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Vino el remolino y nos alevantó

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¿Qué político mexicano perdió en dos ocasiones las elecciones presidenciales y, ante su fracaso, intentó una revolución para hacerse de la presidencia?

Cuatro muertes en una semana estremecen, de una u otra forma, a la opinión pública, en diferentes ámbitos: Silvio Zavala, uno de los grandes historiadores del periodo colonial mexicano (y centroamericano) con énfasis en la explotación laboral, pero también en la majestuosidad artística; Luis Herrera de la Fuente, director de la Orquesta Sinfónica Nacional en varias ocasiones, director del Departamento de Música del Instituto Nacional de Bellas Artes otras tantas, y autor de uno de los discos más célebres de la música mexicana, en donde reunió varias de las piezas más populares (Huapango de Moncayo, los Sones de mariachi de Blas Galindo, el Homenaje a García Lorcade Revueltas, y el Concertinode Bernal Jiménez); fue mejor como maestro y funcionario; como director, lo superaron cuando menos Carlos Chávez y Eduardo Mata.
                Más notorios, para el espectador medio, Vicente Leñero y Roberto Gómez Bolaños; este último actuó primordialmente en programas cómicos; al principio, con expresión inmóvil, quería imitar a Chaplin, a Buster Keaton pero más al genial Stan Laurel; tuvo la oportunidad de crear varios personajes, sobre todo a los que él protagonizó; como quería inmortalizar el sonido del díptico ch, así comenzaban los nombre de casi todos sus personajes: Chavo, Chapulín, Chapatín (algún bromista, por su proliferación con guiones, le dijo que era Shakespeare en miniatura); hizo populares frases que se volvieron lugares comunes, aunque no tenían nada de ingeniosas y menos de originales; una, en voz de su compañera Florinda Meza, fue copiada de una pareja de cómicos populares en Siempre en domingo, pero Gómez Bolaños se negó a reconocerlo. Se negó a tratar con más dignidad a sus compañeros, mejores actores que él (Ramón Valdés, con los genes de Tin Tan y El Loco, sus hermanos; Carlos Villagrán, multifacético; Édgar Vivar, de extracción universitaria, y María Antonieta de las Nieves, infaltable en cualquier doblaje en los años sesenta y setenta), y cuando los fue corriendo, sus programas se desplomaron; pero si como actor era malo, era ingenioso como guionista; quieren hacer creer que escribía poemas y componía canciones, pero la versificación no es poesía; sus obras en nada pueden compararse a la poesía mexicana contemporánea de lo que él intentó; sin embargo, insisto, como guionista era mejor.
Cuando Emilio García Riera publicó su primera versión de la Historia documental del  cine mexicano (Ediciones Era),  omitió comentar las películas de Viruta y Capulina; para él, todo eran pastelazos y bromas tontas, pueriles; cuando comenté el noveno y final tomo de esa colección, se me ocurrió decir que si era un esfuerzo enciclopédico, debería de incluir todas las cintas, no sólo las que le gustaban o que le parecían interesantes; sé que le molestó, me lo dijo nuestra amiga mutua Alba Rojo; cuando apareció la segunda edición (Universidad de Guadalajara) aceptó el golpe: en la primera versión de esta historia, alguien (nunca mencionó mi nombre, ni en este ni en otros casos en que llamé su atención) me reclamó que no comentara estas cosas (gloso, no cito); al principio, todos los comentarios eran del mismo tono: ñoños, desgraciados (es decir, sin gracia), repetitivos, limitados, sin originalidad; de pronto fue más benévolo, algunas de esas cintas le parecieron graciosas, o menos ñoñas; algún chiste le causó risa, encontró que las historias eran cuando menos coherentes y los pastelazos, justificados; él mismo encontró la razón: eran cintas con guiones de Roberto Gómez Bolaños.
El otro fallecido fue Vicente Leñero; cuando Antonio Sandoval me notificó la gravedad de su mal quise llamarle, pero me pareció que sabría el motivo de mi llamada; pocas veces le telefoneé: para que contestara una encuesta, para agradecerle el envío de algún libro, para invitarlo a que asistiera a la última cátedra del curso que dicté sobre sus novelas (apareció e impresionó a los asistentes), para comentarle que en el Taller de Lectura en El Financiero habían leído con placer Los albañiles, y le pareció conmovedor que muchos de los comentarios se refirieran a escenas conmovedoras de la novela; le emocionó que a 40 años de publicada le siguiera gustando a la gente, y le impresionó que los asistentes hayan leído 40 libros en el año que duró el Taller: “como profesionales”, exclamó; la última vez, para invitarlo a una mesa redonda que se titularía “Cuando los clásicos eran jóvenes”, en la Feria del Libro de Xalapa, donde participaría con Emilio Carballido, José de la Colina, Eraclio Zepeda y no me acuerdo quién más; por desgracia, coincidiría con un viaje suyo a España. Ah, y cuando se presentó Rito de iniciación, la novela de Rosario Castellanos que me tocó en suerte descubrir y editar (su esposa es una de las mejores lectoras de Castellanos). Ah, y en una feria de clavos en el Auditorio Nacional, porque al saludarme descubrió que me había topado con un libro desconocido de Dashiell Hamett; no me atreví a decirle que yo había tomado el único ejemplar.
Tuve con él muchas comunicaciones; cuando Arturo Trejo me pidió un artículo sobre los 25 años de Cien años de soledad, y me mostró la lista de los participantes, le dije que faltaba un artículo-cuento excelente de Leñero, del hombre que no había podido leer la novela de García Márquez; le proporcioné una copia, que había aparecido en un libro poco mencionado, Cajón de sastre; le llamó para pedirle autorización, y le dijo que yo lo había puesto en la pista; Leñero comentó: Mejía conoce muy bien mi obra (gloso, no cito).
Escribí bastante sobre él; me siguen gustando mucho La voz adolorida más que la segunda versión, A fuerza de palabras; me gusta mucho también Los albañiles (que alguien dice que retrata la vida de los desposeídos), aunque me salta el detalle que me hizo ver el mejor lector que conozco: ¿a poco la policía se va a detener tanto tiempo en investigar el asesinato de un velador? Estudio Q me sigue pareciendo una de las mejores novelas mexicanas de todos los tiempos, aunque en la cuarta relectura me atoré (¿efectos de la edad? Mía, no del libro), El garabato, luego de la sorpresa inicial me habla más de aspectos técnicos que de literatura, y sólo la releo si veo en ella un retrato cruel de Emmanuel Carballo; Redil de ovejas es, creo, su mejor novela, y también una de las mejores de los tres últimos siglos; poco leída, muy enredada, con toda la lección y la influencia no sólo de la Nueva Novela Francesa, sino también con la visión de Greene (Graham y Julien). Menos me gustaron sus novelas posteriores; releída, Los periodistas, tiene una escena excelente: Regino a punto de confesar sus pecados; en cambio, la última escena, la farsa de los “Inos”, de lo más fallido de su obra; La gota de agua me aburrió, excepto el capítulo autobiográfico de sus torpes intentos de ser ingeniero; la primera vez que lo leí estaba en un restaurante ahora famoso, China Girl cuando se situaba en un sótano; en otra mesa, Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta veían, atestiguaban, curiosos e intrigados, mis carcajadas. La vida que va me hizo concebir esperanzas de su retorno a la experimentación, pero quedó trunco el intento. Reacio al teatro, y ante su proliferación, me quedé con las primeras obras y nunca me entusiasmó su dramaturgia; y lo que surgió, las confesiones de su relación con la gente del teatro, y las secuelas, donde habla mal de amigos y conocidos, me parecieron, el primer tomo, muy divertido, pero los otros no, y supongo que a los que balconeó, de broma o de mala leche, muy desafortunados.
Como periodista fue muy bueno, pero cayó en un error muy común en el actual periodismo: la sentencia contundente, frases cortas, punto y aparte, sin lugar a la interpretación y menos a la duda y a la respuesta o a la crítica; un reportaje suyo en Proceso, cuando se molesta porque a la mitad de una gira electoral el candidato priista Carlos Salinas de Gortari le retiró la invitación para la segunda etapa de la gira, me dañó mucho en mi estimación sobre su oficio; en La mafia, en una plática, Luis Guillermo Piazza y Carlos Monsiváis colocaban a Leñero en la categoría de “Los inatacables”, junto a Ramón Xirau y Vicente Rojo, entre otros. Con ese artículo, me pareció que ya no era inatacable, como él mismo lo confirmó al ser atacado con virulencia por Jorge Ibargüengoitia, por aquel pasaje en que debe aguantarse las ganas de ir a orinar, porque no se atreve a decirle a Scherer que ese viaje es urgente. Y en alguna parte se queja de que en Uno más le den, de vez en cuando, un coscorrón.
Sigo admirando, repito, algunas de sus novelas, y le agradezco profundamente las atenciones que tuvo conmigo, nuestras discusiones amigables sobre su obra, y sobre todo, le envidio que haya bateado en el Parque del  Seguro Social: fue un fanático del beisbol, aunque otras ocupaciones le hicieron olvidarse de ese deporte y de cómo se juega.

Fui a la FIL de Guadalajara; el motivo: la presentación de Lenguaje en libertad, compilado por María José y por mí, y editado con generosidad por El Colegio Nacional; los presentadores, de lujo, y generosísimos: Juan Villoro, Enrique Krauze y Eduardo Matos Moctezuma; el acto, muy lucido y los asistentes, realmente interesados; aunque Krauze había dicho que no nos retirarían sino por la fuerza de las bayonetas, debimos dejar el auditorio a Elena Poniatowska; de nuevo, la saludé muy de lejecitos: no quiero incomodarla.
                La Feria, aturdidora, con demasiada gente haciendo relaciones casi a las carreras, porque cuando entra el público y comienzan las conferencias y mesas redondas, se acaba el tiempo; algunas personas (Sandra Licona, Azucena Rodríguez, Grisel Marroquín, Roberto Rébora, Tomás Granados, Lluïsa Matarrodona, Martín Solares, afables aunque le quitaba el tiempo); Juan José Rodríguez me cuenta un rumor, que me convierte en autor de algunas de las novelas más inteligentes de los últimos tiempos; y se ha multiplicado tanto el rumor, que estoy por creérmelo; algunos encuentros, aterradores: el pasado llega como si no hubiera quedado atrás; alguna estúpida ignora la importancia de El Universal y no me ha leído una sola vez en estos últimos 40 años; los hoteles de lujo, ineficientes, ineficaces, con restaurantes caros, lentos, y aunque no son malos, sí banales; busqué birria, y en todos lados parece hecha para turistas; no se compara con la de La Polar ni menos con la de Birrias Jalisco, con lo único malo de que ésta desapareció hace años; las tortas ahogadas, también para turistas, aunque por fin entendí a Agustín Isunza cuando dice que viaja a México si le preparan unos lonches y le compran unos tíquetes; nada que ver con las loncherías, que ahora son más bien cafeses de chinos. La vida en Jalisco, lenta y aturdidora; un detalle curioso: la cantidad de mujeres que usa minifalda, dentro y fuera de la FIL.
                El libro Lenguaje en libertad, uno de los mejores en que he trabajado, y por el que nos han llovido felicitaciones, algunas inesperadas, todas generosas; si no tuviera temor del dolor, algunos me los haría tatuar. Ya platicaré cómo nació, cómo lo trabajamos, cómo lo terminamos. Acoto uno: Enrique Krauze me califica como uno de los mejores editores mexicanos, y pidió una ovación para María José.

“Vino el remolino y nos alevantó”, decía la canción y es el título de una desgarradora película de Juan Bustillo Oro con argumento de Mauricio Magdaleno, en la que una familia se separa, y cada quien pelea por una facción revolucionaria distinta; la hermana se vuelve hija de la mala vida pero no por voluntad, sino por las circunstancias.
                A ratos, leyendo las cada vez más contaminadas redes sociales, tengo la impresión de que es imposible hablar con algunos de mis mejores amigos; incapaces de sostener diálogos, sostienen frases, acusaciones, no permiten juicios ni menos si son adversos; han retomado una frase dramática de las madres, hijas, esposas, hermanas de las víctimas de las dictaduras y los golpes militares de Argentina y Chile, principalmente; aquéllos fueron desaparecidos por defender los gobiernos legales, por oponerse a la represión, exponiendo su vida por la vida y la libertad de los ciudadanos; no eran víctimas de luchas entre narcotraficantes ni cayeron enredados en enfrentamientos de bandas rivales, algunas de ellas propiciadas y protegidas por quienes se dicen militantes de un partido de izquierda que nunca fue de izquierda, que eran de centro derecha cuando sus gobiernos prohibieron que llegaran los Beatles, que había conciertos en provincia pero no en el DF, cuando andar con el cabello largo era delito, cuando entrar a las cafeterías era peligroso porque agentes policiales llevaban a los comensales a las delegaciones por el hecho de tomar café (léase De perfil, de José Agustín, y véase, si se soporta, Los juniors, de Fernando Cortés [el Papy de Mapy], cuando los supuestos jóvenes rebeldes Andrés García, Pedro Armendáriz y El Puma son apresados sólo por cafetear [y eso que para entonces ya no era regente Uruchurtu]); cuando un hombre y una mujer no podían tomarse de las manos en público, y en el Metro remitían a las delegaciones si sorprendían a una pareja besándose, aunque fueran hombre y mujer; muchos de ellos o sus herederos ahora están en la supuesta oposición pero gritan, cuando aprehenden a los que dañan edificios y asaltan comercios, que es represión. ¿Alguien entiende algo?
                No voté por ningún candidato; mucho menos por el más ignorante, que no sabe pensar, que sólo repite clichés que fueron reales cuando en Europa los gobiernos perseguían con crueldad a los guerrilleros, y se convirtió la fórmula de que quien delinquía por hambre debía de ser considerado preso político; fórmula rebasada casi desde entonces; ahora ese politiquillo plantea que si fuera gobierno crearía empleos y con eso se acabaría la iniquidad social y económica, pero no dice cómo los crearía: ¿con puestos burocráticos, aumentando la circulación de dinero, o sea con inflación? ¿Y cuántos aceptarían puestos en los que cobrarían tres o cuatro salarios mínimos si ahora, en el ambulantaje, en la informalidad, en el Metro vendiendo piratería, supuestamente prohibida, ganan en unas horas lo que ganarían en una quincena en uno de esos puestos? Curioso caso de un populista que desprecia a las masas.
                Se burlaron de un candidato que no tiene costumbre de leer, y un reportero se puso a las órdenes del politiquillo: ¿y a usted, qué libros le cambiaron la vida? La Constitución, dijo, aunque no es libro y es obvio que si la leyó, no la entendió; la Historia Moderna de México, de Cosío Villegas, y Poemas, de Carlos Pellicer. Nadie refutó que ningún libro de Pellicer se llama Poemas, aunque cuando dirigía la campaña del poeta para senador por Tabasco, publicó, si eso fue publicar, un folletito con poemas de Pellicer; tampoco aclaró que leyó a Cosío Villegas como parte de su trabajo para terminar sus estudios. Allí debo aceptar que lo leyó, porque sigue los pasos de Porfirio Díaz, quien dos veces fue derrotado en elecciones presidenciales, pero llegó a la presidencia, y se sostuvo más de 30 años, por la fuerza de las bayonetas.
                En lo demás, no le entendió: Cosío lo hubiera corrido de su cátedra, o de sus oficinas, si hubiera dicho delante suyo: “él empezó primero”.

Sí, he perdido si no familiares, a muchos amigos entrañables, pero no voy a tratar de convencerlos ni voy a dejar que traten de convencerme; prefiero que se calmen los ánimos; y si no, podré lamentarme: vino el remolino y nos alevantó.

PD. ¿Estarán saladas las ferias de libros? Hace un par de años, cuando estábamos en Los Ángeles, llegó la noticia del fallecimiento de Fuentes; ahora, en lo más emocionante de la FIL, se van Leñero, Zavala y Herrera de la Fuente.





Famoso delincuente de cuello blanco; Leñero guionista; OFUNAM-Santanera

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Le debo mucho a Xavier Velasco; por él escuché a Police, aunque ahora no me gusta como entonces; por él oí con otra perspectiva a Marianne Faithfull y la sigo admirando, chance más que el propio Xavier; gracias a sus consejos y pláticas perdí prejuicios y adquirí discos que sin él no hubiera escuchado; también es cierto que no siempre le hice caso, y que él oyó muchas cosas por mi insistencia.
                Pero, entre otras muchas cosas, la mayoría divertidas, dijo frases que conservo como guías morales, como “Dios dirá” (medida económica que también he ejercido, desde toda la vida, en otras cuestiones vitales, como las calificaciones, el trato con la gente sin importar la edad o condición socioeconómica), “May I stay forever young” como consuelo de que uno envejece y no nos resignamos, y la más valiosa: “para vivir fuera de la ley hay que ser completamente honesto”, que aprendió de Bob Dylan y que era una norma que seguía, y creo que sigue.
                La última vez que lo vi fue en una feria del libro en  Los Ángeles, y fueron tan notorios su sorpresa y su gusto que no dejaba de repetir “Mejía, Mejía, Mejía”, para azoro de Nahúm: “ese señor no conoce a mi padrino”; lo vi de lejos en Guadalajara, pero no es el mismo cuando hay cámaras delante suyo, y preferí no molestarlo.

Algo por lo que le estaré siempre agradecido es haberme presentado con Joaquín Sabina, cuando éste obsequió a la prensa, en un salón en el centro, uno de sus mejores discos, El hombre del traje gris, que me dio ese mismo día; hice mías muchas letras de Sabina, y admiré su valor por cantar sin tener voz, ni ritmo, ni cadencia, pero nadie podría cantar sus canciones como él (lo que pasa también con Dylan y, en otro plano, con Agustín Lara).
                Sabina, igual que Paco Ibáñez o que Serrat, representó mucho tiempo una conducta digna, indócil, y más que sus coterráneos, con un sentido del humor desarmante, además de que si Ibáñez cantaba poemas franceses o de la España antifranquista, Sabina hacía sus propias canciones, con un elegante juego de palabras, con una rima interna que ya la hubiera querido cualquier poeta de los años ochenta de una España en renovación, y digna del Siglo de Oro. No es que se convirtiera en  guía de conducta, pero versos como “nunca entiendo el móvil del crimen, a menos que sea pasional” me fascinaron porque hacía mucho no encontraba auténtico romanticismo en la canción moderna; muchas de sus actitudes expuestas en canciones como “Princesa”, “Pisa el acelerador”, “Güisqui sin soda”, “El joven aprendiz de pintor” “Eva con Adán” me hablaban de un autor que me gustaría haber sido como él: correr riesgos de todo tipo con tal de no traicionarme. Y de hecho corrí muchos, de muchas naturalezas; de algunos lo lamento, de ninguno me arrepiento.
                No me decepcionó Sabina cuando dejó de arriesgarse con el Paternina cuando le dio un itus, sustos como ésos no dejan de advertir que hay que arriesgarse menos o con más cuidado; me decepcionó hace unas semanas, cuando se descubrió que ha defraudado el fisco de su país, no al dejar de pagar impuestos (de eso hay mucho qué decir: que los gobiernos los usan mal, que los funcionarios los evaden o no los pagan, que desvían recursos, que cobran de más), sino al crear empresas fantasmas para no pagar o para pagar menos. Sabina, como muchos que han hecho de su actitud pública su vida íntima, ha defraudado a quienes creímos en su sinceridad. Ya sabemos de qué se trata.

No puedo decir que haya sido una influencia en lo que he hecho; quienes leyeron mis obras anteriores a que conociera los discos de Joaquín Sabina saben que mis personajes se acercaban a “el lumpen es su pedigrí”, que no ponía el pie al ladronzuelo, y que su lema era, me lo reprochaban mis amigos de entonces, “más vale lamentar que prevenir”, y era consecuencia de ciertas lecturas que me marcaron mucho (Sartre, Husserl, Fuentes, Pacheco, Borges); pero al conocerlo admiré, como admiré en Borges, estar con las causas perdidas, y que simpaticé más con los perdidos, los derrotados, que con los triunfadores; en fin, 30 años son demasiados para pedirle a la gente que no cambie, que mantenga sus ideales, su conducta; nunca fumé mucho, y una neumonía me retiró de la nicotina, no sé si para siempre (ya conté que mi último cigarro, hasta ahora, lo fumé sólo para hacer enojar a José Emilio Pacheco), que nunca bebí tanto como para chocar contra un semáforo ni caí al torito, porque no conduzco automóviles, pero no reproché que algún ingenuo lo hiciera por culpa de una pasión malsana a su sexagenaria edad.
                Pero no es lo mismo el ladrón poquitero que roba para comprar la última copa, que los fraudes millonarios que Sabina copia a su exreyecito, a la hermana de su reyecito, a los corruptos gobernantes de su pobre país. Y ahora que anuncia su nueva gira por México, seguro va a pedir que no se olvide a los estudiantes extraviados. Con qué cara, si es un delincuente de cuello blanco, los más despreciables de todos. Lo suyo ya no es un “pacto entre caballeros”, es docilidad ante el poder y sacar provecho de ello.

A la muerte de Ninón Sevilla surgen comentarios elogiosos acerca de su calidad de actriz, aunque, como siempre, sean exagerados o correspondan a otra persona. Sevilla fue protagonista de tres de las más notables películas de rumberas, Aventurera, Sensualidad y Aventura en Río, las tres dirigidas por Alberto Gout y con guiones de Álvaro Custodio; nuestra crítica endiosó a Sevilla (coqueta hasta el final, falleció a los 93 años, no a los 85 que proclamaba al ingresar al hospital), copiando los elogios que le dedicó François Truffaut cuando era crítico de cine, y que ahora recuerdan, de que no bailaba para la gloria, no way, sino para el placer; pero también hablaba de sus gestos, de su altivez; desde luego, se refieren a la mirada con que reta a su suegra Andrea Palma cuando descubre que es la misma que la madroteó en su natal Ciudad Juárez y que pretende hacerse pasar por dama decente (falla del guión: para madrotear el burdel donde la explota tiene que ausentarse de su casa largas temporadas, y nadie cuestiona qué hace todo ese tiempo).
Es mucho más vivaz su expresión cuando se levanta la falda delante del probo juez Fernando Soler quien, más turbado que nunca, sabe que ante él se está abriendo la puerta de la tragedia, la sordidez, y que irremediablemente va a caer en sus redes, o mejor dicho, entre sus piernas, las que elogia ella misma para explicar por qué roba: “¿Qué puedo hacer con estas piernas, señor juez?” Falta de imaginación, desde luego, porque al salir de la cárcel muestra lo que puede hacer con las piernas: bailar y con ello enloquecer a la audiencia masculina y provocar bajas pasiones. La expresión vivaz, remarcada por la nariz chata y la mirada sexual más que sensual, marca la diferencia entre su placer por bailar, tirando caderazos, aunque por dentro se la lleva la chingada por saberse culpable de la muerte de su madre, del suicidio de su padre, de haber pecado antes de casarse. ¿Cómo puede gozar tanto del baile mientras todo a su paso es tragedia?
Las cintas son divertidas de tan exageradas, de tan irreales; mucho más verosímil es su actuación en Víctimas del pecado, aunque Emilio Fernández no fuera mejor director que Gout, aunque sí más inspirado, más lírico.
Sevilla es un mito del cine mexicano pese a que de sus cuarenta y tantos créditos sólo 18 corresponden a filmes, y no a apariciones especiales, bailes esporádicos, o series televisivas donde actuaba de sí misma; en alguna entrevista se quejó de que en su época las actrices podían enseñar las piernas pero no las pantaletas; mostraban el ombligo, y menos de 50 años después las adolescentes a punto de entrar a la edad de merecer andaban con el ombligo de fuera sin que nadie le dijera exóticas.
Sevilla no actuaba, sólo bailaba; ¿mejor que sus competidoras? No era más audaz que Tongolele, y no hay muchos testimonios fílmicos sobre la capacidad de Su Mu Key, pero a ésta la exalta Pacheco en Las batallas; Meche Barba, Rosa Carmina, Lilia Prado (mucho mejor actriz que las demás), Elsa Aguirre, hasta Gloria Marín, tenían idea de cómo mover la cadera (según expresión de García Riera para definir el cine de rumberas); ¿qué hacía excepcional a Sevilla? ¿El mito?
Álvaro Custodio lo explicaba bien en sus notas sobre cine, y él fue el encargado de los guiones de las cintas más célebres de Sevilla; García Riera, en su revisión de Aventurera modera su entusiasmo y explica el éxito de las tres películas célebres a la casualidad: Custodio trabajaba más por la papa que por sus ganas de trascender en el cine; Gout no era un perfeccionista aunque sí cuidadoso con los detalles y, sobre todo, por la protección a los rostros femeninos (eso salva una película tan reaccionaria y pedestre como ¡Viva el amor!, eso y las piernas de Silvia Pinal y los escotes de Christian Martell, protegidos por Gout; eso hace visible una cinta como Adán y Eva, con todos los obstáculos posibles). Sevilla era bailarina, no actriz; sin embargo no puede negarse su simpatía.
La veía cada semana, hace unos 25 años, comiendo tortas en el puesto del papá de Pepe, en Thiers y Leibnitz; allí terminaba comiendo cuando pasaba a cobrar a la ANDI; hermosa nunca fue, pero sí guapa; de pronto dejó de aparecer en público, cuando Héctor de Mauleón, en una de sus audaces investigaciones, descubrió lazos misteriosos entre Sevilla y Miroslava; se sabe que Sevilla encontró el  cadáver de la suicida checa, y suponen que modificó la escena de la muerte, como dicen en los programas de televisión; que sólo permitió que encontraran alguna de las cartas que dicen que dejó, y que la más misteriosa, con detalles macabros, Sevilla la guardó, y dejó que culparan del suicidio al matrimonio entre Luis Domínguez, torero, con Lucía Bosé; Miroslava amaba al torero y el matrimonio la desquició, o eso se supone por la fotografía de Domínguez encontrada en la recámara de Miroslava; durante años se creyó en esa versión, hasta que De Mauleón encendió las dudas e insinuó que el amor de Miroslava no podía decir su nombre; dudas razonables, que se enredan cuando involucran a La Chula Prieto, a Mario Moreno Reyes, y a Jorge Pasquel (de ser cierta una de las versiones, de que Miroslava fue víctima de un pasón con cocaína en una fiesta con políticos, podría pensarse en otras coincidencias, sobre todo la muerte o accidente o suicidio de Mariana, la madre de Jimmy, de quien se enamora Carlitos en Las batallas…).

De todas las posibilidades y versiones, Vicente Leñero escogió la más común, la más conocida y la más plana para el guión de Miroslava, una horrenda película que pretende recrear el mito de una de las mujeres más hermosas que haya actuado (es un decir) en el cine mexicano, y que sale de un cuento de Guadalupe Loaeza.
Al hablar de Leñero, no mencioné su actividad como guionista. La página especializada en cine le acredita 31 participaciones, como autor del libro en que se basa el filme, como autor del argumento, como guionista, como consultor; hay dos excepcionales: El callejón de los milagros, de Jorge Fons, y Cadena perpetua, de Ripstein, basada en una de las mejores novelas de Luis Spota, Lo de antes, que alguna vez dije era la mejor cinta mexicana; eso fue en 1979, y no tengo empacho en insistir en ello: la sobria dirección de Arturo Ripstein, las actuaciones soberbias de Armendáriz, Gómez Cruz, Pellicer, Martin, Busquets, Murgía, Cobo; bueno, hasta Angélica Chaín está visible y no sólo por el desnudo por esa vez nada vulgar; la escena en que Rodrigo Puebla cae balaceado es una de las muertes más naturales en nuestro cine, y llama la atención la presencia imponente de Ana Martin, aunque prácticamente no dice una palabra.
A cambio, echó a perder Los albañiles, vulgarizó El monasterio de los buitres con la presencia de Irma Serrano y Macaria que nada tenían que hacer en la trama; permitió que se trivializara Estudio Q, enredó El crimen del padre Amaro, y enredó más aún La habitación azulhasta hacerlo una trama policial inocua, desperdiciando la turbante (más) belleza de Ana Claudia; permitió desnudos gratuitos cortesía de Francisco del Villar (Cecilia Pezet en El llanto de la tortuga, nada perturbante; Alma Muriel en Cuando tejen las arañas); sobre todo, echó a perder Las batallas en el desierto, haciéndola obvia, aplastando una anécdota y olvidando las otras, ambiguas y terribles; la sacó de contexto, aprovechó el terremoto de 1985 que nada tenía que ver con la novela; la simplificó, en resumen.
Lo dicho: lo suyo era la novela de búsqueda, que dejó de gustarle para quedarse en el planteamiento plano. Pero pocos podrán alcanzar lo que él logró con Los albañiles, Estudio Q y sobre todo Redil de ovejas, que cada vez me gusta más.

Esperamos con entusiasmo el ensamble OFUNAM-la Sonora Santanera (la única, la auténtica, la original, la internacional: una de ellas, al fin todas se dicen las herederas de la primera, la de Carlos Colorado, la que grabó con Sonia López uno de los mejores discos hechos en México, en donde en la contraportada posan como espiando las piernas –delgadísimas— de Sonia); el video de Los Ángeles Azules con la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de México, en verdad sabroso, hacía concebir la esperanza de que la Santanera se iba a lucir; pero la Sonora se lució, no así la OFUNAM; los arreglos no aprovecharon la música tropical, los buenos arreglos a “Perfume de gardenias”, por ejemplo; me emocionaba escuchar a James Ready, trompetista principal de la OFUNAM y de Minería, tocando los solos de “La boa”, o de “Bómboro quiñá quiñá”, o de cualquiera; la Sonora Santanera, aunque la mayoría de las letras de sus canciones carecen de calidad, sus interpretaciones son magníficas; sus trompetas, sus percusiones, su piano, son insuperables; pero Ready fue opacado y sólo lo enfocaban bailando, y como la mayoría de los sinfónicos, lo hacía torpe, sin ritmo, demasiado pudoroso; y en general, en todo el concierto, se escuchaba  a la Santanera, y la orquesta con un acompañamiento tímido, discreto… Es una lástima, la han reducido a acompañar a una Santanera que los superó, y antes a un sobreafectadísimo Fernando de la Mora. Debe recuperar su nivel, como cuando acompañó a Stephanie Chace, la mejor violinista actual.

Murió Julio Scherer; ¿alguien se atreverá a desmentir el mnito?

Facebook es una muestra de lo grave de la proliferación de redes sociales: escriben los que no saben leer.


El que se ríe se lleva; EU vs CDMX

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Dice un has been que prefiere no leer aunque tenga que hacer reseñas, antes que leer libros de vampiros, zombis, consejos para mejorar (debería leer los que ayudan a redactar mejor) y best-sellers; muestra menosprecio por otros escritores; creyéndose joven, adopta una actitud insolente por quienes se ganan la vida escribiendo libros que entretienen a los lectores menos exigentes, sin darse cuenta que la mayoría ejercen su oficio con eficacia; ya quisiera tener (lo tuvo) un poder narrativo de autores como Stephen King, Jeffery Deaver, Michael Connelly, John Connolly, John Katzenback, Henning Mankell, John Green, y en otras épocas Ian Flemming, Irving Wallace, Mario Puzo, Morris West, que tenían, y tienen, a sus lectores pegados a los libros, divertidos, emocionados, en suspenso; y de sus novelas han derivado excelentes filmes como la saga de El padrino, Carrie, The Thing (nuestro personaje seguro lo traduce como La tinga), El coleccionista de huesos, El informe pelícano, La firma, El cliente, Cementerio de mascotas, series televisivas encabezadas incluso por el shakespereano Kenneth Branagh, todas las de James Bond.
                En México, gente con renombre o con nombre como Homero Aridjis, José Luis Trueba, y hasta el mismo Carlos Fuentes, han incursionado en alguno de esos géneros, sin merma de su calidad literaria; devalúan su calidad, si la tienen, los que escriben a destajo, sin cuidar ya no digamos la buena prosa, sino los detalles que hacen verosímiles los libros. Y se dicen escritores sólo porque ganan premios.
                Ejemplos, aunque repita algunos que ya he señalado: son muchos autores los que hacen que sus personajes aborden taxis en la ciudad de México, antes de que les pusieran taxímetro a sus unidades; antes de que Ernesto P. Uruchurtu ordenara que se uniformaran los autos que prestaban servicios de alquiler, que andaban como ruleta en busca de pasaje (por ello le decían “ruleteros”, óigase a Pérez Prado), cobraban por tarifa convencional (¿cuánto al pueblo de Tacuba?, ¿cuánto a México? –se referían a lo que se conoce ahora como Centro Histórico—, ¿cuánto a la Villita?) y cualquiera se prestaba a llevar a los necesitados de transportarse con más premura que en los camiones, tranvías, trolebuses (alguno de esos que se creen escritores sólo porque publican asegura que había tranvías que transitaban por el Paseo de la Reforma); hay quien afirma que los taxis conocidos como cocodrilos tuvieron su apogeo a mediados de los cincuenta, cuando fue a finales (aún puede verse uno en Cinco de chocolate y uno de fresa, de 1967). Otra autora, aunque dice que estudió la época en que sucede su novela (principios de los cincuenta) habla de guaruras, término que comenzó a usarse durante la campaña electoral de Luis Echeverría, cuando un jerarca de los tarahumaras le dijo al candidato priista que era bienvenido junto con sus guaruras, y se propagó (LE hizo su campaña en 1970); hablan de escuelas que no conocen, y hacen contemporáneos a gente que vivió en la misma ciudad pero en otros tiempos, como Frida Kahlo con José Luis Cuevas; esa autora habla de las meseras de La Luz, la cantina que estaba en Venustiano Carranza esquina con Gante; al contrario de La Ópera, a dos o tres cuadras, que tenía un apartado, como las pulquerías, en donde admitían mujeres como clientas, en La Luz no había ni siquiera cocineras; también dice que en La Luz (llamada así porque enfrente estaba la Compañía de Luz y Fuerza –luego estuvo un banco—; por ello, sus clientes eran jugadores del Necaxa, aunque también iban con frecuencia beisbolistas como Rubén Esquivias) se jugaba dominó y cubilete, y daban botanas; nada de eso pasaba; La Luz se enorgullecía de ser la única cantina donde no necesitaban dar botana, y por lo reducido del espacio y lo pequeño de las mesas, no se jugaba ni cartas ni dominó ni cubilete. Meseras había en El Negresco, y admitieron clientas hasta finales de los ochenta.
                Un narrador que no carece de cierto buen estilo, pone a su personaje palabras irresponsables: como estoy bien del corazón puedo tomarme dos viagras diario y así darte pa’ tus tunas muchas veces; ignora el personaje, y desde luego el autor, que los investigadores descubrieron las ventajas del Viagra por serendipia, es decir, buscando otra cosa, en especial, un medicamento para combatir la hipertensión; si alguien con presión arterial normal toma Viagra, tendrá una baja en ella, que puede recuperar  en algunas horas, ayudado por el acelerón en el pulso a la hora de la relación sexual; pero si toma dos diarias tendrá una braquicardia bárbara, y si sobrevive, probablemente priapismo. Una audaz narradora anuncia que su protagonista hará un largo viaje a la playa, y enumera su vestuario, compuesto por varias blusas, faldas, pantalones, pero ninguna pantaleta; hubiera sido mejor que prolongara sus aventuras, producidas por la ausencia de esa prenda antiestética, seguramente incómoda, pero que proporciona higiene.
                Carlos Fuentes fustigó las novelas de adormideras, que sólo entretenían sin otras propuestas, y mencionó las obras de Wallace y de Jacqueline Susan (en ¿Quién se comió mis enchiladas? mejor conocida como Alguien nos quiere matar, José Agustín castiga a una computadora con la lectura de algunos párrafos de El valle de las muñecas); no le tocó en esa época un fenómeno mayor: los “profesionales” que escriben a destajo, publican dos, tres, hasta cuatro libros al año, con los descuidos subsecuentes: ponen a boxear a un peso gallo con uno medio, lo que ningún promotor haría: la desventaja del primero sería peligrosa, y hasta mortal. Le otorgan “humanidad” a los animales, al ignorar que “humano” viene de “hombre”; los visten con prendas que no existían en las épocas en que se desarrollan sus anécdotas (la marquesa –en el virreinato— mostró las pantaletas al bajar de la carreta), comían hamburguesas de una marca que no se había inventado, sino que aún no llegaba ese platillo a la ciudad de México (aparecieron hasta finales de los cuarenta), compran dulces que no se producían (chocolates, de una fábrica que sólo vendía leche en polvo o condensada y comida para lactantes) o los ponen en situaciones imposibles.
                Esa falta de respeto para con sus colegas no se justificaría ni siquiera si fuera superior a ellos, pero no es el caso; hay libros de autoayuda que ayudan sólo a quienes sufren de inseguridad, que carecen de estímulos, que no pueden ligar, que se angustian en la chamba, que creen que con una vestimenta específica ascenderán más rápido, ganarán mejor, aunque su trabajo no sea tan eficiente; pero hay algunos libros de este género que son muy divertidos, que entretienen aunque no ayuden, e incluso dan ideas, involuntariamente; algunos, por tontos; otros, en cambio, por el sentido del humor de sus autores. Pero no son más aburridos que los libros de estos escritores profesionales.
Ni modo: mejor que los que se creen jóvenes (de casi 50 años) escritores, escriben los que escriben para entretener.

Una semana en Estados Unidos me hizo ver lo inocuo de la vida de sus ciudadanos comunes; comida horrible, insípida, llena de grasas; a cambio, muy abundante; los taxistas regulares, ignorantes de su ciudad, sólo conocen los atractivos turísticos; tienen una tarifa más o menos razonable: 60 centavos por cada cuarto de milla; en espera, por embotellamientos o semáforos en rojo muy prolongados, 60 centavos cada 80 segundos; pero hay tolerados que se parecen a los protegidos por el GDF de la CDMX (siglas cursis): en embotellamientos, cada 20 segundos aumentan 120 centavos; los choferes de éstos son majaderos, arrogantes, violan (los únicos en la ciudad) los límites de velocidad, se le meten a otros automovilistas, y exigen, con gestos amenazantes, una propina casi igual a lo que marca su taxímetro pirata.
                En cambio, los automovilistas no taxistas son muy correctos, ceden el paso a los peatones, contestan los agradecimientos con otro gesto de cortesía y muchas veces con sonrisas; respetan las señales de tránsito y ni por equivocación invaden espacios peatonales; los transeúntes tienen un minuto exacto para cruzar las calles, y si no les alcanza el tiempo, no tienen que andar toreando, porque nadie arranca; los motociclistas, pese a lo ruidoso, no avientan sus vehículos a los peatones, y nunca invaden las banquetas; hay espacios específicos para ciclistas, y éstos no se le adelantan a los automóviles, no se pasan los altos, no se suben a las banquetas ni andan en sentido contrario. El jefe de Gobierno debería de darse una vueltecita.
                También los del PVEM, aunque sólo harían berrinche: hay un espectáculo, de casi media hora, en que los protagonistas son unos cuantos humanos (dos o tres), seis perros, tres gatos gandallas, varios patos, un halcón, un cerdito (como de dos años, pero no pueden cargarlo) que se contonea al caminar, gallinas, palomas, cacatúas, guacamayas y otros animales muy disciplinados; el número es muy divertido, tiene una escena muy pícara que hará enojar a las diputadas y asambleístas que lo vean; si nuestros ignorantes legisladores ecologistas leyeran a Gerald Durrell, entenderían que esa vida (de esos animales) es la mejor que pueden tener; pero no vaya siendo que lleguen a clausurarlo, y mandar a una vida indigna y cruel al remitirlos a albergues donde encontrarán una muerte infeliz, sino es que más rápida.
                Otra desventaja: en esa ciudad no hay buenas librerías, incluso dos de una misma cadena no tienen los mismos títulos, y en cambio hay disparidad de precios; no hay más que amontonadero de CD y DVD, aunque su catálogo en línea hace creer que tienen muchos títulos; igualmente, pudimos conseguir el  volumen 11 de NCIS a 25 dólares, aunque en dos librerías estaba a 51 y a 61 dólares; como dice Nahúm, deberían tener el mismo precio en todas las tiendas, ya sea en discos, películas, series y Legos. Y desde luego, los taxistas ignoran la dirección de esas librerías, lo mismo que los guías de turistas.

¿A quién creerle? Billy Wyman dice en su autobiografía (Stone Alone) que Jagger y Richards no cogían porque se la pasaban componiendo; Richards es más discreto aunque no deja de presumir que Anita pasó por casi todos los miembros, literalmente, de los Stones, especialmente por el suyo; el biógrafo profesional, Philip Norman, aquel que develó el nombre de la rubia con la que cogía Lennon a espaldas del marido de ella y de Cynthia y que inspiró “Noregian Wood”, dice que Jagger se echaba a quien se le acercara, a veces sin importar si no se trataba de hembras; indiscreto, da los nombres de las que fornicaron con él varias veces, y de una que otra anónima que no deja de serlo aunque digan su nombre; lo más curioso es que completa la anécdota narrada en el libro autocompasivo de Eric Clapton: una mujer de la que estaba enamorado le pidió que la llevara al vestidor de los Stones, al final de un concierto, y que por más que le rogó “a ésta no, Mick, por favor, a ésta sí la quiero”, Jagger no le hizo caso y se la bajó; Norman revela el nombre de esa grupi: Carla Bruni.

En una ocasión, un hombre aspiraba a ser secretario de redacción en El Financiero; no le fue mal en  la primera prueba, aunque se tardó más de lo normal en realizarla (no supe que algunos, gentiles, le habían echado la mano); se le dio un contrato por 30 días, el primero de tres, pasados los cuales podría obtener la plaza; pero a los diez días lo cancelé: se tardaba en una página mientras los demás hacían cuatro o cinco, y eso que seguían echándole la mano. Me demandó ante la Secretaría del Trabajo y Previsión Social: quería los 80 restantes, y de ser posible, la planta laboral; se demostró que había mentido al afirmar que conocía el programa que usábamos, y había inventado un currículo. No duró más que una audiencia.
                Otros se buscaron el despido, que me pedía Rogelio Cárdenas que ejecutara, o directamente lo hacía Reclusos Humanos.
                Pero hubo otros dos casos, que recuerdo ahora en que se habla de ética periodística; el primero fue un corresponsal en el sureste, simpático y relajiento y no mal reportero; un día me llamó un empresario de esa región, y me contó que nuestro corresponsal lo había amenazado con un juicio y con hacer público el conflicto que tenían, y lo había hecho en papel membretado de El Financiero; no duró un día más; el periódico no podía tolerar que usaran el nombre de la empresa para arreglar asuntos particulares, y menos un documento que, al ser membretado, involucraba al diario; en otro caso, el subdirector del periódico me advirtió que un editor se quejaba de que, al entrar a junta, se le desaparecían los adelantos (el resumen de las notas que cada sección anunciaba para la edición del día siguiente); se sospechaba que alguien los utilizaba para beneficio de otro diario; recorrí todos los departamentos donde había fax, vigilé a qué hora se usaba, y advertí a los responsables que se me avisaran en caso de que alguien enviara documentos, a excepción del jefe de esas secciones, claramente conscientes de su trabajo; en menos de una semana sorprendimos a un corrector que los mandaba a otro diario; avisé al subdirector, al sujeto se le echó de las instalaciones, y se le dijo que se presentara al día siguiente muy temprano; se le entabló un juicio; estábamos dos personas de Reclusos Humanos, el subdirector y yo, además del juzgado; admitió que de otro diario le pagaban para que les enviara los adelantos; en el contrato se esclarecía que el material era exclusivo de la empresa hasta que apareciera la edición impresa; pasarla a otros medios constituía un delito; no se le despidió: se la rescindió el contrato; se negó a firmar los papeles y amenazó con juicio para que se le pagaran antigüedad, vacaciones, indemnización por despido injustificado y quién sabe cuántas cosas más. Desde luego, nada prosperó.
                Entre periódicos es común que se echen la mano: cuando al mismo tiempo se transmiten una pelea de boxeo y un juego de futbol, un reportero ve el juego y le pasa los datos al reportero de otro periódico, quien a su vez le da los detalles de la pelea; como en El Financiero no teníamos televisión, y en la que había sólo recibía la señal de las telenovelas, uno de mis reporteros se iba a la redacción de Ovaciones, donde Óscar Alarcón nos permitía ver la pelea, y que desde sus teléfonos nos mandara los datos para hacer la reseña; en muchas ocasiones, reporteros con agenda apretada faltan a la conferencia de prensa de un funcionario o una empresa, y le piden a un colega que le ayude con lo más importante; nadie, desde luego, le pasa la entrevista que, en exclusiva, le dio el conferenciante, eso sólo le pertenece al periódico que le paga su sueldo; nadie falta a esa ética periodística. Lo que hizo nuestro corrector faltaba a esa ética. Los contratos también piden que, al firmarlos, se entienda que ése es su trabajo primario, que no se debe de trabajar en otra empresa similar, y que la mayor parte de su tiempo laboral le pertenece al diario; eso no sucede con los colaboradores, que pueden publicar en varios diarios y revistas, pero no debe publicar lo mismo en otras. Eso, a la luz de lo que ahora sucede, parece que a nadie le importa esa ética.

En un juego de pretemporada, Cleton Kershaw, pitcher estrella de los Dodgers y de todas las Ligas Mayores, recibió un batazo en pleno rostro; no lo lesionó, pues la línea era débil, pero por la mente de todos (el beisbol es un deporte de conocedores) pasaron algunos episodios: Alfredo Ortiz, Winston Brown, pero sobre todo Herb Score, quien en los inicios de su tercera temporada (en las dos primeras había impresionado a todos con su velocidad, control, lanzamientos poderosos), recibió un lineazo de Gil McDougald, short stop de Yanquis, poco abajo del ojo, y que hizo que todos temieran por su vida; tardó en recuperarse, pero no en su mentalidad; regresó, pero no fue el mismo aunque no perdió velocidad ni control; simplemente, le dio miedo; nadie podía culparlo: cualquier batazo lo llenaba de terror; duró muy poco su carrera; luego de un 38-19 antes del batazo, sus números cayeron a un 17-27 en los siguientes cinco años.
                ¿Kershaw podrá superar el miedo en los siguientes juegos? No se trata de valentía, sólo de instinto de supervivencia. Un jugador defensivo, líder de tacleadas en su equipo, apenas en su segunda temporada anuncia su retiro, por miedo a las lesiones. El deporte cada vez es más peligroso, y bien visto, exige un esfuerzo sobrehumano, que en cada juego pone en peligro la vida, a veces por lesiones (acaba de morir un luchador, víctima de golpes ilegales que se propinan en cada enfrentamiento y nadie hace algo por evitarlas), a veces porque el cuerpo no soporta esas exigencias.

Andre Agassi cuenta cómo arreglaba, con la alcahuetería de su entrenador y del de Graff, que coincidieran sus sesiones de entrenamiento con los de ella; trataba de hacerle plática, pese a la evidente timidez de ella; cómo se esforzó por ganar un torneo sólo para bailar juntos en la fiesta posterior; cómo la perseguía pidiéndole una cena compartida, una cita inocente sólo para platicar, cómo le telefoneaba aunque sabía que ella estaba con su novio, cómo le mandaba flores que Graff rechazaba, hasta que logró que terminara con el novio, aceptara citas, y luego, que entablaran relaciones; en aquellos años, principios del siglo XXI, muchas mujeres elogiarían esas insistencias, aceptarían los actos cursis (hacer “suya” una canción, ofrecerle un anillo de compromiso mientras se hincaba y tarareaba, no se sabe si bien o mal, “su” canción) y dirían que qué lindo; ahora eso se calificaría de acoso.

Por cierto, en un torneo en la ciudad de México, se discutía cuál de las invitadas tenía piernas más bellas (y lo demás); un editor negaba que tales características fueran las de Graff, porque su nariz era muy pronunciada: se trata de piernas y nalgas, no de nariz, le aclaró otro. Y en efecto, pocas tenistas tienen piernas feas, y todas las presumen con vestimenta cada vez menos tenística. Pero Graff supera a casi todas las demás.

En mi anterior blog, hace más de dos meses, dije que los que escriben en las redes sociales no saben leer; Francisco Elorriaga lo reprodujo en su página de facebook, y alguien contestó, dándome la razón aunque creía que me refutaba, que no hace falta ser un prodigio de escritor para escribir en esa red; lo dicho: dije que no saben leer, y él leyó que no saben escribir.

El que se lleva...; ruleteros y chafiretes; San Álvaro; de fallecimientos

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Se levantó del  sillón donde nadie lo había invitado: –Yo soy el único intelectual del periódico, me lo dijo Rogelio.
                Decía esa frase cada vez que alguien le señalaba un error –de los muchos que comete. Por ejemplo, no tiene la menor idea de cómo se usa el dativo; no sabe contar sílabas, o sea, desconoce para qué sirven las sinalefas; le adjudica puestos a sus cuates (alguna vez dijo que Guillermo Samperio fue director de Bellas Artes), se adjudica conocimientos de sus colaboradores –cuando los lee.
                Esa noche no estaba convocado; ya me habían advertido amigos, conocidos y enemigos: –se  pone insoportable cuando bebe; bueno, cuando alcanza a beber, le basta con apretarse el hígado y se empareja aunque le llevemos mucha ventaja; no lo invité, como no invité más que a unos cuantos: Lupita, Carmen, Fernando, Ricardo, Malicia, José Luis; el pretexto: escuchar unos cuantos discos de música mexicana de concierto, que Lupita creía inexistentes; tenía tacos, pocos, para todos ellos, y algo de bebida: cervezas, ron, vodka, y algo más. Llegaron 20; casi todos, de la mesa de redacción; no saqué los tacos, no alcanzarían; cada uno, o casi, llevó una botella y botanas suficientes; lo que no había suficiente eran sillas; casi todo el espacio de la sala y el comedor están ocupados por libros; Diego y María José, asombrados y curiosos, se quedaron para ver qué pasaba; los gatos en cambio se escondieron. Algunos años después Ricardo Ortiz aseguró que había sido la mejor fiesta de El Financiero, que habría que repetirla.
                Al día siguiente Jorge Rodríguez, jefe de redacción, me preguntó por el recuento de daños: un sillón con una pequeña quemadura, un vaso roto, y nada más: son inteligentes, los vecinos ni cuenta se dieron de la reunión.
                (Las consecuencias fueron otras; algún redactor, insatisfecho por lo temprano que se acabó la reunión se fue a Garibaldi, se dejó entusiasmar por una damisela quien le puso algo en la bebida; se despertó hasta el sábado, sin chamarra, sin grabadora y sin la quincena que habíamos cobrado ese jueves.)
                Misántropo, esperaba que se fueran a las tres de la mañana; todos estábamos cansados, y además de los 20 iniciales, llegaron otros 20 que pensaron que era una fiesta; a las tres, en efecto, muchos se levantaron, listos para partir; casi todos tenían que presentarse a trabajar ese viernes, yo entre ellos; los otros descansaban.
                Mientras veía que unos se levantaban, se despedían, tomaban la última copa, festejaban los últimos chistes, me asomé a la ventana, y lo vi, con su peinado a la Dave Crosby, vestido siempre de negro, seguido por unos 15 o 20 más, tocando en cada casa, preguntando si allí era mi fiesta. Pensé hacerme el disimulado, pero presentí también que horas después mis vecinos, con los que no tengo trato, me reclamarían que los despertaran unos impertinentes; asumí las consecuencias, salí al balcón y lo llamé.
                –Estábamos en la cantina y alguien dijo que tenías fiesta.
                Se fue hasta las siete de la mañana. Abordaba a Malicia, quien estaba de moda en el periódico: fresca, juvenil, coqueta, a ratos cachonda, vestía sin mucho pudor: varios de los subdirectores cuando pasaban por la redacción solían tropezarse por caminar sin despegar la vista de sus piernas, que mostraba sin disimulo (Ahí viene Sánchez –o Barranco, o cualquiera otro: a que se tropieza –y se tropezaba). No la dejaba en paz, se le insinuaba, se le restregaba, trataba de manosearla sin mucho disimulo; alguno de sus compinches dijo, en voz más o menos alta: ¿ya saben de qué va a tratarse el próximo “Hormiguero”? (como le decían a su columna diaria, él que critica a los otros jefes cuando firman algo), donde contaba sus desventuras eróticas, algunas de ellas reales.
                (Reales, como las aspirantes que lo visitaban en su redacción, y se quedaban solas con él, mientras los redactores y diseñadores y correctores debían ausentarse con o sin pretexto; así, me lo confesó él mismo, obtenía lo que quería a cambio de un espacio, un crédito o una credencial, de las muchas apócrifas que se utilizaron para visitar al subcomandante más famoso de la época.)
                Todos vimos cómo Malicia lo despreció, aunque él  presumió que había sido una más de sus conquistas; el caso es que hizo una pausa en sus escarceos para exclamar, borracho sin disimulo, que cuando ingresé al periódico tuvo temor de que llegara a desplazarlo –no me conoce. Después se tranquilizó, dijo, porque vio que no me metía en su sección; uno de sus actuales colaboradores cercanos me cuenta que nunca se le quitó el temor, que siempre sospechó que andaba tras sus beneficios; se puso celoso de las columnas que hice para la sección de Deportes, y hasta reclamó que me permitieran mis reseñas de libros literarios que hablaban de deportes (Updike, Cortázar, Sillitoe, muchos más), que por qué incursionaba en lo que proclamaba sus dominios: “Yo soy el único intelectual del periódico” y hasta reclamó que mi sección la antepusieran a la de él.

Ahora se molesta porque no acepto colaborar en su nueva ventura; olvida que tampoco lo hice mucho antes, cuando emprendió Horas extras, y no creyó mis motivos: estaba encargado de la edición de unos libros que me ocupaban 15 o 16 horas diarias, que apenas tenía tiempo para leer por placer, además de que me exigía que las colaboraciones fueran sobre asuntos mexicanos, o cuando mucho, obviamente, en español, latinoamericanos, nada de otros ámbitos. Me negué, como me negué a pagar los cuatro vodkas que se bebió mientras que yo sólo tomé una cerveza.

Cuando salí del diario, luego de 16 años de ocupar cargos de responsabilidad (y de corregir en su sección varios errores, a veces en su ausencia que cubrían con tanta devoción sus colaboradores), quiso salirse y emprender otra aventura; para entonces ya aparecía mi sección en El Universal, y me pedía que la dejara; no le dije que sí, que lo platicáramos; es un secreto, no le digas a nadie, ya tengo convencida a una empresaria; no fui quien lo saló, fue uno de los que él cree incondicionales, que en todas las fiestas proclamaba: ya viene su nueva revista, ya suenan los claros clarines. El secreto fue descubierto desde el principio, y también la negativa con que se enfrentó porque no pudo convencerlos de su fianza.
                Eso ya no me lo contó, me lo dijo uno de sus amigos; quise llamarlo: no está, Lalito, me decía su corrector, su formador, alguno de sus redactores, sus leales reporteras; está en junta en la dirección; eso, a horas en que ya no había juntas; alguna reportera me advertía: déjeme ver si está, de parte de quién; la extensión que nadie más que él podía usar estaba junto a su silla, por lo que Rosy, o Carmen, o Beto, o David, o Pepe, o cualquier otro, no tenía que ver por todos lados para enterarse si estaba o no; y cuando me identificaba, decían: no está, está en junta en la dirección. A la quinta vez decidí que si alguna vez me llamaba, quien contestara mi teléfono dijera que estoy en junta en la dirección, que le hablaré el próximo sexenio. Unos días antes del concierto de Bruce Springsteen me lo topé en un Mix Up; me saludó porque no tenía espacio para escabullirse, y desde luego no respondió a mi pregunta de por qué no contestaba mis llamadas.

Una mañana me habló Náncy González: ¿ya viste lo que le pasó a tu cuate? Esta hospitalizado. Fue un susto en todo el periódico: no voy a narrar lo sucedido, él lo contó, abusando del espacio, toda una semana, con, creo recordar, un cuarto de página diario, con detalles escabrosos que alejaron al lector desde la segunda entrega; en todo ese relato no dijo que durante toda su ausencia conduje su sección con respeto a sus manías, respetando incluso las columnas no culturales, donde hablaban sus colaboradores acerca de su ombligo o de las pantaletas de sus primas; en medio día hice dos páginas para conmemorar un aniversario de un poeta, con más tino y eficacia que lo que hubiera hecho él. Ni una palabra de agradecimiento, y sí, disimulado, algún reproche.
                Salgo poco, hablo con muy poca gente; sin embargo me llegan sus resquemores, sus reproches, sus acusaciones, sus envidias; hizo otra revista, con nombre alburero, y no me invitó; Pepe Nava me trajo un ejemplar, y el alivio: no me invitaba a colaborar, invitación que no hubiera aceptado. Ahora me lo reclama, ahora que lo dejan solo quienes se burlaron de él y que corrió a los que depositaron en él su confianza, su trabajo, su futuro.

Cuento esto porque, faltando a la ética, como acostumbra, reproduce fragmentos de un intercambio de correos aunque le pedí que no lo hiciera, y que no relatara desde su muy parcial punto de vista mi no aceptación a colaborar en su revista; como siempre, como cuando Horas Extras, me acusó de traidor a la causa (la suya). No lo hago por defender mi punto de vista; sólo respondo a lo que él hizo faltando a la ética, a la ley de derecho de autor, y a su palabra, que ya veo que no tiene. Puede gritar cuantas veces quiera que es el único intelectual, sin preocuparse. No me interesa parecerme a él.

Hace muchos años de esto; queríamos cerrar rápido el número de La Onda, porque esperábamos la visita de Rotger Rosas, lleno de anécdotas y ocurrencias, o de Roberto López Moreno, lleno de poesía, de pasajes gloriosos de su adolescencia, de sus batallas con su primera esposa, más valiente que él a la hora de enfrentarse con alimañas (no los críticos literarios, sino ratas, arañas, monstruos); sus primeras chambas, su conocimiento de la música, de la bohemia, charlista admirable. Sobre todo, tenía una visión fresca del mundo político; socialista, no era dogmático pero sí fiero; y nos decía, a Manuel y a mí, de los peligros del socialismo cubano, la burocracia el mayor de ellos; en sus palabras, Fidel era buen lector, admirador de la inteligencia, de los intelectuales; por él sería posible un socialismo no al modo soviético, sino latinoamericano, respetuoso, humano  y optimista; Raúl, en cambio, era dogmático, una especie de Goebbels y, al igual que él, capaz de sacar el revólver al escuchar la palabra “cultura”; no sé qué piense Roberto ahora, cuando Raúl abre la posibilidad de acercamiento con el mundo moderno, y sobre todo con la política estadounidense; lo peor: que sea capaz de creer que Obama es un político abierto, moderno, respetuoso de los otros, una especie de paladín de la libertad.

El inmaduro Maduro proclama que no es antiestadounidense, que es antiimperialista; él admira muchos aspectos de Estados Unidos, como a Jimi Hendrix y a Eric Clapton.

–No tip?, me espetó un enorme negro, malhumorado, cuando vio que le pagué exactamente lo que marcaba el taxímetro; le di uno: que fuera cortés y bien educado.

La película es horrenda; pese a la presencia de muchas mujeres jubilosas, con gesto jarioso; de Pérez Prado haciéndola de galán, de los gestos sabidos de Amalia Aguilar, de los bailes portentosos de Harapos y de Borolas (haciendo sándwich a una mujer de nalgatorio inolvidable y de sonrisa majestuosa, con un ritmo asombroso, moviendo la cadera y los hombros mejor que lo hacen las cubanas, sin despegar los ojos del afortunado Borolas: ¿Celita, la célebre Chelo la Rue?), Adalberto Martínez Resortes está patético, y ni siquiera su baile acrobático lo salva, excepto cuando hace pareja con Joan Page quien se avienta uno de los bailes más formidables del cine mexicano, sin moverse, casi. La cinta (Al son del mambo) es tan patética que luego de media hora de música extraordinaria, el locutor nos despide diciendo que el mundo está al borde de la hecatombe (1950).
                Pero excepto una versión de “La Malagueña” peor que la entonada por Óscar Chávez, hay una sucesión de mambos con desenfreno pero con calidad; Pérez Prado hace varios elogios de sí mismo, pero Rita Montaner, Aguilar y Page hacen olvidar esos momentos; hay un duelo (¿truelo?) de pianistas: Juan Bruno Tarrazas, Pérez Prado y el Chamaco Domínguez más desatado que en las trovas que lo caracterizaron; los tres, formidables, hacen recordar el trío de John Lennon, Paul McCartney y George Martin tocando “Rocanrol music”; la cúspide, aparte de ¿Celita, La Rue?, las hermanas Gutiérrez se avientan un “Mambo del ruletero” excelente; Rosario es más bella, de rasgos más finos y gestos sensuales; Anabelle es más expresiva; se ve grandota, al revés que en sus papeles de niña maleducada pero cercana a la Lolita que estaba a punto de dar a conocer Nabokov; demasiado alta, demasiado muslona, demasiado nalgona para representar a una ninfeta, pero incitadora; bailan con ritmo, y cuidan que se le vean las dos piernas, pese a que sólo traen descubierta una; están descalzas, como las Dolly Sisters y Page, y demuestran que no son necesarios los tacones altos para presumir derrière. Como se sabe, los mambos casi no tienen letra, y si la tienen, son pujidos, más explosiones de júbilo que ganas de narrar algo; en ese mambo resaltan unas palabras, casi monosílabos: libre, chafirete, que sí, que no, el ruletero, el icuirique, el macalacachimba (según Monsiváis, “el que muerde la pipa”, juarevermindat); nunca “taxista”, siempre ruletero o chafirete.
                En otra cinta de la misma época, la inolvidable Elsa Aguirre es olvidada por Rafael Baledón, aunque él realizó el parto, después de embarazarla (digo, podía olvidar su cara, pero ¿lo demás?); antes de la seducción, más culpa de ella que de él, porque cuando el mayordomo le sirve una bebida como para embriagarla, Baledón prefiere darle un daiquirí suavecito, como para demostrar que es un  caballero (con ella, porque con otras quién sabe, si el mayordomo prepara bebidas embriagantes sin consultar al patrón); pese a todo, él no insiste y más bien insinúa que ya se vaya, y va a pedirle un libre; ella acepta que la lleve, y la lleva.
                Si en una comedia con tintes patéticos y en un melodrama muy cómico se refieren como libres o ruleteros a los automóviles que daban servicio de alquiler, ¿de dónde sacan los novelistas actuales que los ruleteros se llamaban “taxistas” y los libres “taxis”?

Claudia Hernández de Valle-Arizpe reclama, con razón, la moda de hablar y escribir eludiendo la concordancia: la primer mujer, la primer derrota; estoy de acuerdo, y acoto una variante correcta: el primer beisbolista, el primer futbolista, el primer dentista, el primer ensayista, el primer modista (lo hago, desde luego, por molestar); y salta la liebre: está permitido decir “modisto” en bien de la modernización del lenguaje; ¿en bien de esa modernización ya podemos decir dentisto, futbolisto, deportisto, novelisto?

¿Cómo dirige una estación de radio dedicada al rock un fanático de Chava Flores, tan antirroquero? Alguien que se hace pasar por conocedor de los Beatles y su máximo forofo (Yo soy el único beatlemaniaco de México, clama como aquél) cuenta que Paul llegó a casa de George o de John o de Ringo y mientras esperaba, se enteró de las giras que debían hacer; se fue al jardín, se tomó una taza de té, y compuso “Here, there and everywhere”; ¿se dice conocedor de los Beatles y desconoce qué quiere decir “take some tea?”. Antes que ellos, Agustín Lara se echaba “un tecito” y componía; y cuando mi amigo Marco Pulido le preguntó si era cierto, mostró la yerba y retó a sus críticos a que la probaran y compusieran.

A propósito de componer, rompo mi encierro y vamos Lourdes y yo a la mansión de Carlos Ramírez para conocer a Mario Carrillo, hijo de Álvaro Carrillo; gano nuestra cena al contar que Manuel Gutiérrez y Horacio Rodríguez me cayeron al Tío Pepe, les gané en el dominó, porque les importaba más llevarme al Bar de Perico; ya había tratado de ir allí, entusiasmado por conocer a Pancho huyendo de Ramona, pero me encontré con un sitio tétrico, oscurísimo; no recuerdo si me impacienté y ya no esperé a Marco Pulido, o él no llegó, pero me alejé del lugar; Manuel y Horacio me juraron que ya era otra cosa: un piano alrededor del cual había varios bancos; Manuel y Horacio tenían su lugar apartado, y me consiguieron uno, privilegiado; en el resto del local, semioscuro, parejas que cantaban en voz baja, celebrando lo que pedían los cercanos al piano. El pianista tocaba lo que pedían, y todos, menos yo, cantaban; yo, más plácido, lo disfrutaba. Horacio sonrió cómplice cuando cantaron “como aberrante viviré” (gracia de las sinalefas, que aquél no entiende), Manuel cantó en segunda voz “Nocturnal”, y alguno de los asistentes me preguntó qué canción me gustaría oír; Horacio dijo que él la invitaba; dije “cualquiera de Álvaro Carrillo”; se hizo un silencio inesperado; aunque no creí haber dicho algo inconveniente, los miré preguntando si había cometido una imprudencia: sí, me aclararon. “Aquí se dice ‘San Álvaro’”.
                Mario Carrillo cuenta una anécdota; San Álvaro y José Alfredo disputaban sobre el reino de los cielos, y convinieron en hacer, José Alfredo, un bolero, y San Álvaro una ranchera; y él comete una imprudencia: José Alfredo hacía mejores letras y mi padre mejor música; no puedo contenerme: Falso, las letras de José Alfredo están llenas de lugares comunes; tiene muchos aciertos, como la mejor definición de la desilusión amorosa (“otra vez a brindar con extraños”), pero hace muchos trucos para alargar o cortar versos, y sin la música sus letras son poca cosa; Carrillo, en cambio, logra frases que expresan una pasión sin caer en vulgaridades: “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”; muy pocas veces en la poesía popular hay una descripción tan elegante del orgasmo; no deja de cometer alguna soberbia como “tanto tiempo disfrutamos de este amor”; los invitados, grupo heterogéneo pero simpatiquísimo, cordial, amable, generoso (Luis Soto ni siquiera me reclamó tantas veces que excluí su columna por no terminarla a tiempo), escucharon con atención mi definición de las canciones de San Álvaro, y en general estuvieron de acuerdo; los excelentes guitarristas jovencísimos que acompañan a Mario Carrillo sonrieron y asintieron cuando afirmé que Bill Clinton podría haberle llevado serenata a Monica Lewinsky y cantarle “en la boca llevarás sabor a mí”; más discreto, Carlos Ramírez se abstuvo de afirmar, como lo había hecho antes, que Lewinsky podría haber contestado que “como se lleva un lunar, todas podemos una mancha en el vestido llevar”.
                Mario Carrillo relata anécdotas de cómo escribió su padre algunas de sus canciones; cobra sentido el desaire que le hizo una gringa de ojos celestiales, pero que en la fiesta a que lo había invitado ni lo pelaba; él se escabulló, sin saber qué pensaba de la canción que le había obsequiado, y mientras encontraba un libre compuso la extraordinaria “Seguiré mi viaje”; no me atreví a preguntar a qué se refería con “si mi más grande amor tan pequeño lo ves”.

De pronto, en medio de tanto desmadre y tanta vulgaridad, llega a la red, como un rumor maligno, la muerte de Isabel Fraire; lo que siento y digo de su poesía lo publiqué hace pocos años, a raíz de la edición de su obra completa. Como con mucha gente, su obra la dejo para después; recuerdo en cambio su generosidad, sus alientos, su belleza, su compañía en fiestas apocalípticas, y algunas veces, compartiendo taxi, luego de comidas en las que parecía que pasaba algo detrás de las puertas que se abrían de golpe y se cerraban (perdón por la cacofonía) con violencia. Tuvimos varias pláticas; la última la molestó, cuando dije que me informaban que Juan Vicente Melo (en cuya casa la conocí, en Mariano Escobedo casi esquina con Mazaryk) estaba muy enfermo, que lo habían encontrado sin sentido; me contradijo: está muy sano, eso es una mentira; a los pocos días Melo falleció. Pero no volví a hablar con ella. Recuerdo su elegancia y su audacia.

El mismo día me topo con la noticia de la muerte de Dallas Taylor, un baterista del que sólo se acuerdan los conocedores; talentosísimo, su carrera se vio limitada a acompañar a Crosby (el auténtico), Stills, Nash y Young y sus variantes; es el baterista de Manassas; su talento se lo comieron las drogas, la indisciplina, la dispersión; nacido en 1948, le pasó lo que a muchísimos de nuestros contemporáneos, pero me callo sus nombres. Y me topo con otro fallecimiento, el de Gunter Grass; lo leí, lo plagié (unas cuantas líneas), traté de escribir una novela según yo muy audaz, y cuando iba por el tercer capítulo me encontré que lo que intentaba él lo había logrado con su novela mejor, en mi consideración: Anestesia local. No todos sus libros me gustaron, todos me parecen una búsqueda incansable, tanto en estructura como en lenguaje; quiso deshacerse de dogmatismos y lo atacaron cuando vio que lo extremo era tan grave como lo que atacaba. Lo acusaron de nazi cuando, adolescente, cumplía con lo que le ordenaban; su pasado lo persiguió como si hubiera sido un pecado, sin considerar que fue de los pocos que lo confesó, que se arrepintió aunque no era su culpa; se arriesgó en muchos aspectos. Nunca dejé de admirarlo. Sólo notó un aspecto no admirable en su vida: ¿cuántas viudas mexicanas deja?
Termino estas líneas y una llamada me deja frío: pocas horas antes falleció Patricia Gaytán, esposa durante 50 años de mi tío Pepe. Estremece toda mi casa.

Un hombre bueno (aunque él negaba que lo fuera)

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Pocas veces me ha costado tanto escribir como ahora; José Emilio Pacheco afirmó que en la niñez y la adolescencia uno hace muchas amistades y de adulto nos dedicamos a perderlas; pese a mi timidez, a mi temor a las aglomeraciones, y mi renuncia a las actividades masivas y a los deportes gremiales, he tenido muchos amigos; hacer el recuento sería doloroso, y sobre todo, advertir cuánto tiempo llevo sin ver a muchos de ellos; lo peor: gracias a las redes sociales me he reencontrado con algunos, nos escribimos con gusto, y luego nos damos cuenta que no tenemos mucho qué decirnos, y a veces, demasiado qué reprocharnos.
                En este blog he dado cuenta de la pérdida irremediable de algunos amigos: Paco Alvarado, Agustín Granados, a quienes estaré agradecido siempre; también, lo que me dolió y duele la ausencia de José Emilio, sobre todo que en este último año y medio me han llegado expresiones suyas hacia mí que dijo a otras personas, que me conmueven y enorgullecen; también, que lamento con frecuencia la partida de Bernardo Giner de los Ríos, de su tío Joaquín Díez-Canedo, la de Sergio Galindo, y que lamento no haberle dicho, a cada uno, la importancia de su persona, sus acciones, su afecto, en mí y en mi familia.

Ahora debo hablar, luego de varias semanas, de la partida de Fausto Vega; vi su nombre en alguna página de Ricardo Garibay, mencionado como una persona generosa e inteligente; pero las leyendas a su alrededor son pocas frente a su sabiduría, su sentido del  humor, su don de gentes, sobre todo por su deslumbrante inteligencia; no es que diera la impresión de que lo había leído todo, porque su modestia era mayor que su necesidad de escuchar diferentes juicios, y le gustaba el reto de confrontar sus opiniones con las de otras personas. A nadie le he escuchado resumir con tanta contundencia y claridad asuntos difíciles; pocos, con la palabra justa sobre filosofía, sobre estética, sobre marxismo; pocos han definido tan bien a nuestros políticos, a nuestros funcionarios, y a los escritores, amigos suyos o no; y sobre todo, con tan pocas palabras.
                Pocos también con tanta picardía; vivió junto a muchas de nuestras glorias culturales (Agustín Yáñez, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes, Octavio G. Barreda) aventuras de todo tipo, y fue testigo de sus picardías, sus travesuras; quién era mitómano, quién cleptómano, quien peleaba por conquistar mujeres ajenas, y quién acumulaba aventuras eróticas; no fue indiscreto, pero no guardaba secretos que no le pertenecieran; no perjudicó la imagen de ninguna de sus amistades, pero gozó narrando, sin decir nombres, muchas tropelías. Y si uno los ha leído, sabe a quién se refería.
                Muchas de sus pláticas se referían a él mismo; no lamentaba el pasado, pero creo que le dolió la pérdida de su novela a causa de una inundación; inundación donde también perdió gran parte de una biblioteca nutrida de joyas, que no recuperó, pero no dejó de leer; no repetía sus vivencias, pero por boca de otros confirmé que a él, junto a su amiga Rosario Castellanos, lo sacaron del velorio de José Gaos, por sus comentarios que más parecieron puyas a sus compañeros de generación; por él confirmé también quiénes se sentirían señalados por los retratos crueles con que ella adorna las páginas, muy leídas y poco entendidas, de su Rito de iniciación; pese al cariño que le tuvo, suyas son las mayores objeciones a la prosa de Castellanos, pero pocos la apreciaron tanto como poetisa, porque su formación de filósofo le ayudaba, al contrario de lo que le sucede a otros, a leer poesía de manera inteligente y no sentimental.
                Una sola plática con Fausto Vega me aclaró muchas de mis dudas por las novelas de Carlos Fuentes, tan atacado y tan mal leído, excepto por él y por José Emilio Pacheco, quien nunca dejó de admirarlo.

Lo conocí por el trabajo; generoso y riguroso, sus señalamientos nunca estaban desmotivados, ni los afectaban su cariño o admiración por alguien. Por ello, aunque me lo recrimina Horacio Ortiz, sólo he admitido con orgullo ni rubor el título de “maestro” cuando me lo dijeron él y, en otra época, Bernardo Giner de los Ríos; desde la primera chamba que me pidió colaboramos con placer, y su impulso y entusiasmo lo hacían todo fácil; sus puntualidades ayudaban a que el trabajo fuera más esmerado, e inteligente como era, sabía que no había trabajo sin fallas ni libros sin erratas; sus regaños, si lo eran, los asestaba con dureza, y los culminaba con una carcajada o con una cita literaria.
                Porque ¡cómo sabía! Después del epigrama que recordó, aquel que pregonaba
Unos tocan guitarrita
Y otros tocan guitarrón;
Unos van a Santa Anita
Y otros van a Santanón

la figura bravucona y pendenciera de Salvador Díaz Mirón queda ridiculizada; lo salva lo buen poeta que es, pero sus ambiciones de héroe quedan como lo que fueron; así, se burló también de muchos oportunistas que buscaban colarse entre las amistades de las grandes figuras, de las que él fue amigo.
                Mayor que yo cerca de 30 años, me trató con un respeto que me hizo sentir importante; no sólo porque me lo dio, sino porque me trataba con el mismo respeto que a las demás personas, fueran intelectuales consagrados, funcionarios importantes, amistades de toda su vida, colaboradores de muchos o de pocos años; nuestra amistad no me daba privilegios, pero no me los restaba frente a cualquiera otro; me enorgullecía que me llamaran para que fuera a platicar con él, a paliar sus achaques que, por su edad, eran naturales aunque no tantos como les acontece a otros, menores que él; o cuando lo atosigaban los problemas de muchas índoles, acudían a mí para que con pláticas y chismes literarios fueran menos, y los celebraba con carcajadas.
                Me aprecio de tener amistades con edades muy inferiores a la mía, y a tener amigos que ya eran adultos cuando nací; de muchos siento gran orgullo, y uno de esos amigos, que me obsequió su afecto y me trató con deferencias, fue Fausto Vega; falleció el 7 de mayo, y entonces me enteré que lamentaba mi ausencia; no era intencional, traté de verlo, infructuosamente, porque lo aprecié y aprecio como al mejor de mis amigos, que por fortuna tengo muchos aún, gracias a, y a pesar de, la relación laboral. Lamento no haberlo aprovechado como hubiera podido; alguna vez me propuse sacarle todos sus recuerdos y perpetuarlos en un libro donde se hablara de una trayectoria que, por desgracia, no se fundamentó en escritos, sino en la influencia que ejerció en otros; queda el testimonio de muchos que lo apreciaron y que agradecieron lo que hizo por nosotros; sus muchas tareas impidieron ese libro; además, ni él ni yo pudimos dejar para otras ocasiones, en beneficio del trabajo, nuestro intercambio de charlas, anécdotas, chismes; trató a la gente con respeto, pero no la sobredimensionó, o mejor, le dio dimensión humana, con sus aciertos y errores. Me enorgullezco de su amistad, y lamento carecer de mejor habilidad literaria para hacer un retrato suyo más justo, que hable de su pasión por la música, por el deporte, por su curiosidad por todo, por su justeza para definir a cualquiera, por su brillo en la mirada al ver a una mujer bella, a las que, por cierto, no faltó al respeto ni siquiera al admirarlas.
                Nunca pensé que me fuera a faltar; o mejor, deseé que nunca me faltara. Y este silencio de casi dos meses se debe a su ausencia de la que no me repongo, pero también aclaro: no dejaré de admirarlo nunca, y no le faltaré a su amistad. Un hombre bueno, me lo definieron varios de sus amigos ese mismo día. Un hombre bueno, como pocos hay en el medio intelectual. 

Crujir los esqueletos en pareja; amistades literarias

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En su ensayo “El poema como caminata”, Hugo J. Verani cita a Octavio Paz, hablando de Ramón López Velarde: “se ve a sí mismo caminando por una calleja y hablando a solas”. Me temo que Paz y López Velarde no se refieren a lo mismo; Xavier Villaurrutia habla de la poesía en términos más cercanos a lo que se refiere Paz: “eres la compañía con quien a solas, de pronto, hablo”, y Paz tiene muchos versos sobre la pertinencia de la primera persona como objeto de un poema, pero pocas veces en términos autobiográficos (aunque cuando los son, nadie más intenso que él).
                López Velarde, en cambio, habla de sí mismo, aunque no relata su vida, pero sí sus pensamientos y sus sensaciones. En uno de sus más conocidos poemas, “Mi prima Águeda”, habla de su prima con unas palabras inequívocas: “a ella la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”. Águeda le causaba escalofríos ignotos. Claro, era un párvulo que conocía la O por lo redondo, y carecía de Baudelaire, de rima y de olfato; Paz recordaba que Villaurrutia se mostraba molesto, y Paz se solidariza con él, cuando Ortiz de Montellano insinuó que “olfato” correspondía a malicia. Pero no estaba tan errado; López Velarde no sólo es un poeta tocado profundamente por el erotismo; Paz, en su ensayo “El camino de la pasión” (en Cuadrivio) acepta el erotismo y la muerte como los extremos de la poesía de RLV, aunque discrepa del absolutismo de esos conceptos; otros, el mismo Villaurrutia, ven otras características: el pecado, más que el erotismo, y la contención, el sentimiento de culpa, aunque termina siendo derrotado por lo pecaminoso.
                Para afirmar esto tengo en la mente muchas imágenes de López Velarde; en “El retorno maléfico” encuentro algunas muy bellas: cuando abre el portón de la casa, “los dos púdicos medallones de yeso” remiten a los pechos femeninos, a los que se refiere con más claridad en un verso que eluden quienes abordan La Suave Patria: “quieren morir tu ánima y tu estilo, / cual muriéndose van las cantadoras / que en las ferias, con el bravío pecho / empitonando la camisa,  han hecho, /  la lujuria y el ritmo de las horas.” Ni modo de disfrazar que se refiere a los pezones mostrados con la arrogancia de esa lujuria, no con el erotismo sutil que se esconde detrás de la blusa corrida hasta la oreja (no me imagino, en cambio, qué quiere decir “corrida”: ¿cerrada, subida, apretada?); en “Ser una casta pequeñez” es también muy elocuente: “Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos / te diría quererte más allá / de las torres gemelas” y luego se queja de haber crecido y no recibir más besos cándidos que ahora son inaccesibles “a mi experiencia licenciosa y fúnebre”.
                Cuando se refieren al amor que sentía por Fuensanta, parienta política mayor que él, y de la que se enamoró de una manera dizque platónica, se olvidan de cuando menos un poema: en “Cuaresmal” le afirma: “Fuensanta: al amor aventurero / de cálidas mujeres, azafatas / súbditas de la carne, te prefiero / por la frescura de tus manos gratas.” No hay metáforas al hablar de las súbditas de la carne, como sí las hay en “Nuestras vidas son péndulos”: “E ignoraba la niña / que al quejarse de tedio / conmigo, se quejaba / con un péndulo.” Metáfora, pero elocuente, como elocuente es la excitación de quien confiesa que no sabe si está presa su devoción en la alta locura del primer teólogo que soñó con la primera infanta “o si, atávicamente, soy un árabe sin cuitas / que siempre está de vuelta de la cruel continencia / del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes, / las halla a todas bellas y a todas favoritas.”
                (A propósito, Manuel Maples Arce contaba que se reunía los domingos con López Velarde para ir a la iglesia de La Sagrada Familia, para trabar contacto con las humildes azafatas que salían de misa para llevarlas al parque cercano… hasta allí llega la confesión de Maples Arce.)
                También es directo cuando se queja de un amor fallido: “Y pensar que pudimos, / en una onda secreta / de embriaguez, deslizarnos, / valsando un vals in fin, por el planeta…” (bella metáfora de un acto sexual), y directo cuando se queja: “Prolóngase tu doncellez / como una vacua intriga de ajedrez. // Torneada como una reina / de cedro, ningún jaque te despeina. // Mis peones tantálicos / al rondarte a deshora, / fracasad en sus ímpetus vandálicos. // La lámpara sonroja tu balcón; / despilfarras el tiempo y la emoción. // […] Las monedas excomulgadas / de nuestro adulto corazón / caen al vacío, con / lúgubre opacidad, cual si cayera / una irreparable sordera…”
                Otra escena de autoerotismo está en La Suave Patria de manera directa: “¿Quién, en la noche que asusta a la rana / no miró, antes de saber del vicio / del brazo de su novia / la galana pólvora de los fuegos de artificio?”. (No hablo de la “exquisita partitura del íntimo decoro” porque ya Huberto Batis lo explicitó con su picardía característica. Tampoco insisto en que “el amor amoroso de las parejas pares” no es un juego de palabras.) La queja más directa es la que comparte con Cuauhtémoc, pues al recuento de sus tragedias (“la piragua prisionera, el azoro de tus crías, la Malinche, los ídolos a nado, el sollozar de tus mitologías”) que resumen la caída de Tenochtitlan (en su Antología del Modernismo, las notas de Pacheco a este fragmento son de una belleza y una contundencia insuperables), pone la que a López Velarde le parece la mayor: “y por encima, haberte desatado del pecho de la emperatriz”, de cuyo nombre la historia se ha olvidado, pero que don Ramón cree que era la gran pasión del Águila que Embiste en Picada.

Es de suponer que los escritores tienen mayor información que el resto de la gente por el hecho de que leen, si no más, cuando menos con atención superior; hay ejemplos de que hablamos sin saber: un autor, reputado como uno de los mejores conocedores del erotismo, dice, en boca del protagonista de su más reciente novela: estoy bien del corazón, por lo que puedo tomar dos viagras al día (gloso, no cito), en un intento de advertirle que tendrán muchos actos sexuales en cada sesión.
                El autor desconoce que este medicamento y otros similares fueron desarrollados por lo que en ciencia se llama Serendipia, o sea que buscando un objetivo se encuentra otro; así, quienes pretendían encontrar un medicamento vasodilatador que ayudara a quienes sufren de hipertensión, descubrieron que estos pacientes de pronto tenían un inesperado estímulo sexual que, pese a su enfermedad, y muchos a su mayor edad, tenían un vigor como en su juventud. El desarrollo de esta llamada milagrosa pastilla azul renovó la actividad sexual de muchos, quienes sin la orientación médica han acudido a ella para satisfacción propia y de sus parejas, estables o de un instante; no se alarmaron cuando aparecieron noticias de que, como el personaje de una serie televisiva, algunos habían fallecido en plena actividad sexual, lo que calificaron como la más placentera de las muertes.
                El personaje de esta novela cree que si no está enfermo del corazón puede consumirla, y desconoce que no sólo se padece de hipertensión (cierto, es lo más común, por aquello del sedentarismo, el tabaquismo, la falta de ejercicio, el consumo de sal más allá de los siete gramos necesarios para no decaer); igual de grave es la hipotensión, o sea la presión baja constante (o repentina, pero ésta se combate en cuanto pasa el susto), lo que antes se remediaba con Coramina (según el cine mexicano; ya no está de moda en México, pero es muy utilizada para combatir la fatiga, o el decaimiento por el mal de altura o los viajes en avión en personas muy sensibles, muy popular en Suramérica), o más actualmente por el AS Cor. Quien está normal del corazón, es decir, sin arterías o venas tapadas, con la presión entre 110/70 o 120/80, sufrirá una baja de presión con las medicinas contra la falta de erección; si se toma dos al día sufrirá una baja muy sensible de la presión, lo que combinada con el ajetreo, las contorsiones, los peligrosos malabares, puede resultar si no fatal, cuando menos peligroso. Si no, es potencial víctima de priapismo, incómodo, además de riesgoso. Sindudamente, el personaje no consultó a una cardióloga rigurosa.

La primera serie de Los Narradores Ante el Público tuvo 20 participantes; conocí o conozco a la mayoría, aunque no con todos he tenido la misma amistad; haré el recuento de mis agradecimientos según el orden en que dictaron su conferencia, el mismo en que están en el volumen publicado en el libro de Joaquín Mortiz; nunca vi, aunque leí todas las semanas, a Rafael Solana; a Juan Rulfo lo saludamos Paco Alvarado y yo, en una exposición en Bellas Artes, el mismo día en que le entregaron el Premio Nacional de Ciencias y Artes (ese mismo día conocimos a Juan García Ponce). Nos atrevimos a acercarnos y, muy amablemente, nos dio su número telefónico, y charló un poco; nunca nos atrevimos a llamarle. A Juan José Arreola lo conocí en la preparatoria 9, en 1968, en una serie de conferencias; emocionó a quienes lo escuchamos; me firmó la edición conjunta de Confabulario y Varia Invención, y el fragmento correspondiente a su conferencia en Los Narradores; a Ricardo Garibay lo conocí en el Canal 11, un día que irrumpió en el programa de Sergio Romano, diciendo que lo amenazaba de muerte el gobernador de Guerrero por Acapulco, que estaba por aparecer; luego se sumó a la plática; por esas fechas llevaba a En mangas de camisa alguna edición rara; ese día llevaba un cuento infantil de Faulkner, editado por Lumen: “no lea a autores extranjeros”, me dijo, tajante, casi a gritos; el programa estaba por terminar, y Sergio nos conminó a que la siguiente semana debatiéramos sobre literatura colonizada, y lecturas extranjeras; el debate fue amistoso, pese al tono agresivo de Garibay, a sus frases fulminantes; me atreví a decirle que, en su conferencia de Los Narradores, había hablado de la influencia de Proust, Joyce, Faulkner en su obra, y me dio la razón cuando terminé diciendo que era más colonizante leer a Corín Tellado que a Faulkner; me agradeció mi nota sobre su reciente Verde Mayra, aunque no había sido elogiosa, y al terminar el programa me ofreció amistoso su mano, y me dijo que el tono agresivo era sólo una pose ante las cámaras. Pero no tuve oportunidad de tratarlo posteriormente. Rogelio Carvajal me pidió que prologara el volumen de sus crónicas en la edición de las obras completas; allí expresé mi admiración no incondicional por su obra literaria.
                El siguiente conferencista fue Luis Spota; amigo de mi tío Ramón Berumen, lo conocí gracias a mi muy recordado amigo Sotero Garciarreyes, en sus oficinas en El Heraldo de México; desde luego, lo había leído, en especial Casi el paraíso, que sigo estimando una de las novelas más legibles y mejor narradas de la literatura mexicana; sus otras obras las había leído con prejuicios y sin atención, pero me puse a leerlo, pude ver dos cintas que había dirigido, y me concedió una entrevista que ocupó varias páginas en la revista Él, que dirigía James R. Fortson, otro amigo entrañable que no me corría cuando iba a sus oficinas en la colonia Cuauhtémoc, a quitarle el tiempo a Alfonso Rodríguez, a Jaime Reyes, a Javier Rábago Palafox y Abel Ramos.
                Spota me preguntó si escribía; le llevé dos cuentos, “Croniquita” y “And Then I’ll Go Spoil it All by Say Something Stupid Like I Love You” (José Emilio Pacheco me corrigió: es saying, gerundio; si alguna vez lo reedito lo corregiré); los publicó el 9 y el 23 de enero de 1972 en El Heraldo Cultural, suplemento que dirigía, y donde publicaban Pacheco, José de la Colina, Huberto Batis, Juan Miguel de Mora, José Antonio Alcaraz, y después coincidí en sus páginas con Marco Antonio Campos, quien desde entonces deslumbraba con su cultura, y desde entonces me reprochaba mi afición por la televisión y por el mal cine, gustos que ahora compartimos, y llevamos más de cuarenta años de lecturas críticas, y a quien le debo haber participado en tantas mesas redondas, y haber coordinado una serie de conferencias y mesas redondas sobre literatura policial, y un homenaje a Sergio Galindo.
                Pero ése no fue el único privilegio, sino que por varios años Spota me ofreció sus páginas para escribir de libros, cine, acontecimientos culturales; me pidió que mandara dos notas semanales, me inventó varios seudónimos, como Agustín González (en homenaje a un cronista deportivo, me dijo Spota, refiriéndose a González Escopeta), Diego Eguiluz, y otros menos rastreables; aunque no pagaban mucho, esos honorarios me ayudaron cada semana a acabalar los ingresos; también en esas páginas conocí a Óscar Wong, a Rafael Ramírez Heredia, quien me concedió su amistad duradera hasta su partida; conocí a Fernando del Moral, a Lucy Macías; gracias a ese suplemento conocí a Ricardo Anguia, un excelente pintor; Jorge Mejía Prieto, quien me hizo la primera entrevista, y Elda Peralta, con su seudónimo de Ellú Martí, hizo la primera reseña de mi primera novela, Háganme lugar. Por algunas notas publicadas en el suplemento recibí llamadas de Jaime Labastida, Carlos Monsiváis, Juan Bañuelos, Manuel Gutiérrez Oropeza, Lourdes Guerrero, Guillermo Ochoa, y me incluyeron varias editoriales en sus envíos de libros para reseñar.
                Por El Heraldo Cultural conocí a Edmundo Gabilondo, primo de Cri-Cri y coleccionista de cine, quien me honró con su amistad varios años, y quien me mostró una cantidad impresionante de cine mexicano mudo, y documental; vi escenas de La Decena Trágica, y la primera película a colores, de 1908, y me obsequió una buena cantidad de libros y revistas de cine, como la colección casi completa de las ediciones de cine de la UNAM, entre ellas el segundo libro de Salvador Elizondo, sobre Luchino Visconti.
                Sobre todo, las muchas horas que me dedicó Spota para hablar de libros, de sus novelas, y su amistad, que conservo aunque falleció muy joven hace muchos años. Muchas anécdotas divertidas, y otras no tanto, que muestran la hipocresía e ingratitud que le tuvieron muchos de sus colaboradores. Le tengo un agradecimiento que, como siempre pasa, no le externé de manera personal, sino hasta la última vez que nos vimos, y cuando me dijo que cada semana me seguía leyendo, aunque ya no existía su suplemento. Tengo todos sus libros (menos su obra de teatro y su biografía de Miguel Alemán) dedicados, y me aguantó críticas que le hice, siempre de buena voluntad, aunque no siempre elogiosas. Al releerlo, reconozco que tres de sus novelas deberán ser incluidas entre las mejores que se hayan escrito en México: Casi el paraíso, Lo de antes y Palabras mayores.


¿Por qué uno es forofo de Tsvetlana Pironkova, si pierde en la primera ronda del Abierto estadounidense?

Moviientos y represiones; Cabezas trocadas; Sergio Galindo

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Gustavo Sainz estaba por salir de México, becado por un año; las circunstancias las ha narrado en diferentes lugares; fui a verlo dos días antes de su viaje, y me dedicó su Autobiografía precoz, en forma espiral, como acostumbraba: “esperando que sobreviva”, puso al final. Casi no pasó; tres días después salía de la Prepa 9, Pedro de Alba, en Insurgentes Norte; iba a la mitad del anchísimo camellón cuando llegaron, con ferocidad, dos camiones, nuevos, como los que iban de la Villa a Clasa; de él bajaron unos golpeadores, se dijo que acarreados por la CTM, y comenzaron a dar de macanazos a los que encontraron a su paso; fui uno de ellos; uno me golpeó, varias veces, y cuando se fue a perseguir a alguien más, lo relevó otro; en la cara, en la cabeza, muchos en la espalda; quien los controlaba, una persona mayor que veía con placidez los golpes, ordenó: “ya dejen a ése”; alcancé a recoger un libro,Men and Mouses, de Steinbeck. Primero me fui caminando a casa de Sara y Marialex, a quienes no encontré, y luego llegué a casa de Ana Elda, donde su madre me puso hielo en la cabeza; cuando se me pasó el mareo ya me fui a la casa de Mario Magallón, y no salí de ella hasta que se me había quitado el dolor.
                Por ello, no fui a Tlatelolco; participé en muchos actos, asistí, casi siempre como testigo, a la mayoría de las manifestaciones, sobre todo a la Manifestación del Silencio; habíamos ido varios amigos a la conferencia Los Narradores Ante el Público, de José Agustín, quien se abstuvo de dictar su charla e invitó a la gente a que se sumara a la manifestación; en ella me topé con mi maestra de Literatura en la secundaria; vimos a una muchacha desmayada en brazos de algunos de los compañeros.
                He reconstruido el Movimiento gracias a varios libros, sobre todo al de Ramírez, publicado por Era, que relata día a día desde el inicio hasta que el Consejo Nacional de Huelga lo declaró concluido; vi a muchos escritores que eran miembros de la coalición de maestros e intelectuales, allí conocí a José Revueltas, y hablé muchas veces con Carlos Monsiváis. He platicado con muchos de los que participaron como organizadores, como líderes, he leído casi todo lo que se publicó; quien pueda seguir la cronología sabe que en muchos asaltos a escuelas (la Prepa de San Ildefonso, la Voca 7, Santo Tomás) hubo muertos, y muchísimos heridos; en Tlatelolco hubo muertos, lo que reconoció incluso Gustavo Díaz Ordaz, confeso de todas esas acciones; la cifra varía de un medio a otro, de los veintitantos que dijo la prensa mexicana, a los miles que dijeron algunos corresponsales, y los cientos que alcanzaron a calcular quienes se salvaron de la cárcel o del hospital; Sotero Garciarreyes me hizo una relatoría espeluznante que traté de recrear en una entrevista que no alcanzó a salir en Audacia, pero que Sainz utilizó un par de años después en Siete, y con la que terminamos Sainz y yo nuestra autobiografía a cuatro dedos.
                Hubo héroes discretos; uno de ellos: en las conferencias de Los Narradores Ante el Público casi todos manifestaban su apoyo al Movimiento; y cuando los granaderos correteaban a los manifestantes, o a cualquiera que trajera largo el cabello (era un delito no declarado pero perseguido), muchos entraron al Palacio de Bellas Artes, con la anuencia de los vigilantes, que en cambio impedían el paso a los gendarmes; en el INBA trabajaban muchos intelectuales, quienes sin miedo alguno (y hay relatos de que amenazaban en las oficinas públicas si no hacían patente su apoyo al gobierno –que era sinónimo de intransigencia–, cuando menos con despedirlo) firmaron un pliego de apoyo a los estudiantes, sin que hubiera ninguna medida de represión, ni siquiera una llamada de atención. Quienes vivieron eso saben que las amenazas eran reales, y que esas actitudes eran un reto que de seguro vieron mal en el gobierno, aunque no de parte del secretario de Educación, Agustín Yáñez. Él y José Luis Martínez, más los firmantes, dieron una muestra de valentía poco usual entre empleados gubernamentales.
                Hay bastantes libros sobre el Movimiento, muchos buenos, otros no tanto, todos emotivos; algunos exageran, todos hablan desde su perspectiva, y varían poco o mucho. Lo único que sé de cierto es que ni el recién fallecido Tomás Cabeza de Vaca, ni mi admirado Luis González de Alba, ni Marcelino Perelló, ninguno de los líderes; ni los ya fallecidos Eli de Gortari, Heberto Castillo, ni los que firmaron manifiestos; ni los que fueron perseguidos; mucho menos los heridos, las familias, las centenares o miles de familias que perdieron un hijo durante esos meses de julio a diciembre de 1968, de haber estado en sus manos, hubieran preferido que las cosas fueran como fueron. Todos hubieran deseado que no hubiera habido el movimiento; es decir, que la policía no golpeara a los estudiantes de las Vocas 2 y 5, que no entraran los granaderos a la Preparatoria, que no vejaran a alumnos y maestros, que no hubiera habido necesidad de la Manifestación del Rector, ni la del Silencio, que no hubiera habido represión. No dudo que algún loco viera la oportunidad de colocarse en algún partido político, o algunos que se sintieron héroes de historieta o de película mala, o los que iban a las Manifestaciones a echar relajo. Todos hubiéramos deseado que los cambios consecuencia del Movimiento se dieran sin necesidad de víctimas, de muertos, de presos, de heridos, de perseguidos.
                No entiendo a los que claman que hay represión cuando impiden que unos cuantos violentos (a lo mejor son miles, pero son minoría) secuestren calles, bloqueen territorios públicos, destruyan propiedades ajenas; ¿se quieren sentir héroes, víctimas, perseguidos, cuando toleran la violencia, las amenazas de sus miembros, cuando humillan a la ciudadanía, cuando quieren poner de rodillas (y con algunos lo hacen) a las autoridades, cuando no hay ni una mínima parte de los golpeados como hace 45 años; se sienten ofendidos cuando se les refuta sus argumentos, que plantean sin coherencia, sin congruencia, cuando son incapaces de desmentir a quienes los acusan de vender, heredar, legar plazas (conozco a gente que tiene cuatro plazas, lo que es absolutamente imposible de cumplir), de negarse a evaluaciones, cuando todos somos evaluados a diario en nuestro trabajo, cuando no se nos tolera, en términos burocráticos, más de tres errores de consideración, y sólo uno grave? Se llaman lesionados cuando se les advierte que en sus escritos hay solecismos, faltas de ortografía, de sintaxis; cuando desconocen el valor de la historia; cuando violan leyes y reglamentos y amenazan con amenazarnos por protestar contra sus actos. No entiendo a los que se enojan porque refutamos sus acciones, ni menos a los que quieren ser mártires, pero no están dispuestos a sufrir las agresiones a quienes las vivieron (los golpes que me dieron fueron dolorosos, pero nada comparable a lo que sufrieron otros, los torturados, los que vivieron simulacros de fusilamiento, las compañeras que fueron violadas, los que padecieron prisión) en 1929, en 1952, en 1958-59, en 1965, en 1968, en 1971, y cuando escuchan a los granaderos golpear sus escudos, se aterran y se dicen mártires.

He visto no sé cuántas veces The Man Who Shot Liberty Valance; es una de mis cintas favoritas de uno de mis directores favoritos, pero no la entendí cabalmente hasta la penúltima vez, en que Lourdes me hizo ver la similitud con una de nuestras novelas favoritas de uno de nuestros autores favoritos: Las cabezas trocadas, de Thomas Mann. En la novela el conflicto se desata cuando una mujer, profundamente enamorada de su esposo, conoce al mejor amigo de éste; en uno admira la inteligencia, la prudencia, la sensatez, el amor que le da; en otro, la belleza física, la fortaleza, la lealtad, la capacidad de admirar; el amigo se enamora de la esposa de su mejor amigo, y ella de él; no deja de amar a su esposo, pero los deseos son los deseos, aunque la fidelidad es la fidelidad; el esposo, como es obvio, se da cuenta del deseo que surge entre los dos seres que más ama, y en un viaje, al encontrar una especie de capilla en una ermita, pide a sus acompañantes que le permitan entrar a rezar a la deidad femenina que la preside (los personajes son hindúes); solo, se siente mal por estorbar el amor que, de manera tan impetuosa pero tan pura, ha surgido entre su esposa y su mejor amigo; no le queda más remedio que quitarse de en medio, y se decapita; al ver su tardanza, su amigo entra a buscarlo, y al encontrarse ante un cadáver, admite su culpa, el amor que no le estaba permitido, se siente traidor e infiel, y culpable de la muerte del amigo al que ama, y decide decapitarse; la mujer se desespera y entra a ver la causa de la tardanza de los hombres, y al verlos decapitados, decide hacer lo mismo que ellos, sólo que la diosa, harta de tanto suicidio, se le aparece, la regaña, le advierte que no tolerará un suicidio más, y le permite enmendar los hechos; puede pegar las cabezas en sus respectivos cuerpos, y la diosa se encargará de regresarle la vida; sólo le aconseja que no vaya, en su precipitación, a pegar las cabezas al revés, viendo a sus espaldas; y por cuidarse de eso, lo hace mal: la cabeza del intelectual esposo en el cuerpo atlético del amigo, y la cabeza bella del amigo, en el cuerpo delicado del esposo.
                A Vera Miles no se le da la facultad de intercambiar cuerpos y dejar al inteligente, tímido, delicado James Stewart en el cuerpo del intrépido, vital, vigoroso y hábil John Wayne, y al revés; en uno ama la decisión, la voluntad, la idea del progreso y de combatir el mal por medio de la inteligencia, la legalidad; en otro, la valentía, la puntería perfecta, la capacidad de combatir la brutalidad por medio de la brutalidad. ¿A quién escoge? Cualquier decisión es buena, y mala al mismo tiempo. James Stewart, representante del progreso, años después rinde homenaje al espíritu indomable de John Wayne, que hizo posible que llegara una civilización que respetaba pero no entendía; Stewart sabe, también, los sentimientos encontrados y confusos de Vera Miles, y la deja sufrir a solas, respetando ese dolor por lo que pudo haber sido y no fue.

Los siguientes en la lista de Los Narradores Ante el Público fueron Rosario Castellanos y Sergio Galindo; a ella la traté muy poco, un par de veces, y me obsequió un relato para publicarlo en la revista Creación, que intentaba hacer con Jaime Gallegos, Javier Guzmán y César Jurado Lima, y que no apareció hasta que me quité de en medio, aunque colaboré en creo que todos sus números; ninguno de ellos creyó que en realidad fuera de ella el relato que entregué, y con todo y que eran más organizados que yo, lo extraviaron. Castellanos me compensó, muchos años después, al permitirme encontrar el manuscrito de su Rito de iniciación y de algunos ensayos. Por ellos, soy más conocido en el extranjero que aquí.

A Sergio Galindo lo conocí por Gustavo Sainz, en las oficinas de Nazas, y cuando le llevaba portadas de SepSetenta para su aprobación, me incitaba a charlar, a hablar de literatura, me obsequió sus libros, analizó varias de sus novelas favoritas y me explicó por qué lo eran, me hizo analizar otras; me invita a visitarlo y charlábamos y charlábamos; cuando Gustavo dio por finalizada la aventura de Equipo Creativo, Sergio, subdirector de Bellas Artes, me invitó a trabajar en el Instituto y me hizo responsable del área de las publicaciones del Departamento de Difusión; allí conocí a Jesús Luis Benítez, Aurelio González, Alejandro Ariceaga, Efrén Gutiérrez, Salvador Camelo, Roberto Fernández Iglesias.
                Allí nos conocimos Lourdes y yo.
                Después de Bellas Artes le seguía telefoneando, fui de los amigos que no dejó de serlo cuando él dejó de ser director del INBA, y con mucha frecuencia lo veíamos en su casa (cuando le llevamos la invitación a la boda nos dio un ejemplar de La comparsa, que acababa de reeditarse; Lourdes lo guardó en el abrigo, que fue la última vez que usó, y estuvo guardado en esa bolsa un par de años); lo visitábamos cuando sus enfermedades, y cuando lo nombraron de nuevo director de la Editorial de la Universidad Veracruzana me llamó para que me encargara de la edición y supervisión de sus ediciones, nuevas y reimpresiones. Al margen del trabajo, cada mes comíamos con Felipe Garrido y nos leíamos lo que habíamos en el lapso transcurrido; allí Sergio ensayaba relatos y novelas que quedaron truncas, y Felipe nos leyó todo su La urna y otras historias de amor, a la fecha su libro que prefiero.
                En la oficina en Las Lomas, donde trabajé al lado de su hija Ana Mónica, Arturo Serrano y Javier Parlange hicimos cerca de 40 libros (entre ellos reeditamos Polvos de arroz, El Norte, los cuentos de José de la Colina), pero sobre todo, en los ratos libres, compartimos lecturas; gracias a él leímos a E.M. Forster, Evelyn Waugh, Émile Zola, Umberto Eco, y por nosotros leyó a Doris Lessing, Peter Handke, Henrich Böll, y unas novelas de Forster que él desconocía; compartimos decenas de novelas policiales (presumía de su mala memoria, por lo que podía releer varias de ellas sin recordar quién era el asesino), y le conseguí un ejemplar de la que se convirtió en su policial favorita, Cara descubierta, de Joe Gores. Leí antes que nadie sus últimas novelas, y me publicó una noveleta, Una ola que se estrella contra las rocas.
                Antes de trabajar con él, apadrinó a mi hija María José, y me hizo conocer a varios escritores que admiré antes de tratarlos: Emilio Carballido, entre otros. Nos hizo sus invitados especiales en sus fiestas de Navidad y Año Nuevo, y comíamos en su casa con bastante frecuencia. Me reveló indiscreciones y entretelones del mundo intelectual. Entre las muchas aventuras literarias, destaco una: cuando los organizadores impugnaron nuestra preferencia por El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, nos empecinamos en que se le declarara triunfadora del Premio Grijalbo-El Heraldo; si yo renunciaba como jurado, hubiera habido un escándalo que en poco tiempo se olvidaría; su renuncia, que anunció, hubiera sido catastrófica: “si me escogieron por decente, están equivocados”, y se moría de la risa porque lo consideraban decente, sólo porque se vestía con elegancia y sobriedad.
                Una anécdota: me contó que su padre lo sorprendió leyendo una novela pornográfica, y lo reprendió: “no por leerla, sino por pendejo: me dio a leer a los clásicos, mucho más pornográficos pero bien escritos”. Me alegra, me enorgullece, haber estado junto a él en momentos muy difíciles, en varios aspectos, haberle sido útil, tanto en su vida privada como en la literaria. Fui confidente único de dos o tres secretos suyos. Mi estancia en la editorial se cuenta entre mis momentos más felices de mi vida laboral.

La enfermedad de Sergio lo alejó de la ciudad, y no volví a verlo; tardísimo me enteré de su partida, que aún me duele. Le debo muchas cosas que no podré pagarle, más que reconociéndolo.

Me llega un libro para completar El Librero, y luego de ojearlo lo dejé en la mesa donde están los pendientes; cuando fui a buscarlo para leerlo y hacer la nota, no lo encontré; revolvimos las recámaras, la habitación, todos los libreros, todos los sitios a donde pudo haber caminado; recordé el ensayo de Juan García Ponce sobre los libros prestados; luego de tres días desesperantes me convencí de que lo había puesto en un paquete de libros que regresaría al periódico, y fui a comprarlo a la Rosario Castellanos, pero el viernes 5 cerraron a mediodía; el sábado 6 no lo encontraron aunque su página de internet asegura que sí lo tenían; le escribí al editor, quien con amabilidad me ofreció un ejemplar; tres días después de que entregué la nota encontramos el libro escondido en una chamarra que no me había puesto en más de un mes. Fuimos de librerías y nos topamos, jubilosos, con el primer libro de Kazantzakis, y un tomo de cuentos de Robert Graves. Sin pensarlo, los compramos, sobre todo porque estaban muy baratos. Si lo hubiéramos pensado nos hubiéramos abstenido; ambos los teníamos; como consuelo, el de Graves tiene otro título, pero recordamos que ya habíamos leído los cuentos. Help!


Pese a la muerte de Johnny Laboriel, continúa la caravana que presenta a los que en los años sesenta hicieron furor con sus versiones en español de los éxitos de grupos, conjuntos y cantantes estadounidenses. En esta semana comienza algo parecido en Inglaterra, una gira que concluirá en enero, sólo que los integrantes de esa caravana son Gerry and the Pacemaker, The Searchers, Brian Poole and the Hawkes (Brian Poole era el cantante y líder de The Tremelous, el conjunto que se quedó con el contrato de Decca, venciendo a otros candidatos, como The Beatles), The Zombies, The Animals, The Yardbirds, Maggie Bell y Spencer Davis (sin Steve Winwood); no todos traen a los integrantes originales, pero un alto porcentaje es de quienes formaron esos grupos. Y por otro lado, también por esas fechas, Eric Clapton, que inició su carrera muy poco después que Angélica María, sigue presentándose con éxito, sólo que no por lana, sino por mantenerse en forma.

Yogi; mujeres al volante

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En 1965 Yogi Berra tuvo su último turno al bat, no con su uniforme de Yanquis, sino con el de Mets, a donde se había mudado (aunque en la misma ciudad), como coach (y luego fue su manager); ya había dirigido a los Yanquis, de donde fue despedido en 1964, más que por los resultados, porque no podía controlar a los jugadores jóvenes que no le tenían el respeto que se merecía.
                Luego de una mala racha, todos molestos en el autobús, en silencio, un suplente de cuadro, Phil Linz, que bateó ese año .250 con cinco jonrones y 25 empujadas, y sobre todo con un fildeo de .952, tocaba la armónica (“Mary tenía un corderito”, que años después grabó Paul McCartney, mostrando qué era lo que realmente le gustaba de música); Berra le pidió que se callara; Linz dijo que no lo había oído y le preguntó a Mickey Mantle qué había dicho; Mantle, que era malo haciendo chistes (cuando estaba sobrio), le dijo que tocara más fuerte; Berra, enfurecido, fue y le quitó la armónica, la arrojó, y ésta golpeó a Joe Pepitone; Yanquis ganó el campeonato, perdió la Serie Mundial frente a Cardenales, pero en realidad el equipo, al que no le importaba su fama, su liderazgo en el campo, lo despidió. Jim Bouton, el gran chismoso del beisbol, llamó al episodio “el incidente de la armónica” en su imperdible Bola 4; en la enciclopedia de la San Martin Press, le llaman “Play it again, Phil”.
                Es difícil pasar de ser superestrella a manager, sobre todo cuando en el campo echaba relajo, desobedecía al manager en turno (así fuera  Casey Stangel o Ralph Houk, este último, cátcher suplente de Berra, coach bajo Stangel y luego gerente del equipo), era compinche abstemio de las borracheras de Mantle, Whitey Ford, Billy Martin; amigo de los superestrellas  de otros equipos (Stan Musial, Joe Campanella), y favorito de los entrevistadores de radio, televisión y prensa, por sus puntadas y sus frases enloquecidas.
                Yogi, compañero de Mantle, Roger Maris, Ford, Joe DiMaggio, Elston Howard, Bill Skowron, Bobby Richardson, Johnny Mize,  fue tres veces el más valioso de la Liga Americana, y el cátcher con más jonrones hasta que llegaron otros receptores que eran más bateadores que receptores (Bench, Fisk), y aunque terminó su carrera un poco abajo de los .300, varias veces rebasó esa cantidad.
                No sólo era buen cátcher, también jugaba el jardín izquierdo sin muchos problemas, en la última etapa de su carrera como jugador activo, en que Elston Howard ocupaba la receptoría; el año en que Mantle y Maris pelearon por ver quién rompía el récord de cuadrangulares de Babe Ruth, el primera base Bill Skowron pegó 28, y los tres cátchers sobrepasaron los 20: Berra 22, y Howard y Johnny Blanchard, 21 cada uno. Varios de los cuadrangulares de Berra fueron como jardinero.
                Muchas de las frases de Berra se hicieron famosas: ya nadie va a ese restaurante porque siempre está lleno; no se puede batear y pensar al mismo tiempo; ocho, porque tengo mucha hambre (cuando le preguntaron si su pizza la quería en ocho o en cuatro partes); ¿ahorita? (cuando le preguntaron la hora); otra vez un dèja vu; la más repetida, “esto no se acaba hasta que se acaba” la pronunció como manager de Mets en 1969, no cuando era jugador.
                Cuando pasó de ser jugador a manager tuvo algunos tropiezos; el tercera base Cletis Boyer, jugando como short stop, hizo una atrapada espectacular dando un gran salto para atrapar una línea que se iba al left-center; la ovación estalló en las tribunas y en el dugout, pero Berra la enfrió: parece más de lo que es, Tony (Kubek, el short stop titular) es más alto (casi 10 centímetros más que Boyer) y no hubiera necesitado saltar tanto. No era muy diplomático. Acostumbrado a ser un jugador respetado pero al par de los demás, no pudo imponer respeto a sus antiguos compañeros que pasaron a ser pupilos.
                (Eso pasa también en el medio periodístico y en el editorial, pero más grave.)

La madrugada del miércoles amanecimos con la noticia de la muerte de Berra, a los 90 años. Parecía inmortal; para el beisbol, lo es: uno de los mejores receptores, que manejaba muy bien a los pítchers, un coach no oficial que aconsejaba, un gran observador del juego y de la realidad, un compañero que consolaba cuando cometían errores, y que ayudó a novatos y veteranos; buen jardinero, excelente bateador, sus cualidades fueron más que las que mostró, y fueron muchas, en el diamante. 

Posiblemente el jugador más simpático, el más agradable, el que más reconocía las habilidades de sus compañeros y contrincantes (de Sandy Koufax, en la serie mundial de 1963, dijo: entiendo que haya ganado 25 juegos; no comprendo cómo perdió cinco), inteligente como pocos.

Berra, como la mayoría de sus contemporáneos, no hizo trampa; de los primeros años de las Ligas Mayores, el más tramposo fue Connie Mack, quien obligó a cambiar las reglas: como cátcher, con labios y dientes simulaba el sonido del batazo de foul; entonces, cualquier foul tip era considerado out, y así se deshizo de muchos bateadores; por su culpa, sólo el tercer strike (en sus tiempos, el cuarto) es out si hay foul tip; hubo algunos rudos, como John McGraw, como Billy Martin, como Beto Ávila; había corredores como Ty Cobb que lesionaba a los infielders cuando se barría, e incluso estuvo a punto de ser expulsado del beisbol por broncudo, y por apostar en el poker (lo que lo hacía sospechoso de vender juegos); hubo los ocho expulsados de los Medias Negras aunque los exculparon en el juicio, pero el alto comisionado no, sospechosos de haber vendido la serie mundial de 1919.
                Pero los que toman estimulantes para tener más fuerza, como Barry Bonds (qué vergüenza con su padrino Willie Mays), Samuel Sosa, Rafael Palmeiro, Roger Clemens y otros, han ensuciado el beisbol.
                Y hablando de Sosa, si se ven sus fotografías de cuando tenía veintitantos años, se nota su fuerza, agilidad; pero pocos años después hasta se le desapareció el cuello de tanto que le crecieron los músculos, y además perdió agilidad. Está más que comprobado que tomó esteroides y otros suplementos ilegales en el deporte. La misma impresión tiene uno al comparar las fotografías de Serena Williams: sus piernas miden casi lo doble de hace 15 años; hay sospechas, pero no comprobación porque no aparece en los exámenes; sin embargo, hay otras cuestiones censurables; en los descansos en los juegos, en los vestidores, mientras otros jugadores se relajan leyendo, conversando, meditando, ella se pone una toalla en la cabeza y se cubre: ya se sabe que se esconde porque en una tableta recibe instrucciones de su padre-coach, quien le comenta los defectos o debilidades de sus contrincantes. Por ello deberían expulsarla del deporte profesional. Por ello a muchos nos dio gusto cuando la italiana Roberta Vinci la venció en semifinales en el Abierto Estadounidense, con algo que era obvio: en primer lugar no se dejó apantallar por sus gritos de gorila que marca su territorio al iniciar el juego (califica Horacio Ortiz), ni se dejó intimidar por sus gestos amenazantes, y sus golpes y saques con más fuerza que muchos varones, los contestaba con golpes colocados, suaves, sorpresivos, no cayó en la trampa de responder la fuerza con fuerza.

En La hija del ministro (Fernando Méndez , 1952), cada vez que Rosita Arenas va  ver a José Elías Moreno, su padre en la película, es porque agentes de tránsito la amenazan con multarla por exceder los límites de velocidad y por manejar sin cuidado; en una de ésas, atropella a Luis Aguilar, quien después la enamorará; en ATM (Ismael Rodríguez, 1951) el agente de tránsito Pedro Chávez perdona a la quinceañera Alma Delia Fuentes por manejar sin cuidado (y sin licencia, no tenía edad para que se la otorgaran), y después, él y Luis Macías, otro agente, tienen que alegar con Amelia Wihelmy, quien provoca un embotellamiento por transgredir varios reglamentos de tránsito, que debería conocer porque su esposo y su hijo corrieron en la carrera Panamericana (torneo automovilístico de moda en los años cincuenta); en What’s Up, Doc? (Peter Bogdanovich, 1972) Barba Streinsand conduce de manera audaz por las calles de San Francisco y causa colisiones, un gran cristal quebrado, la destrucción de un automóvil estacionado, casi el atropellamiento de un repartidor de leche, y que varios autos, incluidas unas patrullas, cayeran a la bahía; en Annie Hall (Woody Allen, 1977) se ve la expresión aterrorizada del protagonista ante la conducción intrépida de Annie Hall (Diane Keaton), quien además, se estaciona lejísimos de la banqueta (es de familia: el hermano Duane Hall conduce igualmente rápido); en To Catch a Thief (Alfred Hitchcock, 1955) Grace Kelly maneja tan rápido que provoca el accidente del auto en que agentes policiales persiguen a Cary Grant, quien se arriesga, pero también sufre con esa manera de conducir; en Calabacitas tiernas (Gilberto Martínez Solares, 1948), Nelly Montiel atropella a Tin-Tan (la culpa no sólo es de ella); mi buena amiga, la excelente poetisa Guadalupe Flores lograba sumar a mis miedos (las inyecciones, los perros, las alturas) el subirme a un auto conducido por ella (no sé si después de destruir su auto se hizo más prudente, o se fue a perfeccionar a Grecia, donde conducen tan mal como en Puebla, Guadalajara y Coyoacán); una correctora se indignó cuando leyó un reportaje que Carlos Avilés hizo para El Financierocomparando estadísticas de accidentes de peseros y mujeres; atenuó su molestia cuando supo que se lo dedicábamos, por haber chocado dos veces en una semana, en la misma esquina. En NCIS Tony DiNozzo se niega a subir a un auto conducido por Ziva, tan peligrosa al volante como con los puños, los puntapiés y las armas blancas (aunque él es conocido como “asesino de autos”).
                El lugar común de que los mujeres conducen peor que los hombres se refleja en las calcomanías que advierten MUJER AL VOLANTE y en el refrán pareado “Mujer al volante, peligro constante”, que me enseñó Nahúm cuando, en la prueba de conducción en Orlando, su único incidente fue un llegue, obviamente de una mujer; cortés, no la culpó pero la evadió en los siguientes minutos; desde los años cincuenta se decía que los choques de los hombres se debían al exceso de velocidad, y los de las mujeres por conducir al tiempo que se maquillaban, porque se les estropeaba el manicure y le hacían más caso a ese incidente, o porque confundían a los demás conductores, que no sabían si hacían señal de que iban a dar vuelta a la izquierda, de que iban a frenar a mitad de la calle, de que se secaban el barniz o sacudían el cigarrillo (si se atrevían a manejar, también a fumar).
                Los peligros de la mujer al volante crecen por culpa de las camionetas que manejan pensando que tienen impunidad; un amigo se queja de que, porque no ven o no les importa, invaden las zonas peatonales, impacientes por que tengan la luz verde del semáforo para lanzarse sin importar la (ahora) reiterada norma de que hay que permitir a los peatones terminar de cruzar la calle aunque no les haya alcanzado el tiempo; “pinche viejo”, le dijo una a ese amigo que se atrevió a señalarle su doble infracción; a riesgo de que se me acuse de misógino, hago ver que son las que invaden las zonas peatonales, se estacionan en doble fila (y triple, en las zonas escolares de la Colonia del Valle o en Polanco), abren su portezuela sin importar que vengan otros autos, se echen en reversa sin fijarse por el retrovisor si hay peatones, y pegan gritos destemplados si a consecuencia de sus acciones rayan un poquito sus camionetas, las que conducen a gran velocidad pensando que son inmunes, sin considerar que tienen su punto de equilibrio en un sitio tan peligroso que con un volantazo pueden volcar; traen a sus niños, por lo regular latosos, en los asientos delanteros, sin el cinturón de seguridad, y, como los choferes de autos oficiales, con el codo recargado en la ventanilla, que es la posición más favorecedora para sufrir la amputación del brazo izquierdo, según dicen los médicos ortopedistas; el nuevo reglamento no contempla que se debe conducir con los brazos en posición de las 14:45, es decir, con las dos manos en el volante, del que no deben despegar ni para contestar el teléfono portátil, cambiar el compadisc ni menos para mandar mensajes (que lo hacen con alevosía). Ni siquiera para recoger las tortillas que se les caen, sobre todo si continúan con el auto en marcha (admito: por un enfrenón de Manuel Gutiérrez Oropeza contra otro auto, el día que inauguramos los ejes viales con un choque, tuve un golpe en la cabeza a raíz del cual se me redujo el astigmatismo, según justificó mi optometrista de entonces, Aurelio Mota). Son más peligrosas cuando conducen con bebé en brazos, o con una mascota, más traviesas que los infantes.
                No debo ser injusto: peores son los choferes de guaruras, con el agravante de que se distraen con la plática de sus jefes, por si una crítica a un contrincante en la Cámara, o a un rival en el propio partido, deben interpretarlo como una orden. Las señoras de camioneta injurian a quien les señale sus infracciones; los guaruras, de menos, enseñan chica pistolota, se niegan a obedecer a los agentes de tránsito, o madrean a los que se atreven a ponerles arañas. Guaruras y señoras bloquean pasos para inválidos, se paran a la mitad de la calle, invaden cocheras ajenas, se estacionan en la banqueta y ponen cara de palo cuando se les pide que se muevan. A eso no se limitan: dos veces algún alto funcionario me puso un chofer (la primera vez tenían que llevarme, casi a la medianoche, al Heraldo de México; la segunda, muchos años después, para llevar material a una imprenta); en ambos casos condujeron con exceso de velocidad, se pasaron altos, invadieron zonas prohibidas, uno de ellos corrió con exceso de velocidad en sentido contrario en pleno Insurgentes, a la altura del Polifórum, a mediodía; como después llegaron a diputados, senadores y luego funcionarios menores, mejor no les doy su nombre, como cantó Jorge Negrete.
                Todo eso es infracción, aunque el reglamento ya no es explícito en cuanto a invadir entradas ajenas, llevar el brazo fuera del auto, recargado en la ventanilla; ya no mencionan las penalizaciones por usar mal las luces direccionales (dislálicos, cuando los ponen indican vuelta a la derecha y la dan a la izquierda); sólo, ¡ay!, en las multas por hablar fuerte a los agentes o mandarlos a la fuente de gracia de donde proceden, con el claxon, la flexión del brazo derecho hacia atrás, con el puño cerrado, o con cinco chiflidos seguidos de otros dos . (Esta parte es fragmento de la serie sobre el Nuevo Reglamento de Tránsito, que Carlos Ramírez me está publicando en Indicador Político.)

A propósito de la ciudad de México y sus autoridades, se decía que Carlos Salinas de Gortari se desquitó de La Laguna y del DF, que votaron contra suya en las elecciones de 1988; al parecer el “jefe” de gobierno actual la trae contra la delegación Miguel Hidalgo, donde sus partidarios pierden las elecciones cada seis años; varios meses después de excederse en el plazo para terminar de destruir Masaryk, deciden volver a abrir las calles para meter cableado subterráneo, dejan hoyancos, ponen obstáculos, ponen semáforos que duran minuto y medio en calles donde no hay tránsito, y dejan un solo carril para el tránsito, por lo cual ya no hay camiones del Metro Sevilla hacia el Conservatorio, además del terregal y las polvaredas, todo eso responsable de tantos locales cerrados, tantos negocios que quebraron; pero al abrir Masaryk, aunque fuera poco, se aligeró el tránsito por Thiers después de varios años de que era estacionamiento con velocidades de tres kilómetros por hora; claro que se atora al pasar el circuito, porque la construcción de edificiotes en Misisipi quita dos carriles, y se atora un poco; desde hace unos días redujo un carril en el tramo de Thiers hacia Ejército Nacional, con lo que nos aseguramos despertarnos desde las seis de la mañana, por los claxonazos de los desesperados que llegan tarde porque la circulación se hace lenta, pesada, insoportable. Mariano Escobedo es también intransitable, y cuando no abundan los autos, los que hay corren a más de 80 kmh; todo es delito, o lo será a partir del 15 de diciembre, si es que llegan a imponer el reglamento de tránsito.
                Cuando se construía el Viaducto, la gente decía que el entonces regente Fernando Casas Alemán buscaba los huesos de sus antepasados más cercanos; lo mismo se dijo cuando el regente Carlos Hank González destruyó parte de la ciudad para hacer los inútiles ejes viales; ¿qué buscará el “jefe” del “gobierno” que tiene gran parte de la ciudad en obras, inutilizadas las vías y amenaza entorpecer más la ciudad al reducir Reforma a dos carriles por vía porque quiere hacerle espacio a los metrobuses que van llenos, con carteristas, acosadores, asaltantes (no es lo mismo robar que asaltar: en el asalto el delincuente literalmente salta sobre la víctima, la amenaza con cualquier tipo de arma y la despoja de todo lo que puede); no respetan los semáforos, no pueden detenerse y arrollan a peatones; ¿qué le hicimos?
                Planea destruir Avenida Chapultepec, tan destrozada ya, con el pretexto de embellecerla; los vecinos que piden se les tome en cuenta (aunque ellos no tomen en cuenta más que a los que
Viven de su lado de esa calle), y el “jefe” dice que sí, y pone tres preguntas, ninguna de las cuales responde a las necesidades de tránsito, de vialidad, de seguridad, sólo presentan opciones que dan por hecho que ya aceptamos las obras.

Tres chistes con sesgo chovinista: un hombre le dice a la Pilarica, su esposa: dime si sirven las direccionales: ella se va al frente y exclama: sí, no, sí, no, sí, no; después, platica que dejó las llaves dentro del auto; consiguió que le prestaran un gancho; por fortuna, dice, la Pilarica estaba adentro y me decía “más para acá, más arriba, más para allá”. En un centro nocturno el ventrílocuo le dice a Neto: ¿quiénes son los más ricos? Los árabes;  ¿quiénes los más pícaros? Los mexicanos; ¿quiénes los más tontos? Los españoles; de una de las mesas salta un hombre: estoy harto de que hagan mofa y escarnio de un pueblo que tuvo un Goya, un Picasso, un Cervantes; el ventrílocuo, apenado, se disculpa: créame, no quise ofender, es una rutina; el hombre irritado lo interrumpe: no estoy hablando con usted, estoy hablando con su hijito. Créanme, tengo motivos para repetirlos.



Dos mismos idiomas separados por un continente; adiós a Pepe

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Dice Arturo Pérez-Reverte que cuando el español (el idioma) adquiere vocablos y modismos de otras tierras donde se habla el mismo idioma no es contaminación, es enriquecimiento; mal haría en opinar lo contrario, porque el idioma original, que no era español sino el latín que hablaban los soldados que ocuparon el territorio de Hispania, contaminado con el habla de los originarios de esas tierras, tiene un alto porcentaje de vocablos, palabras, expresiones que heredaron del árabe, y otros muchos que adquirieron de las tierras americanas que invadieron en el siglo XVI, y que saquearon hasta comienzos del siglo XIX (y hay cantantes, compositores, bailarines, futbolistas que, al fracasar en España, vienen a América, en especial a México, a cambiar oro por espejitos —y como en la Cantata del adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras, se llevan los espejitos creyendo que es oro, pero tampoco dejan oro) (no hablo de los científicos, escritores, pintores, intelectuales, economistas que hicieron de México no un territorio de conquista sino su nuevo país, y en muchos casos, su único país).
                Aboga Pérez-Reverte por una actitud más abierta, dejar de ser hispanocentristas; arguye que es el mismo idioma el que se habla en España como en Hispanoamérica. Es de aplaudir esa postura, pero me temo que sólo es políticamente correcta, porque sigue considerando que es su idioma el que se contamina con los americanismos; si lee los periódicos, revistas, redes sociales, y oye los parlamentos en televisión y radio, tiene razón: ¿en qué momento comenzó a considerarse que se escucha bien decir “cumple, peli, prosti, progre, boli”, o acentuar futbol, al modo que proliferan en las revistas del corazón hispanas?
                Se equivoca en otra cosa: dice que al contrario de lo que pasa con el portugués, en que no es el mismo el que aparece en los libros portugueses que en los brasileños (omite, no sé si involuntariamente, que el inglés de Inglaterra es muy diferente al del estadounidense, tanto en el hablado como en el literario), los libros escritos en español se entienden en todos lados donde el español es la lengua más común: vaya, ni siquiera entre editoriales lo es, porque no es igual el español en los libros de Alianza Editorial que en los de Anagrama; incluso, ni siquiera en algunas colecciones de una misma editorial, como en Tusquets o en Alfaguara.
                Ningún hispanoamericano dice “tía” al mencionar a una mujer de mediana edad con la que se tiene una relación efímera, poco seria, o casual o de paga; nadie en América califica a un hombre fornido como “cachas” (ni en España le dirían “mamado”), ni a un trabajador eficaz como “pilas”; si un libro infantil editado en España contiene una frase como “ya todos los niños fueron cogidos” en vez de seleccionados, puede ser calificado como descripción pederasta en América Latina. O “A este capullo le pegamos la picha en la mano con cola de alto impacto” no se le ve el lado pederasta; o los personajes que leían todas las mañanas los cuadros de boxeo, o su descripción de un hit al left field: “pega un golpe a la izquierda del campo”, se le entiende en Cuba, México, Colombia o Venezuela.
                Vicente Leñero reclamó a Jorge Herralde las traducciones de Anagrama, y éste contestó con desdén que no le importaba el público de América hispanoparlante, sin reconocer que sin sus exportaciones no sobreviviría.
                Lo malo es que hay muchos en América Latina que cuando son sorprendidos en el mal uso del idioma recurren a la autoridad del Diccionario de la Real Academia Española; cuando Gustavo Madero calificó al perredista Miguel Barbosa de pendejo, se justificó diciendo que se trataba de una expresión coloquial, que es lo que dice el DRAE; en primer lugar una palabra no es una expresión, y coloquial, según la definición del mismo DRAE, es un adjetivo perteneciente al coloquio, y propio de una conversación informal y distendida; el coloquio es una conversación entre dos o más personas, o una discusión que puede seguir a una disertación sobre las cuestiones tratadas en ella (cuestión es, en primer lugar, una pregunta que se hace con intención dialéctica para averiguar la verdad de algo; claro, en la segunda acepción es una gresca o riña; en el caso de Madero contra Barbosa no era riña, era bravata).
                Si los asesores de Madero, que no creo que haya sido él, hubieran consultado el Diccionario del Español de México reconocerían que el adjetivo es, en México, una grosería; y en el más manual Pequeño Larousse, ya más permisivo que en los cincuenta cuando pendejo sólo era un pelo del pubis, es un “pendón, una persona de vida irregular y desordenada” (que no es Barbosa, cuadrado y previsible), y en su segunda acepción, un cobarde o tonto; de ninguna manera, en la más reciente de las ediciones, se dice que sea coloquial.
                Ahora que si sus asesores (o, en un caso extremo, el mismo Madero) leyeran novelas mexicanas, se darían cuenta que es un insulto, aunque sea una expresión informar y familiar.
                Claro, si los españoles leyeran libros mexicanos se darían cuenta que no entenderían mucho, pues hablamos un idioma diferente; no sólo con los mexicanos; en las novelas de Mario Vargas Llosa leemos que los personajes elegantes usan “terno” (traje de tres piezas, incluido chaleco); los peruanos y los españoles, al leer una novela mexicana se sorprenderían que sirven té o café en un terno, que para nosotros es el juego de taza y platito.
                En Tres tristes tigres Cabrera Infante tiene una sección con los escritores prohibidos en algunos países; muchos se asombrarán al ver que poetisas tan finas como Concha Espino o Concha Urquiza estarían vetadas en Argentina y Chile, como en México es innombrable Giovanni Verga, ese notable seguidor del verismo.
                Bueno, el propio Pérez-Reverte olvida que uno de sus libros, La sombra del águila, debió tener una versión mexicana porque la española sólo la entenderían en España.

En el segundo libro que leo completo de René Avilés Fabila se asegura que los superhéroes no tienen hijos, y menciona a varios, entre ellos a Tarzán: ¿y Boy?

Él tenía diez años cuando nací, y me cuidaba y jugaba conmigo cuanto podía; uno de mis recuerdos más antiguos fue cuando entró a la recámara, donde dormía, y me avisó que había muerto Jorge Negrete; hay otros recuerdos, más difusos, menos concretos, pero en mis primeros años estuvo siempre cercano, igual que Enrique; un día desapareció de las visitas diarias, dejó de ir a las fiestas que terminaban tardísimo y no se alejaba de mí y de mi incertidumbre hasta que pensaba que me había dormido, aunque muchas veces lo simulé, porque le gustaba estar con los de su edad; no recuerdo haberlo visto bailar, como Enrique, que era un trompo; en mi adolescencia me convenció de que cada domingo lo acompañara a las instalaciones del INJM en la Guadalupe Tepeyac, y jugábamos frontón desde las ocho de la mañana hasta mediodía, siempre como pareja; me ponía a sacar, y me dejaba los remates cortos, que pronto aprendí a colocarlos lejos de los contrincantes.
Un día apareció en la secundaria, en clase de Química; alguna de mis amigas me dijo que iba a acusarme; motivos tendría, pero no sucedió más que la maestra me dijo que tomara mis útiles y saliera con él; en el camino me dijo que mi tía Bela había fallecido durante la noche; todo el tramo desde fuera del salón hasta que abordamos el taxi que nos esperaba se me borró, no supe qué me dijo, sólo que el tono de su voz me confortó; así fue siempre; por esos días mi abuela materna, madre de él, estaba internada en el hospital Colonia, con cuidados por su corazón; ¿cómo decirle lo que había sucedido sin que le afectara? Fue él, con su tranquilidad, quien lo comunicó; desapareció unos meses, porque se fue a trabajar en Conasupo, creo que a Aguascalientes, luego a Saltillo; apareció el 1 de enero de 1965 acompañado de Patricia, con quien había casado días antes; él regresó a Saltillo, Patricia, simpatiquísima, cariñosa, como diez centímetros más alta que él, se quedó en la casa paterna, y cuidó a mamá Consuelo con devoción, y le lloró como cualquiera de nosotros cuando un año tres meses más tarde amaneció sin vida pero sin sufrimiento.
                Después de eso lo veíamos dos veces por año, en Semana Santa y en Año Nuevo; cuando los hermanos se dispersaron siguió visitándonos; tacaño, se quedaban en mi casa, pero se sentía incómodo; resolvió hospedarse en un hotel en la calzada de Guadalupe y Joyas, un hotel supongo demasiado barato como para que muchos lo ocuparan por algunas horas; una tarde cuando salían a pasear los detuvieron unos patrulleros: ¿qué está haciendo con la dama? Respondió indignado: “ninguna dama, señor, es mi esposa”.
                Menos bullicioso que mis otros tíos, tenía un humor más cercano a la sonrisa que a las carcajadas, como Alfonso y Enrique, y menos contundente que Ignacio, pero nos hacía reír, y cerca de él nos sentíamos confortados, protegidos; de hecho, en una época de carencias nos apoyó, sobre todo a mis hermanas.
                Aunque no le gustaba hacer gastos superfluos, no dejaba de llamarnos en nuestros cumpleaños, y cuando podía, nos visitaba; sus últimas visitas eran incómodas porque se volvió vegetariano y nos costaba mucho imaginar qué ofrecerle en sus visitas, en que lo acompañaba su hija, Gaba. Patricia, ocupada con múltiples trabajos, no le impedía sus poco frecuentes viajes, y se acompañaban de maneras muy divertidas, complementándose aunque eran muy diferentes.
                Hace unos meses, poco más de medio año, me llamó muy temprano para avisarme de la partida de Patricia, luego de 50 años de matrimonio; fue la única vez que lo oí llorar, pues se contenía en todas las otras muertes que hemos vivido: estuvo firme, aunque con la expresión contrita, cuando partieron Ignacio, después mi padre y después mi hermana Laura; estuvo entero cuando Alfonso, Celia, mi abuelo; ese día supe más de él que en todos los años que llevaba de conocerlo, cómo observaba la vida, cómo se enteraba de la de los demás, pues vivieron siempre en una calle cortada por un internado y por una calle larguísima; ni lloró cuando me llamó para avisarme que nunca más veríamos a Enrique, al que habíamos dejado de ver hacía casi diez años.
                Un día escribí en este blog que los pecados del mexicano son, al contrario de lo que dice Leñero (que caben en un dedo: uña y carne), las piernas horneadas y las piernas torneadas, y una lectora me escribió para decirme que si yo era el sobrino de un señor muy agradable que, durante un viaje, le habló de mí. Cuando María José le preguntó cómo era esa joven, él contestó, con tranquilidad, “como de 18 años”. Sí, ejercía esa fascinación que hace temer a los casanovas, porque con su silencio y tranquilidad llaman la atención de las mujeres a las que ellos asedian.
                Hace unos días me avisaron que estaba hospitalizado, con insuficiencia, neumonía y una embolia; resistió casi dos semanas; nada de eso lo acabó, sino la ausencia de Patricia, lo que los cardiólogos llaman “corazón roto” y Fernando Soler, con más propiedad, “corazón rompido”.
                Habíamos hablado dos veces en octubre, en mi cumpleaños y luego en el suyo; le había escrito por facebook, pero él ya no entraba a esa red, aunque antes la visitaba para hacer chistes o para ver las fotografías de Tsvetana Pironkova que inserto cada vez que ella agrega una nueva. ¿Qué dice Lulucita de esas muchachas que pones?, me decía. Le recordé la tenista para contradecir su afirmación de que ya no veía internet; fue el último tono alegre en su plática: su voz ya no era jovial, ya no transmitía la tranquilidad que siempre nos dio.
                Ya no veré a Pepe cada Semana Santa, aunque hace como cinco años que ya no viajaba a esta ciudad que ya no era la suya, pero sé que me consolará cuando lo necesite. Algo me queda; es a él a quien más me parecí: me río como él, soy antigregario como él, rehúyo las fiestas, como él cuando creció, y pienso como él en muchas cuestiones éticas, filosóficas y religiosas. Él trabajó desde niño, moviéndole la panza a una marchanta del mercado de la Industrial; se abstenía de opinar porque, decía, no hay que dejar que nos vean la cara de lo que la tenemos; no compartí con él otros gustos, como el rock y los western y las películas de guerra, ni la pasión por el futbol americano, como con Enrique, pero me legó un sobrenombre, con el que me conocieron los Alemanes, el Banano, Toy y sus hermanos, aunque ese apodo no salió de Escuela Industrial. Nunca juzgó, no se metía en la vida de los demás, pero se divirtió como pocos.


Una última moda: los editores que no leen. Y así nos va.

Gatos muy distinguidos / De rebeldes/ El beisbol contra nosotros / Menos amigos

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La primera mascota fue obsequio de Sergio Galindo, casi como pago de cuando le dimos a Candy; en donde vivíamos, unos vecinos tenían a Candy, una perrita a la que el esposo maltrataba, pateaba, impedía que le dieran de comer; la mujer, desesperada, le pidió ayuda a Lourdes, y ella le preguntó a Sergio, amante de los perros, si la quería; la aceptó, pero no la llevó a su casa sino a la sede de la Editorial de la Universidad Veracruzana; a los pocos días Candy enfermó, tal vez por el cambio de hogar, de alimentación; llevamos a un veterinario que estaba frente a la revista nexos y la sacó de la crisis, pero el siguiente fin de semana se la volvieron a llevar; Manuel Montoro y Guillermo Barclay, de lo mejor del teatro en México, visitaron a Sergio y le contaron que su mascota por cerca de 15 años había fallecido, y estaban tristísimos. Sergio los llevó a la editorial, vieron a la Candy, y se entusiasmaron. Vivió con ellos más de 15 años, la llevaron por todo el mundo, y tuvieron por muchos años a sus hijos y nietos con un cariño entrañable.
                En la editorial había otro habitante, una gata de mal carácter, aunque muy inteligente, Atila, por nombre; paseaba por los jardines de la editorial, donde le daban de comer, y se ausentaba por días, pero regresaba, como el gato de barrio de Cri-Cri. Un día la mujer que aseaba la editorial advirtió que Atila tendría crías; Sergio me advirtió que una de ellas sería nuestra; aunque me opuse, Lourdes aceptó entusiasmada; en efecto, a los dos meses de nacidas repartieron a las crías entre algunos de los empleados o asiduos de la editorial. Por esos días Lourdes devoraba, en ejemplares prestados por Sergio, la saga de los Rougon-Macquard, de Zola, en traducción de Aurelio Garzón del Camino, y bautizó a la gata obsequiada como Naná, uno de los personajes más intensos de esas historias maravillosas.
                Naná creció con mis hijos, hizo travesuras con ellos, y fue acompañante de todos; conmigo tuvo una relación distante, pero respetuosa, aunque cuando me recostaba para oír música solía echarse en mis piernas; disfrutaba mucho con la voz de Garfunkel; en cambio no le gustaba la música folclórica; daba muestras de ingenio, inteligencia y humor, que los expertos dicen que los gatos no tienen.
                A los pocos años llegó otra mascota, de manera inesperada; en uno de los días de mayores lluvias cayó en el balcón un perico australiano; Lourdes no se dio cuenta qué era hasta que recogió lo que parecía una pelotita; lo encerró en una recámara para evitar que Naná lo masacrara, y fue a comprar una jaula; travieso y juguetón, se expresaba a picotazos; nunca supimos su género, pero lo bautizamos como Kali (si era hembra) o Calígula (por si era macho); me obedecía, cantaba con la música que ponía, regañaba a Diego y a María José a petición mía, y bailaba. Una de sus mayores travesuras era gritar como si lo atacaran, y por instinto regañábamos a Naná, aunque ni siquiera estuviera cerca; cuando lo hacíamos, parecía que Kali se burlara de la gata.
                Otro día, cuando Lourdes sacaba el auto del estacionamiento, advirtió la presencia de un gato pequeño; lo recogió, vio que estaba muy lastimado, y lo llevó al veterinario; tenía la cola gangrenada, estaba lleno de parásitos, y desnutrido; a los pocos días Érik estaba sano, y fue compañía de Naná los últimos años de ésta; poco agresivo, tenía otras travesuras: pisaba tan fuerte por la noche que más de una vez pensamos que se había metido algún intruso; o caminaba por la cabecera y se sentaba sobre el interruptor de una lámpara, a las dos o tres de la mañana; casi sin falta, a las siete nos despertaba prendiendo la luz. Ambos sabían cuando era sábado, domingo o día de guardar.
                Entre Érik (pelirrojo) y Naná dieron muestras de inteligencia sorprendente: Érik enfermó, por comer algo que lo indispuso, y había que darle tres veces al día una medicina; para ello se usaba una jeringa, sin aguja; había que sostenerlo e inmovilizarlo para meterle la jeringa en el hocico, y cuidar que no escupiera el medicamento. Un día la jeringa desapareció; Érik la había escondido; sacamos otra que teníamos de reserva, pero llegó Naná, que había encontrado la que estaba escondida, y la llevaba para que le administráramos la medicina a Érik. En otra ocasión Érik mordió un billete de 50 pesos, y como si Naná supiera lo que significaba, le dio dos golpes, a manera de regaño.
                Los gatos son dueños del territorio, y del afecto de sus amos; o como dicen, los humanos somos sus mascotas. Durante mucho tiempo Naná impidió a Érik que subiera a las habitaciones del piso superior, y cuando consideraba que había hecho alguna travesura, le golpeaba la cabeza, con suavidad pero con autoridad. Cuando los encerrábamos en el pasillo, porque hubiera visitas o para serviles la comida, se las arreglaban para abrir la puerta entre los dos, aunque estuviera bien cerrada, no sólo atorada. Sabíamos si tendríamos visitas inesperadas porque Érik, nada coqueto, ese día se limpiaba con esmero, se peinaba (era muy peludo) y se ponía cerca de la puerta; nunca falló.
                Un día Kali pegó un grito que se escuchó en todo el edificio, y cayó muerto, supongo que del corazón; vivió casi lo doble de lo que dicen los que saben de animales que viven esas aves.
                A los 13 años Naná dio muestras de debilidad, sin que le faltara la entereza, y una tarde cayó fulminada; Lourdes le dio un masaje con el que casi logró que reviviera, pero no lo consiguió; Luis Durán, quien la quería como nosotros, nos ayudó a darle buena sepultura.
                Aunque nos dolió a todos, Érik fue quien más lo resintió; dejó de comer, de correr, de jugar; se echó en un sillón, abatido, dejándose morir; una buena amiga le avisó a María José de una camada en donde ella vive, y nos llevó a Kalhúa, sin una raya, sin una mancha, toda gris; en cuanto entró a la casa Érik revivió, y la cuidó como si se tratara de Naná reencarnada.
                También a los 13 años Érik enfermó, dejó de comer, se debilitó; como todos los gatos callejeros, le dio una enfermedad incurable: tómenle muchas fotos, cuídenlo, que pase contento sus últimos días: era inútil que lo operaran; un día entero dejó de comer; sin fuerzas, lo llevamos a que se fuera sin mayor dolor.
                Kalhúa no lo resintió tanto, y vivió hasta los 13 años hasta que comenzó a sangrar; no hubo manera de sanarla; toda su vida se acomodaba en las piernas de cualquiera de nosotros; conmigo, cuando escuchaba Traffic; una noche, luego de regresar del veterinario, le dio un infarto; en la clínica nos dijeron que ya había fallecido; los restos de los cuatro nos han acompañado. Pocos días después me visito Rogelio Cárdenas, y sintió un peso en las piernas; es Kalhúa, que se aparece. ¿No te da miedo? Al contrario, nos cuidan.
                Nahúm la conoció y jugó con ella, pero, sin poder cargarla. La extrañó durante mucho tiempo, pero hace unos meses nos advirtió que nos regalaría uno nuevo; llegó con Gibbs, un bengalí pequeñísimo, tanto que su primer nombre fue Pedacito; ahora es el más alto, fornido de todos; tiene paciencia de cazador, y un cálculo perfecto de dónde rebotarán las pelotas con las que juega; para llamar la atención anda con sus juguetes por toda la casa, los mete bajo las puertas y las recupera; le llaman la atención los pies descalzos, y corretea a mordiscos a quien ande así, sobre todo a Nahúm; a veces, es Nahúm quien lo corretea.
                Al contrario de la mayoría de los felinos, es dependiente y no le gusta estar solo; al contrario de la mayoría de las mascotas, no sólo no le molesta que lo veamos comer: quiere testigos. Le gusta la música, y no le aburre oír el mismo concierto varias veces seguido, con Hahn, Jansen, Bell, Menuhin, Szeryng, Oistrach, Chase o Kopatchinskaja.
                Gracias a Gibbs tenemos un modelo con el cual comparar: Hobbes. No se trata del filósofo  inglés, apasionado de las polémicas, crítico de Descartes, y estudioso de la conducta humana en términos sociales y políticos, aunque este Hobbes comparte esas creencias y esas deducciones, de que la conducta depende de los conocimientos y las deducciones; se trata de la mascota de Calvin, no su casi contemporáneo impugnador, que criticó las costumbres eclesiásticas y dio lugar a una de las reformas religiosas más importantes de la historia. Calvin y Hobbes son dos de los personajes de tiras cómicas más importantes de los últimos años.
                Los conocí en las oficinas de Promexa, mientras esperaba que Arlette de Alba me diera un original para trabajarlo; sin los antecedentes, no entendí que una familia llevara un tigre en el auto, ni que se peleara con un niño al invadir, con un dedo, su espacio vital, sólo por hacerlo enojar. Patricia Bueno me regaló, al ver mi desconcierto, el primero de los cuadernos que recopilaba las aventuras de esos personajes, creados por Bill Waterson; en excelentes traducciones de Yolanda Moreno, René Solís y algunos discípulos, comenzamos a seguir esas aventuras; Calvin detesta la escuela, como la mayoría de los niños inteligentes; tiene problemas con la maestra autoritaria, se pelea con Susie, condiscípula y vecina que, como la mayoría de las niñas, apela por la razón y detesta las actitudes de Calvin, a quien le llama la atención lo grotesco, lo gore, la imaginación desbordada; tiene mucho de los personajes de Peanuts, como la altanería, la división y enfrentamiento con el mundo adulto; Hobbes es su tigre, amigo imaginario a falta de convivencia con otros niños que no entienden que los vampiros son insectos (¿qué, no vuelan?), que a veces comparte con Calvin su guerra contra las niñas pero a veces se deja seducir por ellas; es leal pero competitivo, y es cómplice en las tareas que, invariablemente, rechazan la lógica.
                Después de 15 o 17 cuadernos, dejaron de aparecer en México y los tomaron editores españoles que con pésimas traducciones (¿a quién se le ocurre hacer decir a un niño, así sea de caricatura, “puñeta”?) lo echaron a perder.
                Ahora lo retoma Océano; anuncian diez títulos más  que supongo recrearán la historia que apareció en varios diarios estadounidenses a lo largo de diez años; este primero es una antología, muy bien traducida por Sandra Sepúlveda Martín, en que Watterson explica la conducta de Calvin, Hobbes, Susie, los padres (a diferencia de Peanuts, aquí sí se ve a los adultos; el padre es a veces peor que Calvin; la madre, cariñosa, a veces se pregunta si no hubiera sido mejor tener un perro; esclava del hogar, no sufre como Raquel, la madre de Mafalda, pero no siempre comprende la conducta de su hijo). Watterson debió luchar contra la censura, contra la crítica por su crítica a los valores sociales; debió pelear contra la inercia, debió imaginar a diario, durante diez años, por nuevas aventuras, por no repetirse, por enmendar errores, por explorar nuevos territorios sin adulterar el ámbito infantil, el buleo incluido; a veces explica que no siempre triunfa el bien; como todo creador, bueno o malo, mucho de su trabajo es autobiográfico (excepto que Watterson es buen ciclista y Calvin no lo es; a veces incluso la bicicleta lo ataca, lo acecha, lo sorprende); muchas de las explicaciones del padre (el origen de los niños, que el mundo era en blanco y gris, que enamoraba a la madre con danzas de apareo) son parecidas a las que daba su propio padre.
                El mundo de Calvin y Hobbes (me complació ver que los personajes son nombrados en honor de un rebelde y un heterodoxo) es alucinante; es de celebrar esta aparición, porque hay compilaciones en inglés, pero Watterson usa un argot no siempre fácil, no siempre asequible, dirigido a los forofos de los Hermanos Marx, y los leía con lentitud.
                Esta antología (Calvin y Hobbes, 10 añois), que presenta varias aventuras que no aparecieron en las publicaciones de Promexa, es una excelente presentación de unos protagonistas no tan complejos como los personajes de Charles M. Schulz, pero bastante más parecidos a los niños actuales.

Cuanbdo la Adabi nos publicó nuestro libro sobre México en el beisbol (no el beisbol en México, como leyeron los que no saben leer) nos acusaron de no incluir a la Liga del Pacífico; teníamos nuestras razones: es una liga que se juega en México, pero no es mexicana, es para que se fogueen los novatos y para que no se entuman los veteranos de las Mayores, y para que los mexicanos acabalen con el gasto; algunos cronistas lo entendieron: situamos el deporte en el país en términos más allá de los deportivos, lo vimos desde la historia, la política, la economía, en términos sociales; varios años después la Liga Mexicana publicó un libro casi oficial, con los mismos nombres de siempre, o casi; entendieron lo que hicimos, o alguien se los hizo entender, y mejoraron lo que habían hecho años antes; sin embargo persisten en halagar a los patrones y patrocinadores, en el chayote, en barbear a los poderosos, en los autocebollazos, y lo peor, en la mala redacción. Pero hay avances.

En los últimos meses no han sido tan sencillos; además de la separación de El Librero, que apareció primero los domingos y luego los sábados durante casi siete años, he sentido y resentido algunas ausencias ya irremediables: Leopoldo Mejía Díaz, hermano menor de mi padre y mi padrino de confirmación (lo que me convierte en el más mayor de los Mejía de Zacatecas); no convivimos mucho los últimos años, pero me deleitaba cuando contaba las hazañas beisboleras suyas y de sus hermanos, que heredé a medias. Rafael Cervantes, secretario de redacción de la sección de Deportes, y cómplice divertidísimo de las travesuras que hacíamos en El Financiero, víctima de un infarto cuando no había llegado a los 50 años. Mucho mayor era Raúl Ortiz y Ortiz, si no el mejor traductor mexicano, por lo menos autor de la mejor traducción, de un libro tan arduo, difícil y complejo como Bajo el volcán, mucho mejor que las cuatro traducciones que hay del Ulises, al que se le compara en dificultad. Raúl, a quien Rosario Castellanos, de quien fue su mejor amigo, le dedicó El eterno femenino (que ahora será vista como políticamente incorrecta), era un poliglota prodigioso, aunque él decía que por su vocación de portero de hotel de seis estrellas, fue maestro, diplomático, poseedor de los chismes más sabrosos. Perdió la felicidad el día que murió Rosario Castellanos, a quien veneró y preservó su gloria, pero no dejó de trabajar con ahínco, de disfrutar el cine, de enojarse al leer mala literatura, al ver el lenguaje de los periodistas y de las feministas; amigo de Evelyn Waugh y de Graham Greene, me distinguió, como a muchos, con su amistad; por desgracia, sus enfermedades le irritaron el carácter a momentos.

¿Por qué unos provincianos quieren endilgarnos un adjetivo descalificativo como gentilicio? Además, como desconocen la Constitución, quieren crear una exclusiva para los anahuaquenses, que por definición será menor a la Constitución Federal, que es la que hasta ahora nos rige.
                ¿Y los anuncios que dicen que los fumadores acortan su vida, por qué no dicen que la mariajuana acorta la vida de quienes rodean a los que la consumen?


Bendito sea el árbol... Librerías muy distinguidas

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En algún recuento de los piropos pasados de moda (“bendito sea el bosque donde cortaron el árbol de donde sacaron la madera con que hicieron la cuna donde te mecieron… etcétera”, “bendito sea el mármol del que construyeron la pila del agua bendita donde te bautizaron…) Carlos Monsiváis afirmaba que la manera correcta de emitir un contundente “mamacita” era adelantar la mandíbula y apretar los dientes, con los labios semicerrados; hay que agregar que  debe murmurarse la palabra de tal manera que sólo la escuche la pretendida, que por lo regular es una desconocida, y que elogiarla remitiéndola a las más oscuras veredas del complejo de Edipo, pocas veces tenía consecuencias favorables; por lo regular se hacían las desentendidas, y alguna que otra reaccionaba con un “¡atrevido!”, en la literatura o el cine, o un “pelado” en la vida real. Mi amigo Marco Antonio Pulido aseguraba sin embargo que un conocido suyo tenía éxito cuando menos una vez al día y encontraba respuesta favorable para hacer que las pasiones se conservaran encendidas, y lograba, cuando menos una vez al día, un encuentro furtivo sin más consecuencias que un par de horas de las que no tenían que hacer aclaraciones a sus respectivas parejas.
                La reciente propuesta del “jefe” de “gobierno” del Distrito Federal, de proporcionar silbatos con colores no aprobados por la mayoría, para que las mujeres se defiendan de los acosadores, más allá de las bromas por lo inoportuno de las palabras, de los colores y de los malos entendidos, puede alejar a los acosadores, que de plano demuestran y exponen sus complejos y sus frustraciones; lo malo es que puede acabar con la tradición de elogiar la belleza femenina; en alguna canción, Jorge Negrete declara que “me gusta echar mis piropos cara a cara a la mujer, y no chifliditos tontos (fiu-fiu, en una torpe onomatopeya) copiados no sé de quién”, sin que hubiera protestas de parte las aludidas; en Dos tipos de cuidadoInfante intenta pedalearle una bicicleta a Negrete diciéndole que si no (una serie de sonidos intencionados e ininteligibles) nomás un ratito, y lo único que ella contesta es un coqueto “no seas malora, Perico”. En la misma cinta, poco antes, Yolanda Varela reclama a Infante una serie de aventuras fugaces, y éste las explica de manera poco convincente, hasta que ella señala a una empleada de correos, e Infante, gozoso, califica esa aventura como una “entrega inmediata”. Varela termina la relación, y después dice que sólo lo quiso presionar, pero que se le pasó la mano.
                Negrete, ante la negativa de Carmelita González de asistir a una kermés, no encuentra inapropiado conseguir la compañía de otra jovencita (la que Infante intenta bajarle), y caballeroso, dice a González que no la puede dejar plantada porque es un caballero. Cuando Infante le había querido jugar contras, estaba con otra cariñito de un instante, a la que busca embriagar, y uno puede suponer las intenciones: en una kermés hay bodas falsas que permiten a los participantes simular el maridaje y jugar de manera un poco más atrevida. Todas las escenas de Dos tipos de cuidado serían impensables en estos meses, porque hay acoso, asedio, conspiración, y los dos galanes, ya entrados en años pero que se fingen veinteañeros, sólo respetan a la que va a ser su esposa. Después, ni volverlas a ver.
                Desde luego que no es la única cinta donde hay acoso sexual, donde las mujeres reciben casi siempre orgullosas piropos y galanteos: “¡qué buena estás!”, grita a Infante a una Marga López agringada y a quien Infante supone ignorante del español; un grupo de enlutadas llora cuando Víctor Manuel Mendoza, en una fantasía, elige a López para esposa: ¿quiénes son?, pregunta ella, y Mendoza, orgulloso, declara que son “las abandonadas”, por lo que uno puede suponer que hubo razones de peso para que esas abandonadas lo sean, y no sólo suspirantes; en esa misma cinta, cuando ve las cadeiras bamboleantes de una transeúnte, después de un titubeante (a propósito) “álgame Dios, cuerpo de tentación”, ella, de cara no tan agradable como el nalgatorio, se acerca, ofrecida, mientras la abuela Sara García, en vez de reprenderlo por faltarle el respeto a una mujer, completa la frase: “y cara de arrepentimiento”; la escena termina cuando Infante dice que no se dirigía a ella, sino a su abuela (¿diciéndole cuerpo de tentación?) la ofendida completa: “su abuela”, pero en tono de mentada (o mencionada). En Calabacitas tiernas Germán Valdés atisba con mirada golosa los traseros de Nelly Montiel, Amalia Aguilar, Rosina Pagés y sobre todo el de Rosita Quintana, mirada ante la cual las transeúntes de ahora pitarían el silbato y acusarían lascivia. Igualmente, Antonio Badú e Infante inspeccionan con la mirada los traseros de Carmelita González e Irma Dorantes, suponiéndolas sirvientas de la casa del presidente municipal que los tiene presos no por acosadores, él mismo lo es, sino por tramposos y alborotadores; ellas no protestan, más bien se muestran complacidas (ya se ha comentado en este blog que, en una ceremonia de coronación municipal, las invitadas reaccionan con respingos cuando Infante pasa tras ellas, lo que hace suponer “tocamientos”); más asombrada que ofendida, Margot Kidder se queda paralizada cuando Christipher Reeves le hace un “tocamiento” en los glúteos no tan inocente pero que parece involuntario cuando Kidder le muestra las oficinas de El Planeta, en la primera cinta de la saga de Supermán de los años ochenta; más complaciente Kim Bassinger permite que Michael Keaton le quite el rollo de fotografías que había escondido en el escote. En Sí, mi vida Rafael Baledón pregunta su su supuesta prima Silva Pinal que cómo está, y ella, orgullosa, proclama que “muy buena”, que se presta más a la descripción física que a la espiritual; sólo queda confirmar que Pinal no mentía. A propósito de esa frase, un grupo de mujeres, que en grupo se envalentonan, preguntan a Infante que si su amigo Jorge Bueno “está bueno”. Abundan en nuestro cine las alusiones a lo buena que está una mujer, que por lo regular agradece la observación. No sólo: en el cine y la literatura: Roy Orbison, Elvis Presley y Jim Morrison en alguna canción aluden a la belleza física de una mujer, sin que nadie se ofenda.
                ¿Cómo diferenciar el acoso del coqueteo? En tiempos menos feroces se decía que el hombre avanzaba hasta donde la mujer lo permitiera, y que debería entender que ante un “no”, tendría que detenerse, aunque luego algunas reclamaran: dije que no pero no quería decir no, con tono de “estúpido, sí quería”. ¿Detenerse ante la resistencia? ¿Y si ellas veían al hombre como diciendo “por qué te detienes”? ¿Cómo saber si se sienten halagadas u ofendidas ante un piropo?
                Las mismas palabras, la misma mirada, el mismo piropo dirigidos a la misma mujer por parte de dos hombres diferentes pueden tener distinto impacto: los de uno las irritan, molestan, insultan; las de otro las halagan, se sienten mimadas, elogiadas, agradecidas; ¿es la lujuria en el tono, en la mirada? Por no hablar de otra posibilidad: la de quienes esperan que algún hombre las piropee, para dar a entender lo dispuestas que están a seguir escuchando esos piropos. A veces son ellas las que sostienen la mirada, las que parecen sonreír con los ojos, que es más insinuante que la sonrisa; ellas las que sonríen en un encuentro inesperado o fortuito, incluso a un desconocido, sin que signifique coqueteo, o por lo menos no tan inmediato. Conozco el caso de una mujer a la que el suegro le decía: “esos ojos, esos ojos”, y en Colombia un joven, apellidado Mejía, denunció que una morena bastante hermosa lo acosaba, se le repegaba, lo rosaba (sic; así está la ortografía en los periódicos mexicanos); por temor a ser acusado de acoso, no se alejó mucho; en respuesta a su queja, lo han llamado gay.
                Esto sucede en tiempos en que la iniciación sexual tiene lugar casi seis años más temprana que cuando se creía que era demasiado pronto, algo que alarma porque, dice Salma Hayek, coger diario hace que se pierda el encanto; o como decía la grupie mayor de la cultura mexicana, “de tanto que se da una se queda vacía”. Las que pueden divulgar sus intimidades confiesan que a los 14 años y que les dolió, lo que habla de un desequilibrio, que no va a arreglarse con la nueva orden de que no pueden matrimoniarse los menores de 18 años, ni siquiera con la venia de los padres, que mediante la tintorería de la boda limpiaban muchas manchas (Guillermo Álvarez Bianchi, a Enrique Rambal, en El día de la boda). Una cosa es la realidad y otra la teoría. ¿La represión conlleva violencia?, ¿los abusos, los tocamientos, los acosos, las palabras lujuriosas son producto de la incapacidad de relacionarse hombres y mujeres?
                Grace Kelly no se molesta cuando, al alejarse, Bing Crosby le pregunta si ha adelgazado; la protagonista de la canción de Beni Moré usaba relleno para que los hombres la tuvieran que mirar aunque después, sin siquiera averiguar, se supo que las mujeres son muy bobas si nos tratan de engañar (como la protagonista de un relato de Cristina Pacheco, que con tarzaneras con relleno vuelve a enamorar al marido). ¿Son tiempos de mojigatería, o para atenuar las soledades arrepentidas de las que arrastran un niño y recuerdan a un hombre.

Al caminar de Reforma y Juárez a Juárez y San Juan de Letrán, o del otro lado de la Alameda, por avenida Hidalgo de Juan Ruiz de Alarcón a Rosales, uno se encontraba con un buen número de librerías: El Caballito, Librería del Prado, Porrúa, Librería del Sótano, Otero, Libros Escogidos, Librería de Cristal, más dos o tres de lance; además estaba el recuerdo de la Zaplana, pero quedaba otra Zaplana, por San Juan de Letrán, tres cuadritas hacia el sur  más otra en Juárez (¿Libros Técnicos, se llamaba?) y otra en San Juan de Letrán; podía cruzarse San Juan de Letrán (entonces se podía, además de que había camellón a la mitad de la calle) y llegar a la Madero, en Madero, y en 5 de Mayo estaba otra De Cristal, otra Porrúa, Munguía, y tras pequeñas pero bien surtidas, hasta llegar al Zócalo, donde aún quedaba una con nombre de otras épocas, como El Volador.
                Quien atendía Otero (¿era el nombre del dueño o de la librería?) era seco y áspero, pero encaminaba al cliente hacia lo que él imaginaba que podía interesarle; en Libros Escogidos Polo Duarte siempre tenía un tema para platicar, chistes de moda, y apenas entraba alguno de los habituales, se le iluminaba la cara, y sacaba quién sabe de dónde un libro, novedad o una edición rara, que sabía que lo iba a entusiasmar; los más frecuentes esperaban la hora del cierre para compartir con Polo una o dos cervezas en El Golfo de México o en El Horreo; menos familiar era la Librería del Prado, pero cualquiera que recibiera al cliente (don Félix, Carlos Hernández, Humberto, Álvaro) conocían sus gustos, ya le habían apartado lo que pedía, o ya lo habían telefoneado para avisarle de un embarque de España, con títulos interesantes; cada semana, durante un año, las Selecciones del Séptimo Círculo; cada mes, un tomo de Peanuts; era frecuente encontrar a periodistas, actores, escritores, en amable tertulia, más discreta pero no menos entusiasta que las que hacía Duarte, mero enfrente. A veces, en la pequeña oficina al lado del local abierto, la invitación de un café o un té, acompañada de una petición, siempre extraña pero siempre incitante: localizar un texto antiguo que usarían para una edición especial, o el regaño por una reseña apresurada; con Carlos Hernández, un  café en el Sorrento o en el Sanborns, lleno de pláticas divertidísimas que siempre desembocaban en el relato de un encuentro casual que había originado un libro; en la Del Sótano, un siempre ocupado Gerardo López Gallo salía de su despacho para informar que había encontrado un título raro que nos había guardado antes que lo encontraran Otaola, o Raúl Renán; la invitación: espérese a que termine esto y luego nos tomamos una copa (antes, llevar a Irma, la cajera, a su casa en Tlatelolco), y la plática durante dos o tres horas siempre hablando de literatura; si en la Del Prado y en Libros Escogidos los clientes tenían crédito, en la Del Sótano, un descuento mayor al habitual.
                Cada lunes la Porrúa cambiaba el orden de la vitrina exterior y ponía al frente las novedades de la semana; era la única de todas que atendían en un mostrador, aunque los empleados, amables, mostraban con rapidez el título que se pidiera; el mostrador de Libros Escogidos era pequeño, y el visitante podía revisar a placer los plúteos y todos los libreros, retacados de piso a techo; en la Del Prado el mostrador ocupaba un lugar apenas mayor que la caja, y los libros estaban expuestos en un anaquel y en las paredes; en la Del Sótano había, además de libreros por todas las paredes (al principio, pequeña, fue creciendo hasta abarcar un tamaño casi tan grande como los de las Zaplana), y mesas que mostraban títulos por especialidades; en la entrada, libros de lujo, y ya en el interior, por novedades, y luego por editoriales.
                La Zaplana parecía descuidada, pero la vigilaban rigurosamente, porque las mesas, bien dispuestas y con libros arriba y abajo, propiciaban que se agacharan los clientes y se escondieran de las miradas de los empleados.
                Las Librerías de Cristal combinaban el local cerrado con los espacios abiertos, y en las vitrinas exteriores, las novedades, pero cada módulo albergaba especialidades.
                Más allá del corredor de librerías asentadas en la Alameda, en Insurgentes Centro y principios del sur, reinaba la Hamburgo, con Navarrete que había comprado el local al fallecimiento de don Andrés Zaplana; cualquier día de la semana se topaba el visitante con escritores ilustres, unos amables y otros muy mamones, que escudriñaban las apretadas mesas con novedades, las cercanas a la caja, por especialidades o editoriales las lejanas (cerca de la entrada, en un muro de carga, las policiales, donde podía uno encontrar más o menos la mitad de El Séptimo Círculo, la original). El “Quihubo campeón”, el saludo de Navarrete (o el más discreto pero también cálido de Islas) reconfortaba, y anunciaba también que nos tenía una sorpresa.
                En Reforma, en un espacio pequeño, dos librerías entrañables: una variante de las Porrúa donde conseguí casi todos los primeros libros de José Donoso; en donde había estado una librería del Fondo, la Antigua Robredo; la original Robredo fue afectada por las obras del Templo Mayor, y emigró; dos Rafael Porrúa atendían con timidez no exenta de amabilidad. Escondidos, los tesoros que rescataron del local original, y donde conseguí, azorado, la primera edición de A la orilla del mundo, de Octavio Paz. (Aún tengo buena memoria: recorro mis libreros y recuerdo en qué librería encontré, conseguí, compré, casi todos ellos; de casi todos, si no la fecha, la semana; por eso me estremeció la anécdota contada por García Márquez del jubilado que acomodó sus libros no por autores ni por editoriales, sino por el orden en que los fue leyendo.)
                Más al sur, además de la Universitaria, con Raúl Guzmán, siempre irónico, no parecía la bodega de clavos en que después se convirtieron las libreras de la UNAM; y cerca de la glorieta del Metro Insurgentes, Roberto, pirateado de la Del Sótano, regenteaba una pequeña librería que tenía tesoros importados de Cuba o de Argentina (y cerca, una disquería asombraba con las rarezas que ofrecía y que los Mercados de Discos escondían).
                En casi todas esas librerías los empleados, los dueños, los encargados, conocían a todos sus clientes a partir de la tercera visita, sabían sus gustos, qué los entusiasmaba; si no llevábamos dinero nos permitían llevárnoslo a crédito, o lo guardaban o lo escondían hasta que regresáramos por él.
                Las nuevas librerías, que se atribuyen un hilo negro que ya existía desde principios del siglo XX, carecen de la calidez, la magia, la plática, la tertulia; queda uno que otro librero que sobrevive de aquella época que, mucho me temo, comenzó a derrumbarse con el sismo del 19 de septiembre de 1985. Ya no encontramos a Polo, a don Félix, a Carlos, a Gerardo, a Roberto, a los anónimos pero amigables de la Porrúa; a lo mejor existen locales, pero apenas uno que otro librero que sabe.

Una iniciativa para poner en alguna de las treinta y tantas constituciones reglamentar horarios y salarios del personal doméstico me hace recordar una anécdota que me contó mi amiga Margarita García Flores, de cuando algunas intelectuales mexicanas intentaban sentirse feministas, y en la lujosa casa de una de ellas, muy famosa y muy premiada, discutían sobre cómo promover y reivindicar los derechos de las mujeres, y se enardecían ante el recuento de las injusticias e iniquidades sufridas por la mitad (más o menos) de la población; y cuando más embaladas estaban, la anfitriona preguntó “muchachas, ¿quieren más café y galletitas?”, al tiempo que agitaba con delicadeza una campanita para llamar a su sirvienta.


Perico; Juan Domingo Argüelles; Villanos divertidos; el retiro de dos músicos

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Lo conté en El juego de las sensaciones elementales, único libro firmado por Gustavo Sainz que no va a reeditarse: estábamos en Nazas cuando llegó un adolescente, casi niño, y de inmediato albureó a Sainz, se puso a echar relajo con Alfonso y con Cuauhtémoc; poco días después Alfonso me llamó, en plena madrugada, para avisarme que había chocado el VW rojo de Sainz, que había heridos, que le ayudara; fui con Mario Magallón a la delegación, en el centro y me puse a hacer llamadas, para juntar lana y sacarlo antes de que lo entambaran. Mario se quedó a ayudarlo y yo me fui a recolectar dinero; uno de los lugares fue a la casa de Cuauhtémoc, en la Del Valle, un departamento pequeñísimo, nada parecido al lujo con el que vivía, vestía, presumía; en el patio estaba ese adolescente que había visto semanas antes de visita en Nazas; me guió hacia la  morada de Cuauhtémoc, quien me avisó que le habían hablado, que ya no era necesaria su aportación, que Alfonso ya estaba fuera.
                Volví a ver a ese adolescente en La Onda, donde me reclutó Cuauhtémoc para que fuera parte del equipo que haría el suplemento; al principio, además de Jorge D’Angeli y Cuauhtémoc estábamos Héctor Rivera y yo; Perico (Raúl Cuevas, née Pedro Raúl Pérez Cuevas) era el office boy; antes de que saliera el primer número Héctor fue reemplazado por Abel Ramos, excelente reportero harto relajiento.
                Perico iba a recoger discos con Luis Arturo Cárcamo, Rossy quién sabe qué, Óscar Mendoza, Pepe Návar; a veces, libros a editoriales, aunque más bien yo iba Joaquín Mortiz, Siglo XXI; luego, con Manuel Gutiérrez quien me sustituyó un tiempo, al Fondo de Cultura Económica, más a platicar con mi amiga Alba Rojo y con Andrea Huerta.
                Otra labor de Perico era llevar los materiales con Raúl Rodríguez, con Héctor Dávalos, asistirnos en la formación; era más amigo que asistente, y más asistente de Cuauhtémoc que de los demás, pero era muy divertido.
                Desde los tiempos de Nazas comenzó a tomar clases con Aníbal Angulo, y luego más formalmente a trabajar con él; después trabajó como fotógrafo para diversas revistas, y posaron para él lo mismo vedetes que actrices con más renombre; cuando Aníbal emigró a vivir más a sus anchas, Perico se convirtió en el fotógrafo favorito de las artistas dispuestas, antes mucho menos que ahora, a desnudarse.
                De vez en cuando me lo topaba en la calle, y con más frecuencia trataba de alburearme, aunque más bien era víctima de mis bromas, en las redes sociales. Cada vez que nos comunicábamos decía que iba a invitarme a desayunar, y siempre bromeaba por mi obediencia a Lourdes (él estuvo cuando nos casamos hace 43 años). No dejaba de invitarme a los estrenos de las obras donde actuaba su hija. Reacio a salir, más bien iba María José antes que yo.
                Un día me llamó para pedirme el prólogo para un libro que iban a editar con fotografías suyas; le correspondería a Cuauhtémoc, pero fue asesinado hace algunos años.

¿Por qué consentir en hacer una introducción para unas fotografías? No se trata de que esas fotografías sean de Raúl Cuevas, a quien conocí desde 1970 en que compartíamos labores en una oficina que tuvo, entre otros, a Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Mata, Anamari Gomis, Arturo Jiménez, Alfonso Rodríguez, bajo el mando de Gustavo Sainz; y después, con Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Sarquiz, Manuel Gutiérrez Oropeza, y las constantes visitas de Gabriel Careaga, Elena Urrutia, Alaíde Foppa, Luis Arrieta, Julio Amador, bajo la dirección de Giorgio De’Angeli. Su humor, su vitalidad, su capacidad para distorsionar cualquier situación en un momento desternillante convivían con su disciplina, que sabía ocultar, así como sus ganas de transformar y perpetuar esos momentos; bajo la guía de Aníbal Angulo pudo concretar esos deseos de que la realidad se eternizara.
                “¿Por qué consentir en hacerle una introducción a una colección de fotografías? La fotografía es una conjunción de artesanía (habilidad para enfocar, encuadrar y resaltar un objetivo) con inspiración y sentido de la oportunidad (capturar un momento gracioso, humorístico, sensual); todo arte necesita de esas cualidades, pero los fotógrafos, muchísimos fotógrafos, se han especializado en eternizar un gesto, para resaltar lo grotesco de una persona o de una calle o de una construcción; se dice que algunas de las fotografías más célebres fueron posadas, violaron la intimidad de quien fue retratado, que se consiguieron gracias a la repetición forzada de una postura o, más recientemente, que se fabricaron artificialmente por las técnicas modernas semejantes a las que hacen que canten juntos cantantes que vivieron en épocas diferentes. Además, no sé nada de fotografía, y sólo puedo decir que algo me gusta o que no me gusta (como nos pasa a todos con el cine).
                “Pero me encuentro con unas fotografías que no son periodismo ni sociología, que no se burlan de la pobreza ni resaltan la majestuosidad de un espectáculo que se repite a diario (un amanecer,  la belleza incomprensible, temeraria, del mar; o la opulencia de una montaña, o el pánico ante un abismo insondable); no son reproducciones de la realidad, son recreaciones y transformaciones de una realidad que ansía ser vista desde todos los puntos de vista posibles, de producir emociones diferentes.
                “En las fotografías de Raúl Cuevas encontré algo que no encuentro más que en unos cuantos artistas ora sí que de la lente: una manera distinta de lo que tenemos enfrente, pero en forma plástica; estos retratos me hicieron pensar en la pintura que, a principios del siglo XX, hizo que nos fijáramos en las partes ocultas de la vida, que viéramos una mesa, una silla, una mesa de operaciones, en pleno movimiento; que nos encontráramos con bañistas, o con naturalezas muertas, pero en tercera dimensión; que nos fijáramos no en las sonrisas enigmáticas sino en los paisajes emotivos, transfigurados, detrás de esas sonrisas enigmáticas; Leonardo imaginaba un cuadro perfecto que consistiría en un punto rojo en medio de un lienzo blanco; eso lo pueden hacer sólo los artistas.
                “Los retratos de Raúl Cuevas semejan ese cubismo, ese abstraccionismo que encuentra, desde una sola posición, todos los ángulos de una calle, de un templo, de un pueblito o del fragmento de una ciudad.
                “Raúl no los inventó, sólo nos los descubre y nos permite a los espectadores reinventarlo y ver un mundo que estaba detrás; es un fotógrafo singular que invierte su humor, su capacidad de distorsionarlo, en darle otro sentido a lo cotidiano.”
                El libro no apareció, y cuando lo interrogaba, sólo me decía que me platicaría en un desayuno. Ese desayuno es imposible: hace algunas semanas me escribió el entrañable Aníbal Angulo para avisarme que Perico ya no está con nosotros, víctima de una rara enfermedad, tan rara que apenas un puñado la padece; había puesto en sorteo alguna de sus cámaras para adquirir un aparato que lo ayudara con ese mal que le impedía respirar con naturalidad, él, que se la pasaba sin aire porque lo gastaba en carcajadas. Me quedó a deber ese desayuno, y unos cuantos chistes más.

La siempre seria pero sonriente Sandra Licona me telefonea para avisarme que en la presentación de Aquiles, la nueva y peor novela de Carlos Fuentes, un imbécil, aprovechándose de mi ausencia en ese acto, se hizo pasar por “Eduardo Mejía, de El Universal”, y uno de los empleados, de los pocos que no me conocen, le entregó un ejemplar. Sospecho quién fue, o por lo menos quién lo envió, alguien tan anónimo como cobarde. Quienes hacen presentaciones de libros saben que si voy a ellas no tengo tiempo de leer, como hacen muchos que hacen reseñas sin leer el libro, o que hablan de poesía sin entenderla. Recibí apoyo unánime, excepto de alguien que debería de haberme apoyado y que por lo tanto se convierte en el principal sospechoso. Agradezco las muestras de solidaridad, y resalto la coincidencia entre la opinión de mi querido amigo Sergio Romano (“sólo hay un Eduardo Mejía”) y de Alejandra Valadez (“Lalito sólo hay uno”): a ambos, y a todos los demás, muchas gracias.

Mi amigo Juan (nombre) Domingo (de parte de padre) Argüelles (de parte de madre), mártir e incansable promotor de un género cada vez más practicado y cada vez peor ejercido, el de la poesía, y más mártir promotor de la lectura, acaba de publicar un libro imperdible: El libro de los disparates. 500 barbarismos y desbarres que decimos y escribimos en español, en una edición (Ediciones B) muy aceptable y manuable pese a sus más de 500 páginas, aunque con un acento de más en la contraportada.
                Juan, que soporta la lectura de cientos de aspirantes a poetas, señala una cantidad gigantesca de errores que se cometen, sobre todo en la escritura; Juan apunta que algunos escritores inciden en esas pifias, aunque las vemos con mucha más frecuencia en los periódicos, que cuando menos tienen la excusa de que no están escritos en español, sino en periodiqués, un lenguaje que nació corrompido, y que corrompe a los redactores más dotados (en el ejercicio periodístico, digo); hasta los dirigidos o coordinados por dizque literatos utilizan desapercibido en vez de inadvertido; sobretodo (abrigo) por sobre todo; abordo por a bordo; lenguaje binario en vez de maniqueísmo, e ignoran las diferencias entre homófonos.
                Podría ser un buen manual para quienes nos dedicamos a teclear para elegir bien las palabras adecuadas, sólo que en los diarios tecleamos de prisa, muchas veces sin tiempo para enmendar erratas ni errores; los manuales y gramáticas enseñan cómo no escribir mal, pero ninguna cómo escribir bien (adivine mi cita); es de lamentar que los reporteros y los redactores desaprovechen este libro, que sin embargo no es ésa su función; no sé qué tanto quiso Juan engañar al decir que es un manual, cuando en realidad es una muestra de la inutilidad de las enciclopedias por Internet; Wikipedia –dicen amigos, conocidos y otras especímenes— tiene diez mil menos errores que la Enciclopedia Británica, y casi siempre, a menos que no quiera pelearme, pido que me señalen los mil más graves, y me gano su encono.
                Un técnico en computación, mientras componía en la que trabajo, escuchó una canción en una antología que puse en el tocadiscos, y me dijo que le gustaba mucho ese cantante; ¿de qué año será?, se preguntó al tiempo que se puso a buscar en la enciclopedia electrónica de su mayor confianza: lo encontró y me dijo orondo la fecha de nacimiento de ese cantante; al mismo tiempo le mostré en una enciclopedia de rock la fecha real; ésa fue una victoria más, pero inútil, porque para todos es más rápido consultar en la computadora que levantarse a verificar en alguna enciclopedia; yo no digo que consulto la Británica: no tengo espacio ni para ésa ni para la Espasa, que es mi favorita por su precisión para describir enfermedades, lo que alimenta mi hipocondria, pero hay varias confiables, exactas y precisas, más que las cibernéticas.
                La mayor cualidad del libro de Juan es mostrar la falacia de Internet, de Google, que incurren en errores e inexactitudes literalmente en miles, decenas de miles, centenares de miles de veces, y hasta millones, cuando es tan fácil tomar un diccionario; y allí está otra cualidad de Juan, cuando exhibe la torpeza de la Real Academia de la Lengua al admitir equívocos sólo por complacer a críticos sin sentido, al grado de que han convertido su Diccionario en un diccionario de uso en vez de un diccionario normativo, y muy complaciente.
                Juan es riguroso, pero tiene fallas; una curiosa: confunde pleonasmos con redundancias (rebuznancias, decimos en las redacciones), no advierte una falacia bastante común: decir inequitativo por inicuo, e inequidad por iniquidad, ni sanciona a los que dicen “la poeta” en vez de poetisa, error en que ya incurre la machista Real Academia, que sin embargo sigue diciéndole actriz en vez de “la actor” a la mujer que actúa, o hace como que, como correspondería, si se tratara de que las ignorantes poetisas piensen que un adjetivo dedicado exclusivamente a ellas es denigrante. Tampoco sanciona “modisto”, que sólo es adecuado en la cinta de René Cardona hijo con Mauricio Garcés en uno de sus mejores papeles, pero no registra dentisto, futbolisto, ensayisto; tampoco corrige a quienes escriben “se los dije”. Pero son errores pequeños, y muy difundidos.
                Por cierto, hace días alguien quiso regañarme en facebook cuando dije que se dice gasolinera en vez de gasolinería (Roberto Gómez Bolaños corrigió, incorrectamente, a Chinchulín, al decirle que se dice gasolinería al lugar donde se expende y gasolinera a la que lo vende, y Chinchulún, imbécil, se quedó callado), y me dijo que “era” y “ería” eran etimologías; tardé varios cuartos de hora en dejar de reírme a carcajadas. Quien quiera ver la razón de por qué se dice gasolinera, vea el libro de Juan, quien, por desgracia, donde más tiene razón es en mostrar que
no sólo los redactores y reporteros fallan al escribir, sino muchos que se dicen escritores.

A propósito de nada, la excelente, exigente, rigurosa poetisa Mariana Bernárdez se queja del comadrazgo en la poesía femenina, y tiene razón, Me quejo más de que haya tan pocos lectores de un género al que tanto le debemos.

Anuncian con pesar que, por culpa de un dolor periférico, Eric Clapton se retira, cuando menos de los conciertos, y seguramente de las grabaciones, porque  ya le es imposible tocar la guitarra; hace pocas horas Paul Simon anunció que se retira de la música, nomás acabe la gira donde promueve (no promociona, como dicen de manera incorrecta periodistas, editores y publicistas; Juan tampoco sanciona ese mal uso del idioma, aunque sanciona “precuela”, que demuestra cuán tontos son los neocríticos de cine) su más reciente disco; lo hace justo cuando encuentra un nuevo lenguaje, nuevos instrumentos, nuevos ritmos, y acerca más su muy peculiar ritmo a la música sinfónica; por cierto, dedica una canción muy divertida a Papa Cool Bell, quien tuvo el prestigio de ser el hombre más rápido del planeta, capaz, decía, la leyenda, de apagar la luz y antes de que ésta desapareciera del todo, él ya estaba en la cama, metido en las cobijas; la leyenda puede exagerar (la hazaña se la adjudicaron en los años cincuenta a Remolinillo, cuyas acciones se narraban en prosa en los cómics de La Pequeña Lulú), pero Simon comenta algo más real: en una ocasión, con un toque de bola, logró llegar a tercera base; no se narra que Babe Ruth pegó un jonrón de cuadro.
                Clapton ya había acusado decadencia y sus discos eran muy caseros, a lo que tiene derecho, pero sus forofos admiramos su incitación a la inconformidad, su manera genial de manifestar sus males de amor, y cómo hacía llorar la guitarra; Simon había perdido vitalidad, pero no mucho. Es lástima que se retire, aunque lo hace en plena forma, no como Axl o como Slash: debieran de ser otros los que no volvieran a tocar ni en vivo ni en estudio.
               
Cada vez admiro más a Arturo Martínez, no sólo de los mejores villanos de  nuestro cine, buen rival de Lalo González Piporro, no sólo un artesano hábil como director de churros divertidos y coherentes (casi todos), sino el protagonista de dos de los mejores momentos de un villano; en Quiéreme porque me muero, de Chano Urueta, borra al galán Abel Salazar, en un papel muy secundario, como el insoportable jefe de personal Señor Rodríguez, muy amaneradito, pero sin exagerar, a lo que eran tan aficionados quienes hacían papeles de afeminados (otra excepción: Guillermo Rivas, en Ensalada de locos); pese a lo breve de su papel, se come a todos en esa cinta; y en Policías y ladrones, como El Cocholoco, jefe de una pandilla de gánsteres compuesta por luchadores profesionales en la vida real, que secuestra al insoportable Adalberto Martínez y a una bella y discreta Lucy González, a los que van a asesinar exponiéndolos al olor de gas lp, y para que no se oigan sus gritos en la calle, ponen en un tocadiscos Garrard un chachachá muy sabroso, “tócale bien al compás”, y mientras esperan que se rindan, en otro cuarto, Martínez y sus secuaces comienzan, con discreción pero harto ritmo, a bailar ese chachachá, cinta con un humor inusual en el director Alejandro Galindo.
                No olvido que Arturo Martínez fue el que disparó la bala que atravesó el corazón de Juan Charrasqueado, su rival de amores de Miroslava, lo que se comprende, aunque se hace odioso cuando le explica que, muerto Charrasqueado (lo que le hacen creer a Miroslava), está dispuesto a sustituirlo, pero como ya fue de él (de Pedro Armendáriz), no tiene por qué ser por las tres leyes. Reviso la filmografía de Arturo Martínez y creo recordar haber visto cuando menos 111 de las 180 cintas en que participó, Juan Charrasqueado la primera.


Una comedia de John Ford; AMLO recula; consejos para políticas; la mejor novela de Hornby

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Para todo cinéfilo el nombre de John Ford es sagrado; autor de innúmeras obras maestras, hizo del western la épica moderna, según el dicho de Guillermo Cabrera Infante (de quien están publicando su obra completa y sus sobras, en ediciones carísimas). Poco puede agregarse a lo que han dicho el propio Cain –de pasada: nunca reseñó ningún filme de él—, Ayala Blanco, Peter Bogdanovich sobre todo, cuando mucho una lista de sus mejores cintas: La diligencia, El joven Lincoln, El último hurra, Los tres padrinos, Los buscadores, su trilogía sobre el ejército con las maravillosas actuaciones de John Wayne, Victor McLaglen, Pedro Armendáriz, Henry Fonda, Maureen O’Hara, Miguel Inclán; y luego la extraordinaria El hombre que mató a Liberty Valance, y la formidable El hombre quieto;  hay otras cintas que salen de su ámbito peculiar, que no suceden en el oeste sin perder su tono épico, y que muestran sentido del humor más del acostumbrado.
                Ford, como Shakespeare, sabía que nadie puede aguantar dos horas de pura tragedia, y en sus mayores dramas destensan la acción, y meten algunas escenas cómicas; en El ocaso de los cheyenes, en medio de la diáspora, de la caravana que llevará a los cheyenes a un refugio, y en el que una mártir deja su clase socioeconómica para unirse a los desposeídos, pasan por Tucson, donde Wyatt Earp debe atender un estallido de violencia, y para ello interrumpe una partida de poker; para evitar que le hagan trampa, pone su puro encima de las cartas; si se cae la ceniza, advierte, es que tocaron el mazo y entonces los ajusticiará; el nerviosismo de los otros jugadores es comiquísimo. Esa misma distensión es la que aparece en varias escenas de Romeo y Julieta, por ejemplo. En Escritos bajo el sol (Las alas de las águilas) la mayor parte del tiempo, un increíblemente ágil John Wayne, que al principio de la cinta baila de manera aceptable, se la pasa en cama, paralítico, sin síntomas de tragedia; en Bill, qué grande eres,la acción que pudiera parecer inverosímil presenta a un personaje que anhela ir a la guerra, pero su increíble puntería se lo impide; es compensado con una acción inesperada, tan fulminante que nadie la cree.
                Pero he visto ya tres veces una cinta de la que habla poco en sus largas entrevistas con Bogdanovich, quien tampoco insiste en su singularidad: La taberna del irlandés (o El paraíso de Donovan); filmada poco después de El hombre que mató a Liberty Valance, aprovecha la vitalidad de Lee Marvin para ponerlo a madrearse otra vez con John Wayne con un pretexto muy divertido; sólo lo hacen una vez al año, cuando celebran, el mismo día, su cumpleaños; la trama carece de trama; un mínimo pretexto lleva a una isla pacífica a una mujer de negocios a mostrar que su padre es un desbalagado e inmoral, para reclamar la totalidad de las acciones de una empresa naviera, y se encuentra con que tres niños pueden disputársela; la mujer, una actriz poco renombrada, Elizabeth Allen (más protagonista de series televisivas como Dr. Kildare, Ruta 66, 77 Sunset Strip, El fugitivo, La ciudad desnuda, Barnaby Jones, El hombre de CIPOL, Texas, y que aparece también en El ocaso de los cheyenes, muestra las piernas, algo inusitado en alguna cinta de Ford (excepto cuando se insinúan las de Dorothy Lamour en Huracán), y no sólo una vez; tres niños cantan y tocan al piano “Martinillo” que repentinamente convierten en rock, que también bailan; Wayne, quien se sintió incómodo aunque no se nota en la cinta, enamora a la mujer aunque ambos se resisten a aceptarlo, y además debe aceptar que ella lo vence en una carrera de natación y en otras cuestiones; además, trata a Allen como a Marvin, o como en cintas de otro director pero discípulo de Ford (Howard Hawks), a Robert Mitchum o a Dean Martin: con cariñosa rudeza; como en pocas cintas de Ford, se anticipa el final alegre, pero no complaciente: las competencias seguirán. Por si fuera poco, un par de niños, que debieran de ser disciplinados, son unos vándalos divertidísimos: de grandes serán como Mississippi o como Ricky Nelson.
Un dato extra: Ford, quien admiraba la presencia de John Wayne, responde a Hawks en una materia sorpresiva: en Río Bravo, Angie Dickinson, luego de besar a Wayne, sentencia: “es mejor cuando no lo hace una sola”; antes, en Tener y no tener, Lauren Bacall dice algo parecido cuando besa a un reacio Bogart (“es mejor cuando lo hacen dos”), y en El Dorado, Charlene Holt es también la que besa a Wayne y dice una frase similar; en Hatari  Elsa Martinellile pregunta cómo le gusta que lo besen, y al principio la experiencia es decepcionante;en La taberna del irlandés Allen reta a Wayne a besarla, y como lo ve dudar, le avisa: me han besado antes; Wayne la toma sin mucha delicadeza, y aunque ella lo espera, al terminar, exclama: “yo pensaba que antes me habían besado”. Más mezcla, maistro, o le remojo los adobes, hubiera dicho Germán Valdés. Al final de la cinta la arrastra como arrastra a O´Hara en El hombre quieto, y la doma a nalgadas, como Jorge Negrete a Lilia Michel en No basta  ser charro o Pedro Armendáriz a Rosita Quintana en El charro y la dama.
                Ford, quien sin filmar una sola cinta con obras de Shakespeare es quien más se le acerca en intensidad y manejo del drama, hizo una cinta sonriente, divertida, y sin drama, por una vez en su carrera.

En alguna competencia olímpica los expertos estaban seguros de que un corredor mexicano, quien tenía las mejores marcas en su especialidad (los 800 metros libres) en esos momentos, obtendría una medalla cuando menos de plata, para orgullo de la nación (muchos países dependen de la habilidad de algunos deportistas para mostrar el avance de su cultura, de la eficacia de su gobierno, o cuando menos de la superioridad de su raza); pero terminó en un decepcionante sexto o séptimo lugar entre ocho competidores; la decepción fue tan inmediata como cuando Raúl Macías fue vencido por Alphonse Halimi o un equipo mexicano cayó 8-0 el 10 de mayo de 1960 ante un equipo inglés (si hubiera sido en esta época, con el periodismo sensacionalista actual, entonces sólo reservado a Tabloide hubieran cabeceado “Nos Dieron en la Madre” o “¡Qué Poca Madre!”). Cuando le preguntaron a ese corredor el por qué de su derrota sólo alcanzó a responder, tajante: “pos es que los otros corrieron más rápido”; de ese tono fue la respuesta del “jefe” de “gobierno” capitalino, cuando lo interrogaron sobre las inundaciones en una de las zonas privilegiadas de la ciudad (aunque construida sobre minas, lo que representa un riesgo ante seísmos de intensidad violenta, que están esperando los sismólogos alarmistas): pos es que llovió más fuerte de lo normal. Si es uno de los candidatos de la izquierda, ante los titubeos y temores del gobierno (sobre todo del qué dirán, pues pide perdón aunque no haya cometido delitos), podemos anticipar que la caballada está flaca (para seguir con las metáforas deportivas, un boxeador fino y elegante como Lalo Guerrero, titubeaba y hasta dicen que retrocedía cuando un rival de menor categoría pero mucha mayor valentía como José Toluco López hacía como que lo embestía, echando “el bulto” por delante; el público celebraba el triunfo del macho sobre el temeroso). El “jefe” de “gobierno” enmudeció cuando un engallado chamaco le dijo fascista porque no deja que las manifestaciones de los maistros lleguen al Zócalo. Cuando a Luis Echeverría lo apedrearon en CU (¿cuál es la bebida favorita de los estudiantes?: Presidente con sangrita), él los encaró y les gritó “jóvenes fascistas”. Los patos le tiran…

Un chiste conocido pero siempre vigente, por la moraleja: cuentan que una ranita desenfrenada quiso desafiar la velocidad de un tren, pero fue vencida, y el tren la arrolló y le arrancó las ancas; repuesta del aturdimiento, quiso regresar por ellas ancas, pero no calculó y otro tren la arrolló, aplastándole la cabeza; la moraleja es que no hay que perder la cabeza por unas nalgas. Deberían entenderlo algunas mujeres dedicadas a la política, que arriesgan el puesto, la integridad y su futuro por unas nalgas masculinas.

Las normas son para violarlas, decía un amigo enamorado de una vecina llamada Norma; pero corresponde al Reglamento de Tránsito del Estado del Valle de Anáhuac; la mayoría de los automovilistas conduce con el teléfono portátil encendido, y muchas veces enviando mensajes de texto; las rayas o cebras, si no están despintadas y pálidas, sirven de estacionamiento, no de cruce peatonal; las luces preventivas no sirven para prevenir sino para que los conductores aceleren, y cuando se pone el semáforo en rojo, dos tres o cuatro automóviles se lo brincan; los motociclistas y ciclistas andan por el carril de la derecha, y rebasan por la derecha, y todavía reclaman cuando se estrellan contra autos estacionados o con peatones que intentan cruzar las calles; los ciclistas andan por la banqueta y echan bronca cuando se les reclama, porque saben que si atropellan a alguien, los dejan libres, excepto si los asesinan; los agentes policiales sólo observan, si es que dejan el teléfono portátil sin usar, por unos segundos; ni siquiera Julio Hubard, el segundo mejor boxeador entre los escritores mexicanos de los  siglos XX y XXI, se atreve a reclamar porque muchos automovilistas traen armas que desenfundan aunque ellos sean los que cometen infracciones; cualquier rozón, cualquier reclamo, lo resuelven a golpes o balazos, de ellos o de sus guaruras. Y peor: ya los conductores del Metro (línea 7, viernes a mediodía) manejan con portátil en mano, aunque no se pudo verificar si también enviaban textos escritos.

Reculó AMLO; ya no exige que derroquemos a Peña Nieto ni que se deroguen las leyes, sólo que le suavicen la transición para cuando se haga elegir presidente, sino en 2018 o 2024, en 2030; pero las redes sociales, donde sus seguidores llaman a derrocar al gobierno tirano (y lo dicen quienes deberían de conocer la historia) lo han exhibido arrogante, derrochador, con lujos de lo que carecen los políticos a los que ataca; con sus mismos errores, es decir, sacando provecho de la amistad que tienen con potentados que lo invitan a palcos lujosos; no es delito, pero es inadecuado; y cuando quiere limar asperezas le hacen ver sus incongruencias, sus llamados a la violencia. Sobre todo, su insistencia en que cuando sea presidente revertirá leyes, tratados, reformas, obviando que el presidente no manda, obedece; ése es también el dilema de Donald Trump, quien asegura que tomará medidas a las que no tendrá derecho, si es que gana las elecciones, sino que debe obedecer a las Cámaras, y que, en su país, los estados son libres, y no podrá ordenarles nada; fracasará, como ha fracasado como empresario; debería ver lo que pasó en otros países que le dieron la presidencia a empresarios, y los llevaron a la quiebra (moral, cuando menos).

Ya he hablado en este blog de Nick Hornby, cuando encontré y me maravillé con Fiebre en las gradas, que habla de la pasión por el futbol en Inglaterra; pero más que eso es un retrato de la generación que va de mediados de los cuarenta a finales de los cincuenta, de José Agustín a Juan  Villoro; más que Murakami, del que difícilmente volveré a leer ningún libro más que para desmentir algún elogio que le hice, deslumbrado, Hornby llena sus libros de música, de la música con la que crecimos y nos desarrollamos; no por nada una de sus mejores novelas, Alta fidelidad, está hecha a base de las listas que hacemos los forofos del rock y sus aledaños, y con la integración y desintegración de parejas sentimentales; no por nada la cinta basada en la novela, dirigida por Stephens Frears y con John Cusack en su mejor papel, es un fiel retrato de las tiendas de discos (Ameba, por ejemplo), que ya no existen porque MixUp ya no trae ni siquiera los discos de Paul Simon, por ejemplo, y espera que lo descarguemos de Internet, porque a los nuevos compradores no les importa la fidelidad ni el sonido de las piezas.
                Juliete desnuda, Todo por una chica, 31 canciones, aunque no tan deslumbrantes, son igualmente buenas; pero acaba de llegar, en edición mexicana pero con lamentable traducción madrileña de Jesús Zulaika, Funny Girl, una novela tramposísima que nos hace creer que la historia que cuenta es real, porque aparecen personajes como Harold Wilson (con un trato burlón aunque no tan brutal como el que le dedica George Harrison en Taxman), Lucille Ball, en quien se inspira para el personaje principal, y hasta retrata portadas de libros inexistentes y fotografías de personas ficticias.
                La trama es lo de menos, aunque le sirve para hacer un retrato de varias generaciones, en especial la nacida dentro de ese lapso generacional, y que llega a la ancianidad sin haber sido ni adulta ni madura, y que le queda el consuelo de que ya nadie muere antes de los 80 años, y debe sobrellevar una vejez a la que no se resigna, todavía intenta ligar y no desecha la idea de completar una “asignatura pendiente”; sólo los calvos olvidan el cabello largo y las mujeres conservan la figura de cuando veinteañeras; uno de los protagonistas, cuando son reconvenidos por los jóvenes, le recuerda que son de la misma edad de Bob Dylan y Dustin Hofman que, por otra parte, se conservan más jóvenes que Bono y que Brad Pitt(y).
                La anécdota comienza cuando Barbara Parker gana un concurso de belleza, título al que renuncia porque sabe que su porvenir será el que le soben las nalgas todo el tiempo, y se va a buscar otros caminos; de vendedora de cosméticos pasa a ser actriz, con un brevísimo intermedio como posible edecán padroteada por un agente de actores; su inteligencia, audacia, atrevimiento la convierten en una estrella inmediata que imita a su idolatrada Lucille Ball, que sobrevivió a la decadencia gracias a su programa I Love Lucy, que en México se siguió trasmitiendo hasta los años sesenta patrocinado por General Electric, creo recordar, y antes de que fuera desplazado por Domingos Herdez.
                Cómo hacen para que el programa, convertida en serie, dure varias temporadas, se narra con agilidad, intensidad, y un profundo sentido de la visión social; cómo ven el programa viejos, maduros, jóvenes y niños; cómo se deterioran las relaciones entre los personajes, cómo se describe el despertar sexual y una revolución que en muchos medios se limitó a un mayor tránsito a muchas camas sin que las mujeres, quienes mejor lo vivieron, fueran calificadas de lagartonas ni siquiera por sus ex parejas; los primeros atisbos del destape de los homosexuales; la infidelidad descarada, la pedantería de los intelectuales que sólo viven para desprestigiar el trabajo de los demás sin argumentos, sólo con diatribas y descalificaciones.
                Varias generaciones son enjuiciadas por Hornby, abuelos, padres, protagonistas y los hijos de éstos; sin embargo, no se trata de juicios sumarios, sólo son expuestas sus vivencias, su imposibilidad de madurar, su tortura de no tener dónde morir con dignidad; las masas que responden con exactitud a lo que los productores, periodistas, políticos, esperan de ellos.
                Es un libro lleno de humor; y como todos los libros con humor, es amargo e infeliz, aunque el sabor que deja es maravilloso, deslumbrante por su ingenio y por su exactitud, excitante a ratos. Hornby es uno de los mejores autores de esa generación, y su descripción de Londres parece corresponder, con dos o tres décadas de retraso, a lo vivido en México en los años setenta y ochenta.

Contemporáneos y otros accidentes

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A partir de la República Restaurada los escritores comenzaron a agruparse por tendencias estéticas, políticas, éticas, aunque entre ellos hubiera rivalidades y hasta enfrentamientos, y a veces hasta rencores.
                Podría pensarse que, ya fuera de las similitudes políticas (progresistas, conservadores), la generación que se juntó en la Escuela Nacional Preparatoria en las fechas cercanas a la conmemoración del Centenario de la Independencia es el primer grupo formal, con paralelismo y tendencias similares; se le conoce como la generación del Ateneo, y es bastante más numerosa que la que por lo regular nombran estudiosos y catedráticos; cierto, tal vez los principales son los discípulos de Pedro Henríquez Ureña, escritor dominicano homónimo del que dio su nombre a una calle en la delegación Coyoacán (Pedro Enríquez Ureña), pero tiene miembros poco renombrados o reconocidos como de ese grupo: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Enrique González Martínez, Rafael López, Roberto Argüelles Bringas, Eduardo Colín, Joaquín Méndez Rivas, Antonio Médiz Bolio, Alfonso Cravioto, Jesús Acevedo (¿el modelo de Don Chucho, el de México de mi recuerdos?), Diego Rivera, Roberto Montenegro, Manuel Ponce, Julián Carrillo, Carlos González Peña, Isidro Fabela, Manuel de la Parra, Mariano Silva y Aceves, Federico Mariscal, según el  recuento que hace Julián Hernández Luna en Conferencias del Ateneo de la Juventud. Hay que agregar la cercanía de los Caso, Antonio y Alfonso, aunque ellos son un poco posteriores.
                Claro que hay nombres que se repiten en otros grupos, porque tanto los Agoristas como los Estridentistas presumían de tener en sus filas a Diego Rivera y a Rafael López (éste no debe de haber estado contento: renegaba de ser recluido por cualquier grupo, y hasta se dio el lujo de rechazar el honor, entonces era un honor, de pertenecer a la Academia Mexicana de la Lengua).
                Un grupo apenas posterior, menos numeroso, el de los Siete Sabios, recluyó a políticos y funcionarios sobresalientes, y a un escritor que se dedicó a hacer encabronar a sus contemporáneos y a sus seguidores, y muchos investigadores actuales aún se indignan por sus comentarios, sus descalificaciones y aun por sus antologías (Antonio Castro Leal, a quien se deben, sin embargo, estimables ediciones de grandes poetas Modernistas); entre esos sabios estaban los hermanos Caso; contemporáneos de estos sabios brillaron en las letras y como funcionarios. Con una diferencia de edades mínima, la generación de 1915 completa las labores e intenciones de los Sabios.
                Pero la generación más renombrada es la de Contemporáneos, aunque no está bien definida, porque insisten en incluir en ella a Carlos Pellicer, poeta mayor, y que pertenece por edad al grupo, y tuvo afinidades y amistades con ellos, o con la mayoría, pero al que también le disgustaba ser catalogado; el grupo presumía de ser un “grupo sin grupo”, de soledades aisladas pero con muchas afinidades. El nombre lo recibieron, un poco a contracorriente de ellos, por la revista que fundaron, Contemporáneos, que era editada por un mecenas que no pertenecía ni al grupo ni a la generación, pero al que mucho le debe la cultura mexicana, Bernardo Gastélum, escritor apreciable aunque no a la altura de sus protegidos, y funcionario de varios gobiernos revolucionarios.
                El nombre de la revista se  debió a Jaime Torres Bodet, quien en publicaciones anteriores (Gladios, San-Ev-Ank) dio muestras de humor y gracia que poco se le reconocen; estuvo entre los editores, junto a Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo. Entre otros, además de ellos, incluyen en el grupo a Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza; miembros menores, como Elías Nandino, Celestino Gorostiza, Samuel Ramos, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta Rivas Mercado (otra mecenas), Agustín Lazo, y algunos más insisten en nombrar junto a ellos a Rubén Salazar Mallén, a Carlos Chávez y a Rufino Tamayo, en sus etapas iniciales (alguna mujer preguntó, indignada, que cuándo un homenaje a  las contemporáneas). La ausencia más notable: Rodolfo Usigli.
                La revista, que aún puede conseguirse en su edición facsimilar editada por el Fondo de Cultura Económica cuando era dirigido por José Luis Martínez, fue excelente, pero no única; la generación, hecha en revistas, participó en las mencionadas Gladios y San-Ev-Ank, El Maestro, El Hijo Pródigo, Ulises; no todos colaboraban de manera consuetudinaria en Contemporáneos; Salvador Novo, por ejemplo, participó apenas en sus páginas. Una obra cumbre fue la Antología de la poesía mexicana moderna, en la que están incluidos todos ellos, aunque comenzaban a publicar; en ella hicieron juicios sumarios contra escritores respetados como Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo (alguno otro, como Manuel Gutiérrez Nájera, fue juzgado al no ser incluido), y excluyeron a otros que ya eran populares en esos días; incluyeron a  Manuel  Maples Arce, el más respetado de un grupo antagónico, los Estridentistas (éste se vengó pocos años después en una antología donde los minimizó, aunque hubieron de reconocer, lugar común, que Pellicer y Novo hacían mejores poemas estridentistas que ellos; tuvieron reconocimiento en el extranjero, donde Borges los mencionó con respeto, y fueron ídolos de las generaciones iconoclastas de los años setenta y ochenta en México).
                Una generación posterior, la de Taller, se hizo eco de sus propuestas y tendencias, y se consideró su heredera; Paz hizo trabajos resaltando la poesía de Villaurrutia, el pensamiento de Cuesta, y en general de la revista. Igual respeto guardaron la Generación de Medio Siglo, y tuvieron estudios más lúcidos que generosos en Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Contemporáneo de éstos, Miguel Capistrán trabajó rescatando obras de Novo, y participó en el rescate de las obras de Cuesta, de Villaurrutia y de Celestino Gorostiza; los sobrevivientes le tuvieron afecto y le concedieron entrevistas reveladoras, simpáticas.

En estos momentos el Instituto Nacional de Bellas Artes (que dirigió Carlos Chávez, afín a los Contemporáneos, cuyos cimientos los estableció Gorostiza, los solidificó Novo –el verdadero director, decían—, dirigió sus obras allí Villaurrutia, y expusieron los pintores afines) monta una exposición con el nombre de ellos. Consta de fotografías, ninguna muy desconocida, exhiben algunas ediciones que presumen que son primeras, números sueltos de algunas revistas, cuadros de sus amigos pintores o retratos de ellos, fragmentos de algunas pocas películas con argumentos de alguno de ellos, y se dijo, pero no las vi ni las oí, canciones en las que participaron, como “Usted”, y “La cuenta perdida”.
                Desde que leí la nota en la sección que dirige Víctor Manuel Torres con humor y puntería, me asombré: “Usted” es de Gabriel Ruiz, compositor fino de música popular que en efecto musicalizó algún poema, o  mejor, le pidió a sus amigos poetas que compusieran canciones para que él le pusiera música, pero ninguna es muy estimable (tanto, que no las rescataron); “Usted”, que le atribuyen a Elías Nandino, en realidad es de José Antonio Rodríguez, Monís, y “La cuenta perdida”, que se llama “Cuenta perdida”, no utiliza un verso de Novo, es una canción que escribió Novo, no es un poema musicalizado, con música de Ramón de Flórez, el de los Violines Mágicos de Villafontana.
                Ya Pável Granados echó a perder la oportunidad de una buena antología de fin de siglo (XIX) confundiendo fechas, autores, mezclando géneros; pensé que la cercanía que tuvo después con Miguel Capistrán, quien no tenía buena opinión de él, enmendaría errores, pero no fue así.
                La exposición parece, más que de Contemporáneos, de la estimable biblioteca de Arturo Saucedo… Prestó Reflejos, de Villaurrutia, que me consta que no la tenía ni Capistrán, pero ponen algunos títulos de Alfonso Reyes, al que ellos no consideraban su maestro (preferían a Ramón López Velarde y a González Martínez, al que rindieron homenaje con “calcas” de algunos de sus poemas más conocidos), y exhiben un capítulo de Los de abajo, que ni siquiera es contemporáneo de ellos, más bien es de cuando eran infantes; lo que exhiben es un capítulo de la sexta edición; tienen cuadros de Diego Rivera, quien fue enemigo de algunos de ellos, al menos en privado, y los ridiculizó en algunos murales renombrados, y en uno de ellos los bautizó como “los anales”.
                Algunas de las ediciones más preciadas son de Carlos Pellicer, que se autoexcluyó del grupo, que por otra parte se dispersó cuando fueron enjuiciados por la publicación de un fragmento de novela de Salazar Mallén en una revista dirigida por Jorge Cuesta, Examen, que aunque fueron exonerados le costó el puesto a varios de ellos en la Secretaría de Educación Pública.
                Novo explicó muy bien la diferencia entre algunos de los miembros del grupo que ellos no reconocieron como grupo: algunos fueron protegidos por José Vasconcelos, otros por Genaro Estrada, y otros por Manuel Puig Casauranc.
                Obviamente, Contemporáneos es importante porque hay coincidencias en la estética, en la tendencia a desnacionalizar la cultura, en buscar horizontes en otros idiomas (incluso intentaron traducir Ulysses de Joyce y hasta nombraron con ese título una de sus revistas y un grupo de teatro que montaba obras contemporáneas); fueron acusados de extranjerizantes (gracias a eso fue el resurgimiento de la popularidad de Azuela, puesto como ejemplo de virilidad y hasta de machismo —pecados actuales—frente a la literatura de Contemporáneos; la rivalidad persistió hasta 1964, cuando en una obra de teatro, Diálogo de ilustres en la Rotonda, Novo hace decir a Mariano Azuela que no sabe hablar, y lo increpa José Juan Tablada: “¿tampoco leer? ¿Qué no te enseñaron en… el Colegio?” —mención irónica hacia El Colegio Nacional); su propuesta renovó la literatura mexicana, y entre ellos se defendieron aunque también se atacaron: las opiniones de Novo acerca de sus compañeros son poco amables, y hasta célebres algunos comentarios sobre Jaime Torres Bodet, alguno de los cuales debe haberle provocado carcajadas, pero otro le dolió hasta el alma, al grado de que en uno de sus últimos poemas se pregunta si, en efecto, tuvo biografía en vez de vida.

No intento negar la importancia del grupo; creo que ha habido otros que la minimizan y no reconocen el valor que tiene su obra; en defensa de Novo surgió la voz de Julio Torri, que sabía harto de poesía, y dijo que “frente a Novo poeta hasta Pellicer es de segunda”; demasiado fuerte, pero necesaria porque le restan calidad a Novo, en sus opiniones; devalúan la gigantesca obra de Pellicer y la dejan en unos cuantos momentos; creo, como decía Capistrán, que no todos son parejos aunque todos sean buenos. Lo que me asombra es la calidad de la exposición: si tienen a la mano, aunque sea en calidad de préstamo, varias bibliotecas bien nutridas, por qué hay tan pocas ediciones de Novo (falta Nuevo amor, Florido Laude, En defensa de lo usado, tienen la edición rústica de la Historia de la fiebre amarilla y la segunda de El sexo, el amor y los burdeles; tienen la segunda edición de Nostalgia de la muerte de Villaurrutia, y no tienen la original de Poesía y teatro de Xavier Villaurrutia; sólo tienen algo de Pellicer, raro, eso sí; hay poco de Owen y apenas un ejemplar de González Rojo. Hay mucho de Torres Bodet, pero muy al alcance de Donceles y de La Torre de Lulio). Además, muy mal expuesto: un libro y arribita, una fotografía, nada desconocida (salvo González Rojo, el más menospreciado de todos); los libros, alguno de ellos encuadernado, lo que podría hacer sospechar a los malpensados que puede ser encuadernación falsa; fotografías de grupo pero, insisto, nada que desconozcan los conocedores.
                No hay imaginación en la exposición, no hay humor, no hay comodidad, nada que refleje la cultura innegable de los responsables, nada que invite a leer a ese grupo, el más renombrado de la literatura mexicana.

Además de la inseguridad en las calles por el mal funcionamiento del reglamento de tránsito y su nula aplicación, hay otros síntomas más graves: los trenecitos han chocado con alarmante frecuencia: en el parque del Espejo en Polanco, en Pabellón Polanco, en el mismo bosque de Chapultepec (aunque no es el que tripuló Germán Valdés en El rey del barrio), en Aragón; ya ni en ese transporte puede haber confianza; sólo falta que en el trayecto asalten a los niños para quitarle los dulces.











Del América, de minifaldas repremidas, de plagios

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Hace algunos meses sostuve un breve intercambio de experiencias con mi amigo Enrique Krauze, un autor al que admiro aunque muchas veces difiero de él, en conceptos o en minucias, sobre el deporte mexicano. Me forzó a escribir con mucho cuidado y a reforzar la memoria.
                Ahora vuelvo a escribir sobre el futbol soccer, que cada vez me gusta menos por muchas razones. Otra vez por causa suya.

De las muchas influencias que he recibido, entre las primeras, además de las familiares, en especial de mis tíos Enrique (por él entendí el  futbol americano, por él me aficioné a los cómics y a las fotografías de las vedettes que adornaban la primera página de Cine Mundial), Pepe (cuando me río descubro que lo hago igual que él, que miro a las mujeres como él lo hacía, y en los últimos años vi con azoro que su sentido del humor me lo legó sin darse cuenta), hubo dos compañeros que fueron determinantes para mis aficiones durante la mayor parte de mi vida: Humberto Huerta, quien entró a la escuela primaria M-521 (tan pobre que ni nombre tenía, sino a partir de ese 1960, el del director Teodoro Montiel López)  cuando pasamos a quinto año. Humberto me mostró los secretos que no develaban los cronistas que menciona Krauze en el prólogo del libro conmemorativo  por los cien años del equipo América.
                Por Humberto me aprendí  las alineaciones de casi todos los equipos de aquellos años, y también fui seguidor del Club América; también, como Krauze, tuve el escudo y un banderín, comprados con rebaja en una tienda de deportes que ya no existe en Ayuntamiento, frente a la W. Por Humberto fui fanático, en el peor sentido de la palabra; es decir, no me detuve a admirar a los jugadores de los otros equipos, sino hasta muchos años después, en retrospectiva: los necaxistas Jorge Morelos, Tomás Reinoso, Jaime Salazar, el Cuate Benjamín Fall, Domingo de la Mora, el Charro Carlos Lara (argentino, delantero antes de Zacatepec),el Diablo Benhumea, Pedro Dellacha, el Chato (o el Zurdo) Ortiz, Alberto Evaristo; los guadalajareños Jaime Gómez, Jaime Chaires, Jaime Sepúlveda, Jaimaicón –sobrenombre ahora incorrecto— Villegas, Pancho Flores, Jasso, Díaz, Reyes, Mellone Gutiérrez, Héctor, Sabás Ponce, la Pina Arellano; los del Zacatepec, Coruco Díaz, Nene Piña, Raúl Cárdenas (los tres, americanistas honorarios, refuerzos en partidos de los pentagonales y los hexagonales, no citados en el volumen; el último, pareja de Pedro Nájera en la Selección Mexicana); o a algunos jugadores de otros equipos, como el Manco Villalón y el portero Manuel Tello del Morelia, el Churumbel  Mario Rey del Irapuato; Roberto Rolando del Tampico; Magdaleno Mercado (nuestro primer Pata Bendita) del Monterrey.
                No justifico, explico mi fanatismo por mi edad; Humberto, seguidor también del América, me ilustraba camino a casa, cuando nos deteníamos en las malteadas de la Calzada de Guadalupe, cuyo dueño español era seguidor del Guadalajara, pero nos prestó su directorio telefónico para buscar el número de Walter Ormeño, sin encontrarlo (años después, Carlos Monsiváis me dijo que buscara su número: sólo somos cuatro Monsiváis). Humberto vivía en la calle de Fortaleza, y la mitad de las tardes de ese 1960 hice la tarea en su casa, en los intermedios de nuestra práctica de penalties, en los que siempre me vencía. Pero me contagió de su admiración por Nájera, el Güero Jasso, el Gato Lemus.
                Desde 1959 hasta 1965 fui seguidor fanático del América; como buen borgeano, dejó de ser mi favorito cuando ganó el campeonato de la Liga Mexicana de Futbol; admiré al Cruz Azul por Marín, Sánchez Galindo, Victorino, Quintano, Bustos (¿en qué se parecía ese equipo a Fanny Cano? En que sin Bustos no hacía nada); o al Atlante del hermano de mi compañero Desachy, también vecino de Fortaleza.
                De cualquier manera en 1962 conocí a otra influencia temprana: Cuauhtémoc Valdés Olmedo, quien me contagió su entusiasmo por el beisbol, que hasta hace tres o cuatro años era mi deporte favorito: aficionado de Diablos Rojos, combatía mi afición por Tigres, afición que se cayó por culpa del despotismo de Alejo Peralta: no sé qué piense al respecto mi amigo Krauze, pero creo que el deporte debe ser visto, además de la perspectiva de competencia, bajo la óptica de la política, la sociología, la economía y la historia, por supuesto. Por ejemplo, la Serie Mundial de este año verá rota una de dos maldiciones: la de la cabra (demoníaca) o la de Rocky Colavito, que no la dijo él sino los forofos del jonronero. Por culpa de Alejo dejé de seguir el beisbol mexicano, aunque Diego tomó la estafeta.
                Enrique Krauze, en un cálido prólogo, cuenta que le va al América desde que era niño; pero mientras sus ligas han sido con Cañedo, los Azcárraga, los directivos, yo tuve amistad con el Tigre Gómez, platiqué tres o cuatro horas, al compás del coñac, con Mario Pavés, gracias al editor argentino Justo Molachino; tuve cercanía con los tíos de Miguel Barberena, breve amistad con Borbolla, una velada larguísima en El Horreo con uno de los porteros emblemáticos del equipo, y entrevisté, con Refugio Melchor, al brasileño Arlindo, en un desayuno que duró seis horas, y a quien hicimos emocionarse y conmoverse; a él le di la noticia de la muerte del Tigre Gómez. De lejos, comimos en el mismo restaurante argentino al mismo tiempo que Walter Ormeño, quien saludaba a los comensales con una leve inclinación de cabeza, y fui vecino de Rosa y Guillermina Salazar, sobrinas o primas de Jaime Salazar. 

Vi con entusiasmo el libro conmemorativo de los primeros cien años del América; aunque repito que ya no me gusta este deporte, recordé a Humberto Huerta, a Desachy, a mis compañeros de quinto y sexto año; muchos juegos que oí por la 590 los domingos, y que me aficioné a los periódicos por seguir los resultados de las jornadas semanales (La Afición era un estupendo periódico, entonces). Recordé cuando comenzaron las transmisiones televisivas, y el Jarrito de Oro que casi siempre ganaba América; los jugadores de los que fui testigo de su debut, y de gran parte de mi vida.
                El libro me desilusionó (sólo tengo el primer tomo; el segundo, si sigue el orden cronológico, no me interesa); luego del prólogo de Krauze no se mantiene el lenguaje épico, la recreación histórica es paupérrima, no hay anécdotas trágicas (como las bellas hermanas porristas que sufrieron quemaduras en cuerpo y rostro cuando estallaron unos globos de gas en una ceremonia antes de un partido), políticas (se habla de la inauguración del Estadio Azteca, sin mencionar que ese día el presidente Díaz Ordaz se llevó una mentada de madre de parte de los 110,000 espectadores, porque llegó con casi dos horas de retraso, según un relato muy sabroso de Ricardo Garibay, quien aseguraba que a consecuencia de eso cayó, poco días después, el regente de Hierro Ernesto P. Uruchurtu), cómicas (como el día en que Javier Fragoso, en su primer partido contra su América, le anotó tres goles y después del tercero le hizo, frente a las cámaras televisivas, la roqueseñal a Nájera, Gril, Roca y Hernández, años antes de que la patentara Roque Villanueva; o cuando uno de los entrenadores del América escuchó atento la detección de las fallas de su equipo, aceptó nuestra asesoría, y sufrió la goleada más grave en 15 años; o cuando debutó Alfredo del Águila, precisamente contra su exToluca, con un autogol, que celebró Sergio Corona cantando “Crema batida” –canción entonces de moda— y  afirmando que Del Águila no había cambiado de equipo; los apodos aplastantes, como “El Gusano” a Cuauhtémoc Blanco, “Lulú” a Lalo Pálmer, de quien decían que le faltaban riñones –véase el Diccionario secretode Camilo José Cela) o frívolas (los romances de Carlos Reynoso con Verónica Castro y de Hugo Enrique Kiesse con Estrellita).
                Por desgracia, si estas narraciones no mantienen un tono épico se vuelven aburridas; e ingratas: no hay menciones a puntales del equipo, sin los cuales no hubiera habido bases, como Carlos Calderón de la Barca, el Tigre Gómez, Mario Ayala (después, estrella en León), Ángel Shandley, apenas mencionado en un pie de foto, pero que fue uno de los jugadores más finos de nuestro futbol; apenas una mención al Pájaro Enrique Huerta (a quien también entrevistamos Refugio y yo para El Financiero), tan chaparro como Toño Mota pero igualmente confiable; era el suplente de Ormeño cuando el peruano golpeó a un árbitro, Felipe o Fernando Buergos (no Ledesma, como dice el libro), a consecuencia de lo cual fue suspendido un año, lo mismo que el entrenador Fernando Marcos; tampoco se dice que fue entonces cuando regresó al equipo Manuel Camacho, uno de los tres mejores porteros mexicanos de la antigüedad, y quien estorbaba en el Toluca, que estaba por recibir a Florentino López, seguramente el mejor portero que ha jugado en México y al que equiparaban con Yashin); tampoco se menciona al Curro Buendía, y de Roland Martell, que su paso vertiginoso fue efímero; tampoco se menciona al Tico Soto; ni a Javan, que sólo jugó unos cuantos partidos antes de emigrar al Atlas, a los que decían (ahora lo aprobaría la Gay Friend Citty) las Margaritas (y no por malinchistas).
                Además de la tibieza y cierta densidad de los redactores, hay errores graves: a Lalo Pálmer se le adjudican tres nombres: ése, Eduardo González Pálmer y Eduardo Gutiérrez Pálmer; de Jorge Iniestra se dice que fue al mismo tiempo portero y centro delantero; varias veces escriben Pavez en vez de Pavés; dicen que algunos jugadores eran medios, cuando en esa época, del 3-2-5 eran interiores; a los extremos se les decía alas, como lo fue Pepín González, no centro delantero como se dice en el pie de foto respectivo; dicen que Moacyr fue medio defensivo, cuando era interior derecho, es decir, delantero; de Juan Bosco se dice que era defensa central, puesto que ocupaba el Pescado Portugal; y por cierto, se abstienen de decir los apellidos de Juan Bosco, llamado así por San Juan Bosco (Martínez: el defensa, no el santo), y no dicen que sus saques de banda eran más peligrosos que los corners del Coco Gómez; hablan bastante de Vavá, pero no que era conocido como “el compadre de Pelé”; una mención al paso, de parte de Krauze, de Ángel Fernández, no es completada en la narración de que era el “Angelgrito” el locutor oficial de Televicentro en los juegos del América, junto al exmedio, exentrenador del América y de la Selección Nacional y exárbitro Fernando Marcos (antecesor en ambos puestos de Ignacio Trelles), quien nunca perdonó que lo señalaran como el árbitro culpable de la lesión a Horacio Casarín (se pasó la vida desmintiendo que a consecuencia de la falta y de la omisión al castigo se haya provocado el incendio del parque Asturias); no se dice ni se explica, y sería bueno que se hiciera, que el equipo favorito de Marcos fuera el Toluca y de Fernández el Necaxa; peor, que el deporte favorito de Fernández (quien me distinguió con su amistad y con su admiración  [lo puso por escrito] por mi trabajo) era el beisbol, de donde lo relegaron.
                Tres apuntes más: el libro está lleno de fotografías, casi todas malas, porque es un deporte que no se presta a la expresión gráfica (que ahora la prefieren los nuevos editores, muy por encima de la precisión del texto), a menos que sean fotografías de los “vuelos” de los porteros, cada vez menos frecuentes; el exceso de fotografías oculta pero no borra las erratas, los errores y la redacción gris; grandes fotografías actuales de los exjugadores, varios de ellos menores que yo por diez o 15 años, muestran que el deporte envejece prematuramente a sus héroes (aunque si nos atenemos a la acepción original de héroe, es decir, el que hace trabajos majestuosos y sacrifica su vida por una causa, el último héroe auténtico del futbol mexicano fue Ataulfo Sánchez, quien liquidó su carrera por darle el campeonato al América en 1965, junto al solitario Zague, quien anotaba sin ayuda de sus compañeros, ni siquiera del Coco Gómez).
                El último apunte: Krauze dice que “le va al América”; desde hace años, cuando prohibí que al menos en horas de trabajo los reporteros de deportes de El Financiero“le fueran” a algún equipo, comencé a preguntar qué quiere decir “irle”, “le voy a”, en vez de “tener un favorito”; luego de pensar mucho, descubrí que “le iba” al América contra don Manuel Arellano, hermano del Cuate Arellano, eterno suplente de El Fumanchú Reynoso en el Necaxa, gran amigo del Cuate Benjamín Fall, y a quien solo alineaban cuando Reynoso estaba lesionado, es decir, casi nunca; don Manuel, el carnicero de mi rumbo de la infancia, me contaba cómo los coequiperos de su hermano lo boicoteaban, no le daban pases, o dejaban pasar los suyos; allí comenzó mi desconfianza en ese deporte; don Manuel era forofo del Toluca, y me apostaba un peso en los juegos de su favorito contra el mío; casi siempre me ganaba; pero esa apuesta era eso: le iba con un peso (una fortuna para un  niño, para esa época, y más en situación de precariedad) a que ganaba el América; cuando entendí que no estaba en mí que ganara mi equipo, dejé de irle; ahora no entiendo esa expresión, a menos que describa una apuesta.

¿Quién entiende a las mujeres? Don Juan Ruiz de Alarcón se pregunta en alguna parte (lo sé, y me sé la obra de memoria) que “qué es lo que más condenamos en la mujer. ¿El ser de inconstante parecer? Nosotros las enseñamos que el hombre que llega a estar del ciego dios más herido no deja de estar perdido por el troppo varïar; ¿tener al dinero amor? Es cosa de muy buen gusto, o tire una piedra el justo que no caiga en este error; ¿ser duras? ¿Qué nos quejamos, si todos somos extremos? ¿Difícil? Lo aborrecemos y fácil no lo estimamos…”; claro, antes dice que “el primero padre quiso más perder el paraíso que enojar a una mujer. Y era su mujer, ¿Qué hiciera si no lo fuese? Y no había más hombre que él, qué sería si con otro irse pudiera; porque con la competencia cobra gran fuerza Cupido…"
                Una de las grandes científicas mexicanas, Mayra de la Torre, suele o solía presentarse con minifalda en el laboratorio, aunque tenía que subir a grandes alturas; la directora María Novaro, en una filmación, ordenó que actrices, técnicas, maquillistas, se presentaran de minifalda, para que los hombres de la película no desviaran la mirada lúbrica hacia las piernas de una sola, y las miraran con naturalidad. En oficinas gubernamentales de Guanajuato o de Puebla o de ambas lograron quitar las órdenes de que se presentaran las empleadas de faldas largas y blusas cerradas, y en muchas escuelas de todo el mundo se consiguió que dejaran de expulsar a las alumnas minifalderas; desde hace mucho en las iglesias dejaron de prohibir la entrada a mujeres vestidas con pantalones o con faldas arriba de la rodilla (y sin velo, antes pecado venial, pero pecado); y ora resulta que una senadora perredista (el real socialismo es el más represor de los socialismos, y de otras doctrinas político-religiosas) pide que se expida una ley que ordene a las agencias que proporcionan azafatas y azafatos, que ya no les den uniformes atrevidos, faldas cortas y sobre todo escotes (¿y a los azafatos pantalones ceñidos?) que distraen  a los legisladores que están despiertos.
                Don Anastasio de Ochoa decía que una mujer puede toser en un templo, pero queda la duda de si tose por llamar la atención. No es el caso de las minifaldas, prenda que más que mostrar, proporcionaba libertad; si no de acción, de pensamiento. Fue conquista de una generación que peleaba más que los hombres, porque además debían combatir lo oportunista de sus compañeros, que con el pretexto de la liberación sexual pretendían coleccionar conquistas, ligues, fajes, acostones, como hacían los de las generaciones anteriores, que presumían: ¿cuántos hijos tienes? ¿En qué colonia? Las minifaldas de Jane Fonda, Twiggy, Elizabeth Montgomery, Carol Lynley, Pili y Mili, Macaria, Leticia Robles, Lucha Villa, Ali McGraw, Angélica María, Alma Muriel representaban una generación aguerrida, libérrima, exigente de una igualdad social, sexual, laboral, intelectual. Y una senadora de un partido que se cree de izquierda pide que retrocedan y se vuelvan sumisas, que no enseñen porque, ella cree, enseñan para vender. Que mejor se regresen a su casa, con sus hijos, como dice Héctor Suárez en Mecánica nacional, para que no las denigren: mejor la esclavitud a la libertad.
                Y para que más duela, comienzan algunos comerciales a decir que hay desodorantes para que los hombres vuelvan a ser hombres. Como si un olor lo definiera.

Un detractor me acusa de plagiar, nada menos que a don Eduardo Mejía; es como acusar a Vivaldi de, como dice Carpentier que dijo Stravinsky, escribir 400 veces el mismo concierto; a García Ponce de poner las mismas escenas con diferentes personajes; a Graham Greene de usar siempre la misma trama del acusado en falso, o a Agatha Christie de poner siempre al mayordomo como culpable de todos los crímenes, o a don Fernando Soler que haya hecho varias veces el papel de Cruz Treviño Martínez de la Garza. Y no, no cobro nada en este blog, ni siquiera tengo patrocinadores. Antes al contrario, dos célebres escritoras me han plagiado; la primera, el primer cuento que publiqué y, años más tarde, cuando lo reescribí modernizándolo, con más armas, mejor escrito y más pícaro, me acusó (en privado) de plagiarla; la otra hasta honores ganó.




Hillary, no nos desaires, la gente lo va a notar; la culpa es de las mujeres; Dostoievski kafkiano

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No busco disminuir el acto ni menos las reacciones, pero lo sucedido en los últimos meses nos hacen ver que los hechos se repiten o, como dijo el gran clásico ahora poco (o nada) leído, suceden dos veces, primero como tragedia y después como plagio desventurado.
                Hablo de lo que recuerdo, aunque cada generación ha vivido esto: en mi postadolescencia, por influencia de los roqueros, en especial de los Beatles, nos dejamos crecer el cabello; para furia de los maestros, los padres y los peluqueros, traíamos melena, bigotes a la Javier Solís que pensábamos que del Sargento Pimienta, patillas hasta debajo de las orejas, o de plano barbas; Arturo Valdés Olmedo dijo un poco después que cualquiera de nuestra generación que trajera casquete corto era culero; estuve de acuerdo, y sigo trayendo el cabello largo pese a que Luis, el peluquero, cada dos meses intenta convencerme de que lo visite cada 15 días, que es como acostumbra la mayoría de sus clientes. Antes, la cola de pato, los copetes de los primeros roqueros, el envaselinado de los pachucos y de los tarzanes fueron igualmente acosados y criticados.
                Los padres exclamaron durante meses, si no es que años: si yo fuera el presidente los agarraba, los rapaba, les bajaba los pantalones, los cureaba, y los ponía a barrer las banquetas (o a pavimentar las calles).
                Así reaccionó Donald Trump (¿alguien recuerda ahora que tuvimos un candidato llamado Donaldo?) cuando un mexicano ganó un Oscar por alguna película que le celebraron como si fuera buena (talacheros, les llama Jorge Ayala Blanco a los mexicanos que renunciaron a sus creaciones para hacer las películas que ni los peores directores gringos quieren  hacer); hizo berrinche y dijo lo que los padres de jóvenes de los años sesenta y setenta: si yo fuera presidente los corría a todos, porque sólo son drogadictos, narcotraficantes, violadores. El problema fue que él sí tenía poder, y ante el reto de a ver, hazlo, se lanzó a lo loco; el problema es que no sólo él piensa que los inmigrantes le quitan el trabajo a los estadounidenses, que muchos son vagos, pandilleros, violadores, drogadictos, y que la droga que entorpece la mente de los jóvenes gringos llega de México, sin ver que si llega es porque la compran y la piden (y apenas disimulan que el mismo día que Trump es nombrado presidente electo —¿sabrán la diferencia entre electo y elegido?— legalizan la mariguana con fines recreativos en varios estados gringos); y los muchos que piensan que los greasers son una calamidad apoyaron  una candidatura que era más una puya que realidad. Y pasó lo que temían todos: ganó, y ahora no sabe qué hacer.
                (Un amigo de la postadolescencia se enamoró, o infatuó, de Georgina, una muchacha sencilla y bonita de la prepa; la atosigó varios meses y de vez en cuando, con una frecuencia semanal, luego de platicar largo rato, cuando se despedían, le preguntaba, como muletilla, que si quería ser su novia; la primera vez ella se atarantó, se aturdió, y dijo automáticamente que no; me lo contó y cuando le pregunté por qué lo rechazaba, contestó que no sabía; pero él insistió cerca de un centenar de veces; una noche, mientras oíamos discos y tomábamos cerveza, le preguntamos qué haría si alguna de esas veces ella le decía que sí; se quedó callado unos segundos, hizo cara de alarma, y exclamó: ¡en la madre, no sé! No, mejor que me siga rechazando. En estos momentos Trump podría estar pensando, luego de que le pase el mareo del triunfo, ¡en la madre, ahora qué hago!)
                Lo curioso es que aquí reaccionamos con indignación digna de mejor causa; apenas notamos que iba atemperando el discurso, y que insistía en las calificaciones y descalificaciones y en sus promesas absurdas sólo porque era el motivo por el que se había lanzado a la candidatura; si decía que el muro es impensable lo iban a matar (una frase así, una muletilla común en ciertas regiones mexicanas, le costó un linchamiento moral a mi amigo Sergio Romano), e iba a perder el furor de sus seguidores. Trump dijo que era no un político sino un empresario, y como tal gobernaría; sus seguidores, a los que sí cabe llamarles fanáticos, le daban la razón: si el país está mal es por culpa de los políticos, mejor que la maneje como una empresa. Y se olvidan que se ha ido a la quiebra tres veces; y ni siquiera por mal administrador, sino porque cede a las bajas pasiones, que es lo que decía Arthur Schopenhauer que perdía a las mujeres, más el instinto erótico que el raciocinio; ¿qué va a suceder si lo tientan algunas mujeres? Como su antecesor Bill Clinton, no es alguien que siga el consejo del clásico, que la verdadera valentía consiste en huir; lo han sorprendido varias veces mirando las tambochas y las montañas de cuanta mujer se le pone enfrente, voluntaria o involuntariamente; han escuchado que dice de ellas lo que dice un magistrado (bueno, ex) del Tribunal Electoral del Poder Ejecutivo Judicial de la Federación, que algunas mujeres están bien buenas y que tienen unas nalgas exquisitas y que no es por eso que deben llegar a puestos altos en empresas o en oficinas gubernamentales (o como dice el refrán: busca a la mujer por lo que valga y no sólo por sus atributos físicos traseros exuberantes y bien construidos —sólo que en verso), y que es lo que dicen Pedro Infante, Jorge Negrete, Germán Valdés, Mauricio Garcés y Jim Morrison, entre otros muchos. Y lo hizo Bill Clinton.
                Trump no sabe gobernar; sus paisanos deberían aprende en cabeza ajena: ya saben, o deberían de saber, que no es lo mismo gobernar un país que administrar una gerencia regional de una refresquera.

¿Ganó Trump o perdió Hillary? Pocos analistas lo dijeron, pero algunos vieron que era tan peligrosa para México como pensaban que sería Trump; tenía la simpatía de varias secciones de la sociedad de su país, y sobre todo de artistas, actores, directores, escritores mexicanos, que tenemos impedidos de meternos en la política de otros países, por mandato constitucional; obviamos que no pudo refutar a Trump sus opiniones sobre el TLC, que prefirió atacar antes que explicar cuáles serían las acciones de su gobierno, si el voto la favorecía (por cierto, ¿no sería bueno que fueran adoptando el sistema del sufragio efectivo, ese método que la mayoría de los mexicanos ignoran en qué consiste, y sólo piensan que se trata de respetar la voluntad de los electores?); cuando Trump dijo que Bill también era mujeriego ella se quedó callada, cuando pudo haber dicho que sí, que era débil y sentimental, pero que su infidelidad no era deslealtad ni traición, y que pese a las viejas (habrán de perdonar, pero así le dicen ellas mismas a las que asedian a los ajenos y se conforman con el papel de segundos frentes) gobernó el país con mano firme, y ayudó en mucho a que crisis ajenas llegaran con fuerza a Estados Unidos. Su campaña fue tan populista como la de Trump y de otros a los que conocí y que sigo conociendo; varios errores la hundieron; el primero, prescindir de Sanders, político mucho más sabio que ella, y con mucho potencial para hacer reformas que beneficien en serio a los marginados; después, tan importante, hacer a un lado a su marido, haciendo caso a las consejas de que ella es más inteligente que él; y definitivo, desairar la invitación del gobierno mexicano; perdió bastantes puntos, que no pudo recuperar; entre otras cosas, ignora, como todos sus paisanos, nuestra idiosincrasia: somos muy séntidos y no perdonamos; a Rosita Alvírez desairar a Hipólito le costó tres balazos aunque por fortuna sólo uno de ellos era de muerte; se desaira no por mala educación sino por no incitar a los niños a que se inicien temprano en vicios indeseables; no se desaira a un pueblo ansioso de apapachos; no se desaira a un político que le abría la posibilidad de mostrar que nos respeta y nos considera, y perdió la oportunidad de ridiculizar a su rival; ¿no se dio cuenta de eso cuando Enrique Peña Nieto no la buscó en un viaje posterior?
                Que haya perdido no asombra, los juicios electorales son volátiles; lo que asombra es que haya perdido en bastiones en los que el Partido Demócrata nunca había perdido. ¿Con qué cara va a explicarle a Bill todos sus errores? Lo peor es que sufriremos las consecuencias, no porque Trump vaya a construir ningún muro, ni porque vaya a robarse las remesas, ni porque quiera obligar a los grandes emporios a que se regresen a un Estados Unidos sin fuerza laboral respetable, ni porque vaya a declarar la guerra a México ni a China ni a Japón ni a Inglaterra ni porque vaya a aliarse con una Rusia disminuida y ansiosa de adquirir el petróleo mexicano que Trump no quiera comprar. Vamos a sufrir las consecuencias no de sus bravatas sino de sus torpezas. A ver si no quieren venir los gringos a México, a que los acojamos.

Rosario Robles, que ya antes quiso ser presidenta, aconseja prohibir las clases de macramé y eliminar los cursos para cultoras de belleza (porque cree que ya nadie se maquilla ni para las fiestas y los únicos que se hacen maniquiur y pediquiur son los hombres), y que mejor tomen clases de economía. ¿Para qué recalcar en la estulticia?, mejor que lea a Gabriel Zaid; mejor, que se lo platiquen. O que se lo expliquen, aunque sea varias veces hasta que diga que lo entendió. Y que tenga siempre presente que ella perdió sus oportunidades en la dizque izquierda a causa de las bajas pasiones.

La trata de blancas es un mal que impide el completo desarrollo de la sociedad mexicana; las historias que relata Héctor de Mauleón son estremecedoras, y en ellas acusa a las autoridades de una delegación desgobernada, como todo el Distrito Federal , por la dizque izquierda, que no pone atención en lo que sucede en sus territorios; unas postadolescentes quisieron ir a bailar a un sitio que tiene fama de tranquilo, con buen sabor y buena música; a una de ellas, eficaz como funcionaria, se le ocurrió llamar para que reservaran sitio para las cuatro o cinco que iban a ir; ¿cuántos hombres vienen?, preguntaron; ninguno, vamos a oír música y bailamos entre nosotras. Imposible, tiene que venir un hombre; a lo mejor llega mi novio, pero más tarde; imposible, le dijeron, no pueden venir mujeres solas porque si las sacan a bailar algunos clientes, las ficheras se ponen celosas.
                ¿Morayta, Díaz Morales, El Indio Fernández, Tito Gout, Ernesto Cortázar, hubieran imaginado un diálogo así? En Pecado, de Luis César Amadori, la rica aristócrata Zully Moreno acepta ir a un cabaret nomás pa’ ver qué se siente, y cae víctima de las bajas pasiones como Clinton, Trump y Robles, se enamora de Roberto Cañedo y se pierde para siempre, pero no la acosan las ficheras de verdad, que en otras cintas pueden rivalizar con la heroína del melodrama (una poco atractiva aunque no fea Marga López), o pelear por Rodolfo Acosta o por Luis Aceves Castañeda, pero no se ponen celosas de las fufurufas. El único que pudo haber imaginado esa situación fue el sobrevalorado Orol, pero era digno de un argumento de Álvaro Custodio.
                Ese tugurio  se encuentra en la colonia Roma, territorio de Ricardo Monreal, ex priísta y ex perredista, que se ha visto envuelto en escándalos de los que sale no sin mancha pero sospechoso cuando menos de encubrir, y candidato a gobernar el DF; cada vez que se habla de la delincuencia, del tráfico de drogas y de la violencia en su territorio, Monreal hace promesas y promesas y nada; ¿sabrá del caso de las ficheras celosas?
Viene al caso un nada lejano comercial en que unos calenturientos turistas mexicanos en Las Vegas se le avientan, en un champurrado poco original, a tres mujeres que contestan como turistas en busca de turistas, y que insinúan cariñitos de un instante y no volverse a ver, que nada tiene que ver con la defensa de la dignidad de la mujer. Y a propósito, otro comercial dice que un hombre no puede hacer insinuaciones sexuales a una mujer, sin su consentimiento. Si tiene su consentimiento, ya no son insinuaciones.

Luego de todos estos sucesos vistos de lejos a causa de un resfriado, curioso porque el único atisbo de fiebre lo provoqué por abusar de artificios caloríferos, lo único que pude leer fue una compilación de frases de Schopenhauer sobre el trato con las mujeres, un magistral acopio de quejas masculinas, por Thurber, el olvidado, y un Dostoievski que parece Kafka.


(Aclaro que algunas de las ideas coinciden con muchas expresadas por Fray Luis de León, Karl Marx, Carlos Monsiváis, Lucha Reyes, Pedro Infante, Germán Valdés, Rubén Fuentes y Gonzalo Curiel; más grave: ninguna palabra aquí empleada es original, las he leído en periódicos, revistas, libros, diccionarios y en redes electrónicas; los buenos lectores sabrán cuáles son las ideas referidas, que no calcadas, los poemas y las canciones citadas, las sentencias inspiradoras, pero ninguna es textual, y entrecomillar cada palabra iba a distraer a los posibles lectores. Han dicho.) 

Eduardo, se me hace que eres un canalla; otro atropello; sobre la academia sueca

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Eduardo, se me hace que eres un canalla; no me lo dijo ninguna mujer, ni siquiera una autora criticada que esperara piedad gracias a la amistad; ningún autor al que le haya señalado errores o que haya descalificado sus libros por culpa de sus desaciertos; tampoco algún deportista a quien haya criticado con desenfado. Se lo dice Irasema Dilián en uno de sus escasos papeles no cursis que interpretó para el cine mexicano, a Carlos Navarro, en uno de los muchos papeles que no logra sacar a flote en su larga carrera como galán, en uno de los cuatro episodios de Historia de un abrigo de mink, de Emilio Gómez Muriel; en ella interpreta a una científica que, por ello, por inteligente, por llamarse Camila y por usar anteojos, se supone que es fea; cuando escucha a Navarro describirla como una doctora Jekyll que no por quitarse los anteojos y rizarse el cabello dejará de ser fea; de pronto se le aparece sin lentes (sin tropezarse, y pronunciando fórmulas químicas de manera sensual) y con el pelo rizado (chino, se decía entonces) y lo seduce; él le pide matrimonio, ella accede, pero aparece para la ceremonia con el pelo lacio, sin peinar, con antiparras toscas y con un vestido que no resalta sus atractivos físicos (de hecho no los muestra más que en Un minuto de bondad, donde posa, para el escultor Luis Beristáin, en minifalda que semeja vestimenta griega, donde deja al aire las piernas y, si uno se fija bien, unos milímetros del glúteo izquierdo, pero ni por ésas excita al villano Beristáin, ni menos al otro villano Carlos López Moctezuma, que se porta con lascivia con sólo ver a Lilia Prado mover las caderas de manera inocente en Pata de Palo; y en Angélicael espectador puede ver cómo Angélica DIlián no ve pero siente cómo Navarro —constante galán suyo en varias cintas— desliza su mano de la cintura hacia sus glúteos, gesto que ella aprueba con una sonrisa y una mirada más bien desangelada).
                En esa cinta las protagonistas de cada una de las cuatro historias muestran arquetipos femeninos: la patita fea que inesperadamente se convierte en belleza; la arribista que se aprovecha de las bajas pasiones que despierta en nosotros, los faunos; la esposa que ya no estimula al marido y decide serle infiel, aunque para tranquilidad de los espectadores, lo hace con el mismo marido, y la prostituta inocente y virginal víctima de las circunstancias.
                La más apaleada es la segunda, interpretada por la muy erótica Columba Domínguez, quien para convencer al millonario llevado por las tentaciones, de que le regale el abrigo de mink ya de segunda mano, se presenta a una cena sólo vestida con el dicho abrigo, sin nada debajo; el depravado millonario accede a regalarle el abrigo pero aclara que le sale barato, porque estaba dispuesto a proponerle matrimonio, fíjate nada más, pero ya que ella le ofrece una solución más económica, se abstiene de hacerla su esposa. Domínguez actúa de manera convincente, pero es superada en actuación por el magnífico José María Linares Rivas, a quien no le costaba trabajo hacer gesto de lascivo.
                Ese personaje, Dora, de Domínguez, cabe en uno de los ejemplos que pone Arthur Schopenhauer de la conducta femenina, cuya mayor ambición es atrapar un marido (tema por otra parte usado varias veces por la cinematografía mundial), y luego dedicarse a perder su juventud, su lozanía, su belleza y su atractivo. Schopenhauer no describe a las mujeres como tontas, sino como carentes de creatividad y de ambiciones, y cuya inteligencia sólo tiene un objetivo; describe, por otra parte, la peor situación que puede vivir un hombre: estar entre dos mujeres que se interesan por él: uno no se lo desea más que a su peor enemigo.

La vida es un ciclo que se repite varias veces, hasta en sus aspectos más inocuos: propaganda en muros, en radio y televisión y en prensa impresa, insiste en que todos los mexicanos tenemos algo de Roberto Gómez Bolaños sólo porque en ciertas situaciones repetimos alguna frase de alguno de sus personajes; se olvidan que los mexicanos tuvimos algo de David Silva, Gaspar Henaine, Manuel Palacios, Pedro Infante, Mauricio Garcés, en algún momento de nuestra historia: ¡¿Ah sí?!; Me es inclusive; Arroooz, Fíjate qué suave, Válgame Dios, Chipocludo, Ohhhhh, La cosa es calmada, Pura vida. Frases inmortales que sólo recordamos al ver algunas películas, así como olvidaremos las frases de Gómez Bolaños a menos que repitan sus programas eternamente.

Tres veces me han atropellado; las tres veces fue un ciclista. La primera debo haber tenido cinco o seis años, en la calle Huasteca, colonia Industrial; mi madre platicaba con alguna conocida, cuando un ciclista arriba de la banqueta me derribó; sangré de la frente; por fortuna estábamos junto a una farmacia, donde me pusieron alcohol, agua bendita u oxigenada, una gasa detenida con telas adhesivas, y me compraron algún dulce; la siguiente vez fue en 2007; esperaba en Mariano Escobedo transporte para ir a comer, cuando algún repartidor, en sentido contrario, sin avisar de su infracción, sin precaución, me golpeó el brazo derecho que extendí para hacerle la parada a un trolebús; el golpe fue muy duro, pero me aguanté porque los trolebuses son escasos, pasan con poca frecuencia, y si no lo abordaba en vez del 1.50 del pasaje tendría que pagar cuatro pesos del pesero.
                La tercera vez fue antier, martes 13, cuando quise cruzar Horacio por Euclides, aprovechando que algunos autos forzaron a que el complicado tránsito por Horacio se detuviera unos segundos; sentí un golpe, y vi que un ciclista en sentido contrario estaba por caerse; en vez de dejar que se cayera y arremeter contra él a golpes ayudé a que no se cayera, y reclamé, sin más que un reproche, que anduviera violando el reglamento de tránsito, como hace la mayoría de automovilistas, ciclistas rudimentarios o motorizados y, obligados, los peatones, que cruzamos como podemos y evadimos a los que andan en sentido contrario, sobre las banquetas, invadiendo cruces peatonales y sin respetar las órdenes de los semáforos. Los peores son los ciclistas, sobre todo los motorizados, que con el pretexto de su vehículo rebasan donde no deben, transitan por donde tienen prohibido, provocan accidentes y luego se quejan.
                Al rato comenzaron los dolores; el atento médico me preguntó si soy alérgico a algún medicamento y dije que sólo a los inyectados; la medicina que me mandó me apendeja un tanto, lo que me impide andar solo por las calles, y a detenerme de donde pueda, sólo por evitar mareos que resulten peligrosos. Una vez más creo que si ésos son los resultados de sus gestiones, una presidencia a cargo del doctor Mancera resultaría la más endeble e ineficaz desde los tiempos de Manuel González (¿alguien lo recuerda? Fue quien se puso a buscar en varios cajones al pendejo que creyera que su compadre no deseaba volver a ser presidente).

Las maledicencias sobre el premio Nobel de Literatura a Robert Zimmerman nos lleva, a mi amigo Sergio Romano y a mí, a decir que este año nos reivindicamos con la Academia Sueca, pero repetimos, sin ampliar, el número de grandes autores que no recibieron el premio, comenzando por Leon Tólstoy, pero con una larga lista: los llamados tres grandes del siglo: Proust, Joyce y Kafka, pero no podemos dejar de reprochar que otros tampoco fueron recipiendarios: Joseph Conrad, Ford Maddox Ford (el autor de la novela más perversa: El buen soldado), EM Forster, Thornton Wilder, Robert Graves, Norman Mailer, Jorge Luis Borges, Allan Sillitoe, Evelyn Waugh; otras injusticias: al premiar al excelente Vicente Aleixandre se premió a toda una generación, la del 27, pero fue, aun con su excelencia, menos vital y menos político que otros tan buenos, cuando menos, que él: Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda; al premiar a Claude Simon también se premió al menos combativo, menos radical, de la nouveau roman: Butor, Robbe-Grillet, Duras. Cuando menos, premiaron a Doris Lessing.
                Entre Los Nuestros, por rememorar un título memorable pero ya olvidado, los suecos quedaron en deuda, no sólo por Borges, también por Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco; y desde luego, ni pensaron en Rubén Darío, Alfonso Reyes, Enrique González Martínez. Alguien dijo que era más honor no haberlo obtenido que ganarlo, aunque desde luego nadie duda de la calidad de Böll, Grass, Faulkner, Scott Fitzgerald, Steinbeck, pero a poco no Joseph Roth lo merecía.
                A veces  se nos olvida que el propósito del premio era alentar, más que reconocer; así, se explica que Thomas Mann  lo haya recibido a los 54 años de edad, y con la mención específica como autor de Los Buddenbrook y no por La montaña mágica, que era la que todos conocíamos, y siguió escribiendo hasta más allá de los 80 años, con obras magníficas; Los Buddenbrook fue opacada, injustamente, por obras más populares, como Muerte en Venecia, Félix Krull, Doctor Faustus(un tanto ilegible) y otras, como la magistral José y sus hermanos.
                Para muchos, Fuentes no estuvo a la altura, pero me atrevo a una hipótesis, que me planteó Fausto Vega y Gómez: con Cambio de piel se puso al frente de toda la narrativa mexicana, y con Terra Nostra se puso al par de sus competidores de todo el mundo, pero ya muy lejos de los mexicanos; ahora no podemos leerlo con la misma frescura con que abordamos al releer La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura y otras, pero no es culpa de Fuentes, es nuestra. Con cada novela crecía más y más.

Por varios y diferentes motivos se habla mucho de Elena Garro; entre otras cosas, afirman que es precursora del realismo mágico. ¿De veras es anterior a Carpentier —otro olvidado por la academia sueca— y que Arturo Uslar Pietri? No se miden. Por cierto, ¿alguien recordará el premio que le dieron en el número final de 1968 en La Cultura en México?

Cuando falleció Parménides García Saldaña, ante los elogios que le prodigaban en suplementos y revistas culturales, Horacio Rodríguez exclamó: “ahora resulta que se murió Joyce”. Por estas fechas recuerdo mucho esa expresión, y casi por los mismos motivos.

Un nuevo libro firmado por Guadalupe Loaeza y Pavel Granados maborda el tema de los amores de Amado Nervo con la amada inmóvil y con la hija de ésta. Lo dije yo primero, como decía Topo Giggio.

Debbie Reynolds, Carrie Fischer, y datos poco conocidos de Cantando en la lluvia

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En la entrega de los Oscar de 1972, Gene Kelly ignoró al muy laureado Malcolm McDowell porque en una de las escenas más violentas (hasta entones) de Naranja mecánica, cuando viola a la esposa del escritor Mr. Alexander, Adrianne Corri, y causa destrozo y medio en la casa del matrimonio, lo hace bailando “Singin’ in the Rain”, y la voz que se escucha es la de Kelly; Aurelio González me preguntó si había soportado la escena, no por lo violenta, sino por la chotiza al tema de mi película favorita. Pilar Tapia se asombraba de que la hubiera visto más de cien veces; dejé de buscarla y perseguirla en las carteleras cuando aparecieron los aparatos reproductores en Beta, DVD y Blue Ray.
                Aunque hay otras cintas que me gustan mucho (casi todo Wilder, casi todo lo que he visto de Ford, todo lo que he visto de Hawks, casi todo Donen, todo Lester y muchos otros), Cantando en la lluviaes la única que la tengo en Beta, DVD y BR. Memoricé todos los diálogos, y sólo mi incapacidad para bailar y cantar impidieron que imitara los movimientos de los actores, pero quienes me conocen bien, y conocen la cinta mejor que yo, reconocen que cito, cuando lo amerita la ocasión, diálogos de O’Connors y de Millard Mitchell, y afirmo, para desconcierto de todos, que este último es el mejor cantante de todo el filme, aunque sólo se le escuchan unas cuantas notas; y admiré, aparte de sus otras cualidades, lo bien que lo imitaba Héctor Martínez Tamez en la escena culminante, cuando con Kelly y O’Connors levanta el telón para que la gente vea que era Kathy Sheldon y no Lina Lamont la verdadera estrella de la cinta que filmaban.

Estuve entre los primeros 20 o 35 invitados a la exhibición privada de Star Wars, y seguramente Lourdes conserva el botón que me dieron y que decía “Que la fuerza te acompañe”. Aunque reconocí que se trataba de un filme con la receta de la épica, modernizada, y me divirtieron varios de sus chistes, no me produjo mayor emoción; aunque tengo todos los fragmentos de la historia, no me gustan los que narran la historia de antes, de cuando los personajes eran niños; preferí, con mucho, la parodia del Mad, sobre todo cuando un personaje pregunta que por qué los blancos son los malos, que si el argumento lo había escrito Cassius Clay. Pero admito que la escena donde aparece por primera vez el personaje de Carrie Fisher, prisionera entre sus celadores, es una de las más eróticas en la historia del cine, aunque está muy vestida; en cambio, en los capítulos en donde aparece muy desvestida, nada tiene de erótica ni de sensual.

En dos días consecutivos fallecieron Fisher y Reynolds; la primera me gustó mucho más en la versión estadounidense de El hombre con un zapato rojo (la original, con Pierre Richard, debe ser más divertida, pero la de Tom Hanks tiene la virtud de mostrar sensual a la casi siempre insípida Lori Singer, que además tiene una escena de “butt crack”, que borra sus demás filmes y programas de tv), muy divertida y atractiva. Reynolds en cambio, será por fetichismo, me gusta en casi todas sus cintas, desde Three Little Words (donde canta mejor que MM “I Wanna be Loved by You” aunque no sea ella la que cante), y sobre todo su baile con Donald O’Connors en I Love Melvin, donde baila mejor y con más erotismo que en Cantando en la lluvia, pese a su gesto de inocencia, gesto que conservó en la muy cursi Tammy cuyo tema musical me dio a ganar mis primeros pesos, poquísimos, por un guión de radio, cuando apenas tenía 16 años (y que no me pagaron).
                Me asombró y alarmó el escándalo cuando su amiga Elizabeth Taylor le pedaleó el triciclo y le bajó al marido, el cantante, ahora olvidado pero entonces muy popular por varias piezas ahora olvidadas, Eddie Fisher (digo triciclo porque los tres eran de estatura chaparra), aunque Taylor lo dejó, poco después, por Richard Burton, quien no le temía a Virginia Woolf. Reynolds jugó el papel de víctima en ese proceso, pero las malas lenguas dicen que era igual de arrojada y destrampada como las actrices con cara de inocencia. Lo grave fue que Fisher había sido el mejor amigo de Michael Todd, quien había dejado viuda a Taylor a causa de un accidente aéreo (y en su honor Fischer llamó a su hijo con el apellido del amigo).

Cantando en la lluvia, o bajo la lluvia, es considerada la mejor cinta musical de la historia, y está entre las diez mejores clasificadas en lo que va del cine; la trama es muy conocida, y nadie se atreve a desafiar el gusto generalizado, excepto tal vez Felipe Garrido, quien en Aguascalientes, de pinta con Carlos Hernández y conmigo mientras lo esperaba María del Carmen Millán para una tertulia más intelectual, nos confesó que no le gustaban ni el western ni los musicales, que no imaginaba que la gente cantara y bailara en vez de hablar y caminar.
                Sin embargo, quienes revisan a fondo cada cinta filmada y estrenada, le han encontrado un sinnúmero de errores: de época; por ejemplo, aparece de manera casi inadvertida un automóvil de modelo de 1950 cuando la acción sucede a finales de los veinte; se menciona a un personaje fallecido cuatro años antes de la fecha de la trama; se habla de una técnica que no apareció por esas fechas, y el uniforme del policía que amedrenta a Kelly cuando canta bajo la lluvia se usó apenas a partir de los años cuarenta; una de las más bellas canciones, “All I Do is Dream of You”, tanto que la cantan dos veces, fue escrita en 1934, siete años después de la fecha de la trama.
                Datos falsos: el productor Mitchell anuncia que deben hacer una cinta hablada, como El cantante de jazz, que es muda excepto por un fragmento breve que, en efecto, apantalló a los espectadores y cambió la industria del cine; aunque Reynolds dice que va a cantar en La Bemol, en realidad lo hace en Mi Bemol; durante el baile inicial cuando Kelly y O’Connors bailan y tocan violines, no se ve que Kelly mueva los dedos; en la escena en que Kelly lleva a Reynolds a un estudio vacío para ligársela, además de que exagera con el número de watts en la iluminación, no existía esa técnica en aquellos años; al final de “Beautiful Girl” una de las modelos da un paso de más, con lo que se pierde la sincronización, de los que hay varios errores similares: no coinciden las palabras con los movimientos de los labios; una escena en que se presenta la escena que filman no la filmaron por completo, usaron escenas de una cinta anterior de Kelly, Los tres mosqueteros, de George Sidney (1950), y los muy fijados advierten que en vez de Jean Hagen (Lina Lamont) aparece muy brevemente Lana Turner, la villana de aquélla; cambian posición tanto un sofá, como un libro, y sobre todo lo intercambian Reynolds y O’Connors después de uno de los bailes más conocidos, donde por cierto no se atisban las panties rosas de Reynolds, que dice José de la Colina que él vio con toda claridad; cuando presentan a Reynolds como la verdadera estrella de la cinta, ella se detiene y comienza a correr, pero se sigue escuchando su voz.
                ¿Eso echa a perder la cinta? No, ni cuando se ven micrófonos o cables impertinentes; sigue siendo maravillosa; pero hay muchos detalles que se escapan al espectador; en muchos aspectos rinde homenaje al cine, de la misma manera en que Peter Bogdanovich en cada una de sus cintas hace citas visuales o de guión de las cintas que admira; es impresionante que What’s Up, Doc calque cada una de sus escenas de otras muchas cintas, de Harold Lloyd y Laurel & Hardy hasta El Dorado, por no abundar en que la trama es casi idéntica a Domando al bebé (o La fiera de mi niña, como prefieran), sin que pierda coherencia y sin que sea necesario identificar esas citas para disfrutarla.
                Así, Zelda, encarnada por una muy excitante Rita Moreno (homenajeada a gritos por un espectador) es una combinación de Pola Negri y Gloria Swanson, así como Cyd Charisse está caracterizada como Louise Brooks, tres glorias del cine mudo e idolatradas por Juan Manuel Torres, quien hubiera admirado más a Charisse si no hubieran resuelto un problema visual, por el que era notorio su vello púbico durante el baile con Kelly, aunque a decir de uno de los técnicos, dejamos de apreciar el vello pero es más visible lo que, de manera velada, llaman entrepierna por no decir algo más elocuente; Stanley Donen, el director o codirector, pensó que nos fijaríamos nada más los obsesos.
                La escenografía y el mobiliario de la supuesta casa de Kelly, donde inventan el doblaje y donde bailan “Good Morning”, recrea la casa donde viven John Gilbert y Greta Garbo en Flesh and theDevil, de Clarence Brown, filmada en 1928, y la trama recrea el drama que no se cuenta más que tangencialmente: Lina Lamont, por su voz chillona y poco glamorosa, perderá la chamba como actriz, lo que le sucedió a muchos actores del cine mudo (y no le tenemos lástima); de hecho, el origen del argumento fue la casa que hipotecaron y perdieron unos guionistas por no adaptarse al cine hablado; el cine, por otra parte, nació con vocación sonora, como dice Cabrera Infante, del que se están recopilando críticas no recogidas en Un oficio del siglo XX, que evidenciarán cuánto le deben algunos críticos mexicanos.
                A raíz de los elogios dedicados a Debbie Reynolds, se ha dicho que al principio no la quería Gene Kelly; en realidad nunca la quiso; él hubiera preferido a Judy Garland, June Allyson, Ann Miller, Jane Powell o Leslie Caron. Es más, en las escenas en que baila tap con Reynolds, se oye muy bien porque Carol Haney (que era su preferida para el papel) y Gwenn Verdon (la Lola de Lo que Lola quiere) bailaban y golpeaban sus muslos para dar la sensación de ritmo. Reynolds, atribulada por los regaños de Kelly, se ponía a llorar a solas y en silencio, como los machos, y fue el rival de Kelly en todos los aspectos, Fred Astaire, quien la consoló, aconsejó y enseñó trucos de baile para impedir que el codirector Kelly la echara; lo que se sabe menos es que Donald O’Connors tampoco estuvo a gusto con Kelly, quien exigía tanta calidad y tanta entrega que las jornadas diarias duraban de 18 a 19 horas, lo que propició que todos los actores enfermaran cuando menos una vez durante la filmación; el propio Kelly tenía más de 39° de fiebre cuando bailó el tema principal del filme, bajo la lluvia artificial (no puedo dejar de recordar la perversa caricatura de Don Martin en la que un hombre baila y canta “Singin’ in the rain”, pero en vez de lluvia es un concurso de escupitajos desde una azotea: si la vio Kelly debe haberse vuelto a enfermar). Ni O’Connors ni Reynolds volvieron a filmar nunca con Kelly.
                Otro detalle poco sabido es que Hagen tenía una voz muy hermosa, como se le escucha en Jungla de asfalto y Medio héroe, aunque terminó su carrera en series de televisión; la escena en que Reynolds la dobla, en realidad ella dobla a Reynolds doblándola a ella. Todos los errores y falsedades no le quitan brillo al filme; como decía José Emilio Pacheco cuando los colaboradores de un suplemento peleaban por que Biby Gaytán era natural o artificial: lo que importa es el resultado.

Colofón: la escena de la cinta de Lucas que llamó la atención de los erotómanos fue la única en que Fisher apareció con los pechos tapados pero libres; en las subsiguientes escenas y cintas de la saga le vendaban los pechos para evitar que sus movimientos llamaran la atención más que los parlamentos; lo que no se sabe más que en secreto es que Fisher al terminar la jornada, sorteaba entre los miembros del staff quién le quitaba las vendas; una de las últimas indiscreciones es que quien la desvendaba, o al menos más que otros, era Harrison Ford, quien estaba matrimoniado, pero no estaba comprometido en las cosas del querer.

Toda la información que saqué lo hice de sitios públicos, entrevistas y reportajes de los protagonistas, declaraciones de afectados; mucho, en la época en que sucedió (lo de pedalear el triciclo, por ejemplo, que ocupó las páginas de los diarios mexicanos en su momento, y que se regodearon cuando Taylor se arrejuntó con Burton; dijeron que lero lero, eso le pasaba a Fisher por jugarle chueco a la dulce flor de los pantanos; por cierto, algo parecido sucedió con dos matrimonios entre intelectuales mexicanos hace algunos años); mucha fue saliendo de indiscreciones o de revelaciones de la propia Reynolds, y muchos reportajes sobre Cantando en la lluvia, pero la mayor parte de una página de internet de la que daré el nombre a quien lo pida en mensaje adjunto o al correo.

PD. En un blog anterior escribí el nombre de bailarinas, coristas, extras, y de actores en papeles pequeños, como el transeúnte al que Kelly le da el paraguas que ya no usará, y el del policía que lo acosa. Puede consultarse con un poco de paciencia.


Susto y héroes anónimos; la historia de tres presidentes; ¿quién gobierna la ciudad?

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El viernes 13 regresaba de buscar a un plomero (características del oficio: malencarados —éste no—, lentos, nunca les sale a la primera, y dejan todo sucio —todo lo demás, sí); no lo encontré, desde luego; a la entrada del edificio me alcanzó Lourdes, y cuando íbamos hacia la escalera escuchamos un ruido indefinido y un grito apagado; ¿fue choque o atropellaron a alguien?, preguntó; al asomarme vi, a un metro de la entrada, a una mujer en el suelo, y a su lado, caída, una bicicleta; varios autos estaban detenidos; la mujer hacía ademanes para que los autos no pasaran sobre ella, aunque estaba a más de un metro de donde circulaban (había obras: sin poner ni advertencias, sólo unos tambos separados por varios metros; el “gobierno” de la ciudad de México hace cosas sin avisar, sin advertir de qué se tratan, cuánto duran; lo más ruidoso —al abrir una línea del ancho de una llanta de bicicleta sacaron un terregal que impidió que comiéramos en el tianguis los tacos de mixote cuyo dueño me reconoce, me ve por televisión  y me lee— lo hicieron de noche, impidiendo dormir a la mayoría y arrullando a los insomnes; dice Toño Sandoval que la ciudad se gobierna sola, porque ni el “jefe de gobierno” ni los delegados lo hacen, sólo buscan ganar unas elecciones para los que no han abierto las convocatorias).
                Me acerqué y le pregunté si quería una ambulancia; hacía esfuerzos por levantarse; traté de sostenerla, cuando llegó Lourdes a ayudarme; la mujer, luego supimos que se llama Tere, estaba tan aturdida, tan conmocionada como Roger Staubach cuando lo tacleaba Jack Lambert, o como Tom Brady cuando cualquiera le da un empujoncito. Tenía un golpe en la mejilla izquierda y sangraba un poco en la sien izquierda. No acertaba a hablar.
                El primer auto, del que no pudimos ver las placas, se fue; del siguiente auto bajó una mujer, Alejandra, y se ofreció a llevarla  a un hospital; Tere no reaccionaba; tratábamos de meterla al auto en que venía la joven, pero su aturdimiento y su peso y estatura lo hacían difícil; el conductor del auto se bajó para ayudar. Luego nos enteramos que era un Uber. Un joven que observaba tomó la bicicleta y la recargó en la entrada del edificio; de otro auto bajó otra joven, menuda, en muletas, a tratar de ayudarnos. Los obreros contratados por el “gobierno” de la ciudad de México, a unos cuantos metros, ni se inmutaron ni ofrecieron ayudar ni hicieron algo útil (por eso confirmo que trabajan en el “gobierno” capitalino).
                Lourdes y Alejandra intercambiaron números telefónicos, y el auto que la llevaba se alejó; los jóvenes, muy jóvenes, dejaron que pasaran los otros autos, de los que ninguno bajó pero al menos no comenzaron a infringir el reglamento de tránsito a claxonazos; me acerqué a los jóvenes; tampoco sabían cómo se produjo el accidente, sólo que la vieron dar un manubriazo y caer con violencia, piensan que el primer auto la golpeó, o al menos la asustó, pero no creían que se hubiera encarrilado en el hoyo abierto por los trabajadores del “gobierno” de la ciudad.
                Minutos más tarde Alejandra nos llamó para informarnos que llevaría a Tere, quien no paraba de llorar, a la Cruz Roja; que le inquietaba que se retrasara para su cita, y preguntaba por la bicicleta; no recordaba su apellido ni algún teléfono para avisar a conocidos. Alejandra la tranquilizaba: estaría con ella hasta que la vieran los médicos.

Horas después nos llegaron noticias escuetas pero tranquilizadoras: dentro de la confusión Tere dijo un número telefónico, le avisaron a unas amigas, quienes, cuando en la Cruz Roja la dieron de alta, se la llevaron al Hospital Español, donde pasaría la noche en observación, con el protocolo en el futbol (el verdadero: el otro se llama soccer, no por nada). Alejandra preguntó por la bicicleta; la tenemos guardada; dimos los datos para que pudieran recogerla, lo que hicieron ya entrada la noche; los otros datos ya no los relato, sólo que ya estaba fuera de peligro. Recalco el hecho de que, fuera de las oficinas gubernamentales, de los partidos políticos, hay gente que sin proclamar méritos actuó con presteza, auxilió, no se aprovechó de la situación ni se robó la bicicleta cuando nos dedicábamos a auxiliar a la accidentada. Nadie se puso a tomar fotos ni videos ni se bajó a posar junto a la mujer herida. ¿No es para sentir orgullo?

Hubo una vez un presidente que cumplía con su cometido, pero no tenía la simpatía de la gente, que apoyaba con ahínco a un político más popular, que presumía de sólo atender su ranchito y de no interesarse en la política, mucho menos mostraba sus ambiciones, sólo se interesaba en el bienestar del pueblo, y era tal su empeño por ayudar al pueblo bueno, que comenzó una campaña para desprestigiar al presidente, al grado que el escritor más reputado de la época escribió un libro donde señaló errores y erratas del mandatario, exagerando las reales, inventado la mayoría; fue de tal fuerza la campaña para desprestigiarlo que la leyenda sobre ese presidente siguió durante muchos años, hasta que se perdió en la memoria colectiva y pocos historiadores se atrevieron a desafiarla ni a escribir sobre ese período.

Si es poco convincente esa historia, recordemos otra; un personaje poco popular fue impuesto como candidato del partido político más poderoso porque agrupaba lo más importante de las fuerzas vivas; ganó las elecciones aunque el más popular de sus rivales murió diciendo que eran cifras falsas, infladas, que él, el caudillo popular, había vencido al triunfador pese a los recuentos oficiales; nuestro personaje no fue un presidente popular, aunque lo que hacía era en beneficio del país, que salía de una crisis profunda; quienes lo eligieron, porque era el menos propenso a tratar de perpetuarse, al poco se cansaron de él y empezaron una andanada de chistes la mayoría sosos pero que calaron en la gente; a falta de redes electrónicas, los chismes y los inventos y las infamias y las difamaciones, por no decir de las calumnias frecuentes, minaron la de por sí endeble aceptación sobre aquel presidente, que trataba de mantener la dignidad y la gallardía, pero sus fuerzas, aunque avaladas con cierta discreción por algunos seguidores más por lealtad a las instituciones que a la figura presidencial, cayeron al más bajo grado de aceptación, y su posición se hizo insostenible; no se sabe si sea cierto, pero se dijo que un acto que iba a presidir culminaría con una asonada militar que disfrazaba un golpe de Estado; renunció a su cargo, para beneplácito de toda la gente, que con su complicidad había, digamos, legitimado su caída, y para regocijo de quienes lo habían apabullado de la manera más cínica; desde luego, nadie se responsabilizó de la crisis que sobrevino, y de la que lo culparon aunque haya sido el menos culpable.
Esa historia ha sobrevivido aunque historiadores serios han aclarado los hechos, pero la leyenda continúa y pese a la distancia del tiempo, falta mucho para que se limpie la honra de aquel defenestrado. Una historia similar tuvo un final muy diferente: un presidente joven pero con la fama de ser acólito del político más poderoso de su tiempo, trató de ayudar al pueblo bueno, lo que no le gustaba a la clase política que, al poco, fue abandonándolo, y lo hizo víctima de las bromas soeces, más soeces por ser anónimas aunque se sabía quién las propiciaba y quién las propalaba; menospreciado por su protector, por la prensa que se burlaba de sus actos o los disminuía y ni siquiera le daban crédito, o los distorsionaba, se arriesgó a decisiones que lo hicieron parecer ingrato, desterró a su antiguo protector, desafió a los dueños del dinero, y se arropó en la milicia, que puso la condición de que resistiera las tentaciones, y sobre todo, se acogió al sindicalismo (uso bien la palabra; las interpretaciones aquí son equivocas), que después fue uno de los lastres para las generaciones posteriores, que impusieron su voluntad, e incluso obligaron a presidentes posteriores a entregarles, sin mucha discreción, la mayor parte del poder, y ellos se quedaron con la facultad insustituible y aparatosa de tijeretear listones, y otras prebendas que incluían a mujeres famosas o no, pero todas guapas y sensuales.
                Detrás de cada una de estas historias hubo una mano siniestra que, como se dice ahora, meció la cuna; pocas veces fueron castigados los responsables, y la historia ni siquiera le cobró las cuentas; ¿qué mano peluda ahora es la responsable de los ataques, difamaciones, calumnias y mentiras? (¿Reconocen a los personajes?)

Muchos, con pesimismo justificado, piensan que mientras no haya una limpia de corruptos el país no tiene salvación. Lo malo es que sólo acusan la corrupción, innegable, de los políticos, de los que no puede decirse que haya uno que se salve. (Una historia; uno de los presidentes que goza de fama de honrado, el último que la tuvo, recibió a los representantes de una compañía automotriz que fueron a presentar un nuevo modelo de su auto más lujoso, una compañía que desde hace más de 70 años tiene o tenía fábrica o armadora en México aunque ahora reculen; señor presidente, le dijeron, mire nuestro nuevo modelo; muy bonito muy bonito; es un obsequio para usted; no puedo aceptarlo, soy el presidente del país, no debo aceptar regalos; no pasa nada, no lo compromete; de cualquier manera, no puedo aceptarlo; lástima, señor presidente, teníamos tantas ilusiones; ¿y como cuánto cuesta? Le dieron una cifra, y agregaron: para usted, a la mitad. Bueno, deme dos.)
                Pocos ven, o si lo ven lo justifican, que las grandes empresas ejercen el nepotismo; muy sus empresas, pero el público es el que paga; la primera y más dañina corrupción comienza con puestos casi insignificantes; desde allí ejercen poder, imponen su voluntad benéfica o no, y casi siempre sin consultar a los afectados ni a los beneficiados; desde beneficiar a alguien con una cita, hacer esperar, hacer sentir su influencia, tener criado particular en un edificio donde debería atender a todos; pasarse un alto, rebasar por la derecha, reclamar diciendo “no sabes con quién te metes”, aprovecharse de la fama, así sea efímera, para no hacer fila, o para tener mayor descuento; los que no barren las calles, los que tiran la basura en los botes para tirar cajetillas, o envolturas de chicles o dulces o cigarros; los ruleteros que alteran el taxímetro, los que reciben cambio de más y no lo regresan, los que mienten alegando ignorancia.
                Tantos y tantos actos de corrupción que la gente no acepta que son corrupción avalan, por más que sea mayor corrupción, la corrupción de los políticos.

Otro tipo de corrupción: el más reputado de los mariscales de campo actuales ganó un juego crucial haciendo trampa, y sus seguidores hacen como que no pasó nada; la tenista con más fama de invencible amenazó de muerte a una auxiliar de juez, y aunque la multaron no la suspendieron ni menos la expulsaron del deporte, y olvidan prudentemente que es delincuente; varios beisbolistas aumentaron su rendimiento con el auxilio de sustancias prohibidas, y aunque no han llegado al Salón de la Fama, puede que llegue gracias a la llegada de periodistas deshonestos que piensan que qué tanto es tantito. Y decenas de cronistas con talento pero sin imparcialidad olvidan esas acciones. Lo peor: “le van” a un equipo.

El autollamado presidente de los Estados Unidos, además de usar una fórmula del nazismo (y me asombra que los comentaristas políticos no lo hayan advertido) al hablar del renacimiento del pueblo estadounidense y de un período con el que inicia un nuevo milenio, mintió al hablar de la pobreza de su nación, como lo demuestra Bárbara Anderson; lo más grave es que olvida que la más reciente crisis económica de su país a causa de la torpeza de la “industria” inmobiliaria, la causó él, exactamente, como lo recuerda Toño Sandoval; y algo peor: ni él ni sus paisanos ni sus seguidores (más increíble aún, tampoco sus críticos) advierten que las armadoras de autos al salir de México y recular sus promesas de inversión aquí, van a triplicar sus costos, sus gastos y sus precios, sin aumentar el número de plazas laborales sin igualar la calidad de los obreros mexicanos.
                Termino con una historia que ya no recuerdan: los magnates estadounidenses e ingleses, vencidos por el gobierno mexicano que realizó la expropiación de la industria petrolera, apostaron por la quiebra del país, pues creían que los obreros mexicanos no sabrían cómo trabajar, que sin sus técnicos fracasarían; pero sucedió lo contrario: igualaron y mejoraron a los déspotas extranjeros; ¿sucederá igual si expulsan a los mexicanos de, digamos, California, Texas y Arizona? ¿Se conformarán los jóvenes de clase media a los que su nuevo presidente promete tanto, con los salarios que pagan a los mexicanos o chicanos o nuevos gringos legales o no? ¿Los trabajadores manuales serán tan hábiles como los mexicanos, sin tratar de cobrar el doble o triple digamos por hacer trabajos de albañilería, plomería, pintura, aseo?
                Es  nuestra oportunidad, dirían los economistas, de hacer sentir nuestra eficacia y, por qué no, también nuestra picardía.  No los pícaros que primero echan bronca y luego reculan.



De las impugnaciones a la llamada constitución; de los teléfonos portátiles y sus inconvenientes; de la feria de libros; de la dignidad en el llamado deporte

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En uno de sus “estudios de mujer”, de los que escribió varios, Balzac dice que los polacos defienden las tan escasas vocales de su vocabulario. Eso no lo tomó en cuenta el “jefe” de “gobierno” cuando decidió, sin motivo alguno, suprimir las nueve vocales de Ciudad de México y las seis de Distrito Federal para que gesticulemos y gruñamos un impronunciable CDMX que no sabemos si reporte beneficios, porque más que nombre parece logotipo con derechos de autor. De una vez se lo decimos: no acataremos esa orden absurda, y no nos resignamos a ser provincianos (aunque muchas calles de la ciudad están peores que en muchas ciudades de provincia, y el tránsito, semejante al de Puebla o de Guadalajara y cerca del de Grecia).
                Varias instancias, todas respetables, impugnan la llamada constitución de cdmx, con razones válidas, entre otras, que algunos de los llamados artículos se oponen a la Constitución Federal; otros, al sentido común; valdría la pena que la llamada Academia Mexicana de la Lengua se sumara a las impugnaciones: ¿qué es eso de seres sintientes?, ¿qué se proponen con la validación de redundancias como “adultos mayores”?, ¿cómo en una constitución que propone la igualdad hace distinciones entre niños y niñas, hombres y mujeres?, ¿cómo validan anglicismos denigrantes cuando hay palabras perfectamente descriptivas para situaciones de excepción, como las destinadas para los que necesitamos ayuda externa para la vida cotidiana? Y el “jefe” de “gobierno” agarra y dice que mejor la Constitución Federal copie ésta, tan incompleta, tan desigual, tan inicua, tan pésimamente redactada.

Si es verídica la información que circula en las redes sociales, la primera línea telefónica en México se instaló en 1878; doce años después, 1100 residencias tenían línea telefónica; pocos meses antes del estallido del Movimiento Estudiantil de 1968, es decir, 90 años después de la llegada del teléfono a México, el presidente Díaz Ordaz hizo una de sus escasas llamadas a una residencia  particular para felicitarla porque le habían instalado la línea un millón; casi medio siglo años después se calcula que hay poco menos de 20 millones, incremento que se debe a la mejor tecnología, a que el precio de contratación bajó muchísimo, a la disponibilidad de más líneas; de cualquier manera 20 millones de líneas para más de 114 millones de habitantes habla de privilegios que no están al alcance de todos; pero el decremento en el crecimiento se debe también a lo barato que es tener un teléfono portátil (celular es un adjetivo equívoco, equivalente a la incorrección de nombrar computadora a las computadoras, porque las usamos para correo electrónico, para consultas en las enciclopedias computarizadas e inexactas o cuando menos imprecisas y muchas veces falsas, para ver videos comprometedores, y como veloz y cómoda máquina de escribir –es peor decirles ordenadores, pues). Ahora más del 80 por ciento de la población tiene teléfono portátil, y algunos hasta dos, uno de la oficina y otro propio (o uno propio y otro impuesto por una pretendienta celosa). Y uno duda de las cuentas del INEGI acerca de la pobreza, no porque como dicen los malquerientes hay más pobres de los que reconocemos, sino porque me niego a incluir entre la pobreza extrema a los ambulantes, las marías, los pordioseros, que traen un teléfono portátil con todo y cámara fotográfica. (Tampoco entran en las estadísticas los que pasean perros a 60 pesos la hora, y hay quienes llevan de diez a veinte perros; son paseadores adolescentes o jóvenes –¿cómo saber la diferencia si nos atenemos a la llamada constitución de la cdmx? Ésos, desde luego, no caben la promesa de López Obrador de darles otra chamba, con menos salario y más obligaciones. Y hablando de ignorantes, ¿por qué ningún especialista le aclaró a Trump qué significa la deuda interna y por qué ninguna acción de ningún presidente hace que baje o suba? ¿Ón tan los especialistas?)
                Se cuenta que cuando llegó la telefonía a Italia (hay que recordar cómo eran los aparatos, lo cual puede verse en algunas películas: un tronco delgado y largo en uno de cuyos extremos estaba la bocina, y aparte, pero atado con un cable delgado, un pequeño auricular; se tomaba el tronco con la mano izquierda y con la derecha se llevaba el auricular al oído –excepto los zurdos y los ambidextros, que presumimos de ser zurdos sin serlo), le explicaban a los italianos que con ese aparato podían comunicarse con gente a distancia; preguntaban cómo, y al explicarle cómo se tomaba, dicen que exclamaban: ¿se toma con las dos manos, y entonces cómo hacemos para hablar? –característica que no han perdido: manotear cuando hablan, como puede verse en Comisario Montalbano).
                La llegada de la telefonía portátil ha expuesto un vicio o una enfermedad que los teléfonos fijos ocultaban: nuestra dependencia a estar hablando con alguien en vez de leer, oír música, ver series buenas y películas por televisión, platicar o copular; desde endenantes: un vecino nos llamaba para que le avisáramos a su esposa que llegaría tarde o que comprara algo, porque cuando marcaba a su casa sonaba ocupado y cuando no estaba ocupada la línea, era porque la esposa no estaba en la casa; cuando un editor en el Fondo de Cultura Económica salió para ocupar un puesto diplomático, en la fiesta de despedida alguien explicó: “no perdemos un amigo, ganamos un teléfono”, y era un chiste muy socorrido: las adolescentes monopolizaban el teléfono; y luego, las casadas, para quejarse más libremente. Pero no todas: muchos hombres, tal vez en mayor número, también hablaban muchísimo, fuera por negocios o por quejarse del trabajo y de la vida cotidiana; los escritores comprometidos, y también los ya casados, sostenían largas conversaciones para sustituir los fajes y las promesas.
                La última vez que abordé un autobús (cuyos conductores desmienten al “jefe” de “gobierno” con su impericia, su conducción a mayor velocidad de la que tienen permitido conducir, con su descortesía, y con su voluntariosa manera de permitir ascenso y descenso de pasaje o, como ellos dicen, su carga), la mitad de los usuarios iban hablando, leyendo o mandando textos y mensajes. No importaría si sólo fueran los pasajeros, también lo hacen los conductores, los conductores del STP (Metro, para que lo entienda el “jefe” de “gobierno”), los conductores de autos particulares en porcentaje cercano a la mitad de quienes circulan; también, los peatones que no advierten que por atender su teléfono portátil descuidan todo lo demás; lo más grave: también  hablan mientras conducen bicicletas de pedales o de motor, con el agravante de que lo hacen en sentido contrario, sobre banquetas y pasándose los altos.
                Lo de menos es lo que dicen en voz alta: “nomás voy al cajero y saco lana y te caigo”; “fui al cajero y saqué cuatro varos” y otras indiscreciones por el estilo, que los ponen en peligro de ser asaltados, secuestrados o enamorados por goteras; claro, es más divertido cuando cuentan que las cachó el novio o el amante o el esposo cuando estaba a punto de ponerle el cuerno (¿en qué momento pasó a singular lo que era en plural, porque describía el acto de burlarse a espaldas del otro?), o hablan mal de la suegra o de los jefes, con el inconveniente de que alguien divulgue la plática que los culpables o los implicados no se dan cuenta de que no es privada. Cuando menos dan material para novela, una que sólo reproduzca esos diálogos y el posible lector imagine las consecuencias.
                ¿Es problema de incomunicación, de soledad arrepentida, de necesidad de ser escuchado aunque lo que dicen es intrascendente, inútil y que no le importa a nadie? Hablan en el vacío; eso explicaría las necedades que proliferan en facebook, con el pretexto de la libertad de expresión, las opiniones en asuntos de los que no saben, y que sólo exponen opiniones, muy pocas veces juicios.

Dice Francisco Elorriaga que fue la última vez que asistió a una feria en Minería, que nada tiene que ver ya con la ideada por Isaac Arriaga e implantada por Joe Taylor (no el beisbolista); tiene razón en casi todo, menos que en la UNAM hay precios accesibles: un cuadernillo de menos de cien páginas de Eusebio Ruvalcaba en 200 pesos no es algo razonable; y además, qué horror de muchos de sus títulos; se me antojó revisión de las películas que tienen como fondo o pretexto la UNAM, pero de la cuarta parte de la extensión de cualquiera de los tomos de la segunda edición de García Riera, a más de 700 pesos; pero es más grave aún: no pude comprar un tomo de ensayos de Blas Urrea porque el INEHRM no tenía terminal, y el efectivo era para comer en el Rey del Pavo; no hay novedades, no hay ofertas, y en algunos estantes, feria de clavos menos interesantes que la feria de libros de lance: y los expositores, cada vez más descorteses.

¿Por cierto, los directivos del INEHRM sabrán la diferencia entre guerras y revoluciones, entre golpe de Estado y revolución, entre golpe militar y revolución?

Cada vez es más difícil comer fueras. A los varios restaurantes que han cerrado, otros están en decadencia, otros cambiaron el menú, otros cocinan en los “micro, güey” con lo que pierden propiedades, sabor y se enfrían rapidísimo; lo más grave es la atención: los meseros se equivocan de mesa, de pedido, se tardan más de 20 minutos en llevar un platillo, y además se muestran altaneros.

Los puristas se quejaban: cómo es posible, decían, que la gente se conforme con ver películas por televisión: se pierden los detalles que la gran pantalla permite apreciar (pese a que observadores y críticos perdían muchos detalles, gestos, diálogos), todo se ve más chico: para ver cine hay que ir al cine. Ni siquiera las grandes pantallas de quién sabe cuántas pulgadas pueden sustituir la pantalla de plata; y ora resulta que pueden verse partidos de algún deporte, o películas, o series o telenovelas, en las diminutas pantallas de las tabletas, de los teléfonos portátiles.

Y hablando de algo cercano a los deportes, en el soccer hubo un segundo gesto de dignidad, el segundo después de cuando los necaxistas Carlos Albert, Toño Mora y compañeros intentaron la creación de un sindicato que protegiera a los jugadores de las maniobras de los directivos que cada año violan la Constitución (la buena) en el Artículo 123 y los venden como si fueran bueyes, y ellos de güeyes que se dejan (cuando menos, ahora reciben un porcentaje de la transacción); aquella gesta costó la carrera a todos los que buscaron el sindicato; ahora los árbitros se negaron a participar en los llamados juegos de primera división, por la violencia que ejercen los jugadores, en especial dos que agredieron a los jueces principales de un partido, y no fueron sancionados con un año sin jugar, como lo fueron en su época el Pato Baeza por lanzarle el balón al árbitro  (aunque todos dijeron que era exageración) y a Walter Ormeño por bajarle un diente a Felipe Buergos en un juego de América contra Toluca, y a Fernando Marcos, el entrenador, por consentirlo. Esa violencia se explica por la impunidad de los famosos, actores y deportistas que exigen en restaurantes lugares privilegiados, no hacer fila, tratar despóticamente a meseros y galopines, se van sin pagar o pagan posando para una foto o firmando autógrafos; echan el auto sobre peatones, no respetan el orden de los semáforos, se burlan de las autoridades que se atreven a no reconocerlos, y se creen superiores a los que no somos famosos. Lo peor: la queja no es porque no haya habido juegos en busca de la respuesta de las autoridades deportivas (las otras ni se meten), la queja es porque equipos y televisoras se quejan por la merma de millones en sus arcas. Y surge la pregunta: ¿de veras entran millones en estadios donde acuden menos de mil espectadores?


Hace unos días falleció Paz, abuela materna de Nahúm; él, a sus 12 años, le hizo el mejor homenaje posible. ¿Cómo no estar orgullosos de él?
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