le llevan el mobiliario que McLaglen accede a entregar (no así el dinero), y cuando entran a la recámara y ven la cama rota imaginan lo que imaginan; toda una hazaña al no insinuar siquiera una vulgaridad. No hay hazaña al mostrar las bajas pasiones de Clark Gable por Grace Kelly, porque él nunca logró una escena en donde no tuviera mirada turbia y expresión de profesor que quiere negociar las calificaciones de una alumna apetecible; el clima cálido de la locaciones ayuda a esas bajas pasiones que Ford evita hacer explícitas y vulgares. Los buscadores, Centauros del desierto o Más corazón que odio no muestra el amor de Wayne por su cuñada Vera Miles, sólo cuando se deja llevar por la ira del deseo incumplido. No recalco más en otras cintas de Ford no por falta de deseo, sino porque haría repetitivo el recuento; tampoco deseo que se cuele ningún adjetivo que haga más evidente que John Ford es mi director favorito, que entiendo y comparto lo que dice Cabrera Infante acerca del wester filmado por Ford (o por Hawks): que si Homero hubiera escrito cine, hubiera hecho westerns; que admiro las cintas que no son westerns, que con las cintas de Ford uno se emociona, sufre, ríe y se reconforta; pocas cintas son tan admirables como la bélica The Wings of the Eagles, tan ágil y tan inteligente pese a que el protagonista pasa media película en cama, inválido; que pocas veces he sido tan crédulo (lo que es una exigencia básica en un aficionado al cine) como en Bill, qué grande eres (When Willis Comes Marchin Home), en la que un joven logra ser héroe aunque nadie se lo crea. Dice la leyenda que cuando los macarthistas querían linchar a varios directores sospechosos de izquierdistas (al revés de ahora, que quieren linchar a los que no proclaman que son izquierdistas aunque son más represores que los macarthistas), Ford los hizo callar con unas cuantas declaraciones, y con el apoyo que le dio a los perseguidos. También dice la leyenda que Ingmar Bergman se sintió halagado cuando lo compararon con Ford. Uno de sus admiradores es Woody Allen, y en más de una ocasión ha plagiado alguna de sus escenas; y aunque es un director que tiene exceso de bajas pasiones, ha tenido la delicadeza de no mostrarlas desnudas, más que ocasionalmente, y en escenas que poco tienen de sexuales. Pero que Allen las admira es algo que pocos podrían dudar. En Bananas tiene una de las pocas escenas procaces, pero elimina cualquier vulgaridad con el humor, cuando en pleno campo guerrillero, Princess Fatosh corre desnuda, sin blusa, pero tapándose los pechos, y grita que la ha mordido una víbora; poco antes les instruyeron que en un caso similar hay que chupar el sitio mordido para evitar que el veneno corra por el cuerpo; la reacción de todos los guerrilleros es correr para succionar el pecho mordido por la víbora, Allen incluido, con mirada torva; al final de la cinta se narra el primer encuentro nupcial con Luisa Lasser, por tres cronistas deportivos (uno de ellos el célebre Howard Cosell); todo sucede bajo las sábanas, escamoteado para el espectador. En Take the Money and run quiere seducir a su esposa Janet Margolin, pero, torpe, es incapaz de desabotonarle la blusa, ante el aburrimiento (¿o desazón? de ella); en otro momento, parodia de Fuga en cadenas, ella le reclama lo frío de su relación, ante el choteo de sus compañeros que se han escapado con él. En Sleeper una máquina sustituye la cópula entre humanos, pero Allen convence a la muy hermosa Diane Keaton (más hermosa en las cintas de Allen que en cualquiera otras) de que es mejor a la antigua; pero también, al declarar que lleva 200 años sin copular (el tiempo que ha estado dormido) agrega otros cuatro, “contando mi matrimonio”. Tal vez la escena más estremecedora sea la que abre Hanna and her Sisters, con el rostro de Barbara Herhey en un acercamiento total, entonces de 38 años y diez centímetros más alta que Allen, acompañada de una voz en off: “¡Dios mío, qué hermosa es!”. En Manhatan (¿su obra maestra?) abandona a la adolescente Mariel Hemingway para irse con Diane Keaton (“trouble is my second name!”), y al final, cuando Hemingway avisa que se va de viaje y que deberá esperarla, le asesta una frase terrible: “no seas tan madura”); antes, Hemingway le ofrece que hagan el amor "cómo siempre ha deseado"; Allen se levanta de la cama y ante la pregunta de ella de qué va a hacer, contesta con un desarmante “voy por mi traje de buzo”, lo que hace que el espectador imagine demasiadas cosas. La única escena con desnudos es la ofrecida en Radio Day’s, cuando el niño que encarna su papel (en este caso la Academia permite que se utilice “rol”, pero me niego a obedecer a la Academia en sus tonterías) observa a una mujer bañándose, mostrando toda su belleza en desnudez; lo inquietante no es el desnudo, sino la escena siguiente cuando el niño descubre que esa mujer espléndida (bien aplicado el adjetivo) será su maestra en el año escolar que comienza ese día. En esa cinta hay un faje en un auto que no culmina en cópula por culpa de la transmisión del célebre programa radiofónico de Welles sobre la invasión de los marcianos, en una de las mejores bromas de Allen en todo su cine. En La última noche de Boris Grushenko (o Amor y muerte) hace que la gentil y delicada expresión de Diane Keaton se muestre pícara cuando comparte la complicidad de sus infidelidades con todos quienes la rodean, lo mismo cuando hace la lista de sus amantes, y cuando el alarmado Allen pregunta azorado que si en realidad son tantos, ella con ingenuidad dice que apenas va en la letra A; pero cuando la condesa Olga elogia la manera de Allen de copular, éste presume que todo se debe a que practica mucho cuando está solo. Pero Allen tiene muchas escenas más al respecto de su pasión por las mujeres. Me deleitaré en la siguiente enumerándolas. *En el escándalo provocado por el párrafo que Poniatowska añadió a una entrevista que le hizo a Borges en 1973 se ven varias cosas: en primera, que leer a Borges es tan engañoso que se le pueden achacar poemas chabacanos con tan sólo imitar el ritmo de sus versos largos; que los lectores fueron tan apáticos que no advirtieron que en tres ocasiones cometió esa falta, y sólo hasta la tercera vez fue advertido el engaño, y sólo por María Kodama, quien se indignó porque alguien creyera a Borges capaz de escribir una cursilería, y además por mentir; en las redes sociales algunos se atrevieron a defender a Poniatowska; o no a defenderla, pues lo que hizo es indefendible, sino a disminuir sus acciones, y para ello la compararon con Peña Nieto, quien no fue capaz de recordar que no es lector; trataron de culpar a Miguel Capistrán, quien también cayó en la trampa de Poniatowska. Y en efecto, Miguel, siempre acucioso, pudo haber tomado la entrevista publicada, y utilizarla sin los añadidos tramposos; Capistrán tiene una memoria que registra matices, hasta los detalles más insignificantes, y resulta asombroso que no haya advertido el añadido de los poemas que no pudo recitarle Poniatowska a Borges a) porque no era suyo uno, y b) porque el otro no lo había escrito aún. ¿Capistrán pecó de inocente? En esas mismas redes sociales culparon a los editores, pero quienes lo hicieron ignoran que en los contratos los autores afirman ser los autores de los textos y se comprometen a responsabilizarse de cualquier acción que resulte si esto no es verdad; asombra cómo Capistrán rehúye su responsabilidad, y cómo Poniatowska disminuye sus culpas; asombra que en La Jornada hayan retorcido el asunto aunque sabían que los demás diarios lo iban a destacar. No debería de asombrarme: cuando el asunto de Peña Nieto y su mala memoria, el diario se puso a modo para que se luciera Andrés Manuel López Obrador con tres libros “que lo marcaron”: no objetaron que incluyera la Constitución Mexicana, documento que ni es libro y que además todo mexicano debería conocer, aunque no explicó AMLO si la conoce hasta en las últimas y muy extensas modificaciones; incluyó también la Historia Moderna de México, pero no confesó que leyó los diez tomos originales, si es que los leyó (es sabido que, excepto el coordinador y los demás autores de la obra magna, el único que la ha leído completa es José Emilio Pacheco), fue porque su tesis es sobre la República Restaurada, lo que hacía obligatorio que tuviera el libro y lo consultara (se ignora si también leyó la parte correspondiente al Porfiriato, el 70 por ciento de la obra), y Poemas, de Carlos Pellicer; en La Jornada, casi más que en cualquier otro periódico, son cultos e informados, y no ignoran que ningún libro de Pellicer se llama Poemas; ¿se estaría refiriendo AMLO al libro que se distribuyó en Tabasco cuando Pellicer hizo su campaña para senador por ese estado? López Obrador fue de los que dirigieron esa campaña, lo que haría obligatoria, para él, esa lectura. Como sea, Poniatowska cargará ese episodio para siempre, y a Capistrán le manchará su reputación como investigador minucioso y La Jornada no podrá acusar a los demás diarios de parciales y tendenciosos. *¿De dónde habrá sacado Televisa a Georgina González? Sabe narrar, conoce los deportes que narra, es simpática, dicharachera, ocurrente y, hasta donde la he oído, imparcial; esas características no son características de la gente de televisión; los cronistas televisivos suelen ser más del tipo de Aurora Bretón, quien en lugar de explicar al televidente los secretos de la arquería demostraba parcialidad hacia los competidores mexicanos, animaba a los arqueros aunque ellos desde luego no la oían, y su crónica se limitaba a unos cuantos “vamos Marianita, vamos”. *Aclaración pertinente: mi legendaria torpeza me impide poner puntos y aparte, por lo que se le pide a los lectores imaginen dónde deben ir. Gracias

Paréntesis: dos viajes de un sedentario

$
0
0
Antes de seguir con el recuento de la pasión de Woody Allen, y algunos otros directores, por las mujeres bellas e inteligentes (y si saben cocinar, mejor, como diría Eulalio González Piporro), hago el relato de dos viajes en dos semanas, y con éstos, tres en el año, yo que me precio de ser sedentario, de aburrirme en las carreteras, de pensar en el avión de la maravilla que es que se sostenga en el aire un objeto más pesado que el aire (la reflexión es de Arturo Serrano), que creo que todas las playas son iguales, de no conocer en los viajes más que el lobby de los hoteles, y de considerar que viajar ya no conlleva más conocimientos que la diferencia de precios entre la provincia y la capital. Adolfo Castañón me embarcó en el primero; me invitaba a dar una conferencia en el Museo Andrés Lira; asombrado por el reconocimiento a un historiador en plena vida y juventud, acepté; en realidad se trataba de una charla en el Museo Miguel N. Lira, en Tlaxcala, Tlaxcala, y acerca de Rosario Castellanos; pasaron por nosotros, nos alojaron en un hotel que invitaba a conocer la ciudad (por lo estrecho del cuarto), aunque con la ventaja de una regadera cómoda, y de la cercanía con la sede del Museo, aunque con la desventaja de que está de subidita, y como hace años (cerca de 25) dejé de jugar beisbol, cualquier esfuerzo extra me cansa mucho (fuera del beisbol, nunca he hecho demasiado ejercicio: prefiero las escaleras eléctricas del Metro a las fijas, sobre todo por la recomendación de los médicos, pues presumir de fortaleza conlleva un debilitamiento de las rodillas, las mías débiles de por sí a causa del pie plano y baro); la ventaja al salir es que estaba de bajadita, y desemboca en uno de los muchos jardines que hay en Tlaxcala. Viajar ilustra, dicen los viajeros, pero eso era cuando los viajes eran en barco, y entonces lo mejor era estarse semanas en la ciudad que se visitara, pero ahora que estar más de una semana desestabiliza el presupuesto, viajar no hace que uno conozca nada; a pesar de eso, tuve que contestar, al día siguiente de haber llegado, qué me parecía Tlaxcala, Tlax. Me parecía extraño que la vida, excepto la que se lleva en las cafeterías, terminara tan temprano. Salimos de la Anzures cerca de las 16:30 horas, y 120 minutos después apenas íbamos entrando en la carretera a Puebla: obras en el Circuito, embotellamientos a causa del embotellamiento en Ejército Nacional, marchas con cualquier motivo, provocaron una velocidad de siete kilómetros por hora en varios tramos; parece venganza de los funcionarios capitalinos contra los capitalinos; algo que entorpece más es el carril exclusivo del metrobús, que no ayuda a la circulación y en cambio reduce a la mitad, o a nada en ciertas calles, el tránsito vehicular. Cuando llegamos a Tlaxcala apenas tuvimos tiempo de registrarnos; me comuniqué con la maestra Guadalupe Ruiz, una anfitriona amable y divertida, que nos aconsejó que cenáramos, y que al día siguiente ya nos veríamos; de cualquier manera salimos, sólo para encontrar vacías las calles, los comercios cerrados, y mucha gente tomando café y ejerciendo su derecho a la crítica. La comida fue mejor; es el mixiote más sabroso que he comido en muchísimos años, aunque me llevé una reprimenda de la profesora Ruiz por comer los sopes con cubiertos; deben comerse, dijo, a mano, pero siempre los utilizo. El Museo tiene una imprenta como debe ser, con su linotipo, su prensa plana, su caja de formación; lástima que esté prohibido tocarlos. También, expuestos, casi todos los libros de don Miguel N. Lira, y muchos ejemplares de su revista Fábula, que la tuve completa excepto el primer número; una exposición de Angelina Beloff, breve pero rica, y una biblioteca que merece ser aumentada. Antes de la charla, una entrevista con tres reporteros; uno me fotografiaba, otro me apuntaba con una grabadora, y otra hacía las preguntas; ella, es notorio, ha leído a Rosario Castellanos; ya cuando pasé a la mesa, en medio de la profesora Ruiz y la poetisa Minerva Aguilar, me aterré: las poco más de 20 personas tenían expresión de incredulidad, reprobación y rechazo; el tema: los libros inéditos de Rosario Castellanos. Narré cómo los busqué, cómo no los encontré, cómo me los describieron (en realidad, sólo Rito de iniciación; del otro desconocía su existencia), los acontecimientos en que me vi envuelto y cómo me desenvolví en la publicación de las Obras I y II; narré la coincidencia de que el día que entregué Obras II me haya topado con Rafael Vargas y le haya contado mis aventuras con ese tomo, y cómo él, que se sabe de memoria tres mil poemas, y en otros 15 mil sólo le falla alguna coma o un punto y aparte, se olvida de todo lo demás; no se olvidó mi intervención en las obras de Castellanos porque ese mismo día se vio con Jaime García Terrés y con Daniel Leyva, quienes planeaban hacer la exposición Materia Memorable, que Rafael propuso mi nombre como curador de la exposición, lo que me llevó a encontrarme con los manuscritos que tanto había buscado; cómo se dio la coincidencia de que José Saramago le pidiera a Marisol Schütz un ejemplar de Ciudad Real porque Marcos le había contado que ese libro lo impulsó a la rebelión zapatista en Chiapas, y cómo eso llevó a que Alfaguara pudiera editar Rito de iniciación y Declaración de fe, que ahora están reeditándose. Como hablé sin script, improvisando, la charla fue de mucha fluidez y logré hacerla amena, y el momento que temía, el de las preguntas y respuestas, me dio oportunidad de establecer mis gustos literarios, de contar varias anécdotas, de hacer citas que no identifica ningún auditorio, aunque tuve que aclarar una, de Mafalda; sobre todo, de regañar a un joven que me preguntó qué era Castellanos, además de poeta; si te oyera te agarraría a bofetadas porque ella se consideraba muy mujer, y las mujeres que escriben poesía se llaman poetisas; una de ellas declara que abomina la palabra poetisa, y estoy de acuerdo: abomino a muchas poetisas; decir que poetisa es peyorativo equivale a pensar que actriz es peyorativo, y pretender que una mujer es tan buena mujer que parece hombre. Un buen poeta las califica que poetrices. Por cortesía no me lincharon cuando recordé que Castellanos se quejaba de que la mujer escribiera como desahogo, como confesión, y de la carencia de pintoras, de músicas, de pensadoras. También declaré que no he leído una novela que en teoría parece atractiva, porque en su primera obra la autora hace que su personaje, de principios del siglo XIX, le rece a San Martín de Porres, canonizado a finales de los cincuenta del siglo XX, así como tampoco se me antoja leer que Santa Anna caminaba por el malecón que construyó, muchos después de la muerte de ese personaje, Porfirio Díaz. Allí recibí la aprobación unánime de los asistentes, cuando menos de los que sabían que San Martín de Porres fue santo hasta el siglo XX, y que Díaz fue quien construyó el malecón. La charla, que debía terminar a las 19:30, se prolongó hasta las 21:30 horas; aunque el hotel está a la vuelta de la esquina, estremecía ver las calles que están rete solas. Del viaje a Mazatlán debo decir que es la primera vez que no terminé de leer, allí, el único libro que leí, que las olas me revolcaron, y que fui testigo de la falta de ética de un médico, quien ante la petición de una madre de que atendiera a su hija, grave, se negó a salir de la alberca y sólo concedió que la llevaran al hospital donde trabaja, antes de las 9 de la mañana siguiente; también, que no tengo respuestas para muchas de las preguntas que nos hace Nahúm. Mis tropiezos cardiacos me afectaron al bajar del avión, no allá, sino aquí; llegué el miércoles y hoy, domingo, aún no me aclimato; a María José le fue peor, y Lourdes y Nahúm no querían regresarse. Volvimos nada más para comprobar que los sabios mexicanos son muy coscolinos. *Ana Clavel es una narradora que sabe recrear atmósferas lúdicas; es también una editora de muchos méritos, y responsable que publicar un tomo de más de 600 páginas con apenas seis erratas; sin embargo, es capaz de igualar en deméritos a varios académicos; en el número del 19 de agosto de La Revista, de El Universal, se quejó de la carencia de ilación, de gramática y de ortografía en las breves pero muy frecuentes intervenciones incluso de las celebridades literarias de México y de otros países en las redes sociales; intervenciones en las que, dice, se dan de golpes, se insultan y se denostan; denostar, dice la muy denostada Academia, se conjuga como “contar”. No es infrecuente que una editora y literata de méritos desbarre con alguna conjugación; en el capítulo de uno de sus libros, sobre Rosario Castellanos, Elena Poniatowska dice que a Castellanos “la asola” ya no me acuerdo qué, pero la asola en vez de que la asuele; y como el académico que, repito, pone a sus personajes a comer sentados en las mesas, los muy groseros. *Marco Pulido me aclara los nombres de algunas de las cintas a las que me he referido, cuando menos de los títulos con que se estrenaron en México; tiene razón, pero me defiendo con el pretexto de que muchas las he visto recientemente, por Cablevisión, y allí las retitulan; cuando menos a Una Eva y dos Adanes aún no le ponen Algunos prefieren quemarse o Con faldas y a lo loco; la del héroe de John Ford que no va más que un día a la guerra la vi una sola vez, y la recuerdo casi íntegra, excepto el título, que la tomo de la filmografía puesta por Bogdanovich en su larguísima entrevista con Ford, también uno de los favoritos de José de la Colina, quien me aclara que Dallas se llama Dallas por su apellido; lo acepto, aunque sigo creyendo que Howard Hawks la apellidó D’Allesandro para ponerle Dallas, como la heroína de La diligencia. Pero me halaga coincidir en gustos con De la Colina, quien vive el cine hasta para escribir. *Adrián González ha tenido una recuperación fabulosa, y está bateando arriba de .450 en los últimos 25 juegos, con una buena cantidad de carreras empujadas, pero se está ganando la salida de Boston porque fue de chilletas con el dueño de Medias Rojas para quejarse de cómo maneja Bobby Valentine al equipo; con el de hoy ha pegado ya 15 jonrones y lleva dos juegos seguidos conectando; Yovani Gallardo lleva cuatro victorias seguidas (en las secciones de deporte dirían que lleva una racha ganadora de cuatro ganados al hilo), y en su último juego produjo dos carreras, que hubieran sido suficientes para darle el triunfo a Milwaukee; Miguel González lleva cuatro ganados con Baltimore, Aceves llegó a 25 salvados, y el Cochito (así le dice, sabe por qué) Cruz es líder de bateo con los Dodgers en los últimos 20 juegos, y también ha pegado cuadrangular dos días seguidos. *Acaban de salir al mercado una compilación de Elton John, una de Tom Petty, además de tres conciertos suyos en video; una reimpresión de Jesucristo Superestrella; la reimpresión de un clásico de Ted Nuget, un álbum con todo Roxy Music en estudio, el tercer disco de Darkness, el más reciente de ZZ Top, uno de Lon and Derrek Van Eaton, otro de Kinks en la BBC, el más reciente de Ry Cooder, más la reimpresión de Men Opening Umbrellas Ahead, que aunque es de Vivian Stanshall es como si fuera de Traffic; conciertos de Don Preston, y recomiendan una novedad de John Murray; en cuanto a música de concierto, anuncian la Novena de Bruckner, con Simon Ratlle, y también con él, las cuatro sinfonías de Brahms, varios conciertos de violín, entre ellos el de Tchaikovsky, con Baiba Skride; las nueve sinfonías de Beethoven con Baremboid (aunque no las califican de excelentes, sólo de buenas); tres obras de Pierre Boulez, con Fabrice Jünger; una sinfonía de Ravi Shankar, con la Filarmónica de Londres; arias de Vivaldi interpretadas dicen que magistralmente por Roberta Invernizzi; un Ave María y otras piezas con el ensamble Brabant dirigido por Stephen Rice, al que dan calificación perfecta; Una Pasión de San Juan, también perfecta, afirman; unos quintetos de Dvorák y de Mendelssohn con el Ensamble Aronowitz; unos divertimentos y un quinteto de oboe de Bocherini, más unas sonatas de chelo, que eran su especialidad, con Nasillo y Christensen, imperdibles; y unas transcripciones de las segunda y sexta sinfonías de Beethoven, para piano, consideradas perfectas, con Yury Martynov, más todas las sonatas para piano de Beethoven, con HJ Lim, con calificación de nueve, como intérprete, pero que es tan bonita como si fuera violinista japonesa. ¿Y dónde se consiguen? Y quienes lamentan la desaparición de la Margolín deben aceptar que ya desde hace tiempo mostraba un deterioro irreversible; y lo único que puedo decir es que cómo que desapareció si me debían. *Tres años y medio después, la historia me da la razón. *Y no, no me olvidado de las mujeres de Allen, a las que regresaré en la próxima.

Vargas Llosa, Valdés, Martínez Solares, surrealismo

$
0
0
Aunque me gusta hablar de cine, se supone que el propósito de errataspuntocom (inicial) es señalar los errores, no los comunes ni las erratitas ni las transposiciones ni la equivocación en las teclas, tan comunes en todos los libros, aun los más limpios; no tiene mucho chiste con la mayoría de los libros actuales, en manos de los propios autores que se envician con sus textos y no ven el error que encuentra a primera vista un ojo ajeno e imparcial, pero que muchas editoriales ya no consultan pues confían en el autor; y hay autores tan vanidosos que prohíben que unos ojos ajenos vean sus textos, y entonces se cuelan errores divertidos aunque inocuos, como los “parajitos” en vez de “pajaritos”; hay otros que aunque se les corrija incurren en el mismo error, sólo porque quien se lo señala no pertenece a su círculo de íntimos. En fin; releo por séptima u octava vez en mi vida La ciudad y los perros, que leí en 1971, a casi diez años de su primera edición; mi ejemplar, de ese año, que conseguí con descuento por gestiones de Gustavo Sainz, tiene las huellas de las relecturas, y aun así lo conservo en buen estado; por la misma fecha compré en la Librería del Sótano (la buena, no la Librería El Sótano) una edición pirata de La Casa Verde (José Godard editor), aun así autografiada por el propio Vargas Llosa por gestiones de José Emilio Pacheco, cuando se presentaba Pantaleón y las visitadoras en La Casa del Libro, enfrente del ahora Centro Coyoacán, unos días después de haber publicado una insolente reseña del libro, pero que me fue premiada por Vargas Llosa nombrándome su “valedor” (mi ejemplar de Los cachorros, segunda edición, está dedicada a Los Incansables –Lourdes y yo, que lo habíamos perseguido todo el día, primero en el Club de Periodistas, luego en la Capilla Alfonsina y al final en esa librería, a donde pude colar esos ejemplares con la complicidad de Fernando Valdés); celebré la buena edición de Alfaguara, pese a que insisten en decirle La casa verde; en cambio, deploré la edición dizque limpia y definitiva de Conversación en la Catedral (de la que sí tengo la primera edición), llena de erratas que parecen mal intencionadas o que corrigieron con el inconsciente (“la mamita” en vez de “la manita”; “ay, papá, sobre papá” en vez de “pobre papá”, pero hay muchas otras). Ahora aparece una edición conmemorativa de La ciudad y los perros de parte de la Real Academia de la Lengua; en El Librero del domingo 26 de agosto en El Universal tuve a mal señalar algunos de los aspectos de la edición; me queda agregar que los comentaristas insisten en decir La casa verde, cuando debe ser La Casa Verde (así lo escribe, correctamente, José Emilio Pacheco en el cuaderno que acompaña el disco de Voz Viva de México; así se escribe en Antología mínima de M. Vargas Llosa, aunque Vargas Llosa, en Historia secreta de una novela, escriba “La casa verde”, ¡en cursivas y entrecomillado! (este cuaderno, de Tusquets con tipografía verde, está dedicado, detalle olvidado, a Carlos Fuentes); hay otro detalle, que escribí en esa reseña, pero no con claridad: en la Antología mínima de M. Vargas Llosa (Editorial Tiempo Contemporáneo, Argentina, 1969)se reproduce una mesa redonda con Luis Agüero, Juan Larco, Ambrosio Fornet y el propio Vargas Llosa, en donde se analiza La ciudad y los perros. Los integrantes hablan de la estructura, de la influencia de lo policial, de los aspectos sociales, de los personajes más importantes (y hasta se llega a insinuar que el más importante es la Malpapeada), y se discute quién mató al Esclavo; se insiste en que Ricardo Arana, El Esclavo, no puede salir del colegio primero porque lo sorprenden dándole al Poeta los resultados del examen de química, que se habían robado los integrantes del Círculo, mejor dicho uno de ellos, Cava; éste, al brincar por la ventana del salón dónde están los exámenes recién mecanografiados, rompe un vidrio; como resultado todos los alumnos que estaban de guardia (imaginaria, término militar) son castigados sin salir los sábados hasta que se encuentre al culpable; lo peor del encierro es que Arana no puede ver a Teresa, de la que se encapricha, y en cambio ella comienza a salir con el Poeta, quien va a verla para disculpar al Esclavo por faltar a una primera cita; desesperado, Arana delata a Cava, quien es expulsado del colegio; en la siguiente maniobra militar Arana es muerto, no se sabe si por una bala perdida o por un disparo del Jaguar, jefe del Círculo al que pertenece Cava. Pero en las primeras páginas del libro, cuando Cava pregunta quiénes están de guardia, para cuidarse al ir a cometer el robo, el Jaguar responde “El poeta y yo”; “¿Tú?”, pregunta Cava; “Me reemplaza el Esclavo” (página 11 de la edición de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española); al descubrir el hurto, las autoridades castigan a los guardias, pero no tenían por qué saber que el Esclavo reemplaza al Jaguar; de ser así, ambos serían castigados de manera más severa; las autoridades ni lo saben, es decir, el Esclavo no tendría por qué estar encerrado, y podría visitar a Tere sin tener que delatar a Cava; ninguno de los comentaristas en esta edición, ni siquiera quienes resumen el argumento de la novela, reparan en que Arana no tendría por qué estar castigado. La novela no deja de ser extraordinaria, ni puede solucionarse omitiendo el dato de que el Esclavo reemplaza al Jaguar, porque muestra desde el principio el dominio que mantiene el Jaguar sobre él, pero revela una falla en la lógica del libro. *Por burocracias en el condominio tenemos que ir al mercado Ramón Corona sin automóvil; como los domingos Mariano Escobedo-Avenida Cuitláhuac-Robles Domínguez casi no tiene tránsito, apenas nos tardamos un poco más que si viajáramos en el auto; a pie, decidimos pasear un poco por el parque María Luisa, entre Buen Tono y Fundidora de Monterrey; aunque está en reparaciones, podemos ubicar el sitio donde chocan Arreolita y Wolf Ruvinskys, la casa donde entran a robar el Peralvillo y secuaces y a la que llevan al cerrajero Marcelo Chávez a que abra la caja fuerte (“¿se le olvidó la combinación, jefe?”, pregunta inocente; “sí, no me acuerdo dónde la dejé”, le contestan), pero es imposible ubicar dónde estaba el puesto donde René Ruiz vende tortas y refrescos, ni la banca donde Germán Valdés da grasa a quien se deje (“grasa, joven”, le dice a un anciano, quien contesta “gracias, joven”); ubicamos la esquina donde Rebeca Iturbide pasa por Valdés para llevarlo como cómplice a un juego de poker. En una de las bancas besa a la rejega Perla Aguiar, menos pícara pero más auténtica que en Doña Mariquita de mi corazón o en El casto Susano; Valdés lleva un tinte para mejorar los zapatos, muy jodidos, de Aguiar, y se los quema; de manera casi inadvertida, ella levanta una pierna para poner el pie sobre el cajón de bolero y muestra algo del muslo interno, apenas un par de segundos y unos cuantos centímetros; comparado con lo mucho que muestran ahora las actrices, es muy poco, pero mucho para esa época. Con Aguiar, Valdés se porta ansioso pero con cierta caballerosidad; se le cuecen las habas por fajarla, y por ello la apresura para que vayan al cine (a ver una de Pedro Infante y otra del propio Tin Tan); ella aceptaría, pero está preocupada porque su padre Marcelo no fue a dormir (“sería que no tiene sueño”, cavila Valdés), y no tiene dinero ni para comer; Valdés la procura, le consigue chamba, y parece dispuesto a respetarla, pero cae en las garras de Iturbide, quien no pierde su expresión fría pero cachonda; se deja abrazar y besar por el no tan ansioso Valdés, y aun le reclama que haya coscolineado con una invitada bastante potable y coqueta (¿Lupe Llaca, Magdalena Estrada, Lily Aclemar?); la llegada de la policía interrumpe el faje; aun preso, protege a Iturbide, y sólo cuando ella se entrega y declara que es inocente, él la abandona a su suerte, para ir por Aguiar, pero cae en una trampa del Peralvillo, de la que se salva por perseguir un puerquito en los alrededores del Monumento a la Raza (pasa un camión Fundidora, a lo lejos; ya no existe la línea de camiones, ahora pasa la línea 3 del Metro y un metrobús, pero el entorno apenas ha cambiado) y ella es apresada; por liberarla pelea con un boxeador profesional, está dispuesto a vender un ojo, y escala un edificio supliendo a un hombre mosca. Tenía fama Valdés de aprovecharse de sus coestrellas, que no simulaba el beso, que les metía la lengua en la boca, que su placer por verles las piernas y las caderas era real, no actuado. Si eso fue cierto, seguro que cortaban la escena y la repetían; sin embargo, hay un regodeo innegable de Valdés con ellas; ahora sería catalogado de acosador, y en varias cintas se gana una cachetada que también disfruta; pero su asedio no es fugaz, no quiere dejarlas inútiles para él y para los demás; se casa con Rosita Quintana en Calabacitas tiernas (aunque besa a todas las otras damas jóvenes), igual que con Alicia Caro en El Ceniciento y que con Silvia Pinal en El rey del barrio; con Ana Bertha Lepe en Lo que le pasó a Sansón y con Lilia Prado en El que con niños se acuesta; queda comprometido con Meche Barba, con Marga López, Perla Aguiar, Rosa de Castilla (golpe tras golpe la deja por otras: Gloria Mange, Rosita Fournés, las bailarinas de “Piel canela”, y una extra con la que protagoniza uno de los bailes más cachondos de la época, en El mariachi desconocido), con Rebeca Iturbide (en ¡Ay, amor, cómo me has puesto!, en la que tiene la decencia de no aprovecharse de la muy ganosa Lupita –Lucrecia Muñoz), Evangelina Elizondo, Sonia Furió, Luz María Aguilar, Tere Velásquez, Lorena Velásquez, Renee Dumas, Rosita Arenas, Irma Dorantes, Lilia del Valle, Ana Bertha Lepe, Yolanda Varela… aunque se faje a muchas otras. Gilberto Martínez Solares es uno de los pocos directores mexicanos que tratan con delicadeza a la mujer, aunque sean objeto del deseo; son tan protagonistas de las tramas tanto como el propio Germán Valdés; las coestrellas a las que se faja no las humilla, ni las considera pasajeras, aunque en compensación las pone a disfrutar tanto como el propio Tin Tan… no son pasajeras ni víctimas del pecado; no son las abandonadas por Pedro Infante en Los tres García, ni son las entregas inmediatas ni las chamaconas de Dos tipos de cuidado; Valdés no es un marido mandilón, como Rafael Baledón lo es de Lilia Michel, pero sus parejas no pasan a un segundo plano como casi todas las esposas del cine mexicano. Al revisar a las mujeres de Woody Allen me di cuenta para mi placer, que debo ver de nuevo varias cintas suyas que tengo imprecisas; así me sucede con las otras heroínas de Gilberto Martínez Solares… *Ya estaba resignado a que me perdería la exposición del surrealismo en el Munal; un intento quedó frustrado porque las autoridades del Museo consideraron que a Nahúm le interesarían más las insulsas pláticas de los guías que minimizan la obra de José María Velasco y de Casimiro Castro; hubiera sido mejor perderme el surrealismo, con cuadros que no son surrealistas, con una sola obra de Alice Rahon (con Lilia Carrillo, mis pintoras favoritas), con Riveras que no son surrealistas, con un puñado de Lamm no muy representativo; no es una colección, sino un amontonamiento sin criterio de curador, con préstamos de varias colecciones particulares pero no especializadas; en el acervo de Bellas Artes y en el Museo Tamayo hay más muestras de surrealismo menos pretenciosas, más pertinentes, más definidas; ¿y de veras Miró es surrealista? ¿Al menos, lo expuesto de Miró es surrealista? ¿Y no pudieron conseguir algún Klee? Las autoridades culturales ven algo no figurativo y creen que es surrealista… *Circula en youtube un video muy divertido de Daniel Barenboim dirigiendo, en vivo, el Boléro; apenas hace movimientos de la batuta, casi todo el tiempo con los brazos colgando, y una que otra indicación; termina, claro, en La Mayor (euforia); el domingo 26 se transmitió por el canal universitario el concierto de la Sinfónica de Minería en que interpretaron, de manera virtuosa, varias obras de Ravel, y terminaron con el Boléro; como Barenboim, y como lo hizo Mata en 1968 al frente de la OFUNAM, Carlos Miguel Prieto dirigió sin partitura, pero al revés de Barenboim, y como Mata en 1968, con gran euforia, aspavientos, y terminó tan agotado que debió recargarse, aunque después repartió flores a toda la orquesta que tocó sin falla; la televisión mostraba la partitura de quien tocaba la tarola (creo que su partitura, más o menos visible, decía “tan tan tan tan, tan tan tan tan, tantantantantatantán”); ya se sabe que la verdadera tarea está en los ensayos, pero esta orquesta se luce en vivo, bailan y disfrutan todos, y sus integrantes parecen maestros de estatura mundial. Repito lo que dicen algunos músicos: Prieto no sabe dirigir, pero sus músicos lo respetan. Lo malo fue la transmisión, con fallas en el sonido. Pese a eso, se apreció el concierto (aunque el Boléro sea poco valorado por muchos melómanos). *Luis Cruz está imparable; el viernes hizo una atrapada que impresionó a todos, incluido Adrián González, que se quedó con la boca abierta; lleva seis juegos pegando de hit, con .342 en los últimos diez juegos, y más de .400 desde que está de titular como tercera base de los Dodgers, aunque ayer cometió su tercer error del año. *Y qué mala onda de que el único partido de Pirinkova que trasmitieron fue en donde Ana Ivanovic (sin la picardía ni la sensualidad de hace apenas cuatro años) no le permitió lucir su juego ni su elegancia. Pirinkova no parece tenista, parece antropóloga interesante.

Miguel Capistrán y Javier Ibarrola

$
0
0
Los recuerdos se acumulan en estos días, que no han sido fáciles; y ante la soledad que se siente, es preferible acudir a los recuerdos gratos ante las personas que se van. A Javier Ibarrola se le tenía miedo, antes de conocerlo; su físico imponente, una corpulencia de acuerdo con su estatura y a su gesto de rigor, más su conocimiento de la disciplina militar que estaba dispuesto a imponer en las tareas periodísticas, hacían que uno pensara que era de difícil trato, pero se desvanecía apenas se cruzaban palabras con él; de lo primero que recuerdo de nuestro trato fue la explicación de “cajas destempladas”, con lo que pude apreciar la escena de la expulsión del serrano Cava en La ciudad y los perros, por la atmósfera lúgubre de su sonido, con el que se despide con deshonra a alguien en el ejército, y que encaja muy bien como metáfora cuando alguien se va de un sitio donde no es bien recibido. No es que no fuera riguroso: en alguna ocasión, para que los secretarios de redacción de El Financiero usaran todos los elementos que brindaban (con deficiencias, es cierto) los programas para la formación de las páginas, hubo quien firmó “bajo protesta”; eso bastó para que lo despidiera del diario; Javier era el jefe de redacción, y bajo su mando la mesa era alegre, dicharachera, alburera; él no perdía ocasión para alburear a quien se dejara, pero era más blando de lo que parecía, y con frecuencia era víctima de la mesa en general (las mesas de redacción, los talleres de los periódicos –y en general de las imprentas– son escuelas inmejorables para el difícil arte del albur), que lo hacía caer en trampas no siempre visibles; respondía con bravura, no siempre triunfante. En alguna ocasión, vencido por dos o tres de los que más congeniaban con él, se levantó y desenfundó el bíper, entonces tan de moda, y su víctima palideció, porque Javier había presumido esa tarde de algunas armas antiguas que había adquirido. Era pródigo en anécdotas, y como en el buen periodismo, contaba sin pena algunas erratas que se le habían escapado; y como buen periodista, no se avergonzaba de narrarlas sin tratar de disminuir su impacto; no eran muy graves, pero refería con frecuencia cuando se le escapó, en una primera página, “la azúcar”, y a 30 años de distancia seguía lamentando esa errata que, como todas las erratas, tiene alguna explicación (que no justificación): la premura con la que se redactan las notas, la escasa oportunidad de revisar las páginas cuando está cerrando el periódico; no pocas veces, la distracción (una errata esconde otra, es una de las máximas del oficio), una llamada telefónica inoportuna que obliga a una revisión no siempre detenida, las dudas que no pueden resolverse porque ya están los del taller exigiendo las últimas páginas; no pocas veces, la presencia de alguna mujer que llama la atención, y a Javier le llamaban la atención muchas compañeras de la redacción; no era infrecuente que cuando Alejandro Ramos, el director, preguntara por él, alguien respondiera que la última vez que lo habían visto era platicando con alguna reportera guapa. Tenía muchas anécdota, casi todas muy graciosas; pero sobre todo era un buen recopilador de dichos y refranes que aplicaba con oportunidad a los compañeros, a los reporteros, a sus jefes y a sus subordinados; algunos de ellos: “solitas van al agua sin que nadie las arree”, cuando veía que alguna reportera coqueteaba con los jefes; “con estos bueyes hay que arar”, cuando uno de sus subordinados cometía el mismo error dos o tres veces en una misma tarde (lo que también es muy frecuente); “cuando una vaca dice no pasa, no pasa, y cuando una hija dice me caso, se casa”, cuando se encontraba con algún necio. “Quédense con su miadero”, decía al recordar una manifestación en que todos proclamaban “me adhiero”, y lo decía cuando no estaba de acuerdo con alguna nota, o con la jerarquización de las noticias en una página; y cuando había frecuentes contraórdenes, decía, con su voz de militar, “baja el piano, sube el piano”, que no necesita explicación. Como los periodistas que lo son en verdad, era muy bueno contando chistes, y al revés de los que saben platicarlos, también sabía oírlos, y los celebraba; por eso, bajo su tutela, la mesa de redacción de El Financiero era una fiesta. Personalmente le debí mi cambio de la sección de Deportes a la jefatura de la mesa; el trabajo nunca es fácil, y se repiten las rispideces, los momentos difíciles, a veces los enojos y los malestares; Javier, como ninguno de los buenos periodistas, trataba de evitarlos; pero como pocos, no guardaba rencores por esos momentos, y al día siguiente de haberlos padecido su trato era tan gentil y caballeroso como si nada hubiera sucedido, y no pocas veces se disculpaba por algún exabrupto, lo que sí es difícil en el medio, tan lleno de rencores. No fueron muchos esos momentos difíciles, y en cambio hubo muchísimos agradables, porque el periodismo en un oficio noble que, además, ofrece la satisfacción de cumplir a diario un deber, y compartir el mérito con los demás; pero su bondad no era incondicional, y pedía el mismo rigor que él trataba de aplicar; no toleraba la indisciplina (que no confundía con la desobediencia) y admiraba el buen desempeño. Trabajar juntos, en un ambiente tan tenso como es una mesa de redacción no propicia las amistades, sino hasta que alguna de las personas involucradas se cambia de trabajo; la amistad es no un reflejo sino una reflexión, y por eso hay tan pocos amigos; pero Javier Ibarrola ofrecía su amistad sin condiciones, incluso a quienes veían con reparos su afecto y admiración al ejército; hijo y hermano de militares (uno de ellos se ganó la gloria con una de las mejores canciones de nuestra música sentimental, “Página blanca”, y era sobrino de José Alfredo Jiménez, de quien contaba deliciosas anécdotas y explicaba algunas de sus canciones compuestas en clave; no deshonro a quienes vivieron esa aventura: el famoso caballo blanco que salió un domingo de Guadalajara, y que llegó con todo el hocico sangrando, era un automóvil de lujo, blanco, en el que José Alfredo, Chavela Vargas –a quien Uncut le dedica un obituario en su número más reciente) y alguna otra persona continuaron una parranda, con una trayectoria que se narra en la canción, y que dejaron inservible en Baja California, luego de varios días de juerga ilimitada, sin lugar para la cruda [sin albur]), en realidad admiraba a los militares y le dolía saber que alguno de ellos rompía el código de honor y de honradez que debe regir en el medio; le costaba trabajo admitir que alguno se corrompía, y muchas veces justificaba los medios que usaban para mantener el orden. Los momentos más difíciles para Javier fueron los días cercanos a la rebelión zapatista en Chiapas, y fue muy duro para él tratar con una mesa donde todos estaban de acuerdo con los indígenas que declararon la guerra al gobierno mexicano. Decía que a él le debí mi promoción en el diario, pero nunca dejé de considerarlo mi jefe, incluso cuando emigró hacia otros diarios; tuve el honor de promover su libro sobre el ejército, pero también fui testigo de la frialdad con que lo recibieron en el medio, lo que le dolió, tanto como haberse ido a un diario que fracasó der manera lamentable; no fue el final que él quería para coronar una larga carrera llena de virtudes en el periodismo mexicano. Una tarde, llena de chamba, descubrimos que habíamos vivido en la misma calle, al mismo tiempo, Escuela Industrial; no nos tratábamos, ocho años de diferencia en la infancia son muchos, pero fue amigo de mis tíos, o de dos de ellos, y conocimos a las mismas personas: la señora Perrusquía, Candelaria, el doctor, los de la vecindad, Toy... Las redes sociales sirven para algo más noble que el intercambio de insultos sin argumentos, o de la presunción de la inutilidad y de la, como decía Carlos Fuentes, sacralización de lo baladí; gracias a ellas, uno mantiene contacto, aunque sea momentáneo, con amigos que el trabajo, la distancia, la edad, van alejando. En ellas nos carteamos algunas veces, compartimos algunas bromas, y le dimos continuidad a la camaradería que tuvimos en El Financiero. Varias veces discutimos, y no compartimos muchas opiniones, puntos de vista o afinidades políticas o sociales (sin que éstas fueran motivo de peleas); le hice bromas, pero en privado, aunque no niego que me haya reído cuando le hacían bromas a él o lo albureaban; como todos, me referí a él como “El General”, que era su sobrenombre más conocido; ya retirado de El Financiero, nos visitó una tarde, y como todos lo bromeaban, me pidió que los pusiera en orden; no pude evitar contestarle que era porque él le daba por su lado a los secretarios de redacción; sus carcajadas fueron las más sonoras. No era dado a las confesiones íntimas, sin embargo, siempre me confesó su única debilidad: el amor a sus hijos. Y sus momentos más difíciles, cuando una de sus hijas estuvo muy enferma; no compartió sus preocupaciones, y el que lo haya hecho conmigo me confirmó que pese a nuestros desencuentros y polémicas, me consideraba su amigo. Nunca dejé de extrañarlo. Más inesperada fue la muerte de Miguel Capistrán. Y duele porque no pude reconciliarme con él. En mis primeros meses en El Financiero publiqué, en la sección cultural, una nota sobre la canción “Antonieta”, que se interpreta en Danzón, la cinta de María Novaro, mientras María Rojo camina por el malecón de Veracruz; la letra es la adaptación de un poema de Xavier Villaurrutia, pero sólo Vicente Quirarte y yo lo notamos, o mejor dicho, lo publicamos, cada quien por su lado; me pregunté en la nota si era el danzón que Villaurrutia compuso para un cumpleaños de Antonieta Rivas Mercado (una famosa fiesta en que varios literatos, en complicidad con amigos músicos, compusieron danzones para la amiga y contemporánea de los Contemporáneos); al día siguiente de publicada, me llamó a la redacción de Deportes, para comentarme la nota; reanudamos una amistad que había nacido cuando Miguel coordinaba el programa Encuentro, y gracias a él conocí a varios escritores visitantes; entre ellos, a Norman Mailer, con quien platicamos Lourdes y yo varios minutos en el Museo de las Intervenciones, en Coyoacán; lo había perdido de vista, aunque seguía leyendo sus entrevistas, ensayos, y sus antologías de Villaurrutia, Jorge Cuesta, y su libro sobre los Contemporáneos. Pronto volvimos a vernos, y formamos una agradable tertulia en una cantina, El Tío Pepe, en Sinaloa y Cozumel, a la vuelta de donde estuvo la casa de La Bandida (bueno, la segunda casa de La Bandida), que integramos con Marco Antonio Pulido, Juan José Utrilla, Salvador González, a veces Rafael Vargas, en muchas ocasiones Víctor Díaz Arciniega, a veces Mario Magallón y esporádicamente Arturo Basáñez; en alguna ocasión llegó Ramón Córdoba, y cuando tenía tiempo, Diego. En más de una ocasión (y a veces en otra cantina, como La Caminera) Miguel nos dejaba mudos con su libro sobre Jorge Cuesta; un día no pronunciamos palabras, asombrados, por el poder narrativo de Miguel al reconstruir la vida azarosa de Cuesta, y cómo iba escribiendo un libro que, si terminó, será deslumbrante; de pronto nos sorprendía con sus conocimientos de los otros Contemporáneos, los no famosos, como Celestino Gorostiza, sobre quien escribió el documento más completo, en que abarca su vida y sus obras. Si alguien tenía anécdotas era él: la de la coordinadora de un programa televisivo que en una ocasión invitó a un panadero, homónimo de un escritor alemán, a un encuentro entre dramaturgos; las borracheras de algunos escritores que terminaron en las delegaciones. ¿Cómo le hacía Miguel para enterarse de los problemas económicos, domésticos, conyugales, de los escritores y pintores mexicanos? Cada semana, cada viernes, nos asombraba al relatarnos la última infidelidad de alguna escritora, los pleitos sucedidos en esos ocho días; o, si no, los que vivieron los escritores de otras épocas; nos explicó quiénes le pusieron trampas a una política para desprestigiarla y evitar que llegara al poder porque pensaba expropiar, de nuevo, la banca mexicana; cómo investigaron su vida, sus gustos, los hombres por los que tenía debilidad, e hicieron que tuviera intimidad con un hombre prefabricado, encontrado después de buscar uno con las características adecuadas para enloquecerla; se sabía los chistes que se contaban en Los Pinos, en cada secretaría y en los corrillos de Conaculta; sabía el motivo de las remociones, de las promociones, y estaba al tanto de las novedades literarias, las que leía con objetividad asombrosa; riguroso, se burlaba de muchos investigadores que descubrían cosas que él había descubierto mucho antes, y establecían categorías que él inventó; modesto, nunca trató de imponer sus méritos, aunque se los fusilaban y, peor, no lo consideraban aunque se apropiaran de sus puntos de vista y sus muchos hallazgos; a él se debe la diversidad de las Obras de Villaurrutia, cuando menos en la misma medida que Alí Chumacero y Luis Mario Schneider; lo único que le molestó fue le piratearan sus Obras de Jorge Cuesta, con todo y un par de errores que él ya había enmendado. Fanático del cine, la música, su verdadera pasión era la pintura, aunque es uno de los aspectos más desconocidos de su labor de investigación. Tuvimos un desencuentro, porque cometimos un error: tratar de hacer un libro juntos, y ya se sabe que los trabajos en conjunto entre amigos terminan mal; la ilustración de un libro, a cargo suyo, fue rechazada en términos groseros por una editorial, y no fui capaz de explicárselo a Miguel sin lastimarlo, pues lo acusaban de aprovecharse de otros trabajos; una vez más, la amistad se interrumpió, aunque no el afecto; me divertí muchísimo cuando supe que ingresaría a la Academia de la Lengua, de la que tanto se burló, del poco aprecio que sentía por muchos de sus miembros, y de lo poco que respetaba a otros; de igual manera, descalificaba a muchos, que después serían sus colaboradores o compañeros. No pocos elementos que me hacen parecer riguroso se los debo a señalamientos suyos que, generoso, hacía notar. No pocos de los aciertos de mi Baúl de recuerdos se debe a su información o a sus correcciones. Él, con Carlos Pascual, hicieron una fiesta muy divertida cuando se presentó el libro. No fui consciente de su enfermedad; en las reuniones sólo bebía campari, la única que le permitían sus médicos, pero no objetó un vino de la casa, en un restaurante especializado en paellas, que a los dos nos afectó, más a él que a mí y que a Marco Pulido lo dejó intacto. Me acompañó en una ocasión a mi Taller de Lectura, después a una comida, y después a otra tertulia en casa de la hermana de Carlos Fuentes. En el Taller dejó a todos con la piel china cuando contó el día que Xavier Villaurrutia se le apareció, y le reveló en dónde encontraría unos inéditos suyos; supongo que no fue el único día que se le apareció Villaurrutia (o Cuesta, o su exjefe Salvador Novo) y eran quienes lo mantenían informado de los chismes más sabrosos de la política y de la intelectualidad mexicana, y que le comunicará lo que siento por no haberme despedido de él.
Viewing all 106 articles
Browse latest View live